La conversación se dio inesperadamente, cuando, por la tarde, madre e hija volvían de una protocolaria visita a doña Beatriz, esposa del juez, perfumada dama de la capital. Había venido a pasar unos días de vacaciones con el marido, y trajo consigo al hijo de diecisiete años, Daniel, un adolescente de suave belleza, un pequeño dandy, imagen para un medallón. En la sala de enfrente había otros personajes en conversación elevada y ceremoniosa. La visita había sido breve.
Ya en la calle, doña Brígida comenta a la absorta Dóris:
—Lindo muchacho. Parece un cuadro.
La voz de Dóris, desfalleciente como siempre:
—¿Muchacho, ése? Es un niñito bobo pegado a las faldas de la madre. No aguanto a esos niñitos mimados.
Doña Brígida se admira por la opinión y por el tono despreciativo.
—Quien te oyera hablar, hija, podría pensar que entiendes de muchachos y nenes de mamá… —bromea doña Brígida—. ¿Niñito bobo, dices? niño vivo digo yo. No le quitó los ojos al escote de Neusa, claro que eso ya no era un escote, era tener los pechos fuera, ¿no te fijaste? Nunca te fijas en nada. —Y de pronto las palabras le salieron de la boca—. ¿Seguro que tampoco te has dado cuenta de que el capitán Justo te anda cortejando?
—Sí, me he dado cuenta.
Fue como un choque, un golpe en el pecho de doña Brígida:
—¿Cuándo lo notaste?
—Hace tiempo, mamá.
Dan unos pasos en silencio, doña Brígida trata de recomponerse.
—Hace tiempo y no me dijiste nada.
—Tenía miedo de que usted no quisiera.
—¿Cómo?
Dóris se ríe, con una risa extraña, inquietante; doña Brígida se pone una mano sobre el pecho para que no se le salte el corazón. ¡Dios del Cielo!
—Quiere decir que tú… quiere decir que… no te disgusta… que…
—¿Que me disgusta? ¿Por qué? Somos novios, mamá.
Doña Brígida siente que el corazón se le dispara, necesita con urgencia agua de colonia, una silla para sentarse, el sol del verano le ofusca la vista y los sentidos. ¿Estará oyendo bien, será realmente Dóris, su hija, pobre e inocente niña, ésa que va a su lado por la calle, la que dice ser la novia del capitán, con la misma voz suave y baja con que reza el rosario, o es una alucinación?
—Hija mía, por el amor de Dios, cuéntame todo antes de que me sofoque.
La risa nuevamente, ¿sería de triunfo?
—Me escribió una carta, me la mandó…
—¿La mandó? ¿Adónde? ¿Quién la trajo?
—Cuando iba para el colegio, en el camino. La trajo Chico, su criado. Yo le contesté, él me escribió de nuevo, yo le respondí otra vez. Chico me da la carta cuando voy para el colegio y cuando vuelvo me espera para que le dé la respuesta. Anteayer me escribió preguntándome si quería ser su novia, decía que si lo aceptaba iría a hablar con usted.
—¿Y que le contestaste?
—Le dije que sí, que por mí ya me consideraba su novia.
Doña Brígida se detiene en medio de la calle y mira a la hija, flaca, vestida de niña, zapatos de taco bajo, cara macilenta, casi sin pintura, casi sin busto, una escolar tonta e inocente, ¡ah! y el fuego la consume.