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En la ciudad dormida, en el puerto desierto, sola, afligida, con el amor propio herido, Tereza Batista busca a Januário Gereba. A lo mejor no había podido ir por estar ocupado o enfermo. ¿Pero qué le costaba avisar, mandar a alguien con un recado? Había prometido ir a buscarla al caer la noche para comer una moqueca[32] de pescado en la barcaza, hecha a la manera bahiana, ¡a mí me van a enseñar lo que es cocinar!, después irían a ver el mar, más allá de la costanera, el mar de verdad, no aquel brazo de río. Río lindo el Cotinguiba, no iba a negarlo, ancho, rodeando Ja Isla dos Coqueiros, sereno al lado de la ciudad, con los grandes barcos y los pequeños veleros de carga anclados; pero el mar, vas a verlo, es otra cosa, no hay comparación, ¡ah! el mar es un camino sin fin, posee una fuerza indomable, un poder de tempestades y dulzura de enamorado al derramarse en espuma sobre la arena. ¿Por qué no había ido? No tenía derecho a tratarla como a una mujercita cualquiera, no le había pedido que viniera.

En los días anteriores, el maestro Januário, ocupado en la descarga de la barcaza y en limpiarla para recibir el nuevo cargamento de sacos de azúcar había conseguido tiempo para visitar a Tereza, para sentarse con ella en el Ponte do Imperador, para contarle historias de saveiros y travesías, de temporales y naufragios, de los muelles, de los candomblés, con maestros de saveiros y capoeiristas, mãe-de-santo y orixás. Hablaba de las fiestas, por allá el año entero era fiesta: la del Bom Jesus dos Navegantes el primero de enero, en el mar la del Boa Viagem; los saveiros acompañaban al galeón a la ida y a la llegada, y la samba de día y de noche; la fiesta do Bonfim, de un domingo hasta el otro, en la segunda semana de enero, con la procesión del lavado del jueves, y las muías, los asnos y los caballos cubiertos de flores, las bahianas con jarros y cántaros de agua en equilibrio sobre la cabeza, las aguas de Oxalá[33] lavando la iglesia de Nosso Senhor do Bonfim, uno negro africano, el otro blanco europeo, dos santos diferentes en uno solo, verdadero y bahiano; la fiesta de la Ribeira, inmediatamente después, preanuncio del carnaval; la de Yemanjá[34], en el Rio Vermelho, el dos de febrero, los regalos para la mãe-de-agua son traídos y acumulados en enormes cestos de paja: perfumes, peines, jabones, fantasías, anillos y collares, un mundo de flores y cartas con pedidos. Mar serena, peces abundantes, salud, alegría y mucho amor, desde la mañana temprano hasta el crepúsculo, cuando los saveiros parten mar afuera en la procesión de Janaína, al frente el maestro Flaviano conduciendo el regalo principal, el de los pescadores. En medio del mar espera la Reina, vestida con transparentes conchillas azules, en la mano el abebé[35]: ¡odoia[36], Yemanjá, odoia!

Le habla de Bahia como de una ciudad nacida del mar, subiendo por la montaña, cortada por las laderas. ¿Y el Mercado? ¿Y Agua dos Meninos? La rampa, el muelle, la escuela de capoeira donde luchaba cada domingo con el maestro Traíra, con el Gato y Arnol, la plaza del Bogun donde había sido proclamado y confirmado como ogan de Yansã. Tereza debe ser hija de Yansã, en su autorizada opinión, porque las dos son iguales en coraje y disposición. A pesar de ser mujer, Yansã es una santa valiente, empuñó armas de guerra al lado de su marido Xangô[37], no teme seguir a los eguns[38], a los muertos, es ella quien los espera y saluda con su grito de guerra ¡Eparreí!

El día anterior, en el Ponte do Imperador, le había rozado los labios con los dedos sólo para constatar la marca del golpe de Libório, el diente todavía no estaba colocado. Januário no había pasado de ese leve toque con sus dedos pero fue suficiente para conmoverla. Y en lugar de comprobar la curación del labio lastimado con un examen más profundo, con besos, retiró su mano como si se hubiese quemado en contacto con la boca húmeda de Tereza. Había ido a buscar una revista carioca para mostrarle una nota sobre Bahia en la que había una fotografía a dos páginas de la Rampa do Mercado y anclado en ella, bien de frente, al llegar de su viaje, el Flor das Aguas, con la vela azul desplegada y de pie junto al mástil, el tórax desnudo y pantalones remendados, el maestro de saveiro Januário Gereba. Janu para Tereza, pues quienes me quieren me llaman Janu.

Tereza baja por la Rua da Frente buscando al gigante con su balanceo marinero, la pipa encendida iluminando el camino. Anclada al carcomido puente de madera, no lejos del Vaticano, advierte la sombra de la barcaza Ventania con las luces apagadas y ningún signo de movimiento a bordo. Si hay alguien está durmiendo y Tereza no se atreve a acercarse. ¿Dónde está el maestro Gereba, dónde se escondió el gigante del mar, hacia dónde alzó vuelo el urubú rey, el gran volador?

En el primer piso del Vaticano, las luces de colores, verdes, amarillas, rojas y azules, invitan a la juventud dorada de Aracaju y a los advenedizos a entrar en la sala de baile del París Alegre. Quizá Januário está dominando la pista, con una hermosa muchacha entre los brazos, alguna vagabunda del puerto, pues el baile era su debilidad y con ganas de bailar había subido las escaleras del cabaret la noche de la pelea. Qué daría Tereza por transponer la puerta, saltar los escalones, ir sala adentro e, imitando a Libório das Neves, dirigirse a la pista, plantarse indignada, las manos en la cintura, desafiante ante Janu que aprieta contra su pecho a otra y decirle: ¿así es como me fue a buscar a casa?

Flori le había prohibido ir de noche al cabaret para cuidar, de cara al debut, su imagen anterior, la única vista y comentada; si aparece de noche y empieza a bailar, a conversar con unos y con otros, ya ningún cliente habitual la recordará erguida y furiosa frente a Libório, escupiéndole la cara, desafiante, en pie de guerra. Sólo debían volver a verla la gran noche de presentación de la Rainha do Samba, con pechera suelta, flecos y turbante. Además del labio hinchado y del diente perdido. Hablando del diente, Flori se pregunta cuándo terminará el doctor Jamil Najar su magna obra; nunca un dentista tardó tanto tiempo en colocar un diente de oro. Calixto Grosso, mulato sabroso, un pesado, líder de los estibadores de Aracaju, loco por los dientes de oro, se puso siete en la boca, cuatro en el arco superior y tres en el de abajo, uno bien adelante, el más bonito de todos, y la totalidad le fue colocada por el doctor Najar en un santiamén. De una vez le puso tres, tres dientes enormes; sin embargo no tardó ni la mitad del tiempo que está tardando para colocar un solo y pequeño diente de oro en la boca de Tereza Batista.

No sólo porque lo tiene prohibido y por andar sin el diente, sino sobre todo por no tener derecho, ningún derecho, ni el más mínimo, de negarle diversiones al maestro de saveiro, estuviera él bailando, enamorando, frotándose, sacudiéndose, gozando en la cama, enrollado con una cualquiera. Hasta ese día ni siquiera podía decir que estaba enamorada; sólo algunas miradas, él desviaba los ojos cuando Tereza lo pescaba observándola, comiéndosela con la vista. Es verdad que lo llamaba Janu, lo que sólo le decían quienes lo querían y a cambio, él le daba nombres diferentes: Tetá, mi santa, muçurumin, iaô[39] pero ahí se terminaba toda la intimidad. Tereza estaba a la espera como corresponde a una mujer que se precie; de él debía salir la primera palabra cargada de sobreentendidos, la primera demostración de agrado. Parece feliz al lado de Tereza, alegre, risueño, conversador, pero no pasa de ahí, de esos límites platónicos, como si algo le prohibiera usar una voz más cálida, una palabra de amor, un gesto de cariño, como si algo contuviera los deseos evidentes del maestro Januário Gereba.

Finalmente había faltado a su promesa, no fue a buscarla; la dejó esperándolo desde las siete de la tarde. Después apareció Lulu Santos, la invitó a ir al cine, prefirió quedarse conversando, el picapleitos le contó las historias de robos y amarguras debidas a Libório das Neves, un sujeto despreciable; se despidió después que dieron las nueve, satisfecho por haber descubierto, con la ayuda de Tereza, una milagrosa fórmula para derrotar al estafador en la próxima audiencia. Tereza le dio las buenas noches a la vieja Adriana, intentó dormir, no pudo. Tomó la mantilla negra con rosas coloradas, último regalo del doctor, se cubrió la cabeza y los hombros y caminó hacia el puerto.

Ni rastro del maestro Gereba, del gigante Janu. Volver a casa es todo lo que le queda por hacer, tratar de olvidar, cubrir con cenizas la brasa ardiente, apagar las llamas mientras hay tiempo. ¡Insensato corazón! Justo cuando había encontrado su paz, tranquila y alejada de todos, dispuesta a poner su vida derecha sobre sus goznes, capacitada para hacerlo porque nada la perturba, el indócil corazón se le dispara. Gustar es fácil, sucede cuando menos se lo espera, una mirada, una palabra, un gesto y el fuego ya quema el pecho y la boca; lo difícil es olvidar, la nostalgia consume a los seres vivientes. El amor no es una espina que se arranca, un tumor que se corta; es un dolor rebelde, pertinaz, que mata por dentro. Y allá va Tereza envuelta en su mantilla española, rumbo a su casa. Dura de lágrimas, en lugar de llorar se queda con los ojos secos, ardientes.

Alguien camina apresurado en su dirección y Tereza se imagina que es alguno que tratará de ligar con ella para llevarla al Vaticano por la puerta del Rato Alfredo.

—¡Eh!, ¡señora, espéreme, quiero hablarle! Por favor, espéreme.

Primero Tereza piensa caminar más deprisa pero el andar balanceado y cierta aflicción en la voz del hombre la detienen. El hombre tiene una cara preocupada y aquel aroma perturbador que exhalaba el pecho de Januário, la misma piel curtida. Antes de hablar lo identifica y siente que algo le aprieta en el pecho, algo malo debe de haber sucedido.

—Buenas noches, señora. Soy el maestro Gunzá, amigo de Januário, él vino a Aracaju en mi barcaza para ayudarme.

—¿Qué pasa? ¿Está enfermo? Nos citamos y no apareció, vine a ver qué pasaba.

—Está preso.

Volvieron a andar y Caetano Gunzá, patrón de la barcaza Ventania le contó todo lo que sabía. Januário había comprado un pescado, aceite de dendê[40], limón, pimienta, comino, en fin todos los condimentos, era un buen cocinero y ese día se esmeró con la moqueca. Caetano lo sabía porque la había probado, pedía disculpas, pero habían pasado las nueve y la señorita y el compadre no aparecían y tenía mucha hambre. Serían poco más de las siete cuando Januário había dejado la moqueca al calor de las brasas para ir a buscar a Tereza. Dijo que volvía en media hora. Caetano no volvió a verlo. Al principio no se preocupó, pensó que habían ido a dar una vuelta o a bailar, porque Januário era muy bailarín. Como decía, a las nueve se puso a comer, pero el apetito en seguida se le fue, sentía aprensión, dejó el plato y salió a buscarlo. Después de mucho preguntar, cerca de una heladería, unos chicos le contaron que la policía se había llevado preso a un agitador (peligrosísimo, había dicho un poli), además fue necesario juntar más de diez agentes para sujetarlo; el fulano era peligroso de verdad, parecía jugador de capoeira, había golpeado a tres o cuatro policías. El tipo era enorme, parecía marinero. Caetano no tuvo dudas sobre la identidad del preso. Los policías le andaban con ganas desde la noche de la pelea en el cabaret.

—Ya fui a todas partes, hasta a la central de policía, en ninguna parte saben nada.

¡Ah Janu, pensar que te quería olvidar, cubrir de cenizas la brasa encendida, apagar las llamaradas que arden en mi pecho! Nunca te olvidaré, ni siquiera cuando la barcaza Ventania se marche contigo al timón, o junto a las velas, nunca te olvidaré. Si no me agarras la mano yo agarraré la tuya, tan grande y tan suave cuando toca mi labio. Si no me besas, mis labios buscarán tu ardiente boca, la sal de tu pecho, sí, aunque no me quieras…