Lulu Santos, al que enloquecen las películas de cowboys, la invita al cine. Se queda conversando en el balcón abierto a la brisa del río, la vieja Adriana le ofrece mangos o mungunzá[25], según lo prefiera, o los dos, si quiere. Primero los mangos, su fruta predilecta; queda el mungunzá para la vuelta del cine. Radiante, orgullosa de su patio al fondo de la casa, Adriana exhibe los mangos más olorosos y bellos.
—¿Quieres que te lo corte en pedazos?
—Yo mismo lo corto, muchas gracias, Adriana.
Mientras saborea la fruta, Lulu comenta los últimos acontecimientos:
—Tereza eres un fenómeno. Acabas de llegar a Aracaju y ya hiciste un montón de enamorados y de enemigos.
La vieja Adriana adora los chismes:
—Enamorados conozco por lo menos uno —y lanza una mirada de reojo al pretendido abogado— pero ¿a alguien puede disgustarle una chica tan linda?
—Esta tarde estuve charlando con una persona que me dijo: esa Tereza Batista es una orgullosa, se pasa de orgullo.
—¿Quién fue? —quiso saber Tereza.
—Veneranda, nuestra ilustre Veneranda, dueña del más afamado negocio de carne fresca de la ciudad. Dice que sólo provee filete especial, pero hoy me quiso hacer tragar un pescado francés maloliente.
Antes de establecer su puesto —frutas, legumbres, carbón— la vieja Adriana también se había dedicado a aquel ramo. En su propia casa, recibida en herencia, había facilitado la cosa a las parejas clandestinas en busca de refugio y, actualmente, a veces para ayudar a algún amigo, facilita sus comodidades, aunque prefiera alquilar la habitación que tiene disponible a alguna muchacha empleada de oficina o joven discreta, si es posible protegida; así por lo menos tiene compañía. De su época de celestina guarda rencor por Veneranda, distante, superior, soberbia, toda puntillosa, que mira a sus colegas modestas por encima del hombro.
—Ésa no sé cómo llamarla estuvo aquí, anda detrás de Tereza, toda hecha un dulce. Yo le recomendé: cuídate chica de esa fulana que es buena pieza.
—No hice nada —dijo Tereza—; me pidió que fuera a su casa, le dije que no; eso fue todo.
La vieja Adriana, curiosa, pregunta:
—¿A quién más no le gusta Tereza? ¿A ver?
—Para comenzar, a Libório das Neves. Está hecho una fiera, por su gusto Tereza estaría en la cárcel. Si no fuera por el miedo que le da remover las cosas, la hubiera denunciado a las autoridades. El tiene protección policial pero no se atreve a enfrentar a gente que me conoce. Sobre todo ahora que soy abogado en un caso contra él.
—El señor Libório… —la vieja Adriana pronunciaba el nombre con cierto respeto miedoso—. Es bastante importante…
—Es una mierda —dijo el charlatán, se veía que lo tenía atravesado en la garganta—. No conozco a un tipo peor que ése, es un hijo de puta, un canalla, un cobarde. Lo que me da rabia es que por dos veces fui abogado en procesos contra él y las dos veces perdí. En este tercer caso no voy a perder de nuevo.
—¿Tú, Lulu, perdiste algún caso? —la vieja estaba extrañada—. La gente dice que no pierdes nunca.
—No es que haya perdido un juicio, fue en el fuero civil. Ese crápula sabe armar sus defensas. Pero un día voy a agarrar a ese cabrón.
—¿Qué es lo que hace? —se interesó Tereza.
—¿Quieres saberlo? Un día te lo voy a contar, pero ahora se nos hace tarde para el cine, tenemos que salir. Mañana, o después, te cuento quién es Libório das Neves, el ladrón número uno de Aracaju, explotador de los pobres —tomaba sus muletas para levantarse—. Adriana, muchas gracias por tus mangos, son los mejores de Sergipe.
Una brisa venía desde el puerto, desde la Isla dos Coqueiros, endulzando la noche calurosa y húmeda. Una quietud, una paz, un cielo estrellado, hora de escuchar relatos, ¿para qué meterse en el insoportable calor del cine? ¿Y si Januário aparecía?
—No, Lulu, dejemos el cine para otro día. Es mejor quedarse tomando el fresco, escuchando sus historias, que morir de calor en el cine.
—Como prefieras, princesa. Está bien, dejemos el cine para mañana. Voy a contarte quién es Libório, pero tápate la nariz porque da mal olor.
Lulu Santos recuesta sus muletas y enciende un puro. No gastaba en puros, los recibía de regalo desde Estância, enviados por su amigo Raimundo Souza, de la fábrica Walkyria. Lulu recibía muchos regalos, bebidas y comidas y cosas variadas; otras las compraba a crédito y se olvidaba de pagarlas, porque si no, ¿cómo podría vivir siendo abogado de los pobres? A veces tenía que poner dinero suyo en lugar de recibir honorarios. Echando humo de su puro comienza a narrar las peripecias de Libório das Neves.
—Vamos a revolver la mierda, hija mía… —le dio a la lengua como si estuviera en los tribunales defendiendo o acusando, pues se exaltaba, levantaba la voz, cerraba los puños, pasaba de tonos de indignación a otros de ternura, mezclaba palabrotas y dichos populares.
En resumen, contó que Libório había comenzado cobrando porra, pero como todos saben, para cobrar porra hay que ser honesto, pues el juego reposa exclusivamente sobre la confianza que despierta el cobrador. Ahora bien, como Libório es orgánicamente bribón, la primera vez que tuvo que pagar una cantidad respetable de premio no lo hizo. Unos cuantos clientes enojados con la estafa, se reunieron bajo el comando de Pé-de-Mula, jugador de fútbol de patada potente y fueron a buscar al banquero. Tómese en cuenta que Pé-de-Mula no tenía nada que ver en el asunto porque nunca jugaba a la porra. Pero representaba a doña Milu, vecina de calle, anciana casi centenaria, que todos los santos días jugaba a la decena, la centena, el mil, en un juego modesto pero complicado, siguiendo a un bicho[26] meses seguidos. De cuando en cuando acertaba y nunca había tenido ninguna dificultad para cobrar. No se sabe por qué razón cambió de cobrador, tal vez arrastrada por la labia del joven Libório. Venía persiguiendo al perro, decena 20, centena 920, millar 7920 y no era ella sola, mucha gente jugó ese día al perro, exactamente porque el día anterior había sucedido el caso notable de un niño salvado de morir ahogado en el mar de la Atalaya por un perro que lo acompañaba desde hacía tiempo. Esa noticia había sido divulgada por los periódicos y la radio. Y salió el perro, la centena y el mil de doña Milu, y Libório se hizo humo. La principal ganadora era la anciana, que quedó indignadísima con la desaparición del cobrador: doblada en dos, apoyada en un bastón, apelaba a Dios y a los hombres. Quería su dinero. Pé-de-Mula, patada feroz, corazón de plátano, se conmovió con el dolor de la vecina y al frente de los otros damnificados fue a buscar al cobrador y lo encontró.
Pretendían cobrar recurriendo a las palabras y a las amenazas. Al principio Libório intentó envolverlos, echarle la culpa a terceros, inventando socios que habrían huido, pero tras algunos empujones de Pé-de-Mula, prometió pagar en cuarenta y ocho horas. La credulidad de los hombres es grande, incluso de los populares jugadores de fútbol, incluso poseyendo «un cañón en cada pie» como decían los cronistas deportivos a propósito de Pé-de-Mula. Aparte de saber jugar al fútbol, Pé-de-Mula no sabía hacer nada más, además su fútbol no era muy técnico que digamos, más bien era un tronco, pero no había jugador capaz de agarrar una pelota chutada por él. Fuera de eso, se paseaba por la calle, se detenía en los bares, jugaba al billar, en una palabra, vagabundeaba.
Pasadas las cuarenta y ocho horas, ni sombra de Libório. Pé-de-Mula, que conocía la ciudad y los alrededores al dedillo, salió a buscar al ladrón escondido en una calle perdida, cerca de las salinas. Libório estaba jugando una partida de gamão[27] con el dueño de casa, un sirio prestamista. Sin golpear ni pedir permiso, Pé-de-Mula acompañado por cuatro damnificados entró en la casa. Dándoselas de valiente, el sirio sacó una daga; se la quitaron y distribuyeron algunos golpes entre los dos, más a Libório, como era debido.
Los cuatro se dieron por contentos con los golpes y, sin querer perder más tiempo; habiéndole dado un escarmiento, se marcharon muy contentos. Libório también consideró terminado el asunto del que había salido con una ganancia evidente: A cambio de unos golpes quedaba eximido de pagar sus deudas, ¡quién lo diría!… Pero Pé-de-Mula, que al revés de los otros tenía todo el tiempo libre y estaba allí en representación de la anciana, no pensaba librar al cobrador de su deuda. Quería que Libório cobrase y además pagase. Entonces Libório pagó una parte, poco más de la mitad, quedando el resto para el día siguiente. La anciana no se conformó con esa parte; muy ofendida (¿dónde se ha visto que un cobrador se niegue a pagar un premio?) exigía todo su dinero urgentemente.
Libório desapareció de nuevo y otra vez el bueno de Pé-de-Mula salió en su busca. Una semana más tarde, por casualidad, lo encontró en plena Rua do Meio, o sea en el centro mismo de la ciudad.
Iba como un gran señor, como si no le debiera nada a nadie, cuchicheando muy animadamente al oído de un novato —un negocito de piedras falsas— cuando se topó con Pé-de-Mula. Perdió toda su animación y, dándose por vencido, pagó el resto del dinero de doña Milu. La anciana recibió hasta el último centavo, con lo que Pé-de-Mula debe de haberse ganado el reino de los cielos pues, unos días después, murió en un accidente, en el camión que llevaba al equipo titular y algunos hombres de la reserva hacia Penedo, para disputar un partido amistoso. El camión volcó y murieron tres de sus ocupantes, uno de ellos era Pé-de-Mula y nunca más el fútbol de Sergipe tuvo un crack de tiro tan potente ni volvió a circular por las calles de Aracaju un vagabundo de corazón tan blando.
Esa estafa de la banca de porra fue la estrella que guió a Libório hacia el mundo de los negocios. Se metió en cuanto negocio sucio hubo por allí en los últimos veinte años. Dos veces, en los tribunales, Lulu Santos representó a clientes damnificados por Libório. Uno de los casos fue un asunto de piedras falsas. Durante mucho tiempo Libório había comerciado con diamantes, rubíes, esmeraldas, metiendo una piedra verdadera entre cincuenta falsas. Lulu perdió por falta de pruebas y Libório se hizo rico e importante en el submundo del hampa relacionado con la policía untando a detectives y agentes, moviéndose sobre todo entre gente pobre. Su principal fuente rentística era la usura, hacía préstamos con intereses que eran verdaderos despojos, recibiendo en pago de deudas no saldadas todos los bienes del deudor. Decían que era socio del señor Andrade, el dueño del Vaticano, en la explotación de las habitaciones alquiladas a las prostitutas por una noche o por una hora. Desde la mitad hasta el fin del mes hacía préstamos a empleados públicos en aprietos económicos, quedándose con sus sueldos íntegros. En uno de esos casos, otra vez en defensa de un pobre diablo, Lulu Santos había sido derrotado por segunda vez por Libório.
Financista de casas de juego, de dados trucados, cartas marcadas y ruletas tramposas, Libório le había prestado dinero a un funcionario del Ayuntamiento, buen sujeto pero empedernido jugador, debiendo quedarse a cambio con tres meses de su sueldo. En el ansia de acabar con el negocio rápidamente, el descuidado solicitante firmó un papel en blanco donde el estafador escribió lo que quiso: en lugar de los sueldos de tres meses, los de seis. No hubo cómo probar la estafa, porque en el papel estaba debidamente escrito seis meses con la firma auténtica del funcionario. De nada valió que el abogado afirmara que el crápula le había facilitado varias fichas de ruleta al empleado municipal por tres meses de sueldo. De nada valió que fuera la víctima ejemplar empleado, hombre honrado, buen marido, padre amantísimo de cinco hijos (¡lástima ese vicio del juego!) y Libório un conocido estafador, tantas veces llevado ante la justicia y jamás condenado.
Lulu Santos se exalta al contar, el tal Libório se hace el humilde y perseguido, ¡ah! ¡qué ganas de faltarle el respeto al juez y a la sala de audiencia y tirarle las muletas a la cara a ese canalla! Tereza ni se imagina el placer del picapleitos cuando la vio escupirle en la cara a ese cornudo hijo de puta. Cornudo, requetecornudo, personaje habitual de escándalos públicos que consisten en pegarle a una mujer. Porque sólo le pega a las mujeres, no tiene coraje para enfrentarse cara a cara a ninguno de los que contribuyeron a ponerle los cuernos. Si se presenta la ocasión los persigue por atrás, usando el prestigio y las relaciones que tiene en la policía. Un hijo de puta completo, para escupirlo.
Peor todavía es el caso actual, que va a ser juzgado dentro de pocos días. Asunto triste y perdido por anticipado. Sólo de recordarlo Lulu Santos se enfurece, le relampaguean los ojos.
—Le voy a contar de qué es capaz ese hijo de puta. —Destacaba las sílabas. En su boca cualquiera era hijo de puta, a veces con afecto y ternura; pero Libório era un-hi-jo-de-pu-ta con las sílabas divididas y remarcadas.
En una pequeña tierra repleta de mangos, cajueiros, jaqueiras, cajazeiras[28], de hileras de piña, de graviola, de ata y de condessa[29], vive y trabaja Joana das Folhas o Joana França, negra viuda de un portugués. El portugués, don Manuel França, viejo conocido de Lulu Santos, había introducido en Aracaju el cultivo de la lechuga, de tomates enormes, de los repollos y otras legumbres del sur que cultivaba al lado de los jilós, los maxixes[30], las calabazas y la batata en su quinta de excelente tierra. Pronto obtuvo una clientela segura para el pequeño y próspero negocio. Desde la madrugada se dedicaban al trabajo de la tierra, él y la negra das Folhas, primero amancebados, después casados ante el juez y el cura, cuando el hijo ya había crecido y el lusitano tuvo el primer ataque al corazón. El hijo no esperó la muerte del padre; se llevó los ahorros y desapareció. El honrado portugués no pudo resistir el golpe. Joana heredó la propiedad y un poco de dinero, que debía recibir del compadre Antônio Minhoto. Una herencia bien merecida: la negra era fuerte, un caballo para el trabajo y siempre con el pensamiento puesto en el hijo. Contrató un peón para el trabajo de la tierra y para llevar las coles, tomates y lechugas a la clientela.
—Espera que vuelva para contar el resto —pide la vieja Adriana aprovechando la pausa—. Sólo un minuto para traer el mungunzá.
—¡Caray! —exclama Tereza—. ¡Qué sujeto ese Libório!
—Oye lo que falta y verás qué tipo soy yo.
La brisa de la noche venía del puerto, Lulu Santos contaba la historia del portugués Manuel França y de su mujer Joana das Folhas, amén del hijo malvado, pero el pensamiento de Tereza vuela hacia Januário Gereba, ¿dónde andará? Prometió volver, llevarla a ver la barcaza, a pasear por la costa donde el mar se abre y se extienden las dunas de arena. ¿Por qué no volvió?
En platos hondos aparece el mungunzá, la mixtura de maíz y coco, de canela y clavo de olor. El abogado se olvida por un instante de la brillante pieza acusatoria contra Libório das Neves. ¡Ah!, ¡si estuviera en el tribunal!
—Divino, simplemente divino este mungunzá, Adriana. Si estuviera en el tribunal…: —Señores jurados, hace unos seis meses, la inconsolable viuda, además de viuda, abandonada por el hijo perdido en el sur, recibe una carta de éste y en seguida un telegrama. Sobre el marido sabía que se encontraba bien y en paz en el círculo superior del paraíso por noticias concretas y consoladoras que le había traído el doctor Migueliño, ente del mas allá que frecuentaba el Círculo Espiritista Paz y Armonía, donde había realizado curas asombrosas. Por ese lado iba todo bien. Quien iba mal era el muchacho, el mala cabeza se había aventurado por Rio, tenía deudas y amenazas de ir a la cárcel si no pagaba en pocos días varios contos de réis[31], y entonces apela a la madre de la manera más cruel: si no le mandaba el dinero se mataría, se pegaría un tiro en el pecho. Claro que no iba a pegarse ningún tiro, era un vulgar chantajista, pero la pobre madre, analfabeta, sufrida, teniendo a ese único y adorado hijo, se puso medio loca, ¿adónde iría a buscar esos ocho contos que el hijo le pedía? Un vecino, a quien le solicitó el favor de que le leyera la carta y el telegrama, había oído hablar de Libório, le consigue la dirección y la viuda cae en las uñas del usurero, que le presta los ocho mil cruzeiros para recibir quince mil seis meses después; pongan atención, señores del jurado, el propio Libório preparó el documento por el cual la viuda se comprometía a devolver el dinero en la fecha fijada, y si no lo hacía perdería su propiedad, cuyo valor es, por lo menos, de cien contos, si no es más. ¡Señores jurados!
La viuda no firmó, lo hizo por ella Joel Reis, empleado de Libório, porque Joana no sabía ni leer ni escribir, ni siquiera garabatear su propio nombre. Los testigos fueron otros dos propuestos por el canalla. Joana tomó el préstamo, muy tranquila, el compadre Antônio Minhoto, hombre correcto y de palabra, le debía devolver diez contos en un plazo de cuatro meses. Los cinco restantes ella los economizaría en el correr de esos seis meses, pues mantenía íntegra la buena clientela del marido.
Y sucede casi todo como estaba previsto: el compadre le paga los diez contos en la fecha fijada, sus ahorros superan los cinco mil cruzeiros, entonces va a buscar a Libório para saldar el préstamo. ¿Y sabes qué le contesta éste? ¡Adivina si eres capaz, Tereza, adivinen señores del Jurado!
—¿Qué pasó?
—Que debía ochenta mil cruzeiros, ochenta contos en lugar de ocho.
—¿Pero, cómo?
Él mismo había redactado el documento y, a propósito, sólo escribió la cifra en números, 8000, y apenas la mujer salió le agregó otro cero. Con la misma pluma, la misma tinta y casi en el mismo momento. ¿De dónde va a sacar ochenta mil cruzeiros la pobre mujer? ¿De dónde, señores del jurado? Libório reclamó a la justicia el remate público de la propiedad; desde luego él estaba dispuesto a rematarla por veinte centavos.
—¿Piensas, Tereza, qué va a ser de esa mujer que trabajó toda su vida en esa propiedad y de repente la echan de su pedazo de tierra y se ve reducida a pedir limosna? ¿Lo piensas? Yo voy a gritar, voy a reclamar justicia, ¿pero de qué servirá? Si fuera un tribunal popular, sería otra cosa. Pero es un tribunal del fuero civil y el juez puede ser un buen tipo, que conoce a Libório, que sabe que es un sujeto capaz de adulterar un documento, que le gustaría, si pudiera, darle la causa por ganada a la viuda y procesar al crápula por adulteración de documentos con fines de robo, ¿pero, cómo va a hacerlo si ahí están el papel y las firmas de los testigos, si nadie puede probar que el cero fue agregado después?
Toma aliento, la indignación le enrojece la cara, casi lo embellece.
—Todo el mundo sabe que es una estafa más de Libório, pero no puede hacerse nada, se va a quedar con la propiedad de Manuel França, la negra Joana va a vivir de limosna y espero que el miserable del hijo, ése también es un hijo de puta, se pegue un balazo en el pecho, porque es lo que se merece.
El silencio cae como una piedra, durante algunos segundos nadie habla. La mirada de Tereza se pierde en la distancia, pero ya no piensa en Januário Gereba, Janu para quienes lo quieren, ni en las arenas del mar. Piensa en la negra Joana das Folhas, doña Joana França, doblada sobre la tierra al lado de su marido portugués, y después sola, plantando, cosechando, viviendo de sus manos y el hijo en Rio, en la mala vida, exigiendo dinero, amenazando con matarse. Si le quitan la propiedad, si Lobório le gana el pleito, ¿qué será de Joana das Folhas, dónde va a ganar lo necesario para comer, cómo ahorrar algo para que el hijo se lo gaste?
La vieja Adriana recoge los platos vacíos y se marcha a la cocina.
—Dime, Lulu. —Tereza vuelve de la lejanía.
—¿Qué?
—¿Si doña Juana supiera firmar ese documento, tendría igualmente valor?
—¿Si supiera firmar y leer? No sabe, ésa es la cosa, no sabe. Nunca fue a la escuela, es analfabeta de padre y madre.
—Pero si supiera, ¿ese documento tendría valor?
—Claro que si supiera firmar, el documento no valdría. Por desgracia la cuestión no es así.
—¿Estás seguro? ¿No podría ser una falsificación? ¿Por qué no? ¿Dónde tiene que probar doña Joana que sabe firmar? ¿Ante el juez?
—¿Qué historia es ésa de probar que sabe firmar? —se quedó pensando y de pronto se dio cuenta—. ¿Documento falso? ¿Firmar? ¿Entiendo bien?
—Doña Joana sabe firmar y leer su nombre, va a ver al juez y le dice: ese papel es falso, yo sé firmar. O sea, lo dices tú, ella sólo demuestra que sabe firmar.
—¿Y quién diablos le va a enseñar a Joana das Folhas a firmar su nombre en poco más de una semana? Para eso se necesita una persona de absoluta confianza.
—Aquí la tienes, delante de tus ojos. ¿Qué día es la audiencia?
Entonces Lulu Santos se echó a reír, a reírse como un loco; la vieja Adriana vino corriendo, asustada.
—¿Qué te pasa, Lulu?
El picapleitos terminó conteniéndose.
—Sólo quiero ver la cara de Libório das Neves en ese momento. Tereza, doctora Tereza, honoris causa, yo te consagro como suma sabiduría. Me voy a casa a madurar este asunto, me parece que va a funcionar bien. Hasta mañana mi querida Adriana del divino mungunzá. Como dice la gente, el que roba a un ladrón… Sólo quiero ver la cara del mierda en ese momento, va a ser la mayor satisfacción de mi vida.
En la galería, Tereza se olvida de Lulu Santos, de Joana das Folhas, de Libório das Neves. ¿Dónde andará aquel malvado? Le prometió venir a buscarla, con su pipa de barro, con su piel curtida por el viento, el pecho como una quilla, las grandes manos que la sostenían en el aire. ¿Por qué no viene?