¡Ay! Ninguno le roza el corazón, ninguno le despierta el deseo dormido, ni enciende su recóndita candela. Para la amistad, sí, cualquiera de ellos: el charlatán, el poeta, el pintor, el dentista o el empresario; para amante, ninguno. ¿Quién se conforma con la dulce amistad de una mujer tan linda? ¿Quién puede entender las cosas del corazón, quién puede explicarlas?
Vasto mundo de Aracaju, ¿dónde andará aquel gigante? ¿Aquel caboclo tostado, salido de las aguas, quemado por el mar y el viento, adónde fue a parar? Apenas presentido, entrevisto en una fiesta y una copa conmemorativa, en un barcito al final de la calle, al fin de la noche. Desapareció en la madrugada, con la luz primera del amanecer; y siendo los dos del mismo color, de idéntica materia, en la aurora el gigante se disolvió. Desde la ventanilla del taxi Tereza lo ve por última vez envuelto en la luz difusa, en los restos de la noche, en el principio del día: con la punta de los pies tocaba el suelo, con los brazos el mar, la cabellera en una nube encrespada de lluvia en el cielo azul oscuro. Había prometido volver.
Él solo había terminado con la pelea, riendo y hablando alto, dirigiéndose a presentes y ausentes, personas y fantasmas; campeón en la capoeira[22]. Cuando el policía amenazó con disparar, Flori había apagado la luz y la responsabilidad se había vuelto colectiva y, por lo tanto, inexistente. ¿Quién podría testimoniar por lo sucedido en la oscuridad? El caboclo le quitó el arma en un pase mágico, que si el poli no hubiese estirado su hocico en el piso, hasta podría decirse, sin pasar por mentiroso, que lo había hecho sin usar manos ni pies, con total delicadeza. Así, suelto en el aire, gigantesco pájaro musculoso. Januário Gereba. —¿No viene Gereba de Yereba, el gigante? ¿No es Gereba el urubú[23] rey, el gran volador?— Así supo de él Tereza. Y bastó.
Con las luces apagadas, el barullo aumentó y sin ser llamados, de puro entrometidos, varios clientes entraron en el tumulto por deporte y por gusto. Duró poco tiempo, ni alcanzó para que se calentaran. Al grito de «Viene la poli», que llegó desde la calle, los contendientes se dispersaron antes del arribo de los refuerzos policiales que uno de los guardia civiles había ido a buscar. En la oscuridad se vio a Tereza sostenida en el aire por dos brazos y transportada escaleras abajo y calle afuera, doblando esquinas, entrando en callejones, yendo adelante en una carrera silenciosa, en el pecho del gigante un olor salado. Finalmente fue puesta sobre sus pies, muchas manzanas más allá, en la tranquilidad de un rincón de la calle. Delante de ella el caboclo sonreía:
—Januário Gereba, para servirle. En Bahia más conocido por maestro Gereba. Los que me quieren me llaman Janu.
Cuando ella le sonrió, la paz descendió sobre el mundo.
—Te traje de esa manera para que no te agarrara la policía, porque ya sabemos cómo son.
—Muchas gracias, Janu —dijo Tereza—. El amor no se compra, no se vende, no se impone abriendo el corazón con una daga ni se puede evitar. El amor sucede.
Le recuerda a alguien, a una persona conocida, ¿quién puede ser? De profesión hombre de mar, maestro de saveiro[24] su puerto es Bahia, las aguas de Todos los Santos y el río Paraguaçu; en el muelle de la Rampa del Mercado está anclado su saveiro, de nombre Flor de las Aguas.
Gigante realmente no era, como le pareció en la pelea, pero poco le faltaba. El pecho como de quilla, los ojos rientes, las grandes manos callosas, todo él plantado sobre los pies pero balanceándose en la brisa, lo recorre una sensación de calma… no precisamente de calma. Tereza modifica su pensamiento, seguramente es capaz de imprevistos y explosiones, pero da una sensación de seguridad, de certezas definitivas. ¿Dios mío, a quién se parece ese hombre salido del mar?
No es un parecido de la cara, un parecido físico, pero le recuerda a alguien muy conocido. Tereza, que en ese rincón de la calle no se parece a la muchacha exaltada de la pelea, en una actitud modesta, le oye contar que había entrado en el París Alegre cuando ella escupía a la cara del canalla y lo enfrentaba, una mujercita valiente como para quitarse el sombrero.
—No soy nada valiente… Soy miedosa, pero no puedo soportar que un hombre le pegue a una mujer.
—Quien pega a la mujer o persigue no es flor de buen olor —concuerda el gigante—. Yo no había visto el comienzo de la cosa. Entonces, ¿fue por eso?
Se encuentra en Aracaju por azar, para servir a un amigo, dueño de la barcaza Ventania, a quien le había fallado un marinero por enfermedad el día de la partida, que no podía postergarse, porque el dueño de la mercadería no aceptaba demoras, tenía mucha prisa. Caetano Gunzá, el capitán, era compadre de Januário y en la dificultad apeló a él. Los amigos son para eso, si no ¿para qué sirven? Dejó el saveiro en la rampa, la travesía había sido buena, el viento suave, el mar como de fiesta. Llegaron en la tarde de la víspera y se quedarían en el puerto el tiempo justo para descargar el tabaco de Cruz das Almas, y para conseguir nueva carga, y que el viaje resulte más rentable. Unos pocos días, de vacaciones, como quien dice. El compadre se había quedado a bordo, él en cambio había salido en busca de una pista de baile, su debilidad. Y en lugar de baile se había encontrado una pelea, pero de las buenas.
Anduvieron sin rumbo y sin hora. Ha de haber en esta ciudad un bar abierto donde se pueda tomar un trago festejando la victoria y el mutuo conocimiento, dijo él, y así se perdieron por las calles, él hablando, ella escuchando, oyendo también las olas del mar, el viento en las velas. Tereza no sabe nada del mar, es la primera vez que está próxima a las aguas saladas del océano, lo tiene ahí adelante, en el suburbio de Aracaju, poco más allá de la ciudad y siente a su lado los pasos balanceados del hombre de mar, pecho quemado de sol y de movimiento marino, golpeado por las tempestades. Januário enciende una pipa de barro. En el mar hay peces y náufragos, auroras plateadas, barcos venidos del otro lado del mundo, plantaciones de sargazos.
—¿Plantaciones? ¿En el mar? ¿Cómo puede ser?
No llega a explicárselo porque desembocan de nuevo en la Rua da Frente, muy cerca del Vaticano, donde las luces multicolores del París Alegre sirven de punto de referencia a las parejas en busca de hotel, por horas o por una noche. De cuando en cuando, aquí y allá, en alguno de los innumerables cubículos del hotel se enciende una lámpara de escasas bujías; en una puerta de entrada semiescondida, el Rato Alfredo, proxeneta sin edad, recoge el pago adelantado por cuenta del señor Andrade, el dueño. De algún lugar cercano llega la voz del charlatán y el ruido de sus muletas:
—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Esperadme!
Lulu Santos anda buscando a Tereza, con miedo de que hubiera caído en alguna trampa de Libório o de los policías. Conocedor de todos los bares de Aracaju los llevó a celebrar a uno de por allí cerca. Tereza apenas tocó con sus labios el vaso, no había podido acostumbrarse a paladear la cachaça, ese aguardiente generoso, perfumado de madera. El abogadillo la tomaba en pequeños sorbos, saboreándola como si estuviese tomando un licor de clase, un oporto añejo, un jerez o un coñac francés. El maestro Gereba se la tomó de un trago.
—La bebida peor es la cachaça, quien se la toma no vale —y riendo pidió otra.
Lulu les transmitió las últimas informaciones del campo de batalla: cuando apareció la policía los encontró a él, al poeta Saraiva y a Flori, sentados los tres en una mesa tomando una pacífica cerveza. Libório, el rey de los antipáticos, se había fugado, ¿imagínese, Tereza, protegido por quién?, por la fulana causante del lío, la de los bofetones. Al ver a su cornudo rugiendo, las manos en los testículos, clamando por un médico, gritando que estaba inválido para siempre, ya sin poder divisar al viajante en el salón (los clientes estaban camino de sus casas o de los hoteles), olvidada de las bofetadas, cargó con el canalla y allá se fueron calle abajo. Eran parecidos, ella acostumbrada a engaños y mentiras, él enviciado en las fanfarronadas y los escándalos. Raza de escrotos, concluye Lulu Santos.
El poeta Saraiva quiso arrastrarlo a la pensión de Tidinha, según él el mejor lugar donde rematar una noche en Aracaju, pero el charlatán estaba preocupado por Tereza y rechazó la invitación. El poeta se marchó solo, con su tos ronca y su silbido de pecho.
Después de la cachaça se despidieron. El abogado acompañó a Tereza hasta su casa en un taxi, ese Libório es despreciable, de cama y mesa con la policía, ni vale la pena pensarlo. Desde la ventanilla ella veía a Januário Gereba que caminaba hacia el puente donde estaba atracada la barcaza. Era del color de la aurora y en la aurora desapareció.
El corazón desacompasado, el impacto la vuelve tímida, le quita fuerzas, resistencia, como aquella primera vez en el almacén cuando divisó a Daniel como un ángel salido de un cuadro de la Anunciación, hace tantos años. ¿A quién se parece el caboclo? No es un parecido sino el recuerdo de alguien muy conocido. Felizmente no recuerda ni a ángeles salidos de cuadros ni descendidos del cielo. Desde entonces Tereza desconfía de los hombres con cara de ángeles, de voces dolientes y bocas suplicantes, de belleza equívoca. Pueden ser buenos en la cama, pero son falsos y flojos.
Sola en la casa se despidió de Lulu Santos, muchas gracias amigo mío, sin permitirle saltar del automóvil, si se bajaba a lo mejor iba a quedarse, y en el cuarto sin adornos, en la estrecha cama de hierro, al cerrar los ojos para dormirse, se acordó de a quién le recordaba el maestro saveirista: le recordaba al doctor. No se parecían en nada, uno era blanco, fino, rico y letrado, el otro mulato bronceado, quemado por el viento del mar, pobre y de escasa instrucción. Pero tenían un parentesco, un aire de familia, ¿quizá la seguridad, la alegría, la bondad? La plenitud de hombre.
Januário Gereba prometió ir a buscarla para enseñarle el puerto, la barcaza Ventania y el comienzo del mar más allá de la ciudad. ¿Dónde está que no cumple su promesa?