Flori limpió los escombros mientras dependía de la palabra del dentista para ponerle una nueva fecha, segura e improrrogable, al debut en el París Alegre de la ansiosamente aguardada Tereza Batista. El doctor Najar prolongó el tratamiento: un trabajo en oro, mi querido Pachola, requiere arte e ingenio, capacidad y tiempo, especialmente si es un diente de oro, adorno en boca celestial, no puede haber improvisaciones ni prisas, no es obra de aficionado sino labor delicada y galante. Flori lo apura: yo comprendo sus escrúpulos, mi doctor boticario, pero dese prisa por favor, no sea gandul. Y mientras esperaba, Flori se dedicaba a la publicidad.
En las cuatro esquinas de la plaza Fausto Cardoso, donde se eleva el Palacio de Gobierno, coloridos letreros anuncian la presentación, en breve, en el salón del París Alegre, de la Fulgurante Emperatriz de la Samba, o de la Samba en Persona, o también de la Maravilla de la Samba Brasileña, o por fin, de la Sambista Número Uno del Brasil, exageraciones evidentes, Claro, pero según Flori, elogios adecuados a los merecimientos físicos de la estrella. En la lista de los innumerables enamorados de la sambista inédita, debe situarse el nombre del cabaretero precediendo al del abogado sin título, el del dentista graduado y el del poeta, junto con el del pintor, si no por otras razones, al menos porque era quien pagaba los gastos, cargando con los perjuicios de la gloriosa y frustrada noche.
Todos andan de cabeza. Flori, encanecido en el trato de los artistas, preconiza la necesidad de los ensayos diarios por la tarde, mientras duren los trabajos de prótesis y del labio partido, para mantener la indispensable agilidad de las ancas, el balanceo sambista. Lo ideal sería hacer los ensayos a solas, la sambista y el pianista, y en todo caso, el mismo Pachola, señor de variados talentos: piano, guitarra, armónica, cantor de coplas de ciego; pero ¿cómo contener la turbamulta de admiradores? Detrás de ella venían el dentista, el poeta, el pintor, el abogado charlatán, perturbando el ensayo y los serios planes de Flori.
Flori había llegado a Aracaju hacía diez años, en calidad de administrador de los restos mortales de la Compañía de Variedades Jota Porto y Alma Castro, elenco responsable de las trescientas representaciones de la revista musical «Donde arde la pimienta» en el teatro Recreio de Rio de Janeiro, pero menos afortunado en la extensa y triunfal (en palabras) gira por el norte del país. Cuando el joven y entusiasta Flori se les unió en São Luís do Maranhão todavía no había demostrado vocación de administrador de espectáculos, ni poseía experiencia alguna. La experiencia la adquirió rápidamente, en un récord de tiempo y porrazos, a lo largo de la gira: de São Luís a Belém, de Belém a Manaus, y el extraordinario viaje de regreso. Lo que se le había revelado, eso sí, de manera fulminante y correspondida, era una pasión por la alocada portuguesa Alma Castro, que le hizo abandonar su empleo en una firma de exportaciones de babaçu[21], tarea que no presentaba imprevistos ni emociones. Con el ojo puesto en la diva, al enterarse de la deserción del pianista se ofreció y fue aceptado no sólo como pianista sino también como ayudante del empresario y astro de la compañía Jota Porto, para todo lo que se refería a problemas prácticos, tratos con los dueños o arrendatarios de los teatros, empresas de transportes, propietarios de hoteles, etcétera. En cada nueva ciudad visitada disminuía el elenco, reduciéndose el número de cuadros de la victoriosa y salada revista. Cuando llegaron a Aracaju, el espectáculo ya estaba tan comprimido que se presentaron como complemento de una película. A estas alturas ya el conjunto no se llamaba Compañía de Variedades Jota Porto y Alma Castro, sino simplemente Grupo Teatral de Alma Castro; en la plaza de Recife, los ojos empañados por las lágrimas, Jota Porto, se marchó después de besar a Alma Castro en la frente y a Flori en las mejillas —sospechosísimo—; ese galán por el cual perdían el sueño las niñas mostraba su flanco fácilmente. Flori se vio en Recife promovido a empresario con los decorados, el guardarropa, una guitarra, cuatro figurantes, incluida la misma Alma Castro y sin un duro. Rápidamente había llegado a la cúspide de su carrera teatral. Demostrando de cuánto era capaz, el nuevo empresario general todavía consiguió presentar al grupito en Maceió, Penedo y Aracaju. En esta ciudad, para permitir el viaje de los demás hacia Rio de Janeiro, Flori se quedó como rehén. Desde la capital, Alma Castro enviaría el dinero necesario para liberar al administrador y ex-novio y los materiales, uno y otros retenidos por Marosi, el dueño del hotel. En Rio le sobraban relaciones de amistad y cama, empezando por el fiel comendador Santos Ferreira, generoso e importante miembro de la comunidad luso-brasileña y de la fraternidad de los «viejitos de Alma Castro», todos ellos ricos, pródigos, ilustres e impotentes. No mandó nada.
Días después, habiendo descubierto Marosi que la permanencia del administrador sólo le causaba perjuicios —habitación para dos y apetito de tres— dio su ganancia por pérdida y hasta le propuso ayudarlo para que se marchara, pero Flori prefirió quedarse por la zona, ganado por la amable y acogedora ciudad. Se mantuvo en el mundo del espectáculo para aprovechar los decorados y la experiencia e hizo carrera: empleado, gerente, socio, propietario de cabarets, el Torre Eiffel, el Miramar, La Garçonne, el Ouro Fino, hasta llegar al París Alegre.
Tereza ensayó y bailó vestida con trajes que todavía eran de aquella compañía: turbante, falda amplia, bata. Muestra buena parte de su cuerpo, ¿para qué? Al piano, melancólico, Flori reniega de la corte artístico-literaria, un poco jurídica, casi siempre odontológica, que yace a los pies de Tereza Batista. Pero además de conocedor, Flori era pertinaz y había aprendido a ser paciente. Siendo dueño del cabaret y el empresario de la estrella, ¿quién iba a estar mejor colocado que él?
Todos estaban enamorados, y no lo estaba menos Lulu Santos; con muletas y todo, el charlatán tenía fama de mujeriego. Todos alrededor de Tereza, a cual más enrollado: el poeta Saraiva, de pasión públicamente expuesta y proclamada en una copiosa producción de poesías líricas; Tereza le inspiró algunos de sus mejores poemas, todo el ciclo de «a moga de cobre», designación que él le dio; el dentista Jamil Najar, hijo de árabe, sangre caliente, que le propone hacerla feliz mientras le mantiene la boca abierta y le prepara el diente de oro; el pintor la observa con sus profundos ojos azules, en silencio y la dibuja en coloridos cuadritos. Esas acuarelas hechas en precario papel de carteles, fueron los primeros retratos de Tereza Batista debidos a Jenner Augusto; muchos otros le pintó, casi todos de memoria, aunque varios años después, en Bahia, ella consintió en posar en el taller de Rio Vermelho para aquel cuadro que fue premiado, donde Tereza se alza en oro y cobre, mujer completa, en la plenitud de sus años y su belleza, vestida todavía con los mismos trajes del tiempo del París Alegre: turbante de bahiana, pechera breve de cambray sobre los senos sueltos, colorido faldón de flecos, piernas desnudas y relucientes caderas.
De unos y otros se reía Tereza, gentil y entusiasmada por verse en rueda de mimos y madrigales, siempre en busca de un afecto verdadero, ella tan necesitada de calor humano. No se da fácilmente, quizá porque las únicas profesiones que hasta entonces había ejercido fueron las de criada para todo (¿no habría que decir esclava?), de prostituta y de manceba, acostándose con diferentes hombres, al principio por miedo, después para ganarse la vida. Cuando abre su cuerpo en deseo y se entrega febril e incontinente, lo hace siempre y sólo por amor, no le basta la simple simpatía. Ni el artero Flori, ni el atento dentista, ni el mordaz Lulu Santos, ni el silencioso pintor de ojos penetrantes, ni el poeta —¡qué lástima!—, ninguno le llega al corazón, ninguno le enciende el escondido fuego.
Si Lulu Santos le dijera: amiga mía, quiero dormir contigo, tengo muchas ganas y si no aceptas sufriré, Tereza lo acompañaría a la cama como lo hizo tantas veces con tantos para ganarse la vida, indiferente y distante, en el ejercicio de un oficio. Le debía al charlatán antiguos favores; si le pidiese el goce de su cuerpo no podría negarse, pero sería una penosa obligación y nada más. Si el poeta José Saraiva, con aquél su catarro vuelto de pronto tos convulsiva, con aquel silbido en el pecho, le dijera que sólo moriría feliz si le permitiese dormir con ella, de la misma manera aceptaría. A uno por gratitud, para pagar una deuda, al otro por compasión. Darse por placer, como en una fiesta, eso era lo que no podía hacer, ni siquiera lo podía simular. Imposible. Para ser ella misma había pagado un precio muy alto, en la moneda fuerte de la desgracia.
Pero ni el charlatán ni el poeta se lo pidieron, sólo se exhibían y esperaban, los dos la querían, pero no por gratitud ni por lástima. En cuanto a los otros —Flori se lo pidió en repetidas ocasiones, gimió, suplicó— aunque se lo pidieran nada conseguirían. Ni siquiera para llenarse de dinero le interesaban, no andaba muy necesitada y esperaba gustar como sambista. Por algún tiempo, por lo menos, quería ser dueña de su voluntad.
Apenas llegada, con una habitación alquilada con pensión completa en casa de la vieja Adriana (recomendación de Lulu) había recibido una invitación de Veneranda, dueña de la residencia más elegante y rica de Aracaju. Por su vistosa figura, sus maneras y su lujo, sus sedas y sus tacones altos, parecía una señora del sur. Veneranda no aparentaba la edad que registraba su escondida partida de nacimiento. Siendo niña, Tereza había oído el nombre de la celestina por boca del capitán; ya, en aquellos tiempos dominaba en Aracaju. Y vino a hablar con Tereza luego de conocer su llegada por Lulu Santos uno de sus clientes habituales, quien sabe si, conociendo cosas pasadas.
Abriendo su abanico, Veneranda se sentó y con una fría mirada despidió a la vieja Adriana que la observaba curiosa.
—Es más linda de lo que me habían dicho —así comenzó a hablar.
Le describió las reuniones en su casa: enorme edificio colonial, discretamente oculto entre los árboles, cercado por altos muros, los grandes cuartos subdivididos en modernas e íntimas alcobas, en la planta baja una sala de espera con tocadiscos, bebidas y exposición de las mujeres disponibles, en el primer piso la gran sala donde Veneranda recibe a los políticos y literatos, comerciantes e industriales, y después el comedor y el patio. Tereza podría residir en la casa si lo prefería; al ofrecerle residir en el mismo establecimiento, le daba muestras de una gran consideración porque sólo algunas escogidas, en general extranjeras o sureñas en temporada por el norte —cosechado el maíz volvían al sur— vivían en la gran residencia, pero Tereza merecía ser una excepción. O si no, podía frecuentarla por la tarde y la noche, en las horas de movimiento, sirviendo a todos sin excepción, siempre que pagasen el precio estipulado por la casa, o teniendo clientes exclusivos y selectos. Tratándose de Tereza, la esclarecida Veneranda vislumbraba la posibilidad de una clientela de alto poder económico, de horario más o menos estricto, clientela poco molesta y muy lucrativa. Si fuera tan competente como linda, tendría oportunidad de ganar dinero fácilmente y, si no se entregaba a locuras y a mantener gigolós, podría hacerse rica. En la residencia conocerá a Madame Gertrude, una francesa que con el dinero que ganó allí había comprado tierras y casa en Alsacia, pensando volver a su patria el año próximo para casarse y tener hijos, si Dios lo quería y la ayudaba.
Se abanicaba y un perfume fuerte, almizclado, pesaba en el aire caliente de la tarde de verano. Tereza había escuchado en silencio las diversas y seductoras opciones, demostrando un cortés interés. Cuando Veneranda terminó y amplió su sonrisa, Tereza le dijo:
—Ya hice la vida, no se lo voy a negar, y puedo volver a hacerla por necesidad. Por el momento no estoy necesitada, así que se lo agradezco. Puede ser que algún día… —Había aprendido modales con el doctor y, cuando le enseñaban algo, no lo olvidaba. En la escuela primaria la señorita Mercedes elogiaba su inteligencia viva y su gusto por el estudio.
—¿Ni siquiera alguna vez? ¿Bien pagada, sin una obligación diaria, sólo para atender el capricho de alguien colocado bien arriba? ¿No sabe que mi casa es frecuentada por lo mejor de Aracaju?
—Sí, ya lo oí decir, pero por el momento no me interesa. Disculpe.
Veneranda mordisquea su abanico, descontenta. Una novedad como ésa, con esos aires de gitana y esa belleza singular, precedida por crónicas picantes, bocado exquisito para las dentaduras de ciertos y determinados clientes y dinero seguro en la caja registradora.
—Si un día se decide, avíseme. Cualquiera le dirá dónde es.
—Muchas gracias, y de nuevo, discúlpeme.
Ya en la puerta de calle, Veneranda se volvió:
—¿Sabe que conocí mucho al capitán? Era cliente de mi casa.
El rostro de Tereza se ensombreció, el crepúsculo bajó de pronto sobre la ciudad:
—Yo nunca conocí a ningún capitán.
—¿Ah, no? —Veneranda sonrió y se fue.