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La noche del estreno, Tereza Batista está un poquito nerviosa, aunque trata de no demostrarlo. Sentada en una mesa discretamente situada a un lado del salón, espera la hora de cambiarse conversando con Lulu Santos, oyéndole comentarios maliciosos sobre la clientela. Era nueva en la ciudad y no conocía a casi nadie; el charlatán conocía a todo el mundo.

A pesar de la media luz del ambiente y del lugar en que estaba la mesa, la hermosura de Tereza no pasó inadvertida. Su maestro Lulu le llama la atención sobre una de las mesas, frente a la pista, donde hay dos jóvenes pálidos tomando batidas; de enfermiza palidez uno, de palidez de gringo sergipano[18] y profundos ojos azules el otro.

—El poeta no te quita los ojos de encima, Tereza.

—¿Qué poeta? ¿Aquel joven?

El de palidez enfermiza se pone de pie, la copa en alto, y brinda por Tereza y el charlatán, con la mano abierta sobre el corazón en un amplio gesto de amistad y devoción. Lulu Santos agita la mano y el puro como respuesta:

—Es José Saraiva, talento grande como el mundo, un poetazo. Lamentablemente con poca vida por delante.

—¿Qué tiene?

—Tuberculosis.

—¿No se la trata?

—¿Tratársela? Si se está matando, se pasa las noches en claro, en la vida bohemia, bebiendo. Es el más grande bohemio de Sergipe.

—¿Más que tú?

—A su lado yo no soy nada. Me tomo mis cervezas, pero él no tiene medida. Hasta parece que quiere matarse.

—Qué mal está que la gente quiera morirse.

Después de una pausa de varios minutos, el tiempo justo para que los músicos se tomaran una cerveza, el jazz volvió a atacar con furia. El joven poeta se les acerca, se pone derecho ante Tereza y Lulu:

—Lulu, hermanito, preséntame a la diosa de la noche.

—Mi amiga Tereza, el poeta José Saraiva.

El poeta besa la mano de la muchacha; está ligeramente borracho, en los ojos una tristeza en contradicción con sus maneras desenvueltas y la impuesta superficialidad.

—¿Por qué tanto desperdicio de belleza? Da para hacer tres beldades y todavía sobra gracia. ¿Vamos a bailar, divinidad?

Al pasar por su mesa frente a la pista, el poeta Saraiva se para a beber de un trago el resto de su batida y exhibir a Tereza ante su compañero:

—Artista, admira al modelo supremo, digno de Rafael y Tiziano.

El pintor Jenner Augusto, que no era otro el joven sentado, mira la cara de Tereza y ya no se la olvidará. Tereza le sonríe gentilmente pero con cierta distancia. Tiene el corazón cerrado, vacío, indiferente a las miradas de admiración o de conquista, al fin tranquila, recomponiéndose lentamente.

Tereza y el poeta bailan. En la frente macerada del joven brotan gotas de sudor aunque llevaba en sus brazos a la dama más leve y de oído más fino: Tereza había aprendido a silbar con los pájaros y a bailar con el doctor. Baila a la perfección y adora hacerlo, olvidada del mundo en la cadencia de la música, con los ojos cerrados.

Le da pena abrirlos para escuchar mejor al poeta, al pobre poeta que entre palabras alegres larga un silbido largo y persistente desde su pecho herido.

—¿Eres la estrella rutilante de la samba, no es cierto? ¡Oh! el slogan de Flori es un poema, ¿no te parece? Naturalmente, a ti no te lo parece, no es necesario que te parezca nada, tu única obligación es ser bella. Cuando leí la publicidad me pregunté: José Saraiva, tú que sabes todo, ¿dime, qué es lo que ha hecho que Pachola se volviera poeta? Ahora puedo responder y no sólo eso. Puedo hacerte decenas y decenas de poemas, no voy a quedar detrás de Flori.

Y ahí mismo quiso improvisar algunos versos de lisonja, en pleno baile, al ritmo del jazz, y ciertamente lo hubiese conseguido si no se hubiera producido, a su lado, el incidente inicial, punto de partida del conflicto.

Agarraditos, cara contra cara, bailaba una pareja: él, viajante, se le notaba por la ropa, la chaqueta deportiva con hombreras, la corbata vistosa, el pelo resplandeciente de brillantina y la manera de destilar galanterías y juramentos en los oídos de la muchacha que lo acompañaba, gordota e Ingenua, pero de atrayente perfil. Aunque parecía gustar de las frases melosas, la elegancia y la delicadeza del viajante, con los ojos vueltos hacia la puerta de entrada la muchacha denunciaba su tensión e inquietud. De repente dijo:

—¡Es Libório, Dios mío! —y se suelta de los brazos que la rodean, quiere escaparse pero no encuentra por dónde y, consternada, se echa a llorar.

El tal Libório, cuya entrada en el local, acompañado por tres amigos, había provocado el pánico de la jovencita, era un individuo alto, todo vestido de negro como si estuviese de luto riguroso, los ojos entornados, el pelo escaso, los hombros curvos, la boca blanda, en materia de belleza todo lo contrario. Parecía venir de un entierro. Se dirige a la pista de baile y se para ante la muchacha hablándole con voz gangosa:

—¿Así es, puta, como visitas a tu madre enferma en Propriá?

—Libório, no hagas un escándalo, por amor de Dios.

Ya escaldado con mujeres como ésas y para no arruinar todavía más su ficha profesional en el laboratorio farmacéutico para el cual viaja por Bahia, Sergipe y Alagoas («excelente vendedor, capaz, emprendedor y serio, pero dado a las mujeres y las juergas, a provocar líos en cabarets y prostíbulos, una vez estuvo preso»), el viajante se va apartando lentamente mientras sus compañeros de mesa y profesión se ponen de pie para salir en su defensa si fuera necesario.

Iba el poeta a reanudar el baile sin concederle demasiada importancia al hecho —lo que más abunda en un cabaret es el cornudo afligido— cuando de improviso una bofetada resuena tan fuerte que está a punto de acallar el ruido del jazz. Tereza se detiene en el momento justo de ver la mano del hombrón dándole la segunda bofetada a la jovencita y escuchar la voz nasal repitiendo palabras largo tiempo oídas: «¡aprende a respetarme, perra!». La voz era otra, pero la frase era idéntica e idéntico el sonido de la mano del hombre sobre la cara de la mujer.

Al instante, Tereza Batista se suelta de los brazos del poeta y se dirige a la pareja:

—El hombre que le pega a una mujer no es un hombre, es un débil…

Está frente al gigante, levanta la cabeza y le aclara:

—… y a un débil yo no le pego, le escupo en la cara.

Y el salivazo sale. Tereza Batista, entrenada en la infancia en juegos de bandoleros y de guerras con arrogantes muchachos de la calle, posee una puntería certera, pero esta vez, debido a la altura del individuo, yerra el blanco —un ojo legañoso y bellaco— y el salivazo se aloja en el mentón.

—¡Hija de puta!

—Si eres hombre ven a pegarme.

—Ahora mismo, so puta.

—Aquí te espero.

Pero no se quedó esperándolo, le largó un puntapié a la zona baja, y otra vez no alcanza la meta, el tipo tenía piernas de jirafa. Tereza pierde el equilibrio, uno de los acompañantes del legañoso aprovecha para agarrarla por detrás y, prendiéndole los brazos, hacer que exponga la cara al puñetazo del otro. No contento con golpear a una mujer, el tal Libório usa nudillos de metal, con los que le rompe la boca a Tereza.

El poeta Saraiva se echa encima del sujeto que sostiene a Tereza y los tres ruedan por el suelo. De un salto la estrella de la samba se pone de pie y escupe de nuevo en la cara del tipo, esta vez un escupitajo de sangre con un pedazo de diente. Los dos bandos reciben refuerzos: de un lado los secuaces del incómodo cornudo, del otro el pintor Jenner Augusto que se muerde los labios de rabia y el viajante, que se había alejado prudentemente abandonando a su suerte a la compañera de baile; la mujer desconocida hizo lo que debía haber hecho él. Perdida la cabeza y el resto de su comprometida reputación y ganando de nuevo la estimación de sus colegas, entra en la lid. El jazz sigue tocando mientras en el ring se da espacio a los contendientes. De pie sobre la mesa, un billete de veinte cruzeiros en la mano, alguien desafía a gritos:

—Apuesto veinte cruzeiros a la mujer, ¿quién juega?

Tereza había logrado agarrar por los escasos pelos al palo enjabonado arrancándole un puñado. El trata de alcanzarla, consigue darle otro golpe con los nudillos y le hace saltar otro diente, pero ella, ágil y arisca, dando saltos que parecen pasos de baile, lo esquiva, le da patadas en las piernas, sigue escupiéndole en la cara, esperando la ocasión propicia para alcanzarlo en el bajo vientre con el pie.

Los clientes habían formado un círculo para apreciar mejor el emocionante espectáculo. El motivo de la pelea, la inocente muchachita, observa desde lejos sin saber con quién se irá.

Un caboclo bizarro que llegó en mitad del follón, curtido por el sol y por los vientos marinos, después de asistir a algunos lances, comentó en voz alta: ¡Virgen Santa!, nunca vi mujer más luchadora que ésta.

En ese momento, atraídos por el barullo, aparecieron en el local dos guardias civiles que, por cierto, reconocieron a Libório y a sus acompañantes porque se dirigieron directamente a Tereza con la evidente disposición de enseñarle que la letra con sangre entra:

—¡Aquí estoy yo, Yansã[19]! —el caboclo lanzó su grito de guerra sin saberse el porqué de Yansã: si lo dijo por Tereza, para designarla con el nombre del orixá[20] sin temor, el más valiente de todos, o si quiso informar simplemente que entraba en la pelea el maestro Januário Gereba, ogán del Candomblé de Bogun.

Linda entrada porque los guardias civiles volaron uno para cada lado. A continuación el caboclo impide que uno de los secuaces del gigante refriegue la suela de su zapato en la cara del poeta José Saraiva, un indómito corazón en pecho débil, que yacía sin habla en la arena. El caboclo, que es como una tormenta, levanta al poeta y sigue. Los guardias civiles también vuelven.

Uno de los amigos del canalla saca un revólver y amenaza con disparar. Las luces se apagan. La última imagen fue Lulu Santos apoyado en una sola muleta, el puro en la boca y maniobrando con la otra como un molinete. Ya en la oscuridad, el berrido del cornudo Libório indica que Tereza le había acertado el pie donde es debido.

Como se ve, estreno no hubo, al menos de la reina bahiana de la samba, pero no por eso la primera aparición pública de Tereza en las pistas de Aracaju fue menos memorable e inolvidable. El dentista Jamil Najar, el de la apuesta de los veinte cruzeiros, no le quiso cobrar nada por el diente de oro que, con óptima pericia, colocó arriba y a la izquierda, en la boca de Tereza Batista, donde los nudillos de hierro le habían roto el labio. Si fuera a pedir el pago ¡ah, no sería en dinero!