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Comedia de engaños, según el juez, la audiencia había tenido un aire de farsa en la que cada uno representaba su papel satisfecho, salvo el demandante, Libório das Neves, que había pasado de macilento a lívido, perdiendo su contención antes de que se levantase la sesión. En la euforia de su victoria, el picapleitos desplegaba su retórica. En la sala del tribunal había sido proclamada la inocencia, había sido castigado el culpable, se había hecho justicia.

El trabajo había valido la pena. La visita a la venerable maestra Carmelita Mendonça y las palabras gastadas para convencerla:

—Querida maestra, aquí vengo a pedirle que comparezca ante el juez para testimoniar en falso…

—¡Testimoniar en falso, Lulu!, ¿tú estás loco? Siempre con tus locuras… No mentí nunca en mi vida, no voy a empezar ahora. Y menos con la justicia…

—Mentir para salvar la verdad y desenmascarar a un criminal, para salvar de la miseria a una pobre mujer viuda y trabajadora a quien le quieren robar lo poco que tiene. Para evitar la miseria esa mujer que anda por los cincuenta años aprendió a leer y escribir en diez días… Nunca vi nada igual.

Dramático, Lulu le contó la historia en todos sus detalles, desde el principio al fin. La maestra Carmelita, al jubilarse de la educación pública, dedicada con inusitado entusiasmo al problema de la alfabetización de adultos en el que era una autoridad, autora de estudios sobre el tema, oyó el relato con creciente interés y la visión de la negra doblada sobre el papel, intentando dominar la pluma y la tinta, le despertó simpatía para la causa de Joana das Folhas:

—No puedes haber inventado esa historia, Lulu, tiene que ser verdadera. Cuenta conmigo. Ven a buscarme ese día, que yo diré lo que quieras.

El juez sabía que Lulu contraatacaba con las mismas armas usadas por Libório, la mentira y el falso testimonio, al negar validez al documento presentado como base de la demanda, declarando que era una falsificación de la primera a la última letra, que jamás su defendida había pedido dinero prestado, que nada le debía y podía probarlo de manera irrefutable pues, sabiendo leer y escribir su defendida, no iba a pedir a otro que firmara por ella. Una verdadera monstruosidad, ese documento, señor juez, tan falso como el mismo Judas.

Había presentado una nueva versión de los hechos. Era verdad que la señora Joana França necesitaba ocho mil cruzeiros para enviárselos a su hijo único, residente en Rio y que no disponiendo de esa suma había recurrido al usurero Libório das Neves para que se los facilitara en préstamo. El usurero se prestaba a hacerle el préstamo si ella se avenía a pagarle, luego de seis meses, quince mil cruzeiros por los ocho prestados, o sea, asómbrese usted señor juez, intereses de más del ciento cincuenta por ciento anual, es decir el doce por ciento mensual. Ante intereses tan elevados, más bien monstruosos, desistió doña Joana França del arreglo y siendo acreedora de Cierta cantidad de dinero prestada por su marido a su compadre y compatriota don Antônio Salema o Antônio Minhoto[58], deuda que habría de vencer dentro de algunos meses, a él recurrió, solicitándole que le adelantara los ocho contos que necesitaba con urgencia, lo que fue inmediatamente atendido por el compadre. Al mismo tiempo que se enteró de la necesidad de la viuda, Libório das Neves supo que, cuando se casó con Manuel França, otro había firmado los papeles porque en la ocasión ella no sabía ni leer ni escribir. Entonces, el astuto Libório planeó el robo, con vistas a apoderarse de la propiedad de la demandada como se ha apoderado, por medios igualmente ilícitos, de propiedades de otras infelices víctimas. Falsificó el documento, atribuyendo a la viuda una deuda no de la modesta cuantía que ella le había solicitado sino de importancia diez veces superior, con el ojo puesto en la propiedad que, a fuerza de trabajo, la pareja había convertido en finca y huerto envidiables. Pero en la meticulosa armazón del plan criminal, al falsificador se le había escapado un detalle importantísimo. Poco después de su casamiento, o sea, hacía más de quince años, Manuel França, avergonzado de que su legítima esposa fuera analfabeta, había contratado a la maestra doña Carmelita Mendonça para que le enseñara a leer y escribir. En meses de ardua labor, esa maestra de tantas generaciones de sergipanos eminentes, de ilustres figuras de la vida pública, entre los cuales se encuentra el señor juez, aplicando sus conocimientos en la materia, con toda su capacidad, esa gloria de la pedagogía sergipana, había sacado a doña Joana de la oscuridad del analfabetismo llevándola por el sendero iluminado de la lectura y la escritura. Hace de eso exactamente quince años y cuatro meses, señor juez.

¡Qué demonio de habilidad ese Lulu Santos!, reflexiona el juez mientras escucha el alegato. Había conseguido que doña Carmelita le enseñara a Joana das Folhas a garabatear su nombre y ahí venía a proclamar que estaba alfabetizada desde hacía quince años. ¡Un golpe formidable! Pero apenas la gloria de la pedagogía sergipana, la madre espiritual de tantos de nosotros (en la frase emocionada del picapleitos), simpática octogenaria, había entrado en la sala, el magistrado advirtió que jamás en su larga vida había colocado sus ojos en la robusta y silenciosa negra sentada al lado de Lulu Santos. Sólo el juez y Libório das Neves advirtieron la casi imperceptible vacilación de la anciana. Entonces, ¿quién había enseñado a leer y escribir a la demandada?

Sí, enseñé hace quince años a Joana França las primeras letras y los rudimentos de la escritura, la alfabeticé, y es la misma persona aquí presente, aunque ahora un poco más canosa y vistiendo luto. ¿Y quién iba a discutir la afirmación de la maestra Carmelita Mendonça? ¡Qué demonio este Lulu Santos!

También Antônio Salema, o Minhoto por haber nacido en Póvoa do Lanhoso, en Portugal, recitó a la perfección lo que le había enseñado el abogado. Para convencer y entrenar al lusitano, Lulu se había trasladado a Laranjeiras acompañado por Joana. Sus palabras confirmaron el relato de Lulu: le había adelantado los ocho mil cruzeiros a su comadre tal como ella se lo pidió y respondiendo a la pregunta del bachiller Silo Melo, acerca de si la demandada era analfabeta o hasta cuándo lo había sido, dijo que su comadre era muy certera en los números; ¡pobre del que quisiera engañarla!

El golpe de gracia lo había proporcionado el no comparecimiento a la audiencia de otro testigo invocado por Lulu Santos: Joel Reis, conocido como Joel mano de gato entre la gente de más baja estofa de la ciudad, descuidero emérito, maestro en el difícil arte de escamotear carteras. Intimidado por la citación de presentarse ante la justicia para explicar que no había firmado el documento a petición de la señora Joana França, a la que jamás había visto en su vida, sino que lo había hecho mandado por Libório das Neves, su protector y patrón, había desaparecido de Aracaju. ¿Quién había sacado a Joel Reis de la cárcel de Aracaju valiéndose de sus relaciones e influencia en ciertos medios policiales, aquéllos donde la policía y el hampa se confunden, sino el demandante? ¿Al servicio de quién ejecuta Joel Reis sórdidos servicios, cobranza de alquileres por día u hora a prostitutas y preparación de barajas marcadas? Ahora bien, señor juez, ¿al servicio de quién habría de ser? Al servicio del honrado, elevado e impoluto señor Libório das Neves, el meritorio estafador.

Había valido la pena el trabajo, la conversación con doña Carmelita, la nota de emoción puesta en la voz, el viaje a Laranjeiras, las amenazas hechas a Joel Reis, el billete de segunda clase en el tren de la Leste Brasileña y la menguada propina que le diera; pocos caminos tenía para elegir, o alejarse o pudrirse en prisión.

Había valido la pena. Todo eso y también la firma cinco veces trazada ante el juez en inmaculado papel, sin un solo borrón, sin vacilaciones, por Joana das Folhas, la firma clara, indudable, de Joana França, con letra casi hermosa.