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Días atareados pasó Tereza Batista, divididos entre Joana das Folhas, Flori Pachola y el París Alegre, el maestro Januário Gereba, Janu en la caricia de la brisa, en el arrullo de las palomas, en el movimiento de las olas, en el amor de Tereza. La corte de admiradores, el consultorio del dentista, la insistencia de Veneranda completaban el día.

Hacia las diez de la mañana Tereza baja en la puerta de la quinta, una parada especialmente determinada para ella por el chófer del autobús repleto de gente. A esa hora, Joana ya había hecho gran parte de su trabajo diario, el peón había salido en el primer autobús con los canastos de verdura para atender a la clientela en las calles residenciales. Cavando la tierra desde antes de la salida del sol, cuidando la huerta, recogiendo, plantando, abonando, Joana viene de la tierra y se va a lavar las manos.

Ahí están las dos sentadas ante la mesa, con lápices, palillero, tintero, plumillas, libro y cuaderno, decididas y obstinadas. Ese trabajo no era del todo desconocido para Tereza; en Estância, la de las calles quietas y los raros paseantes, había empezado enseñando las primeras letras a los hijos de Lula y Nina, y pronto se juntaron a los dos chicos otros de la vecindad, hasta sumar siete alumnos, acodados alrededor de ella en un corro con risas y riñas casi maternales. No tenía mucho para enseñar en ese tiempo de serenas alegrías, durante el cual Tereza Batista, sobre todo, aprendió. Todo lo que sabe ahora sobre escritura y lectura se lo debe a aquellos años que, por tranquilos y felices, le pesan tanto a la espalda como los anteriores y los posteriores, tan malos y sufridos. Sin negar, claro está, la escuela de doña Mercedes Lima, maestra rural, también ella de poco saber y mucha dedicación. En el aula diaria, desde las diez a las once de la mañana (salvo cuando el doctor permanecía en la casa) Tereza daba a los niños clases y excursiones: lectura, tablas, caligrafía y abundante merienda de bolacha[52] pan y queso, dulces caseros, frutas, chocolate y gaseosa.

Casi todos los niños eran listos, algunos avispados, como había sido ella en las ciases de doña Mercedes; otros más rudos, de cabeza dura, pero ninguno tanto como Joana das Folhas. No es que sea obtusa, al contrario, es despierta. Cuando Lulu le expuso su plan de batalla lo entendió inmediatamente. Tardó un poco más en adoptarlo; por su gusto, por su honradez, prefería pagarle al estafador los ocho contos del préstamo y los intereses pactados aunque fueran usurarios, pero el abogado no se lo permitió. Le explicó que se jugaba todo o nada. Para pagar la deuda real tendría que reconocer, por lo menos en parte, la validez del documento firmado y denunciar la adulteración de la cifra. ¿Cómo se iba a probar esa adulteración? Lamentablemente no se podía. El único camino a seguir, era negar la firma del otro en su representación, no reconocer el documento, acusar a Libório de haberlo falsificado en su totalidad juzgándola analfabeta, desamparada de todos y abandonada en su casa. Nunca había pedido nada a nadie, sabía leer y escribir su nombre y estaba dispuesta a probarlo, estampando allí mismo, delante del juez, su firma. Lulu sólo quería ver la cara de ese Libório de mierda.

Debía elegir entre esos dos procedimientos: reconocer el documento y entonces su propiedad sería embargada, llevada a remate, entregada a Libório, pues no había modo de probar la adulteración de la cifra, quedándole a Joana das Folhas el recurso de trabajar de jornalera para el mismo Libório en las tierras de las cuales era dueña, o salir a pedir limosna por las calles de Aracaju. Declarando que el documento era una falsificación completa, quedaba su propiedad libre de toda amenaza, se libraba ella de la deuda y el usurero no vería ni un centavo. Era la solución ideal. Joana aceptó, ya convencida. En ese caso el dinero guardado para pagar la deuda servirá de honorarios de Lulu, aunque nunca le voy a poder pagar, doctor, que haya aceptado el caso sin esperar ningún pago. Ni siquiera eso, estimada señora, los honorarios y los costes correrán por cuenta del usurero si la justicia lo insta como debe de ser. En el fondo, a Joana no le disgustaba darle una lección al estafador, tenía la malicia de la gente de campo, una agudeza natural que le hacía relativamente fácil el aprendizaje del alfabeto, de las sílabas, de la lectura.

Pero las manos no tenían la agilidad de la mente para advertir sutilezas y ardides. Las manos de Joana eran dos callos, dos montes de tierra seca, raíces de árboles eran los dedos, deformes, acostumbrados al manejo de la pala, del pico, de la azada, del machete. ¿Cómo manejar el lápiz, la pluma?

Rompía mil puntas de lápices, desgarraba cantidades de plumas, arruinaba toneladas de papel, pero en esa maratón contra el tiempo y la inhabilidad de las manos, Tereza tuvo una paciencia ejemplar y Joana, convencida por los argumentos de Lulu Santos, había decidido ganar y tenía voluntad de hierro. Tereza empezó por conducir la torpe mano de Joana para transmitirle liviandad y encaminarla.

Se quedaba en la quinta hasta las tres de la tarde, trabajando con las manos de Joana y se detenía sólo para hacer un rápido almuerzo. Trabajo cansador, pero apasionante al constatar cada mínima evidencia de progreso, contener el desánimo en todo momento, superar los fracasos, vencer la fatiga y la tentación de desistir. ¿Eh, Joana? ¡Qué gran esfuerzo! A veces gritaba el nombre de Manuel, le pedía socorro, a veces se mordía las manos como para castigarlas y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando finalmente trazó una jota legible.

En el autobús de las tres se iba Tereza para el consultorio del dentista y de ahí al ensayo en el París Alegre, donde Januário la encuentra al fin de una jornada que también para él había sido laboriosa: ayudaba en la carga, la limpieza, la pintura y la preparación de la barcaza Ventania para su partida. Estaba enterado del enredo, del fraude y el contra fraude, no hay nada mejor que estafar a un estafador, dijo, pero era el único que estaba en el secreto. Ni siquiera Flori sabía, y seguía dándole prisa al dentista, viendo por el suelo su proyecto de cama y mesa con la estrella candente de la samba; el marinero le había tomado la plaza por asalto y Tereza se derretía riéndose por los rincones. Pero, como ya dijimos antes, Pachola tenía experiencia del mundo y de las mujeres y no se desanimaba fácilmente, pues día más día menos, completa su carga, izadas las velas en los mástiles y abiertas al viento, el ancla levantada, la barcaza Ventania soltaría amarras y marcaría rumbo a Bahia. Al piano, marcando la cadencia de una samba, Flori mira con tristeza al gigante en lo alto de la escalera; va calentando la cama para que yo me acueste, no hay cama más rabiosa que la de una mujer engañada.

Con la llegada de Januário se despiden el poeta y el pintor. El poeta sólo persigue una quimera; frustrado el idilio, el efímero sueño vive inmortal en los poemas inspirados por la muchacha de cobre, en versos de pasión y de muerte. El pintor, silencioso, con los ojos profundos como si mirase hacia afuera y hacia adentro, se apodera de la imagen Inolvidable, de cada expresión, de la carga del pasado y de la fuerza vital la bailarina, la mujer, la virgen sertaneja[53], la mujer portuaria, la gitana, la reina de la samba, la hija del pueblo, en cuántos cuadros, bajo cuántos títulos no dibujó la cara de Tereza.

Después del ensayo, hacia las seis, Tereza vuelve a la propiedad en compañía de Januário, y la clase recomienza. Tiempo ocupado, sin un minuto de ocio, pero entretenido. En esos días intensos Tereza y Joana se hicieron amigas. La negra le contó de su marido, labriego fuerte, de buen corazón, sólo se entristecía cuando pensaba en el hijo a quien hubiera querido ver trabajando la tierra, manejando la quinta y la clientela, transformando la propiedad en una pequeña fazenda[54]. No perdonaba la huida del muchacho. Fogosamente refregaba sus grandes bigotes en el cuello de su mujer, jamás había mirado a otra, su negra Joana era todo. Cuando murió, Joana había cumplido cuarenta y un años, de los cuales había pasado veintitrés con Manuel França. Desde la muerte del marido no había vuelto a tener la regla, acabada también ella para esas cosas.

Entre sus ocios del foro y del bar, Lulu Santos aparecía en la quinta para medir los progresos de su propietaria. Al principio estaba desanimado, la mano de Joana das Folhas, mano de pala y estiércol, jamás podría trazar las letras de su nombre, Joana França; había poco tiempo, la audiencia era inminente, el abogado de Libório, un mequetrefe, estaba metiendo prisa al juez. Con el correr de los días, sin embargo, se fue entusiasmando y le volvió el optimismo. La pluma ya no rompía el papel, los borrones disminuían, las manos de Joana, por milagro de Tereza, podían dibujar las letras.

La mano de Joana ya se manejaba sola y cuando Tereza se marchaba a las ocho de la noche (en el autobús repleto, con un escándalo de besos empezaba la noche de amor), la negra seguía sobre el papel, escribiendo el alfabeto, palabras y más palabras, su nombre repetido infinidad de veces. Los borrones iniciales se convierten en escritura, los garabatos son cada vez más limpios, más firmes, más inteligibles. Joana das Folhas defiende todo lo que posee, la pequeña propiedad transformada por ella y Manuel en huerta de verduras modelo, en plantación de frutales escogidos, su medio de vida, la herencia recibida del marido, tierra fértil de donde saca lo necesario para las escuetas necesidades de la casa y ahorra para los desatinos del hijo ingrato y tan querido.