11

Le di a Norah el alta médica cuatro semanas y media después de nuestra boda. Aunque le dije que, a pesar de estar ya curada, convenía que siguiera guardando reposo hasta que ganara algunos kilos de peso. Pese a que dirigía desde la cama a Nube Perfumada para que cocinara manjares húngaros, luego apenas probaba bocado. Cataba un poco para dar su aprobación, y no volvía a comer. Su estancia en el gueto, decía, le había quitado el hambre para siempre. Además, le recomendé que recorriera el pasillo de la segunda planta varias veces al día, para que sus músculos se tonificaran y fueran recobrando la elasticidad de antaño.

Esa misma noche se coló en mi cama mientras trataba de conciliar el sueño.

—¿Qué haces? —le pregunté.

Nada más formular la pregunta comprendí que estaba fuera de lugar.

—Ahora sólo deseo olvidar el pasado. Sólo me interesa el presente. Este momento. Tú y yo —me susurró.

Luego tapó mi boca con su mano derecha. Sentí cómo me traspasaba la soledad infinita que le había acompañado durante los últimos meses. Y quedé pegado a la cama, inmóvil, a merced de su furia interior, que ahora hacía por salir con forma de besos y caricias atropelladas. A pesar de mi desconcierto inicial, tuve una erección. A continuación, Norah se sentó sobre mi sexo y comenzó a moverse como si remara en una barca sin rumbo, desesperadamente. Me fijé en sus pechos, que la mala alimentación había hecho menguar. Flotaban delante de mi cara como restos de un naufragio. Había imaginado miles de veces cómo sería hacer el amor con Norah, y, sin embargo, todo estaba resultando demasiado impreciso. Al cabo, el movimiento de vaivén se fue acompasando como el de una biela dentro de un motor de combustión, hasta que nos transformamos en piezas de una maquinaria perfectamente engrasada. Mi pene rotaba dentro de su vagina, y ésta se volvía más y más elástica con cada nueva acometida. Al aumentar el ritmo de las embestidas, Norah comenzó a contraer y elevar los músculos de la pelvis, lo que me produjo un placer indescriptible. Ahora yo era el náufrago, y me así a sus pechos como a una tabla de salvación. Eyaculé justo un segundo después de que alcanzara un orgasmo que tuvo su reflejo en un grito lastimero, parecido al aullido de una loba que trata de proteger el cuerpo sin vida del animal que acaba de matar.

—Me ha dolido muchísimo —dijo entrecortadamente, al tiempo que se tumbaba a mi lado.

—Lo siento —me excusé.

—Pero también me ha gustado muchísimo.

—Tienes una forma extraña de hacer el amor —observé.

—Has de darme más tiempo, hasta que me acostumbre a la nueva situación.

—También tienes un extraño concepto del amor —insistí.

—¡Tengo veinticuatro años y he vivido en Shanghai! —exclamó—. He tenido que aprender en la calle, por decirlo así.

—¿Qué diablos has tenido que aprender en la calle? —me interesé.

—Leon y yo nunca fuimos amantes, ya lo sabes. Una noche, después de un baile en el Hotel Majestic, me acosté con un hombre —me confesó.

Percibí en su voz cierto tono de desafío, como quien reconoce haber hecho algo a hurtadillas después de mucho tiempo.

En mi fuero interno, le puse nombre y apellidos a aquel hombre: Pascal Dagnan-Bouveret. Claro que de ser él el elegido, ¿por qué entonces se había quitado la vida? Sentí un desgarro en mi interior, a pesar de lo cual traté de que mi curiosidad resultara tan estática como lo era la postura que mantenía en ese momento en la cama. Luego, guiado por la costumbre, pensé en lo que Leon hubiera dicho en caso de encontrarse en mi posición, él que era una persona eminentemente práctica. Supuse que le habría recriminado el hecho de no elegirme a mí, así que dije:

—Podías haber recurrido a mí.

—Entonces nos habríamos convertido en amantes —me respondió—. Y eso hubiera complicado las cosas. Pagué a aquel hombre para que se acostara conmigo, aunque me aseguró que lo haría gratis cien veces.

Durante unos segundos, tuve la sensación de que no hablaba en su nombre, sino embriagada por el influjo de Shanghai, una ciudad hedonista y sin moral. Luego recordé un comentario que Leon me había hecho sobre la personalidad de Norah: «A veces sus razonamientos son tan sencillos y simples que parece un ser extraño». El hecho de que reconociera haber pagado a aquel hombre me desconcertó sobremanera, al tiempo que eliminó a Dagnan-Bouveret de mi lista de sospechosos, quien desde luego no hubiera aceptado vender su amor a cambio de poseer el cuerpo de Norah, pues era demasiado romántico y caballeroso.

—¿Qué necesidad tenías de pagarle? —proseguí el interrogatorio.

—Mientras más pagues por una cosa, menos valor sentimental tendrá —argumentó.

—¿Eso crees?

—¿Qué más da lo que piense? Si me hubiera acostado contigo, Leon hubiera sufrido, y viceversa. Hubiera sido injusta con los dos. Así que opté por una solución intermedia.

—¿Una solución intermedia…? ¿Cómo la de Salomón, el rey sabio que dictaminó cortar a un recién nacido por la mitad para distribuirlo equitativamente entre dos mujeres que reclamaban ser la madre?

—Mi decisión no tuvo nada que ver con Salomón. Yo sólo quería manteneros al margen. Si hay algo a lo que sois aficionados los hombres es a sentiros agraviados cuando una mujer no os corresponde. Tenía a dos hombres que disputaban por mi virginidad, así que opté por entregársela a un tercero. No creo que haya que darle más importancia que la que tiene. Al fin y al cabo, perder la virginidad es lo mismo que abrir una puerta. Si mantienes una puerta cerrada demasiado tiempo, puede que al final se atranque.

—Esa frase parece salida de la boca de la señorita Emily Hahn.

No pude evitar imprimir a mi voz cierto tono de reproche.

—Es una frase de Emily, en efecto. La mujer más inteligente y cariñosa que he conocido en mi vida. Incluso me ofreció a su amante para que se acostara conmigo.

—Todo un acto de generosidad por su parte —ironicé.

—Lo fue. Aunque no acepté. A veces una ha de tomar las riendas de su propia vida.

—Me temo que lo que hiciste fue cabalgar a lomos de un caballo desbocado —le recriminé.

—Es posible que fuera así al principio, pero te aseguro que logré dominarlo —me replicó.

—¿Te refieres al hombre al que pagaste para que te desvirgara? ¿Era eso, un semental al que conseguiste domar?

—No pienso decirte su nombre.

El hecho de que Norah tratara de imprimir cierto tono de indiferencia al hablar de aquella experiencia, me hacía sospechar que el efecto que había causado en ella era precisamente el contrario. Con todo, no tenía ningún derecho a echarle en cara su pasado, así que me desmarqué diciendo:

—No pensaba preguntártelo.

Era cierto, como también lo era que había recuperado al poeta Pascal Dagnan-Bouveret como sospechoso. No tenía a otro. Tal vez Dagnan-Bouveret había pensado que acostarse con ella le abriría a la larga las puertas de su corazón, pero al comprobar que se equivocaba, había optado por descerrajarse un tiro en la sien.

—Mientes. Estás deseando saber de quién se trata.

—No es cierto. No es su nombre lo que me preocupa, sino que te hayas comportado de manera frívola.

—Tengo la impresión de que estoy oyendo a «papá» Leon. Si te sirve de consuelo, no recurrí a un hombre casado. Yo también tengo principios, y lo último que deseaba era un escándalo. Hace tiempo que esa persona vive recluida en un fumadero de opio.

—¿Lerroux, el armenio? —bramé.

—No insistas, no te voy a dar su nombre —me susurró.

De repente, la cálida oscuridad de la habitación se tornó en un cuerpo denso y pegajoso, como si la gravedad la apretara contra mi pecho.

—No puedo creer que te hayas acostado con Lerroux…, y menos pagándole —le reproché—. Es un tipo de la peor calaña. En cierta ocasión, mi consulta se llenó de pacientes con fuertes diarreas. Los síntomas no eran exactamente los del cólera, pero se parecían. Hasta que descubrí que la causa de aquel falso «brote epidémico» era una partida de leche de magnesia en mal estado. Lerroux se la había vendido a un incauto comerciante de Nanshi como si se tratara de un remedio contra la gripe, cuando en realidad era un potente laxante.

—¿Sabes qué descubrí tras hacer aquello? —dijo pasando por alto mi comentario—. Que acostarte con una persona a la que no amas no tiene ningún efecto en tu interior, no lo cambia. No, no tuve sueños dulces y hermosos después de hacer el amor con ese hombre. Hoy será distinto.

—¿Por qué me lo has contado precisamente hoy? —le pregunté.

—Porque es la primera vez que hacemos el amor. Quería que supieras que no soy una casquivana —me respondió.

—Lo que lleva a preguntarme qué eres realmente —reflexioné en voz alta.

—Antes era una joven a la que le gustaba decir y hacer cosas a la ligera siendo consciente de que estaba diciendo y haciendo cosas a la ligera. Ahora no sé quién soy. A veces, cuando me miro en el espejo, no me reconozco.

—¿Y qué me dices de tu temperamento voluble?

—Sólo tengo un temperamento, lo que sucede es que su principal característica son los altibajos. Si veo a un niño moribundo en la calle, me conmuevo y sollozo, y por esa misma regla, si cae en mis manos una copa de champán, me la bebo. La criatura representa la realidad, mientras que el champán es el camino para huir de ella. En todo caso, en estos últimos meses he presenciado muchas más escenas de horror que bebido botellas de champán. Leon siempre decía que la mentira era la gran dama de la guerra, y que yo sólo era una chiquilla espontánea, incapaz de fingir. Tal vez tuviera razón. Aunque ahora empiezo a estar segura de otra cosa: la mentira es la gran dama en todas las situaciones.

Conforme iba avanzando nuestra conversación, se me iban ocurriendo nuevas preguntas que rehusé formular para no parecer demasiado suspicaz. Opté por acariciar su cabello, pero mi mano titubeó cuando lo hice, por lo que más que una muestra de afecto o comprensión, que era lo que pretendía transmitir, resultó un gesto furtivo.

Pasé el resto de la noche en vela, como si me hubieran arrojado un balde de agua helada al rostro. Norah, en cambio, tardó dos minutos escasos en dormirse. Cuando se giró en la cama, me quedé contemplando la blancura nívea de su espalda, que parecía la estela que los barcos dejan tras de sí cuando navegan en las noches de luna llena. Continué vislumbrando el cuerpo de Norah durante un buen rato, hasta que el rastro pareció transformarse en una medusa transparente que, a golpe de impulsos parecidos a los latidos de un corazón, busca las profundidades abisales del océano. Durante unos instantes, tuve la sensación de que se alejaba de mí para siempre.

Cuatro días más tarde tuve que viajar a Singapur por motivos de trabajo. Al parecer, los japoneses habían retenido a dos ciudadanos españoles en la creencia de que viajaban con documentación falsa. Al ser yo el cónsul español más próximo a Singapur, a mí me correspondía aclarar la veracidad o falsedad de los documentos. Obviamente, traté de evitar el desplazamiento sugiriendo a las autoridades militares japonesas encargadas de los asuntos consulares que me enviaran la documentación sospechosa a través de la valija diplomática, pero se negaron argumentando que «a veces los aviones no llegaban a su destino, sufrían accidentes o eran derribados por el enemigo». Estuve a punto de preguntarles si los cónsules estábamos exentos de sufrir accidentes aéreos o de padecer el ataque de los aviones de las potencias aliadas, pero desistí para no entrar en una discusión interminable. Por aquel entonces, Singapur —rebautizada como Syonam—, era la perla de las conquistas militares del Ejército Imperial Japonés. Habían conseguido birlársela a los británicos en poco más de nueve semanas, a pesar de que éstos eran superiores en número y de que la plaza era considerada una fortaleza inexpugnable. Según se vanagloriaba Fukuda, treinta mil soldados japoneses habían doblegado a un ejército de ciento treinta y siete mil hombres, entre los que se encontraban treinta y tres mil soldados británicos y otros diecisiete mil australianos. Al parecer, el ejército de la Commonwealth se había quedado sin agua potable y sin munición. Aunque para ser exactos, también se había quedado sin bebidas alcohólicas, puesto que el general Percival, la máxima autoridad militar de la plaza, había ordenado arrojar al mar veinticinco millones de litros de cerveza, güisqui, champán y todo tipo de licores, para evitar posibles desmanes de los japoneses y de sus propios soldados. De manera que los japoneses eran muy sensibles con todo lo que tuviera que ver con Singapur dada su situación estratégica. Hasta el más mínimo detalle podía tener su importancia, de ahí que me obligaran a tomarme la molestia de viajar hasta la colonia.

Del aeropuerto de Singapur fui conducido directamente a la antigua comisaría de policía de Hill Street, que los japoneses habían convertido en cárcel. Me llevó una tarde resolver el problema. Los sospechosos viajaban, en efecto, con documentación falsa. Aunque opté por asegurar lo contrario. Se trataba de un conocido periodista español y de su esposa. El destino de ambos era algún lugar de América del Sur. «Alfil», que era el pseudónimo que el personaje utilizaba para firmar sus artículos, había sido condenado a muerte por la República primero y por el nuevo régimen al finalizar la guerra civil. Yo había leído algunas de sus crónicas tanto en El Sol como en el Diario España en Tánger, en números atrasados que encontraba en alguna de las escalas, cuando trabajaba como médico en el Conte Biancamano. Antiguo miembro de la Asociación de la Prensa de Madrid, había sido amigo, entre otros, de Ernest Hemingway, John Dos Passos, George Orwell y André Malraux. Luego, contraviniendo la corriente política imperante, se atrevió a criticar el comportamiento matonesco de las checas, y eso le llevó a ser perseguido, juzgado y condenado a muerte por los republicanos. Pero logró librarse de ser ejecutado gracias precisamente a la mediación de monsieur Malraux. Otro tanto le sucedió con el bando vencedor. Al finalizar la contienda, se trasladó a Tánger, donde comenzó a escribir crónicas sobre la batalla de Inglaterra, en las que alababa el comportamiento de los londinenses frente a los bombardeos de la Luftwaffe. Sus artículos resultaban tan realistas que los propios británicos creían que estaban escritos por alguien que residía en las islas. Cuando las autoridades españolas descubrieron la identidad del cronista, fue acusado de ser un agente británico, juzgado y condenado de nuevo a muerte. En esta ocasión, la intervención del filósofo Laín Entralgo resultó decisiva para que le conmutaran la pena primero y le dejaran en libertad más tarde. A partir de ese momento, fue relegado a escribir artículos sobre el clima, el paisaje y las gentes de Tánger. Pero «Alfil» no era un hombre que aceptara vivir amordazado mucho tiempo, así que decidió huir a México o a la Argentina, donde se estaban concentrando gran parte de los exiliados españoles. Pero para cuando quiso hacerlo, cruzar el océano Atlántico se había vuelto una misión imposible. Así las cosas, no tuvo más remedio que viajar hasta el cabo de Buena Esperanza, y desde allí poner rumbo al este para llegar al continente americano a través del océano Pacífico.

El periplo de «Alfil» resultaba tan inverosímil e inútil, que más que el éxodo de un exiliado parecía el viaje de un espía con la orden de recabar información. Lo cierto fue que simpaticé con él, yo que tan acostumbrado estaba a tratar con apátridas. Para utilizar la misma expresión que Norah había empleado y que tanto me había enojado, «Alfil» representaba la «solución intermedia», era como el pequeño al que el rey Salomón había mandado partir en dos mitades para que las madres que lo reclamaban se lo repartieran. Una mitad para el bando republicano; la otra para el bando nacional. De esa forma, «Alfil» se había convertido en un espécimen que había que preservar a toda costa, pues su existencia demostraba el grado de vesania al que habían llegado los bandos contendientes en la guerra civil española. Era, por decirlo así, un monumento vivo a la sin razón. Entregárselo a los japoneses hubiera sido lo mismo que condenarle a muerte por tercera vez.

La llegada de una tormenta tropical me obligó a permanecer en Singapur dos días con sus noches.

Tomé una espaciosa habitación en el Hotel Raffles, aunque pasé gran parte de mi estancia en el Long Bar, apostado sobre la barra. El Long Bar del Raffles competía con el bar del mismo nombre del Shanghai Club, pese a que no se parecían en nada. Mientras que en el Long Bar del Shanghai Club primaba la sobriedad dentro de un marco eminentemente victoriano, la decoración del bar del Hotel Raffles estaba inspirada en las plantaciones malayas de los años veinte, con una docena de paipáis que removían el aire gracias a otros tantos ingenios mecánicos. Los coroneles ingleses se habían reunido aquí para cantar There will Always Be an England, después de que el general Percival capitulara ante los japoneses. No obstante, la estrella indiscutible del Long Bar era el Singapur Sling, un cóctel inventado por un barman hainanés que mezclaba ginebra, brandy de cereza, zumo de piña, jugo de lima, Cointreau, Benedictine, angostura bitter y una rueda de piña con una cereza confitada. El hecho de que su color fuera rosáceo había convertido al Singapur Sling en la bebida predilecta de las damas de la colonia. Aunque había que tener mucho cuidado, porque el Sling era el camino más rápido para ver la vida de color de rosa, nunca mejor dicho. Debajo de su sabor afrutado, se escondía una marea de alcoholes y azúcares concentrados que te atrapaba en una resaca interminable. A veces, era imprescindible la participación del barman o de alguno de los mozos del hotel, que amablemente se hacían cargo de las víctimas del Sling.

Tras los tres primeros cócteles, comencé a nadar en un mar de aguas empalagosas, pero tras apurar el cuarto, la corriente me arrastró hasta un roquedal de cantos resbaladizos y afilados. Mi cabeza se llenó de oscuros pensamientos, cuyos protagonistas eran Norah y Lerroux. Veía al armenio cabalgando sobre la pelvis de Norah con la habilidad de un mongol sobre su pequeño caballo. Tenía un pene enorme que parecía un steak a la tártara, el famoso trozo de carne cruda que los jinetes mongoles maceraban entre la silla y el espinazo del caballo durante horas de galope.

El barman, un chino de origen hainanés, de nariz aplastada y ojos pequeños, me rescató de la zozobra.

—¿Es usted escritor? —me preguntó.

—No.

—Pues tiene usted cara de escritor —aseveró.

—¿De veras? ¿Y qué cara tienen los escritores? —me interesé.

—Los escritores nunca tienen cara de escritores. Somerset Maugham, por ejemplo, tenía cara de inglés distinguido.

—Tal vez se deba a que se puede ser escritor, inglés y distinguido al mismo tiempo. Aunque me temo que todos los ingleses tienen cara de ingleses —observé.

—¿Quiere que le enseñe una foto de mister Maugham?

—¿Guarda una foto de Somerset Maugham? —pregunté lleno de extrañeza.

—¡Por supuesto! Era cliente del Raffles. ¿Ha leído un relato suyo titulado La Carta?

—No —reconocí.

—Está basado en el asesinato real de su amante por la esposa de un plantador de caucho. Todo tuvo lugar aquí, en Singapur. También tengo otra fotografía de Joseph Conrad. Conrad, en cambio, tenía cara de marinero. ¿Quiere que le enseñe su retrato?

Ni siquiera me dio la oportunidad de responderle. Debajo de la barra guardaba un viejo álbum de fotos. La primera fotografía que me mostró me dejó perplejo, pues se trataba de un antiguo retrato en el que aparecía el escritor Somerset Maugham en compañía de un hainanés idéntico al hombre con el que estaba hablando. El problema era que la foto podía tener la misma edad que aquel hombre. En el reverso de la fotografía había una nota autógrafa de Maugham, que rezaba: «A mi querido Boom, por haber inventado esta deliciosa mixtura, secreta como el futuro que nos acecha, y cuyo éxito dependerá exclusivamente de la habilidad de quien agite la coctelera: ¿Dios, el azar o un simple barman? De su amigo Somerset Maugham».

—El que está con mister Maugham es mi tío abuelo, Ngiam Tong Boom, el barman que inventó el Singapur Sling —aclaró—. Desde 1915, todos los bármanes del Long Bar han sido descendientes suyos. Ahora el honor me ha correspondido a mí. Todo el mundo dice que me parezco mucho a él. Cuando venían por aquí los británicos, me llamaban Drop by Drop. La primera gota por mi parecido con mi tío abuelo, y la segunda por mi habilidad para mezclar y agitar las bebidas. A los japoneses, en cambio, no le importan los parecidos. En realidad, no les interesa nada que tenga que ver con la gente de aquí. Ni siquiera saben que desde una de las verandas del Raffles se cazó el último tigre de Singapur, en el año 1902. También guardo una foto de ese acontecimiento.

Después de revisar buena parte de aquel álbum, dije:

—Creo que me iré a dormir. He tomado demasiados cócteles.

—No puede irse a dormir con el estómago vacío. Le traeré un plato de fruta.

—De acuerdo.

Cinco minutos más tarde tenía delante de mí un plato de fruta de color amarillo que hedía como un cadáver.

—¿Qué diablos es esto que huele tan mal? —le pregunté.

—Durián —me respondió el barman. Y del interior del álbum de fotos extrajo una fotografía publicitaria de la mencionada fruta, que incluía un pequeño texto de advertencia en inglés. Decía: «Es como comerse una crema de vainilla en una letrina, y su olor se puede describir como excrementos de cerdo, barniz y cebollas, todo mezclado con un calcetín usado».

—Creo que se me ha quitado el apetito —me desmarqué.

—El sabor del durián es mucho mejor que su olor. El truco consiste en comerlo sin olerlo. ¿En qué habitación está hospedado?

—En la 119.

—Es usted un hombre afortunado. Ésa era la habitación que ocupaba mister Conrad siempre que se hospedaba en el Raffles.

Cuando me tumbé en la cama, volvieron a mi mente las imágenes de Norah y Lerroux en el lecho. El armenio había dejado de cabalgar, y ahora libaba de los pechos de Norah como el jinete mongol bebe sangre de caballo cuando se adentra en el desierto y tiene sed. Luego me vomité encima.

Negros nubarrones nos acompañaron durante el vuelo de regreso. Un presagio de la tormenta que se desató nada más tomar tierra.