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En la morgue, situada en un sórdido callejón cercano al pestilente canal de Soochow Creek, nos esperaba un médico forense japonés que no hablaba inglés, aunque su aspecto era el de un dandy. Por la pulcritud de su terno de lino, el cuello almidonado de su camisa y lo lustroso de sus zapatos, que brillaban como el charol, se diría que añoraba Londres o París más que Tokio.

—Es él. Leon Blumenthal —dije en cuanto el forense descubrió el cadáver. La muerte había borrado la sempiterna expresión de humor sardónico que adornaba su rostro, y que tanto exasperaba a los judíos más ortodoxos, pues interpretaban aquel mohín como una muestra del desdén que Leon sentía hacia su propio pueblo, como una prueba más de su condición de Gólem, de traidor a la causa judía.

El doctor se dirigió al miembro del Kempei Tai que me acompañaba, y éste se encargó de la traducción al inglés:

—Dice que la muerte ha sido provocada por una herida de arma blanca justo debajo del esternón, que le ha seccionado la vena cava. También asegura que de no haber muerto desangrado por la herida del pecho, lo hubiera hecho por la del pene.

—¿El pene?

Coincidiendo con mi pregunta, el forense terminó de descubrir el cadáver hasta las rodillas.

—Alguien le ha amputado el sexo de un tajo —completó la información el agente.

—¿Alguien?

—Una mujer. Una fulana. Suponemos. Aunque también es probable que haya intervenido el proxeneta —completó la exposición el agente del Kempei Tai.

—¿Dónde encontraron su cuerpo? —pregunté a continuación.

—Junto al hipódromo, en la intersección con la Bubbling Well Road. Aunque creemos que el señor Blumenthal murió en otro lugar, y que su cadáver fue posteriormente trasladado hasta allí —me respondió el agente del Kempei Tai.

—¿En otro lugar?

Mi voz empezaba a parecer un eco.

—Tal vez en uno de los clubes de mala nota del Camino de Foochow o en uno de los tugurios de la Rue Chu Pao-san —apuntó mi interlocutor—. Ya sabe lo que ocurre a veces en las Casas del Singsong.

Las Casas del Singsong era el calificativo cortés que recibían los burdeles. Algunos tenían nombres tan sugerentes como «El carril de la felicidad persistente». Y la calle Foochow era conocida irónicamente como «calle de la decencia», pese a que daba solar a una veintena de burdeles. Pero tras esos engañosos nombres, los prostíbulos de Shanghai eran tan peligrosos que un diccionario inglés había incluido la acepción to be Shanghai-ed, cuyo significado era ser drogado o secuestrado para ser embarcado a la fuerza.

Durante unos segundos, me quedé contemplando el rostro sin vida de mi amigo. Tal vez esperaba encontrar en él las respuestas a las preguntas que había empezado a formularme. Pero lo único que saqué en claro era que muerto parecía aún más mayor. ¿Qué edad tendría? ¿Sesenta? ¿Sesenta y cinco? Desde luego, viéndolo inmóvil, con la mandíbula encajada, parecía haber sido creado a partir de un trozo de materia inanimada, de un pedazo de arcilla que el calor no tardaría en convertir en polvo. Incluso la sugestión me llevó a leer la palabra hebrea Met en la tosca costura que el forense había practicado en su frente para realizarle la autopsia. Según decían los judíos, para darle vida a un Gólem había que introducirle en la boca un papel con el nombre de Yahvé o, en su defecto, escribir sobre su frente la palabra Emet, «verdad» en hebreo. Cuando lo que se quería era destruir a la criatura, entonces bastaba con borrar la letra E, pues la palabra Met significaba «muerte». Lo cierto era que Leon no frecuentaba los prostíbulos de Shanghai, al menos que yo supiera, así que acabé pensando que tal vez los japoneses estaban equivocados, y que detrás de su muerte estaba su propia gente, la comunidad judía de Shanghai, cansada de aquel Gólem del que todo el mundo decía que «no ladraba pero mordía». Por último, recordé una frase que Leon solía repetir a menudo: «La vida es una larga enfermedad que se cura con la muerte».

De nuevo en la calle, me golpeó la nariz el olor a putrefacción procedente del Soochow Creek —al que todo el mundo llamaba el «río smelly»—, el canal que tradicionalmente había servido de frontera del distrito japonés, dentro de la Concesión Internacional.

—Suba al coche. Le llevaré de regreso a su casa —me ofreció el agente del Kempei Tai.

—Iré caminando —me desmarqué.

—Ya ha anochecido, y este barrio es peligroso. Los ladrones son muy hábiles empleando varas de bambú con las que zancadillean a sus víctimas. Una vez en el suelo…

El suboficial simuló un tajo en la garganta.

—Sé cuidar de mí mismo.

Respondió a mi rechazo encogiéndose de hombros. Luego dijo a modo de despedida:

—Shanghai es tan glamurosa y cosmopolita que todo el mundo olvida mencionar un detalle cuando habla de la ciudad: huele a cloaca.

Y se tapó la nariz con la mano.

Esta vez fui yo quien se encogió de hombros.

Nada más comencé a caminar por entre la maraña de callejones solitarios que desembocaban en las pestilentes aguas del Soochow Creek, recordé un proverbio chino: «Una gran ciudad es un gran desierto».

Me dirigí al Cathay Hotel para tomar un Cover y de camino pensar qué iba a decirle a Norah Blumenthal cuando fuera al gueto a comunicarle la muerte de Leon. Siempre que me situaba debajo de aquella imponente mole de granito rematada por una cubierta piramidal de color verde (ahora coronada por la Hinomanu, la bandera del Sol Naciente), tenía la impresión de encontrarme en Chicago y no en Shanghai. Aunque el artífice de aquel edificio probablemente jamás había pisado Chicago. Se trataba, cómo no, de Victor Sassoon, un camel driver, nombre con el que eran conocidos los judíos de origen iraquí y pasaporte británico entre los anglosajones. Aunque Victor Sassoon, además de pertenecer a una de las familias más prominentes de Shanghai y de ser uno de los mayores filántropos de la ciudad ayudando a los judíos, había amasado una gran fortuna traficando con opio y armas.

Otro tanto ocurría con la cincuentena de rascacielos que habían sido levantados en el Bund, en línea con el malecón. En apenas un kilómetro y medio, se podían admirar diecisiete estilos arquitectónicos diferentes, desde el gótico al ecléctico, desde el Art Déco al neoclásico, desde el mármol al ladrillo bituminoso, inmuebles que daban solar a bancos, hoteles, oficinas, compañías marítimas y la aduana, cuya torre albergaba el reloj más famoso de Shanghai, un remedo del Big Ben de Londres, llamado «el Gordo Chin». Edificios de orgullosas fachadas que, además de un ejemplo de extravagancia, parecían el gigantesco decorado de un teatro de Broadway. No hacía mucho, muy cerca de allí, los europeos embarcaban para tomar parte en las Shooting Parties, fiestas en las que se bebía y cazaba al mismo tiempo que se navegaba hasta la desembocadura de Woosung, donde el Wangpoo confluía con el Yangtsé, en una clara muestra de decadencia. Ahora las embarcaciones de recreo habían sido sustituidas por los barcos de guerra de la marina imperial japonesa. Una cañonera, con los postigos permanentemente abiertos, miraba amenazadoramente a la ciudad. Y decenas de luces bailaban trémulas sobre las aguas del Wangpoo. Eran los farolillos que colgaban de los toldos de los sampanes. Un millar de embarcaciones que, acostadas sobre los muelles, conformaban un poblado flotante, la verdadera ciudad sobre el mar.

En la orilla opuesta, en Pudong, se levantaban almacenes, depósitos de combustibles y la fábrica de tabaco anglo-americana, donde habían sido confinados un millar de prisioneros de las potencias aliadas. Los demás habían sido repartidos entre el Lungwha Civilian Assembly Center, el Great Western Road Center y el Columbia Country Club.

De pronto, el pálido reflejo de la luna alcanzó un pequeño núcleo de casas de bambú que bordeaban un arrozal. Una visión aparentemente irreal que contrastaba con el ambiente de guerra y con la propia existencia de una metrópoli como Shanghai, la quinta urbe del mundo por número de habitantes, convertida ahora en un gigantesco campo de internamiento.

Pero incluso aquellos arrozales que resplandecían bajo la pálida luz de la luna, escondían trincheras y centenares de cadáveres de soldados chinos, que el lodo había sepultado tras perder la vida luchando contra los japoneses. Algo que tuvo lugar en 1937, durante la segunda guerra chino-japonesa.

Muchos de los combates librados fueron contemplados por los europeos desde los belvederes del Bund, como si se tratara de una de las películas que proyectaban en el cine Edén. Lo hacían con cócteles en las manos, mientras valoraban en qué cambiarían sus negocios en el supuesto de que los japoneses llegaran a dominar tres cuartas partes de la ciudad. A ninguno se le ocurrió pensar que su trozo del pastel también estaba en juego en aquellos días, por mucho que los japoneses procuraran que las bombas que arrojaban sus aviones —los chinos de condición humilde las llamaban «huevos de avión»— o los disparos de mortero no alcanzaran a las Concesiones Internacionales. De hecho, el Hotel Shanghai, cuyas dieciocho plantas estaban coronadas por una célebre terraza jardín que frecuentaba el beau monde europeo, recibió un impacto que acabó con la vida de nueve personas.

En cierta forma, la arrogancia de los occidentales había crecido desmesuradamente en los últimos cien años, tanto que ya no consideraban que Shanghai formara par te de China, de ahí que no les importara lo que pudiera ocurrirle a los chinos. Bueno, les importaba únicamente para llenar las portadas de los periódicos locales y las tertulias de los clubes y hoteles donde los asiáticos tenían prohibida la entrada.

Pero ni siquiera la indiferencia mostrada por los blancos evitó una avalancha humana que buscó refugio en las Concesiones Internacionales, y que huía del tableteo de las ametralladoras y de las bombas.

Por tanto, nadie pidió explicaciones a los japoneses por las matanzas y violaciones de civiles chinos.

Cuando las autoridades locales comprobaron que la ocupación militar nipona tenía vocación de ser permanente, comprendieron que ya nada sería como antes, que la ciudad había cambiado de amo, y que en las competencias de un criado no está pedir cuentas a quien le manda. Algo que se puso de manifiesto cuando comenzaron a aparecer cadáveres de hombres de raza caucásica en las cunetas de los caminos. De modo que los chinos terminaron por convertirse en sirvientes de los japoneses, y los occidentales en sus rehenes, prisioneros dentro de ese paraíso artificial que eran las Concesiones Internacionales. Como se decía entonces, la vida en una concesión era más adictiva e irreal que los efectos que causaba el opio.

Y a esa jaula de oro era a la que habíamos llegado Norah, Leon y yo a mediados de 1939.

Al empujar las puertas giratorias del Cathay Hotel, me di de bruces con el coronel Yukio Fukuda, la máxima autoridad del Kempei Tai en lo concerniente al orden público y al contraespionaje. Parecía un muñeco de cera en medio de un decorado de grecas de mármol italiano, gruesas molduras de madera, lámparas de alabastro y mullidas alfombras azul cobalto. Hombre hierático y de gran corpulencia para ser japonés, tenía una mirada tan afilada y penetrante como el acero de su catana, que manejaba con mano diestra y segura. Al menos, eso aseguraba su leyenda, según la cual había tomado parte en el genocidio de Nanjing llevando a cabo un centenar de decapitaciones sin que le temblara el pulso. Incluso su fotografía había aparecido en el periódico Nichinichi Shimbun junto al de los subtenientes Mukai y Noda, en cuyo pie se daba cuenta del número de ejecuciones con sable llevadas a cabo por cada uno de ellos. Fukuda, 107. Mukai, 106. Noda, 105. Se rumoreaba que para conseguir la pericia necesaria, Fukuda troceaba una treintena de cañas de bambú todos los días antes del desayuno, pues, al parecer, era lo más similar a cortar carne humana. Claro que sus hazañas criminales no podían compararse con las del teniente Gunkichi Tanaka, a quien se le atribuían trescientas ejecuciones, ya fuera empleando la catana o la bayoneta. Los japoneses habían masacrado a decenas de miles de chinos en Nanjing, violando y asesinando a las mujeres y colgando de la lengua o decapitando a los hombres. Algunos prisioneros habían sido obligados a mantener relaciones sexuales con cadáveres decapitados, antes de correr la misma suerte, e incluso se decía que los soldados japoneses mataban el aburrimiento ensartando bebés chinos en las bayonetas de sus fusiles.

Pensé en lo que sentiría un hombre al decapitar a un semejante, y traté de multiplicar ese sentimiento por cien. Me estremecí.

—Shanghai: París de Oriente y puta de Asia —dijo Fukuda a modo de saludo, pero como si estuviera recitando el famoso monólogo del Hamlet de Shakespeare—. ¿Ha visto ya el cadáver del judío errante?

Gracias a Dios, los japoneses detestaban el contacto físico tanto o más que los «shanghailanders», los antiguos colonos europeos que hacían gala de una jactancia que estaba fundamentada en una supuesta superioridad racial y cultural con respecto de los chinos, así que me libré de tener que estrecharle la mano.

La cara de sorpresa que puse le obligó a matizar su comentario.

—El oficial Ghoya me ha asegurado que Herr Blumenthal no tenía autorización para salir del «área determinada». Y si un judío sin patria vaga de noche por mi ciudad sin un salvoconducto, se convierte en un judío errante.

El oficial Ghoya era el encargado de expedir los pases especiales para poder entrar o salir del gueto. Un tipo menudo que usaba lentes con montura metálica y tenía fama de ser un funcionario tan concienzudo como arbitrario, hasta el punto de haberse autoproclamado «Rey de los judíos». En realidad, no era más que un ángel de la muerte. Su forma de relajarse era un tanto peculiar. De vez en cuando abandonaba sus oficinas de la Ward Road y se daba un paseo por el gueto cargado con un violín. Entonces reclamaba la atención de todos los presentes y se ponía a tocar el instrumento cual músico ambulante. Si notaba poco interés por parte de algún judío «apátrida», le propinaba una soberana paliza con sus propias manos. De esa forma, entre la música de violín y los golpes, lograba atemperar los nervios. Aunque en una ocasión se le fue la mano y mató a golpes a un culi chino por haber sonreído mientras ejecutaba una pieza en plena calle.

Pensé cuánta razón tenían los norteamericanos cuando aseguraban que los japoneses lo hacían todo al revés que ellos, aunque, en realidad, los nipones lo hacían todo al revés que todo el mundo. Y eso también atañía al sentido del humor.

—¿Y cómo lograba superar los numerosos controles que hay por toda la ciudad? —me interesé.

—Al parecer, Herr Blumenthal poseía un pasaporte ruso. Falso, naturalmente.

—De modo que se hacía pasar por ruso, puesto que los judíos rusos tienen libertad de movimiento al tener patria —dije irónicamente, aludiendo al peculiar sistema que las autoridades militares japonesas habían establecido con respecto a la comunidad judía de Shanghai.

—Más o menos.

—¿Se sabe algo de la muchacha? —pregunté a continuación.

—No, de la puta no sabemos nada.

Y sin dejarme tiempo para reaccionar, añadió:

—Me disponía a tomar una copa en el bar. Sería para mí un placer que me acompañara.

En el viejo Jazz Room del Cathay había dejado de sonar la música, de modo que ahora no era más que un triste bar decorado al estilo inglés poblado de una clientela mayoritariamente nipona. Pero aún así, era el lugar idóneo para tomar una copa en Shanghai sin demasiado alboroto.

Me concedí un par de segundos para encontrar una excusa, pero no la hallé. Además, necesitaba ese Cover de verdad, así que no me quedó más remedio que aceptar.

—¿Investigarán el crimen? —me interesé. Aunque conocía la respuesta de antemano.

—Lamentándolo mucho, no. Hemos tomado la decisión de no exterminar a los judíos, pero también de no ayudarlos. Somos aliados de Alemania, y ya conoce usted el «conflicto» que los nazis mantienen con los judíos.

—Cuando una de las partes está armada hasta los dientes y la otra está completamente indefensa, no creo que pueda hablarse de conflicto —observé.

—En este caso, el problema no es semántico. Los alemanes podrían enfadarse con nosotros si investigáramos la muerte de un judío. Herr Blumenthal tenía que haber medido las consecuencias de sus actos antes de dar un paso en falso. Abandonar el «área determinada para apátridas» sin autorización no ha sido una buena idea. Sintiéndolo mucho no podremos hacer nada por esclarecer su muerte. Estamos atados de pies y manos.

—Atados de pies y manos… —repetí la última frase del coronel Fukuda.

Atados de pies y manos, así era como habían sido decapitados millares de chinos en Nanjing.

—Permítame recordarle que si los judíos le deben gratitud a alguien, es al pueblo japonés —prosiguió Fukuda—. Poca gente lo sabe, pero a mediados de la década pasada tuvimos un plan que se llamó «Fugu», cuya finalidad era precisamente dar cobijo a los judíos que eran rechazados en la Europa ocupada por los nazis en las áreas del continente que estaban bajo nuestro dominio, es decir, el Estado de Manchukuo y la zona de Shanghai principalmente. Fugu es el nombre de un pez altamente venenoso —creo que ustedes lo conocen como pez globo— que, a su vez, resulta un manjar para el paladar. Si el plan para rescatar a los judíos de Europa recibió el nombre de ese pez fue precisamente porque, por un lado, considerábamos que ayudar a los judíos podía reportarnos beneficios, relanzar la industria y las infraestructuras en las zonas mencionadas, pero también conllevaba el riesgo de que los nazis se lo tomaran como una afrenta.

—Es decir, ayudar a los judíos era lo mismo que degustar un manjar envenenado volví a ironizar.

—Más o menos. Comprenda que un particular puede permitirse correr el riesgo de comer fugu, pero no así un país entero.

—De modo que decidieron cambiar de menú.

—En efecto. El Japón prefirió no comer fugu y así evitar el riesgo de un envenenamiento de terribles consecuencias. Nadie desea tener a Hitler como enemigo.

—Estoy convencido de que el Führer es mucho menos indigesto que uno de esos peces globo.

Fukuda me dedicó un rictus que podía interpretarse como una sonrisa, todo un alarde de expresividad para un hombre de su posición.

—¿Qué harán con el cadáver de Blumenthal? —pregunté a continuación.

—Lo arrojaremos al río, por supuesto —me respondió.

A diario, los cadáveres de los chinos más pobres eran arrojados desde el malecón del distrito de Nanshi a las aguas del río Wangpoo, para que fueran arrastrados hasta el mar a través de la desembocadura del Yangtsé. Pero a veces las caprichosas corrientes hacían que los cuerpos permanecieran flotando en el mismo lugar durante días, sirviendo de alimento para los peces y de distracción entre los más pequeños. Los japoneses habían aprovechado aquella costumbre local para deshacerse de los llamados «cadáveres incómodos», en su mayoría espías y disidentes que eran ejecutados sumariamente, casi siempre sin juicio. Eso sí, los despojos no eran lanzados dentro de ataúdes o envueltos en guirnaldas de flores, tal y como hacían los chinos. Como le gustaba decir al propietario de la Wah Vang Butchery Co., el carnicero más famoso de la Concesión Francesa: «Si comes pescado de río en Shanghai, te comes a un abuelo chino».

—Existen varios cementerios judíos en Shanghai —le recordé, pensando en darle un entierro digno a Leon.

—Arrojaremos su cuerpo al río. No hay más que hablar. Así evitaremos que otros judíos sigan el ejemplo de Herr Blumenthal —se enrocó Fukuda.

Apostado en la barra del bar estaba Gianni Molmenti, el corresponsal de la agencia de noticias italiana Stefani. Desde que los japoneses habían expulsado a los corresponsales de las agencias Reuters y Associated Press y cerrado la oficina de American Express, Molmenti se había convertido en uno de los cinco periodistas más importantes de Shanghai, junto a los corresponsales de la German D.N.B. Press Agency, la German Transoceanic, la agencia soviética de noticias TASS y la Domei Tsushi de Japón. Hombre grueso y de una simpatía desbordante, Molmenti ocultaba su homosexualidad dejándose ver en público acompañado de una «mujer de consuelo», con la que no se acostaba. Los amigos le llamaban cariñosamente «Stefani», y sus enemigos «la gorda Stefani». En cuanto a sus cualidades como periodista, era de los que sabía esperar una noticia. Nunca se precipitaba. Sobre su proverbial paciencia, le gustaba contar una anécdota que tenía más de realidad que de leyenda, aunque parecía lo contrario. «Soy un hombre dotado genéticamente para ser paciente», aseguraba, «como lo demuestra el hecho de que mi padre fuera uno de los pasajeros que viajó en el tren que llegó a su destino, Turín, con cuatrocientas horas de retraso. Y no protestó. Yo, como él, he aprendido a esperar». Al parecer, la historia del tren que había llegado con cuatrocientas horas de retraso a su destino era auténtica, y había marcado un antes y un después en la historia ferroviaria italiana.

Molmenti había sido la primera persona en hacerme una advertencia cuando me instalé en Shanghai. Un aviso que, según él, había recibido a su vez de Julio de Larracoechea, el antiguo vicecónsul de España en Shanghai:

—Si entras en un local y huele muy mal, se trata de un restaurante; por el contrario, si entras en un establecimiento que huele a gloria, se trata de una tienda de ataúdes. Los fabrican con maderas aromáticas —me dijo.

Claro que también era digna de mención la visión pesimista que tenía de la ciudad:

—El aspecto exterior de Shanghai es el de una persona sana y feliz, pero en cuyo organismo trabaja el terrible bacilo de la enfermedad que la destruirá, contagiando a quienes la rodean.

Molmenti me hizo un gesto de saludo que llevaba implícita la pregunta de qué diablos hacía yo en el bar del Hotel Cathay en compañía del coronel Fukuda, y a continuación fingió que se desvivía por la Shanghai girl que le acompañaba.

—Tendré que darle la noticia a la viuda de Blumenthal. Necesitaré un pase especial para entrar en el «área determinada para apátridas» —solicité.

Fukuda asintió al tiempo que humedecía los labios con el líquido de su copa. Una mueca que me recordó la forma de beber de las «mujeres confort», que fingían probar las bebidas para no emborracharse más de la cuenta.

—Le diré al señor Ghoya que le prepare ese pase —se pronunció.

Luego entró Yoshio Kodama en el Jazz Room, el auténtico amo de Shanghai, por encima incluso del Emperador Hirohito. Hombre de convicciones ultra nacionalistas, era un yakuza miembro de la Sociedad del Océano Negro, nombre que designaba el mar que supuestamente habría de unir Japón con Corea y China en un mismo destino. Kodama se había destacado por organizar una eficaz red de espionaje en Manchukuo, el estado títere que los japoneses habían fundado en Manchuria, desde el cual habían comenzado la invasión de la China continental. Ahora, con apenas treinta y tres años, era el máximo responsable del Kodama Kikan, una organización auspiciada por el gobierno de Tokio cuya finalidad era la de recolectar materias primas como el níquel, el platino, el oro o el wolframio, que pudieran servir para financiar al ejército nipón, y cuyas ramificaciones controlaban también el tráfico de armas y el contrabando de opio. Fukuda saltó de su asiento como el perro que reconoce a su amo. Inclinó la cabeza ceremoniosamente para excusarse, y se arrojó a los pies de Kodama doblando el espinazo como sólo sabe hacerlo un japonés conocedor de la jerarquía.

Me pregunté si Yoshio Kodama estaría al tanto de la muerte de Leon Blumenthal, quien le había vendido algunas de las antigüedades que decoraban su lujosa mansión de la Bubbling Well Road, casi tan grande como el cercano Country Club que ahora servía de centro de internamiento.

A continuación, me levanté de la mesa y me dirigí a la barra.

—Este bar estaba mucho más animado cuando los camareros eran indostaníes y la música de las bandas de jazz sonaba a todas horas —se dirigió a mí Molmenti.

Los rumores le atribuían a Molmenti un affaire amoroso con uno de los camareros hindúes del Cathay. Un sij que iba siempre tocado con un turbante de color azul índigo que había cambiado la hostelería por la fotografía, gracias precisamente a que el periodista italiano le había regalado una cámara Kodak. Ahora el sij permanecía «internado» en la fábrica de tabacos anglo-norteamericana.

—Estoy de acuerdo con usted. Ver a un camarero japonés preparar un cóctel es como presenciar en directo una operación de apendicitis sin anestesia —dije.

—Hay que reconocer que son buenos intimidando a los borrachos y cortando limones de un tajo, ya me entiende, quien dice un cítrico habla de una cabeza humana, pero preparando un Manhattan son tan patosos como yo bailando swing. ¿Tiene alguna noticia que pueda servirme de provecho?

—Ninguna que pueda interesarle a Mussolini. Leon Blumenthal ha sido asesinado —le respondí.

—¿Quién es Leon Blumenthal? —me preguntó frunciendo el ceño—. Hay tantos judíos en esta ciudad…

Y tras propinarle una palmadita en el trasero a la muchacha, añadió:

—Ya puedes marcharte, cariño. Iré a buscarte mañana al sitio de costumbre, ¿conforme?

La joven exhaló un suspiro de alivio, y huyó rauda como la liebre que, en un descuido, logra zafarse de las garras del ave de rapiña de la que era presa.

—Blumenthal, el judío que vivía en mi casa, en la Concesión Francesa, casado con una joven llamada Norah —le aclaré.

—Hum… ¿Se refiere al que se dedica a las antigüedades?

—El mismo.

—En una ocasión le compré uno de esos muebles de estilo Art Déco. Me costó lo suyo conseguir que me hiciera un buen precio… Supongo que no debería sorprender me la muerte de un judío en los tiempos que corren. ¿Qué le ha ocurrido?

—Le han rajado el esternón y le han arrancado el sexo de un tajo —expuse sin ambages.

—¿Tal vez una clienta descontenta? —me interrogó frunciendo el ceño.

Y tras realizar un gesto procaz con la mano, añadió:

—Eso tiene que haberle dolido. Será mejor que tomemos un Cover, ¿no le parece?

—Yo invito —me ofrecí.

El dinero que emitía el Banco Central de la Reserva de la República China con capital en Nanjing, un estado tutelado por los japoneses que presidía Wang Chingwei, sólo servía en las áreas chinas ocupadas, y eso limitaba su valor al tiempo que durara la guerra. Incluso en el supuesto de que las potencias del Pacto Tripartito lograran la victoria, aquel dinero tenía fecha de caducidad, de modo que lo mejor era gastarlo.

Al depositar un billete de veinte yuanes encima de la barra, vi que su anterior propietario había escrito las iniciales «USAC» en uno de sus bordes.

US Army Coming El ejército norteamericano está viniendo —tradujo Molmenti—. ¿De dónde diablos ha sacado ese billete? Será mejor que pague yo.

—Supongo que me lo habrá dado uno de mis pacientes chinos. Sin ir más lejos, el otro día uno quiso pagarme con un billete impreso en las zonas liberadas por los comunistas, cuyo lema era: «Únete a la resistencia contra Japón». ¿Se lo imagina?

—¿Denunció a ese hijo de perra?

Cada hombre tenía un rol en la vida, y a Molmenti el papel de hombre duro defensor de los valores del fascismo le sentaba tan mal como los pantalones que llevaba puestos, y que mantenía sujetos un palmo por encima de la cintura gracias a unos tirantes de aspecto cómico.

—No. Simplemente, no le cobré.

—¿No le cobró? ¿Dejó que se marchara sin más?

—No estoy en contra de esas proclamas de los billetes —reconocí.

—¿Se ha vuelto completamente loco? Si Fukuda o Kodama le oyen hablar en esos términos, puede darse por muerto. Nos matarán a los dos.

—Todo el mundo sabe que Yoshio Kodama no es más que un contrabandista envuelto en la bandera del nacionalismo nipón. El problema es que por el hecho de tener dinero se cree también inteligente, y eso es lo que le convierte en una persona extremadamente peligrosa —observé.

Molmenti respondió a mis palabras propinándole un furibundo manotazo al papel moneda, que fue a parar a su bolsillo.

—Desde luego no estoy dispuesto a jugarme el pellejo por un sucio billete —se desmarcó.

—Si reacciona así por un billete pintarrajeado, no quiero pensar cuál será su comportamiento el día que tenga que cubrir una noticia en el frente —le hice ver.

—Las noticias importantes se producen en lugares como éste. En el frente sólo hay cadáveres —me replicó.

—No le reprocho que no quiera arriesgar la vida. Yo tampoco lo haría —dije tratando de contemporizar.

—¿Acaso cree que permanezco anclado en la barra de este bar por una cuestión de cobardía? Le pondré un ejemplo. Imagine un banco. En la primera planta está situada la caja, a cuyo cargo se encuentra un cajero. En la segunda trabajan cincuenta contables, y en la tercera el personal de administración. Por último, en la cuarta planta encontramos una gran sala donde se reúnen los miembros del consejo de administración de la entidad. ¿De acuerdo? Pues bien, una mañana cualquiera un atracador entra en el banco, le descerraja un tiro al cajero y se lleva el dinero que hay en ventanilla, lo que provoca la reunión urgente del consejo de administración, que decide tomar medidas que afectan al funcionamiento del banco en el futuro inmediato. La pregunta es: ¿Dónde está la noticia, en la primera planta, junto al cadáver del cajero, o en la cuarta, en la sala de juntas?

—¿Qué es el robo de un banco en comparación con fundar uno? —respondí a su pregunta con una cita de Bertold Brecht.

—Está claro que esta noche le ha dado por sacar a relucir su repertorio de frases comunistas. Creo que la muerte de ese judío le ha afectado más de la cuenta. ¿O tal vez los cócteles son los culpables? Ahora haga el favor de centrarse en responder a mi pregunta. ¿Dónde está la noticia, en la primera planta o en la cuarta?

—Supongo que en ambas —respondí.

—¿Y cuál de las dos noticias es más importante?

—¿Las dos por igual? —sugerí.

—En efecto. Las dos noticias son importantes. Pues lo mismo sucede en una guerra. Hay dos frentes: el campo de batalla propiamente dicho por un lado; y la guerra que se libra en los despachos por otro. ¿Sabe dónde aprendí lo que le estoy contando?

—¿Dónde?

—Naturalmente, en el campo de batalla. La primera noticia importante que cubrí en China fue la batalla de Pingsingkuan, en septiembre de 1937.

En Pingsingkuan se había producido la derrota del ejército japonés a manos del Ejército Rojo. Aunque apenas tres meses más tarde los japoneses se habían tomado cumplida venganza en Nanjing.

—¿De verdad estuvo en Pingsingkuan? —le pregunté incrédulo.

—Todavía recuerdo la primera noticia que cablegrafié —continuó su relato—. Se trataba de la declaración de Lin Piao, uno de los generales comunistas del VIII ejército chino. Me dijo: «Toda la vida había soñado con combatir a los japoneses y no sabía cómo hacerlo. ¡Pero ahora han venido a mí…!» No gané el Pulitzer, pero me sirvió para foguearme y granjearme una reputación. Luego cubrí la toma de Shanghai por parte del ejército nipón. En el transcurso del llamado «sábado sangriento» fue cuando descubrí que en una guerra las grandes decisiones se toman a muchos kilómetros del frente.

Afortunadamente, ni Norah, ni Leon ni yo habíamos vivido en primera persona aquellos funestos acontecimientos, aunque habíamos oído hablar de ellos en infinidad de ocasiones. El «sábado sangriento» había quedado marcado en la faz de Shanghai como una cicatriz. Miles de personas habían muerto aquel infausto día víctimas de las bombas y de los disturbios, como consecuencia de la guerra abierta que se desató entre japoneses y chinos tras lo sucedido en el puente de Marco Polo de Pekín. Los ataques, no obstante, resultaron tan confusos que los propios chinos, cegados por las gigantescas columnas de humo que habían provocado las bombas niponas caídas sobre algunos barrios de la ciudad, equivocaron su objetivo y acabaron atacando las Concesiones Internacionales que les servían de refugio.

De nuevo en la calle, crucé el Bund para respirar un poco de aire fresco. Estaba ligeramente borracho y sentía un inmenso vacío en el estómago, como si en algún momento de la noche alguien me hubiera robado los intestinos. Las aguas del Wangpoo parecían un espejo de obsidiana, donde la luna rielaba como uno de los cañones de luz del ballroom del Hotel Majestic. La embriaguez me llevó a imaginar a Norah bailando un swing dentro de aquel haz. Luego boqueé como un pez. Un anzuelo me hubiera hecho menos daño que aquella brisa caliente con sabor a sopa de nido de golondrinas. Uno de los botes que permanecían atracados en uno de los pantalanes me miró con los ojos que tenía pintados en la proa. Una mirada que el tenue bamboleo de las aguas convertía en hipnótica. Una náusea me subió desde el estómago hasta la garganta, así que instintivamente giré la cabeza y busqué con la vista un punto inmóvil en el suelo. En el pavimento había restos de carbón, de cuando los estibadores chinos cargaban sobre sus espaldas sacos de mineral que depositaban junto a las calderas de los vapores. Por último, vomité. En ese momento «el Gordo Chin» comenzó a emitir su ronco sonido parecido al gong de un cuadrilátero. Lo hizo diez veces. Ingenuamente, traté de calcular la hora que sería en Londres.

De regreso a la Concesión Francesa me dirigí al Didi’s Café, donde Nube Perfumada me estaba esperando. No le gustaba quedarse sola en casa de noche, así que se sentaba en una mesa del Didi’s Café, bajo la vigilancia de Stein y Friedman, un par de judíos rusos que habían llegado a Shanghai procedentes de la ciudad de Harbin. De entre las decenas de miles de rusos de Shanghai, Stein y Friedman formaban una singular pareja que conjugaba la afabilidad en el trato, la inteligencia y la fuerza física. Stein, además, era un chef de primera, y en las mesas de su restaurante servía borsch, zakouskis y el más delicioso pato a la Checov de Shanghai. Aunque no todos los días se enfrentaba a los fogones, pues como le gustaba decir: «Mi único amor es la cocina, y aunque por regla general somos una pareja bien avenida, a veces también discutimos». Después de huir de San Petersburgo, ambos habían atravesado Siberia, las estepas de Mongolia y las montañas de Manchuria. Tras establecerse en la ciudad de Harbin (conocida como el Moscú de Oriente) durante unos años, habían decidido trasladarse a Shanghai, cuyo clima era mucho más benigno, en un viaje que les había llevado casi una década.

Como a los residentes de nacionalidad francesa se les suponía fieles al gobierno colaboracionista de «Vichy», tenían libertad de movimiento. Aunque la realidad era bien distinta. La mayoría de ellos eran «Gaullistas» contrarios al gobierno pronazi de Petain, así que se reunían en el Didi’s Café para conspirar. Una clase de maquinación que consistía en mezclar bebidas alcohólicas y exabruptos a partes iguales. También disponían de una pintoresca contraseña para disolver las reuniones en caso de que Stein o Friedman identificaran a una persona sospechosa entre la clientela: «Agua de Vichy». Stein y Friedman, además de estar pendientes de localizar posibles «manantiales de agua de Vichy» en su local, se dedicaban también a la venta de joyas de las nobles rusas venidas a menos. En ocasiones, utilizaban a Nube Perfumada como modelo. Le hacían ponerse un anillo, una pulsera o una gargantilla, con la finalidad de que los posibles compradores admiraran la calidad de las piezas sobre una modelo de carne y hueso. Nube Perfumada les adoraba porque ver su mano enjoyada le hacía sentir como una auténtica princesa de cuento.

Huérfana de madre desde su nacimiento, su padre y su hermano eran miembros del Partido Comunista Chino, cuyo primer congreso nacional se había celebrado a escasos metros del Didi’s Café, en el número 106 de la Avenue Wangzhi. En cierta manera, la guerra civil que había provocado el enfrentamiento entre los nacionalistas chinos del Kuomitang, con Chiang Kai-shek a la cabeza, y los comunistas liderados por Mao Tse-tung, había favorecido la ocupación japonesa. Ahora, tras años de enfrentamiento, tanto nacionalistas como comunistas habían formado un frente común para luchar contra los invasores. Los nacionalistas habían establecido la capital provisional en Chongqing, en la provincia de Sichuan, mientras que los comunistas habían establecido su cuartel general más al norte, en las montañas de Yenán. Dos remotos lugares que permitían a los japoneses maniobrar con total libertad en las ciudades más importantes del país: Pekín, Nanjing, Shanghai y Cantón; y controlar las principales vías de comunicación y los principales centros de producción industrial. El inmenso espacio que quedaba entre la China costera dominada por los japoneses y la China interior controlada por el gobierno nacionalista chino y por el Ejército Rojo, se había convertido en una tierra de nadie que, sin embargo, los comunistas estaban sembrando hábilmente a base de una acertada propaganda. Como le había oído decir a un destacado líder del Partido Comunista en la clandestinidad: «La ideología se parece mucho a la agricultura, y como el arroz o la soja, se ha de sembrar, cultivar y recolectar a su debido momento. Quien no obre así, malogrará su trabajo».

Nube Perfumada apenas entendía la diferencia entre chinos nacionalistas y comunistas, ni las razones de su enfrentamiento, y en aquel colosal embrollo que era la política china, el único personaje que le interesaba era precisamente Mei-Ling Soong, Madame Chiang Kai-shek, también conocida como «Madame Dragón», una china educada en los Estados Unidos, culta y refinada, a la que gustaba el modo de vida occidental tanto como los vestidos llamativos de vivos colores. Una dama astuta y sofisticada con la que Nube Perfumada se identificaba porque, según ella, representaba a la mujer liberada de las ataduras del hombre. No en vano, era la responsable de la aviación del Kuomitang, hasta el extremo de haber negociado directamente la compra de cincuenta aparatos con la empresa alemana Fokker.

Por más que yo intentaba explicarle que «Madame Dragón» era una de las líderes del Kuomitang, y que la tregua que los nacionalistas mantenían con los comunistas se volvería a romper en cuanto los japoneses fueran expulsados de China, la fascinación por el personaje era mayor que cualquier consideración de orden racional. En cierta forma, yo alentaba sus fantasías permitiéndole que se probara las pamelas y los vestidos de muselina del guardarropa de Norah Blumenthal. Después de todo, como le gustaba decir a Nube Perfumada, al airearlos se evitaba que se apolillaran. Incluso tenía mi permiso para perfumarse con la smellum-water (así se llamaba la colonia en inglés pidgin, la lengua que usaban la mayoría de chinos y europeos para comunicarse entre sí, una especie de idioma que mezclaba el inglés, el portugués, el hindú y el shanghaihua) de Norah, porque de esa forma tenía la sensación de que aún vivía en la casa.

—Si algún día soy rica tendré una bañera en mi casa, y la llenaré de Huile Esentielle de Ylang-Ylang.

El Ylang-Ylang era una planta originaria del archipiélago filipino y del sudeste asiático, de cuyas flores, de pétalos largos y retorcidos y color amarillo intenso, se destilaba un perfume fuerte y dulce que atraía a las mujeres como la miel a las abejas. Nube Perfumada pronunciaba el nombre de esta planta como si estuviera susurrando: ee-lang-ee-lang.

El hecho de que tanto su padre como su hermano llevaran tres años y medio sin dar señales de vida, tampoco ayudaba. De modo que, en cierta forma, ahora yo era la única familia que le quedaba en el mundo.

Antes de reunirme con ella, fui a hablar con Stein y Friedman.

—Leon Blumenthal ha sido asesinado fuera del «área determinada para apátridas». No tenía salvoconducto, aunque llevaba encima un pasaporte ruso —les comuniqué—. ¿Conocéis a alguien que esté vendiendo pasaportes rusos a los judíos del gueto?

Stein y Friedman intercambiaron sendas miradas de asombro. Acto seguido, Stein, un hombre tan blanco y corpulento como un oso polar, dijo:

—No. Pero si alguien está fabricando pasaportes falsos para vendérselos a los judíos del gueto averiguaremos de quién se trata.

—Tal vez Lerroux sepa algo —intervino Friedman—. Es el mejor falsificador de Shanghai.

Hablaban de un armenio con pasaporte francés y apellido falso que, entre otras actividades, se dedicaba al estraperlo y la falsificación. Aunque también ejercía el proxenetismo organizando raiskiapochii, es decir, orgías para gente importante. Después de que Emily Hanh hubiera abandonado Shanghai dejando sola a Norah, Lerroux había intentado reclutarla para una de sus fiestas libertinas mediante añagazas. Enterado Leon, me pidió que me encargara de resolver el asunto. Así que no me quedó más remedio que hacerle una visita.

—Ya no ejerce. Desde que se ha vuelto adicto al opio —apuntó Stein.

—Quien quiera que le haya vendido un pasaporte falso a un judío en los tiempos que corren es un estúpido. Y los opiómanos tienden a volverse estúpidos cuando pierden la cabeza —insistió Friedman.

—Dile a un oso que te fabrique un pasaporte cuando está hibernando y obtendrás la misma calidad en el documento que la que pueda ofrecerte Lerroux en la actualidad.

Un segundo después, Nube Perfumada se unió a nuestra conversación con el júbilo danzarín de una abeja que retorna a la seguridad de la colmena.

Regresamos a la Avenue Joffre caminando por entre los encantadores Longtangs de la Concesión Francesa. Una sucesión de callejones en los que abundaban las Shi Ku Men, un tipo de vivienda de dos plantas con entrada de piedra y muros de ladrillo bituminoso, al más puro estilo europeo.

A mitad de camino, Nube Perfumada me preguntó en inglés pidgin:

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado? Estaba preocupada.

—Leon Blumenthal ha muerto —respondí.

La cara de Nube Perfumada se nubló como el cielo de Shanghai en invierno.

—¿Murder?

Yes.

Y para que no se preocupara más de la cuenta, añadí:

—¿Quieres que vayamos mañana a bailar? Podemos ir al Mun Café, al Palais o al Royal Café. El que más te guste de los tres.

—Si voy contigo a bailar, me tomarán de nuevo por una singsong girley —me hizo ver—. Prefiero quedarme en casa probándome los vestidos de la señora Norah.

Luego comenzó a llorar desconsoladamente.

A veces, tenía la sensación de que Nube Perfumada era lo más parecido a una tortuga sin caparazón. Claro que tenía motivos de sobra para sentirse así, tras haber pasado medio año vendiendo su cuerpo en un sórdido prostíbulo del Bloddy Alley, y otros dos más en una «estación de consuelo», una casa de lenocinio exclusiva del ejército japonés. Según me confesó cuando la rescaté de las garras del ejército nipón, cada jornada era obligada a entregar su cuerpo a cuarenta hombres, soldados y suboficiales por la mañana, oficiales por la tarde y miembros del Kempei Tai por la noche. El poco tiempo que le quedaba libre, lo invertía en restañar las heridas de las palizas que, en muchas ocasiones, llevaban aparejadas las continuas violaciones, e introduciendo en su vagina borras de algodón impregnado en permanganato de potasio para prevenir las infecciones.

La «estaciones de consuelo» habían sido instauradas por los japoneses en 1932, durante la batalla de Shanghai de la primera guerra chino-japonesa. Las razones que habían esgrimido para justificar su creación eran varias: para elevar la moral de las tropas; para evitar las violaciones masivas en los territorios ocupados; para prevenir la propagación de la sífilis entre la tropa; y para impedir que soldados y oficiales se fueran de la lengua y acabaran desvelando secretos militares a sus compañeras de alcoba.

El problema era que la mayoría de las mujeres que trabajaban en estas «estaciones de consuelo» lo hacían en contra de su voluntad, como esclavas sexuales. Muchas de ellas habían sido raptadas en Corea y traídas a la fuerza a Shanghai, otras venían de Vietnam o del propio Japón. Incluso se rumoreaba que en las «estaciones de consuelo» que los militares nipones habían abierto en Indonesia, trabajan una treintena de holandesas que habían sido obligadas a prostituirse.

No obstante, en los últimos años, el alto mando militar japonés había diferido su papel de alcahuete a la iniciativa privada, casas de citas regentadas por madamas y proxenetas partidarios del mikado. Lugares sórdidos donde los soldados japoneses que estaban a punto de ser enviados al frente liberaban la tensión apaleando a las muchachas. El miedo a la muerte se convertía en deseo de matar. Una pretensión que no era más que el reflejo de una frustración. La inseguridad del macho que se torna violencia. El hombre que esconde su impotencia detrás de los golpes.

La experiencia vivida en una de estas «estaciones de consuelo», había terminado de forjar el carácter de Nube Perfumada, que había dejado de creer, o mejor dicho, de confiar en el amor. Ella misma aseguraba que su corazón se había vuelto tan frío, resistente y resbaladizo como las barandas de hierro colado del Pujiang Hotel. Aunque lo que había de verdad detrás de aquel velo de insensibilidad, era una persona que había sido vaciada como un plato de sopa, poco a poco, cucharada a cucharada.

El efecto de aquella cerrazón, en cualquier caso, fue que perdió las ganas de vivir. En consecuencia, el mundo se volvió un lugar carente de sentido. Lo peor era que al no comprender los principios y valores que regían ese mundo, se sentía culpable, como si ser esclava sexual fuera un castigo merecido.

Yo trataba de explicarle que el mundo que le había tocado vivir había sido alterado de forma antinatural, y que, una vez finalizara la guerra, la iniquidad desaparecería y las cosas volverían a ser como antes de que los japoneses invadieran China.

Desgraciadamente, para entonces la piel de Nube Perfumada se había vuelto coriácea, de forma que mis palabras rebotaban en ella como golpes inútiles que lo único que conseguían era acentuar su desconfianza.