Los árboles que flanqueaban el camino del bosque retenían los últimos residuos de niebla de primera hora de la mañana. A través de la bóveda formada por las ramas y hojas nuevas se filtraban haces de luz baja que moteaban el suelo con una luz catedralicia.
Una figura solitaria leía el periódico sentado en un banco de picnic hecho de madera de pino sin pulir. No se oía más que el correr de las páginas y el sordo tamborileo de un pájaro carpintero en los árboles de las proximidades.
El lector levantó distraídamente la vista al oír un agudo silbido procedente del sendero que seguía hacia la izquierda, donde se perdía de vista a la vuelta de un recodo. Al momento apareció un hombre. Por su aspecto parecía enojado, y a cada paso que daba examinaba el sotobosque. En una mano llevaba una correa de perro cuya cadena vacía oscilaba al compás de su enérgico paso.
—¡Jackson! ¡Ven aquí! ¡Jackson!
Alternaba las llamadas con los silbidos. Tras dirigirle una mirada indiferente, el lector volvió a sus titulares. Al llegar a su lado, el hombre de la correa se detuvo y le preguntó:
—¿Ha visto pasar un perro? Un labrador negro.
El lector levantó la vista, sorprendido de verse interpelado.
—No, me temo que no.
El hombre de la correa bufó con fastidio.
—Dichoso perro. Seguro que anda persiguiendo ardillas.
El lector sonrió educadamente y volvió a su periódico. El tipo de la correa se mordió el labio y lanzó una mirada hacia el sendero.
—Le estaría muy agradecido si me ayudara a encontrarlo —dijo—. Si lo ve, no deje que se vaya. Es muy amistoso, no muerde.
—Desde luego —respondió el otro sin entusiasmo alguno. Pero mientras el preocupado hombre de la correa seguía mirando a su alrededor, el lector bajó el periódico de mala gana y agregó—: Hace un rato he oído un ruido entre los arbustos. No he visto qué era, pero podría haber sido un perro.
—¿Dónde? —preguntó el tipo de la correa estirando el cuello.
—Ahí —dijo el lector, señalando vagamente en dirección al sotobosque.
El tipo de la correa miró en esa dirección. En su mano seguía colgando la cadena.
—¿Junto al sendero? No veo nada.
El lector suspiró resignado y cerró el periódico.
—Supongo que será más fácil si se lo muestro.
—Muy amable —dijo sonriendo el hombre del perro mientras penetraban entre los árboles—. No hace mucho que lo tengo. Está adiestrado, pero de vez en cuando le da por escaparse.
Se detuvo para silbar y gritar una vez más el nombre del perro. El lector observó con recelo la pesada cadena y luego miró hacia atrás en dirección al sendero. No había nadie a la vista.
De repente, el tipo de la correa dejó escapar un grito y echó a correr hasta dejarse caer de rodillas junto a unos matorrales. Detrás estaba el cuerpo de un labrador negro. La sangre apelmazaba la pelusa oscura del cráneo fracturado. El dueño tendió las manos hacia él, como si le diera miedo tocarlo.
—¿Jackson? Oh, mire cómo tiene la cabeza, ¿qué le ha pasado?
—Que le he partido el cráneo —dijo el lector, dando un paso al frente.
El tipo de la correa fue a levantarse, pero algo se le enrolló alrededor del cuello. La presión era implacable y logró ahogar sus gritos aun antes de que pudiera proferirlos. El hombre intentó ponerse en pie, pero le costaba mantener el equilibrio y ni los brazos ni las piernas le respondían. Cuando se acordó de la cadena del perro ya era tarde. El cerebro intentó transmitir las órdenes necesarias a los músculos, pero el mundo ya empezaba a oscurecerse. La mano se contrajo con un espasmo y, acto seguido, los dedos inertes dejaron caer la cadena.
En lo alto de la enramada, el pájaro carpintero agachó la cabeza para contemplar la escena que se desarrollaba a sus pies. Al ver que no corría peligro, siguió buscando comida.
El eco de su repiqueteo retumbaba por el bosque matinal.
Me desperté sintiéndome como no me había sentido en meses. Por una vez había dormido sin desvelarme y, a juzgar por el aspecto de la cama, sin moverme en toda la noche. Me desperecé y procedí a hacer mis ejercicios matinales. Por regla general me suponían un esfuerzo tremendo, pero ese día no me parecieron para tanto.
Después de ducharme encendí el televisor y mientras me vestía busqué un canal de informativos internacionales. Cambié los canales sin hacer caso de la avalancha de anuncios y de tertulias insulsas. Había dejado atrás la cadena de noticias local cuando reparé en lo que acababa de ver.
Volví atrás y el rostro vagamente barbado de Irving reapareció ante mí. Hablaba en tono de sinceridad estudiada con una entrevistadora dotada de la belleza postiza de los maniquís de escaparate.
«… como es natural. El término "asesino en serie" suele emplearse demasiado a la ligera. El verdadero asesino en serie, por oposición a la persona que simplemente asesina a varias víctimas, es un depredador puro y duro. Son los tigres de la sociedad moderna y, como ellos, se ocultan entre los matorrales. Cuando uno se las ha visto con tantos como yo, aprende a distinguirlos».
—Por el amor de Dios —gruñí.
Recordé que Irving había llegado tarde a la morgue el día anterior porque estaba grabando una entrevista, pero no había vuelto a pensar en ello. A medida que avanzaba el programa, mi mal humor iba en aumento.
Pero ¿es verdad que el TBI ha recurrido a usted para trazar un perfil criminal a raíz del descubrimiento de un cuerpo mutilado en una cabaña de alquiler en las Smoky Mountains? —preguntó la entre vistadora—. ¿Y que un segundo cuerpo ha sido exhumado en un cementerio de Knoxville en relación con el mismo caso?
Irving esbozó una sonrisa incómoda.
«Me temo que no estoy en condiciones de hacer declaraciones acerca de una investigación abierta».
La entrevistadora asintió con un gesto de comprensión; su cabello, lleno de laca, no se movió lo más mínimo.
«Pero dado que es usted un experto en trazar perfiles de asesinos en serie, podemos presumir que el TBI estará preocupado y tema tal vez que lo ocurrido no sea sino el principio de una espiral de muertes».
«Le repito que no puedo decir nada al respecto. Estoy seguro de que cada cual sacará sus propias conclusiones», agregó Irving con voz inocente.
La sonrisa de la entrevistadora dejó a la vista una hilera perfecta de dientes blancos entre los labios pintados de rojo sangre.
«¿Puede decirme al menos si dispone ya de un perfil del asesino?»
«Por favor, Stephanie, sabe que no puedo contestarle a eso —respondió Irving, con una risita educada—. Lo que sí puedo decir es que todos los asesinos en serie que he conocido (y créame, son unos cuantos) comparten un rasgo definitorio. Son personas vulgares y corrientes».
La entrevistadora inclinó la cabeza como si hubiera oído mal.
«Perdón, ¿ha dicho que los asesinos en serie son personas vulgares y corrientes?»
Su estupor era de una artificiosidad meridiana, como si supiera de antemano cuál iba a ser la respuesta.
«Correcto. Ellos, obviamente, no se ven así, al contrario. Pero en realidad son gente insignificante, casi por definición. Olvídese del psicópata glamuroso de las películas; en el mundo real se trata de personas inadaptadas y taciturnas para las cuales matar se convierte en una pulsión primaria. Son astutos y peligrosos, por supuesto, pero el rasgo que mejor los define es su capacidad para confundirse entre la multitud. Por eso resulta tan difícil detectarlos».
«Y sin duda eso hace que sea más difícil atraparlos». La sonrisa de Irving se ensanchó hasta adquirir rasgos casi voraces.
«Por eso mi trabajo es todo un desafío».
La entrevista concluyó y otra presentadora apareció en pantalla.
«Acabamos de escuchar al profesor Alex Irving, experto en behaviorismo y autor del superventas Egos fracturados, que conversó ayer con…»
Apagué el televisor.
—El suyo, desde luego, no tiene nada de fracturado —murmuré tirando el mando a distancia.
No había justificación alguna para aquella entrevista. No perseguía ningún objetivo, excepto darle la oportunidad de aparecer en televisión. Me pregunté si Gardner estaría al corriente. No sé por qué pero me daba en la nariz que no le haría mucha gracia enterarse de que Irving estaba sirviéndose de la investigación para promocionar su nuevo libro.
Con todo, ni siquiera la petulancia del psicólogo pudo echar a perder la emoción que sentí de camino a la morgue. Por una vez llegué antes que Tom, aunque por escaso margen. Acababa de cambiarme cuando llegó.
Fue un alivio comprobar que tenía mejor aspecto que la noche anterior. Puede que algo de comida y una cura nocturna de sueño no sean la panacea, pero casi nunca perjudican.
—Detecto cierta impaciencia —dijo al verme.
—Paul y yo encontramos algo anoche.
Le mostré los capullos y el insecto misterioso y le expliqué cómo habíamos dado con ellos.
—Esto se pone interesante por momentos —dijo estudiando el insecto—. Creo que tienes razón en que el cuerpo debió de descomponerse en la superficie antes de enterrarlo. En cuanto a esto… —añadió dando un golpecito al frasco que contenía el insecto muerto—. No tengo la menor idea de qué puede ser.
—Oh. —Yo había dado por hecho que Tom sería capaz de identificarlo.
—Lamento decepcionarte. Las moscas y los escarabajos son una cosa, pero nunca me había encontrado con algo así antes. De todos modos, se me ocurre alguien que puede ayudarnos. No conoces a Josh Talbot, ¿verdad?
—Creo que no. —Había conocido a varios colegas de Tom, pero aquel nombre no me sonaba.
—Es el entomólogo forense residente. Es una enciclopedia entomológica ambulante. Si alguien puede decirnos qué es esto, ése es Josh.
Mientras Tom iba llamar a Talbot yo me puse a enjuagar los restos de huesos del cuerpo exhumado que había dejado en detergente durante la noche. Apenas los hube puesto a secar bajo la campana de extracción, Tom colgó el teléfono.
—Estamos de suerte. Está a punto de salir para un congreso en Atlanta, pero ha dicho que antes nos hará una visita. No creo que tarde —dijo mientras me ayudaba a colocar los huesos bajo la campana de extracción—. Por cierto, ¿viste a nuestro amigo Irving anoche en televisión?
—Si te refieres a la entrevista, no, pero la he visto esta mañana.
—Qué suerte. Han debido de repetirlo —dijo Tom sonriendo y sacudiendo la cabeza—. El tipo está a todas, eso hay que admitirlo.
Apenas acababa de decir esto cuando oímos que alguien llamaba suavemente a la puerta.
Tom frunció el ceño.
—Todavía no puede ser Josh —dijo mientras iba a abrir. No era Josh, sino Kyle.
Sobreponiéndose a la sorpresa inicial, Tom se apartó para dejarlo pasar.
—No esperaba volver a verte tan pronto. ¿Por qué no te tomas unos días?
—Me lo han ofrecido —dijo Kyle forzando una sonrisa—, pero no me parece justo que los compañeros tengan que hacer horas por mí. Me encuentro bien. Además, creo que prefiero trabajar que quedarme sentado en casa.
—¿Qué tal esa mano? —pregunté.
Kyle la levantó para que la viéramos. El único signo de lo ocurrido era una tirita.
—No parece gran cosa, ¿verdad? —dijo Kyle mirándola como si no fuera suya.
Se hizo un silencio incómodo.
—Bueno y… —dijo Tom carraspeando—, ¿qué tal lo llevas?
—Oh, bastante bien, gracias. Pasará un tiempo antes de que me den los resultados, pero prefiero ver el lado bueno de todo este asunto. En el hospital me han dicho que si me interesa, existen tratamientos post exposición para el VIH y otras afecciones. Pero tal y como yo lo veo es posible que el cuerpo no estuviera infectado. Incluso si lo estuviera, sería posible que no me hubiera transmitido nada, ¿no?
—De todos modos deberías pensarlo —dijo Tom, y haciendo un gesto de impotencia añadió—: Escucha, lamento que…
—¡No diga eso! —La brusquedad de Kyle revelaba que estaba soportando una gran presión. Encogiéndose de hombros agregó—: Por favor, no se disculpe. Yo sólo estaba haciendo mi trabajo. Son cosas que pasan, ya lo sabe.
Hubo una pausa incómoda, que Kyle rompió.
—Bueno y… ¿dónde está Summer?
Se esforzó por que pareciera una pregunta de circunstancias, pero no resultó más convincente que la vez anterior. No era difícil adivinar cuál era el verdadero motivo de aquella visita.
—Me temo que Summer no va a seguir ayudándonos.
—Oh. —Su decepción era obvia—. ¿Y yo puedo ayudar?
—Te lo agradezco, pero nos las arreglaremos David y yo.
—De acuerdo —dijo Kyle asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Si necesita cualquier cosa, no deje de decírmelo.
—Lo haré. Cuídate —dijo Tom, aguantando la sonrisa hasta que la puerta se hubo cerrado—. Señor…
—Se encuentra bien —dije—. Estaba haciendo su trabajo. De nada sirve que te culpes. Y si mucho me apuras, tendría que haber sido yo quien hubiera debido estar ayudando a Summer, no él.
—No fue culpa tuya, David.
—Tampoco tuya. Además, aún no sabemos si la aguja estaba contaminada. Quizá no.
Era una suposición bastante peregrina, pero de nada habría servido que Tom siguiera torturándose.
—Tienes razón —dijo, algo más animado—. A lo hecho pecho. Ahora concentrémonos en atrapar a ese hijo de la gran puta.
Tom rara vez juraba, y el hecho de que no se diera cuenta de que acababa de hacerlo era señal inequívoca del estado de agitación en que se encontraba. Se fue hacia la puerta y, deteniéndose delante de ella, dijo:
—Casi me olvido. Mary me ha pedido que te pregunte si comes pescado.
—¿Pescado? —El súbito cambio de tema me desconcertó—. Sí, ¿por qué?
—Porque esta noche venías a cenar a casa —dijo enarcando las cejas con deleite al notar mi malestar—. Sam y Paul también vienen. No me digas que te habías olvidado.
Se me había ido completamente de la cabeza.
—No, claro que no.
Tom sonrió. Parecía recuperar su habitual buen humor.
—Dios nos libre. Ni que tuvieras otras cosas en la cabeza ¿verdad?
El cuerpo humano adulto se compone de doscientos seis huesos. El tamaño de éstos va del fémur a los minúsculos huesecillos del oído interno, el menor de los cuales no supera en tamaño a grano de arroz. Desde el punto de vista estructural, el esqueleto es un dechado de ingeniería biológica cuya complejidad y sofisticación no tiene nada que envidiar a ninguno de los ingenios creados por el hombre.
Ensamblarlo no es coser y cantar precisamente.
Desprovistos de todo resto de tejido en descomposición, los huesos desnudos del hombre sepultado en el féretro de Willis Dexter hablaban por sí solos. Su ascendencia africana resultaba innegable atendiendo a la estructura ósea, ligera y rectilínea, y las órbitas, algo más rectangulares. Quienquiera que fuera, era estatura de mediana, complexión fuerte y, a juzgar por el desgaste de las articulaciones, de unos cincuenta o sesenta años. Presentaba fracturas cerradas en el fémur derecho y el húmero izquierdo probablemente resultado de algún accidente en la infancia, y signos de artritis en las articulaciones de la rodilla y el tobillo. El daño era más perceptible en el lado izquierdo que en el derecho, lo cual indicaba que tendía a cargar el peso sobre ese lado al caminar. La cadera izquierda también estaba más erosionada, con muescas y desgaste en la cabeza y la cavidad. De no haber muerto, tendría que haberse sometido a una intervención de reimplante de cadera o a corto plazo se habría quedado tullido.
Claro que en su estado actual, daba lo mismo.
Como en el caso de Terry Loomis, el hioides estaba intacto. Por sí solo eso no era significativo, pero cuando saqué el cráneo de la cuba no pude reprimir una sonrisa macabra. Los dientes todavía estaban marrones y manchados, pero en la zona antes recubierta por las encías podía verse una línea de esmalte limpio.
La decoloración rosada era evidente.
Todavía estaba examinando el cráneo cuando Tom regresó acompañado de un tipo barrigón en la cincuentena. Su cabello pelirrojo empezaba a clarear y lo llevaba peinado de forma que le tapara tímidamente la coronilla enrojecida. En la mano llevaba un viejo maletín de piel abultado de libros.
—Josh, permíteme que te presente a David Hunter —dijo Tom mientras entraba—. David, te presento a Josh Talbot. Lo que él no sepa sobre bichos es que no vale la pena saberse.
—Sabe que detesto esa palabra —dijo Talbot en tono afable. Sus ojos, brillantes e impacientes, ya estaban rastreando la sala. Su mirada se detuvo por unos instantes en los huesos, pero enseguida la apartó. No era por eso que había venido.
—Y bien, ¿dónde está ese insecto misterioso?
Al ver el frasco de muestras se le iluminó el rostro. Se inclinó para realizar un primer examen visual.
—Bueno, bueno, ¡menuda sorpresa!
—¿Lo reconoces? —preguntó Tom.
—Oh, sí. Es todo un hallazgo. Sólo hay otro lugar en Tennessee donde se ha confirmado la existencia de esta especie de odonatos. Se dejan ver de vez en cuando, pero no todos los días uno se encuentra con una preciosidad como ésta.
—Me alegra oír eso —dijo Tom—. ¿Crees que podrías decirnos qué es?
Talbot sonrió.
—Los odonatos son las libélulas y los caballitos del diablo. Lo que tenemos aquí es una ninfa de libélula. Una libélula de pantano, una de las especies más grandes de Norteamérica. Es común en casi todos los estados del este, aunque no tanto en Tennessee. Un momento.
Se puso a revolver en el maletín y extrajo de él un grueso libro de texto con las páginas dobladas. Murmurando algo para sí, lo colocó sobre la mesa de trabajo y empezó a hojearlo.
Se detuvo y señaló una página.
—Aquí está. Epiaeschna heros, el halconero o libélula de pantano, como se la conoce a veces. Es un insecto migratorio, suele encontrarse junto a las vías de zonas boscosas y en las lagunas en verano y otoño, aunque en regiones cálidas el imago puede surgir en primavera.
La página incluía una fotografía de un insecto de gran tamaño en forma de helicóptero. Poseía las típicas alas dobles y el abdomen segmentado de las libélulas que había visto en mi país, pero ahí terminaba la similitud. El de la imagen era tan largo como un dedo y casi del mismo grosor, y su cuerpo marrón estaba cruzado de rayas de color verde brillante. Pero el rasgo más destacable eran los ojos: enormes, esféricos y de un vivo color azul eléctrico.
—Sé de coleccionistas de Tennessee que se dejarían sacar la muela del juicio por ver a un adulto —comentó Talbot entusiasmado—. ¡Fíjense en los ojos! ¿A que son increíbles? Podrían verse a un kilómetro.
Tom seguía leyendo el libro.
—Entonces ¿hemos encontrado una ninfa de este insecto?
—O náyade, si se prefiere —dijo Talbot levantando el dedo entusiasmado—. Las libélulas no tienen fase larvaria. Ponen los huevos en aguas estancadas o lentas, las ninfas que nacen de ellos son acuáticas. O al menos lo son hasta que maduran. Entonces trepan a una planta o a una brizna de hierba para metamorfosearse en adultos.
—Pero generalmente las libélulas no acuden a la carroña, ¿verdad? —pregunté.
—Oh, no, nada de eso —dijo mirándome con asombro—. Son depredadoras. A veces se las llama halcón de mosquitos, porque ésa es su dieta principal. Por eso suele vérselas cerca del agua, aunque a las libélulas de pantano también les gustan las termitas aladas. ¿Y dicen que este ejemplar estaba en un ataúd?
—Sí, suponemos que entraría al introducir el cuerpo —dijo Tom.
—Entonces lo más probable es que el cuerpo se encontrara cerca de un estanque o un lago. Posiblemente en la orilla misma —dijo Talbot agarrando el frasco—. Cuando nuestra amiguita salió del agua para metamorfosearse debieron de cazarla. Por lo demás, aunque no la hubieran aplastado, al enterrarla en un lugar frío y oscuro habría muerto de todos modos.
—¿Y en qué zonas es más frecuente encontrar esta especie? —preguntó Tom.
—Lejos de ríos y cursos rápidos de agua, sobre todo en áreas boscosas con agua estancada. Por algo las llaman libélulas de pantano. —Talbot consultó el reloj y guardó de nuevo el libro en el maletín—. Lo siento, pero tengo que irme. Si encuentran un ejemplar vivo, no olviden avisarme.
Tom salió a acompañar a Talbot. Volvió a los pocos minutos, con gesto meditabundo.
—Al menos sabemos qué es lo que hemos encontrado —dije—. Y si el cuerpo estaba cerca de una balsa o una zona de aguas estancadas, Gardner ya tiene una pista más.
Tom parecía no escucharme. Tomó el cráneo entre las manos y se puso a examinarlo con aire ausente, como si no se diera muy bien cuenta de lo que estaba haciendo. Le expliqué lo del hioides intacto y los dientes rosados, pero seguía totalmente abstraído.
—¿Va todo bien? —pregunté al fin.
—Dan Gardner ha llamado justo antes de que llegase Josh —dijo colocando de nuevo el cráneo en su lugar—. Alex Irving ha desaparecido.
Lo primero que pensé es que debía de tratarse de un error; esa misma mañana había visto al profesor en televisión. Luego recordé que la entrevista se había grabado el día anterior; lo que yo había visto era la repetición.
—¿Qué ha ocurrido?
—No se sabe. Por lo visto ha salido de casa a primera hora de la mañana y no ha regresado. Nadie lo ha visto desde entonces.
—¿No es un poco prematuro decir que ha desaparecido cuando sólo han pasado unas pocas horas?
—En otras circunstancias sí. Pero había salido a pasear al perro —dijo Tom con ojos preocupados—. Y lo han encontrado con la cabeza destrozada.
La sangre desaparece por la pila formando remolinos, el agua fría fluye rauda entre vetas de carmín. Un pedazo de carne, que al perder toda la sangre ha adquirido un color rosa pálido, obstruye el desagüe. Lo presionas con el dedo hasta que cae.
Silbas distraídamente mientras cortas chiles y los echas en una sartén con un puñado de sal de ajo. Cuando empiezan a chisporrotear añades la carne. Está húmeda, y al contacto con la manteca caliente silba, salpica y forma una nubecilla de vapor. Lo remueves un poco y dejas que se dore. Abres la nevera y sacas un cartón de zumo de naranja, queso y mahonesa. Eliges un vaso que parece razonablemente limpio y lo frotas con el dedo. Hay polvo por todas partes, pero no te das cuenta. Y si así fuera, no te importaría. De vez en cuando, como si se descorriera un telón, adviertes que a tu alrededor impera el desorden, que cachivaches acumulados durante años se agolpan en cada esquina, pero ni siquiera te inmutas. El deterioro forma parte del orden natural de las cosas, ¿y quién eres tú para llevarle la contraria a la naturaleza?
Apuras de un trago el vaso de zumo de naranja y te limpias la boca con el dorso de la mano, luego untas la mahonesa sobre dos rebanadas de pan de molde industrial y colocas encima dos tacos gruesos de queso. Te sirves otro vaso de zumo y te vas hacia la mesa grande que ocupa el centro de la cocina. No queda mucho espacio libre, de modo que colocas el plato en una esquina y acercas una silla. Como de costumbre, el bocadillo no sabe a nada, pero te llena el estómago. A decir verdad, no te molesta no poder apreciar el gusto o el olor de las cosas, ya no.
Y menos habiendo tantas otras cosas que saborear.
A partir de ahora todo empezará a desarrollarse deprisa, pero no pasa nada. Es lo que esperabas, y bajo presión trabajas mejor. Todo va exactamente como esperabas. Tal como habías planeado. Dejarlo todo en la cabaña de la montaña entrañaba un riesgo, pero un riesgo calculado. Fue extraño trabajar ahí, lejos de tu entorno. Lo de la cajita del carrete fue una jugada inspirada, pero abandonar el cuerpo ahí para que lo encontraran iba en contra de tus principios. Sin embargo, era necesario. Querías causar impacto, y para ello ¿qué mejor que entretenerlos sirviéndoles en bandeja el escenario de una muerte? Deja que se estrujen los sesos intentando prever tu próximo movimiento. No les va a servir de nada.
Cuando lo averigüen, será demasiado tarde.
Terminas el bocadillo y lo bajas con un trago de zumo de naranja que sólo sabe a frío. Cuando te levantas para ir a ver la sartén te das cuenta de que tienes mahonesa en la comisura de la boca. Quitas la tapa e inspiras la repentina vaharada de vapor. No hueles nada, pero los ojos te lloran y eso es buena señal. La carne se está dorando. Cerdo en lugar de ternera, como de costumbre. Es más barato, y además tú no notas la diferencia.
Tomas una cuchara y pruebas un poco. Aunque no puedes apreciar sabores, está tan sazonado que la boca te arde. Eso sí es un buen chile. Añades un par de latas de tomate, apartas la sartén del fuego y la tapas. A partir de ahora se guisará poco a poco con su propio calor; para cuando vuelvas estará listo.
Toda la vida has defendido que lo mejor es dejar que las cosas se hagan en su propio jugo.
Tomas la bolsa de plástico con la ropa sucia que tienes que dejar en la lavandería y te recuerdas que tienes que hacer la compra. Necesitas latas de tomate y se te están acabando las pilas y las tiras matamoscas. Echas un vistazo a las tiras pegajosas que cuelgan del techo. Cuando las colgaste, al menos, estaban pegajosas; ahora están forradas de moscas muertas y algún que otro insecto de mayor tamaño y colores más llamativos.
Por un momento te quedas mirando al infinito, como si por un instante hubieras olvidado para qué quieres las tiras. Luego parpadeas y vuelves al mundo real. Antes de salir te detienes junto a la mesa. El hombre que yace amarrado a ésta te mira con ojos aterrorizados, jadeando como puede a través de la mordaza que tiene en la boca.
—No te preocupes —dices sonriendo—. Vuelvo enseguida.
Levantas la pesada bolsa de la colada y te vas.