8

—¿Trece?

Gardner tomó uno de los frascos de muestras que había sobre el carrito de acero inoxidable y lo levantó para examinar lo que había en su interior. Al igual que el resto, contenía una de las agujas hipodérmicas extraídas del cuerpo exhumado, un fino alfiler de acero manchado de una sustancia oscura.

—Hemos encontrado doce más —dijo Tom. Tenía aspecto y voz de cansado; la tensión por los hechos ocurridos durante el día era patente—. La mayoría estaban clavadas en el tejido blando de los brazos, las piernas y los hombros, las zonas por donde generalmente se agarra un cuerpo para moverlo.

Gardner, con el rostro hastiado y hendido de arrugas de repulsión, volvió a colocar el frasco en su sitio. Había llegado solo, y yo había intentado no sentirme contrariado por el hecho de que Jacobsen no lo acompañase. Nos encontrábamos los tres en una sala de autopsias vacía adonde Tom y yo habíamos trasladado los restos después de radiografiarlos. Las agujas hipodérmicas habían resaltado en forma de líneas blancas contra las zonas grises y negras. Tom había rechazado mi ayuda y había insistido en retirarlas él solo. Si hubiera podido sacar el cuerpo del féretro sin ayuda, también lo habría hecho. Antes de permitirnos que lo tocáramos, lo examinó a conciencia con un detector de metales portátil.

Después de lo de Kyle, no estaba dispuesto a correr riesgos.

El ayudante se había ido a casa después de pasarse toda la tarde en urgencias. Le habían inyectado antibióticos de amplio espectro, aunque dependiendo de los patógenos que la aguja hubiera inoculado en su flujo sanguíneo el daño podía ser irreversible. En pocos días tendría el resultado de algunas de las pruebas; el resto tardarían mucho más. Podían pasar meses antes de saber si estaba infectado.

—Las agujas han sido introducidas con la punta hacia fuera para asegurarse de que cualquiera que manipulase el cuerpo se pinchara —continuó Tom con el remordimiento reflejado en su cara—. Ha sido culpa mía. No debería haber permitido que nadie excepto yo manipulase los restos.

—No puedes culparte —dije intentando tranquilizarle—. No podías prever lo que iba a ocurrir.

Gardner me miró dando a entender que mi presencia seguía resultándole molesta, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Tom ya había dejado claro que yo tenía tanto derecho como él a estar ahí, señalando que bien podía haber sido yo quien hubiera tenido el accidente.

De no ser por la deferencia de Tom hacia Kyle, bien podía haber sido así.

—Aquí sólo hay un culpable: la persona que ha hecho esto —dijo Gardner—. Es una suerte que nadie más haya resultado herido.

—Eso díselo a Kyle —replicó Tom, mirando el frasco de muestras con ojos cansados—. ¿Se sabe ya la identidad del cuerpo del féretro?

Garnder desvió la mirada hacia el cadáver que yacía sobre la mesa de aluminio. Lo habíamos lavado con cuidado a fin de retirar la mayor parte de los fluidos de descomposición antes de que Tom extrajera las agujas. El olor ya no era tan intenso como al abrir el féretro, pero de todos modos aún era perceptible.

—Estamos en ello.

—¡En la funeraria tiene que haber alguien que sepa algo! —protestó Tom—. ¿Qué dice York de todo esto?

—Todavía estamos interrogándolo.

—¿Interrogándolo? Por todos los cielos, Dan, lo de menos es que confundieran el cuerpo, ¡lo grave es que alguien le clavó trece agujas hipodérmicas mientras estaba en Steeple Hill! ¿Cómo demonios puede ocurrir algo así sin que York sepa nada?

—No lo sé, Tom —respondió impávido el agente del TBI—. Por eso estamos interrogándolo.

Tom inspiró una profunda bocanada de aire.

—Perdóname. Ha sido un día muy largo.

—Olvídalo. —Gardner parecía arrepentido de sus reticencias anteriores. Parte de la tensión que llenaba la sala de autopsias pareció desvanecerse cuando se recostó contra la mesa de trabajo que tenía detrás y se frotó la nuca. La potente luz cenital le borraba los colores de la cara—. York afirma haber contratado a un tal Dwight Chambers hace unos ocho meses. Según él, llegó como caído del cielo; trabajaba duro, tenía ganas de aprender y no le importaba hacer horas. Hasta que un día no se presentó, y desde entonces York no ha vuelto a verlo. Dice que fue Chambers quien supervisó el funeral de Willis Dexter y quien preparó y selló el féretro.

—¿Y tú le crees?

Gardner esbozó una fina sonrisa.

—Yo no creo a nadie, y lo sabes. York está preocupado, pero no creo que sea por los asesinatos. Steeple Hill está patas arriba. Por eso se muestra tan servicial, porque quiere que terminemos cuanto antes. Da la impresión de que lleva años intentando que no se hunda. Aplica una política de reducción de costes y contrata a trabajadores temporales para recortar gastos. Así se ahorra impuestos, seguros médicos y preguntas. Lo malo es que tampoco lleva un registro de empleados.

—Entonces ¿hay alguna prueba de la existencia del tal Dwight Chambers?

Nada más hacer la pregunta recordé que yo sólo estaba ahí de comparsa. Gardner no parecía dispuesto a contestarme, pero Tom intervino.

—Es una pregunta legítima, Dan.

Gardner suspiró.

—Los empleados de la funeraria llegan y se van cada dos por tres, Chambers sólo es uno de tantos. No ha sido fácil encontrar a alguien que haya trabajado ahí el tiempo suficiente como para recordarlo, pero al final hemos dado con un par que quizá puedan ayudarnos. Su descripción es bastante vaga, pero encaja con la de York. Raza blanca, cabello oscuro, entre veinticinco y cuarenta años.

—¿Encaja con la descripción de Willis Dexter? —pregunté.

—Encaja con la mitad de los hombres de Tennessee —dijo jugueteando distraídamente con una caja de portaobjetos hasta colocarla junto al borde de la mesa. Cuando reparó en lo que estaba haciendo, retiró las manos y se cruzó de brazos—. Pero estamos considerando la posibilidad de que Dexter y Chambers sean la misma persona, y de que Dexter fuera lo bastante avispado como para presidir su propio funeral y fingir su propia muerte. Según el informe de la autopsia, murió de un traumatismo craneoencefálico masivo al estrellar su coche contra un árbol. No hubo más vehículos implicados, y en su organismo encontraron alcohol suficiente para matar a un caballo. Se supuso que simplemente había perdido el control.

—¿Pero? —intervino Tom.

—Pero… el coche se incendió. El cuerpo sólo pudo ser identificado a partir de los efectos personales. Es posible que una autopsia ordinaria pasara por alto los rasgos raciales. Por lo demás, Dexter no tenía familia, de modo que el funeral fue una pura formalidad. Cerraron el féretro sin embalsamarlo siquiera.

No habría sido la primera vez que alguien incendiaba un coche para ocultar la identidad de un cadáver, pero en aquel caso seguía habiendo piezas que no encajaban.

Tom, como es natural, pensaba lo mismo. Lanzo una mirada al cuerpo tendido sobre la mesa y dijo:

—Por lo que he podido ver, no me parece el cuerpo de un quemado. ¿Tú qué opinas, David?

—A mí tampoco me lo parece.

Aunque la descomposición podía haberlos disimulado hasta cierto punto, el cuerpo no presentaba indicios de calor extremo. Las extremidades no se habían contraído en la postura del púgil, característica de las muertes por fuego, y si bien cabía la posibilidad de que alguien las hubiera enderezado posteriormente, siempre habrían quedado signos externos.

—Puede que sólo sufriera quemaduras superficiales, lo justo para abrasar la piel —dijo Gardner—. La cuestión es que Willis Dexter sigue en paradero desconocido, y hasta que tengamos pruebas de que está muerto, lo consideraremos sospechoso.

—No tiene sentido que sea Dexter —dije sin pensar.

—¿Perdón?

«Continúa. Ya es demasiado tarde para echarse atrás».

—Si Dexter quería que lo dieran por muerto, ¿por qué no dispuso que incineraran su cuerpo en vez de enterrarlo? ¿Por qué tomarse tantas molestias para al final colocar en el féretro un cadáver que a todas luces no era el suyo?

Gardner se quedó de piedra.

—Tal vez creería que daba lo mismo si ya se había quemado en el accidente. De no ser por las huellas que encontramos en la cabaña, no habría habido ninguna diferencia.

—Pero quienquiera que colocase las agujas en el cuerpo, es evidente que esperaba, es más, quería, que lo exhumaran.

Gardner se quedó mirándome, como intentando decidir si responderme o echarme a patadas.

—Me doy cuenta de ello. Y por si lo dudaba, también a nosotros se nos ha ocurrido que la huella pudo dejarse de forma deliberada. Quizá lo hiciera el propio Dexter, o quizás esté muerto y enterrado en otra tumba de Steeple Hill y alguien conserva su mano en un congelador. El caso es que hasta que salgamos de dudas, se le seguirá considerando un sospechoso. ¿Le parece bien, doctor Hunter?

No respondí a sus palabras. Noté que se me tensaban los músculos de la cara.

—David sólo intenta ayudar, Dan —terció Tom, lo cual en realidad empeoraba las cosas.

—Seguro que sí —dijo Gardner en un tono de voz que podía dar a entender cualquier cosa. Se levantó para marcharse, pero entonces se detuvo y se dirigió a Tom como si yo no estuviera ahí—. Una cosa más. Las radiografías del cuerpo de la cabaña encajan con el historial dental de Terry Loomis. Puede que no seamos Scotland Yard, pero por lo menos hemos identificado a una de las víctimas.

Y saludando a Tom con la cabeza, se dirigió hacia la puerta.

—Seguimos en contacto.

La jornada casi había terminado para cuando nos pusimos de nuevo a trabajar. Llevábamos mucho retraso, y el hecho de ser sólo dos no mejoraba las cosas. Y es que después de lo ocurrido con Kyle, Tom había decidido prescindir de la ayuda de Summer.

—Puede que el mal ya esté hecho, pero no es más que una estudiante. No quiero más cargas en la conciencia —dijo, y mirándome solemne por encima de las gafas añadió—: Si quieres retirarte, lo entenderé.

—¿Qué hay de aquello de «nuestra última ocasión de trabajar juntos»? —bromeé.

Mi intento de quitarle hierro al asunto no surtió efecto. Tom empezó a frotarse el esternón con el pulpejo de la mano, pero dejó de hacerlo en cuanto se dio cuenta de que lo estaba mirando.

—No sabía dónde te estaba metiendo.

—Tú no me has metido en nada. He sido yo mismo quien se ha ofrecido.

Se quitó las gafas y se puso a limpiarlas evitando mirarme.

—Sólo porque yo te lo pedí. Tal vez sería mejor que le pidiera a Paul o a alguno de los otros que me echase una mano.

La magnitud de mi desilusión me sorprendió.

—Seguro que Gardner se llevaría una alegría.

Por fin había logrado arrancarle una sonrisa.

—Dan no tiene nada contra ti. Lo que pasa es que le gusta ceñirse al procedimiento. Se trata de una investigación importante, y como él es el supervisor lo presionan para que obtenga resultados. Por lo que a él respecta, eres un factor extraño, eso es todo.

—La impresión que me da es que a él eso ya le va bien.

La sonrisa se convirtió en una risa entre dientes, pero enseguida se desvaneció.

—Míralo desde mi punto de vista, David. Después de lo que te ocurrió el año pasado…

—El año pasado era el año pasado —dije con más vehemencia de la deseada—. Escucha, ya sé que estoy aquí a invitación tuya, y si prefieres recurrir a Paul o a quien sea para que te ayude, me parece perfecto. Pero no puedo esconder la cabeza y huir cada vez que las cosas se complican. Tú mismo lo has dicho. Además, ahora ya hemos encontrado las agujas. ¿Qué más puede ocurrir?

Tom se miró las gafas inquieto; aunque a esas alturas las lentes debían de estar relucientes seguía frotándolas. Guardé silencio para no interferir en su decisión. Por fin se recolocó las gafas y dijo:

—Volvamos al trabajo.

El alivio que sentí no tardó en verse desplazado nuevamente por las dudas. Empecé a pensar si, después de todo, no era mejor delegar en Paul o cualquier otro de los colegas de Tom. Al fin y al cabo yo no había viajado ahí para tomar parte en ninguna investigación, y era evidente que mi presencia estaba ocasionando fricciones con Gardner. Tom era tan terco como el agente del TBI, sobre todo tratándose de sus colaboradores, pero no me apetecía crearle dificultades.

Con todo, me resistía a arrojar la toalla. Fuera por lo que le había ocurrido a Kyle o tan sólo porque me daba cuenta de que mi instinto profesional por fin había resurgido, algo en mi interior había cambiado. Durante mucho tiempo me había sentido como si una parte esencial de mí hubiera desaparecido, amputada por el cuchillo de Grace Strachan. Mi obstinación de antaño, la necesidad de hallar la verdad tras el destino de una víctima, estaba despertando. Quizá sólo fuera el ayudante de Tom, pero de todos modos me sentía partícipe de aquella investigación. Me negaba a claudicar sin más.

A menos que no me dejaran alternativa.

Mientras Tom empezaba a reconstruir el esqueleto identificado como Terry Loomis en una de las salas de autopsias, yo me dediqué a procesar el cuerpo anónimo encontrado en el féretro de Willis Dexter en otra. Estaba lavado, pero todavía había que arrancarle los restos de tejido blando. No llevaba mucho rato haciéndolo cuando Tom asomó la cabeza desde detrás de la puerta.

—Creo que te gustará echarle un vistazo a esto.

Lo seguí por el pasillo hasta la otra sala. Los huesos de brazos y piernas estaban dispuestos sobre la mesa de examen según su correspondiente posición anatómica. El resto de los huesos se irían añadiendo uno a uno hasta ensamblar el esqueleto entero; una labor meticulosa y necesaria.

Tom se acercó al extremo de la mesa donde se encontraba el cráneo y lo levantó.

—¿A que es una preciosidad? El ejemplo más perfecto de dientes rosados que he visto en mi vida.

Despojado de cualquier resto de tejido blando en descomposición, el tono rosado resultaba inconfundible. Algo había provocado la entrada de sangre en la pulpa de los dientes de Terry Loomis en el momento de su muerte o poco después.

La pregunta era qué.

—La cabeza no estaba lo suficientemente echada hacia atrás como para deberse a la gravedad —dijo Tom, poniendo voz a mis propios pensamientos—. De no ser por la cantidad de sangre que había en la cabaña, apostaría a que murió estrangulado.

Asentí. A juzgar por lo visto, Terry Loomis se había desangrado. El único problema era que, en tal caso, no habría presentado dientes rosados. En cuanto a las heridas halladas en el cuerpo, cabía la posibilidad de que hubieran sido infligidas post mórtem, pero en ese supuesto la hemorragia no habría sido tan profusa. Había signos de estrangulación y de apuñalamiento, pero la causa de la muerte tenía que ser una y no ambas. Tanto la una como la otra se excluían mutuamente.

De modo que ¿cuál era la cierta?

—¿Hay signos de cortes en los huesos? —pregunté, ya que de haberlos, sería indicio de un ataque frenético, lo cual apuntaría a las heridas como causa de la muerte.

—Yo no he visto ninguno.

—¿Y el hioides?

—Intacto. Ahí tampoco hay nada.

Si ese huesecillo situado en torno a la laringe se hubiera roto, eso habría indicado casi con absoluta certeza que Loomis había sido estrangulado. Pero no viceversa. Un error frecuente consiste en creer que la estrangulación provoca siempre la ruptura del hioides. Pese a su aspecto delicado, es más resistente de lo que parece, por lo que el hecho de que el de Loomis estuviera intacto no demostraba nada ni en un sentido ni en el otro.

Tom esbozó una sonrisa de cansancio.

—Nos lo está poniendo difícil. Sería interesante saber si el cuerpo del féretro también tiene los dientes rosados. Si es así, yo voto por la estrangulación, haya cortes o no.

—Para saber eso habrá que esperar a que el cráneo esté limpio —dije—. Los dientes están muy podridos y, por su aspecto, diría que la víctima era un fumador empedernido. Hay demasiadas manchas de nicotina como para distinguir otras decoloraciones.

—Bien, entonces supongo que tendremos que…

Antes de que pudiera terminar, la puerta de la sala de autopsias se abrió de un empujón y apareció Hicks. Tenía el rostro congestionado de quien ha bebido, e incluso desde el otro lado de la sala pude oler su ácido aliento a vino y cebolla. Por lo visto se había regalado un buen almuerzo.

Se acercó a Tom, ignorándome por completo. Su calva relucía bajo la luz de los fluorescentes.

—¿Quién coño te has creído que eres, Lieberman?

—Si lo dices por Kyle, discúlpame…

—¿Que te disculpe? De nada me valen tus malditas disculpas. ¡Usa a tus alumnos, no a mis auxiliares! —En su boca el título de auxiliar sonaba a insulto—. ¿Tienes la más mínima idea de la que puede caernos como a Webster le dé por interponer una demanda?

—En este momento es Kyle quien me preocupa.

—Lástima que no lo hayas pensado antes. ¡Más vale que reces para que esa aguja no esté infectada, porque como lo esté te juro que te pesará la conciencia!

Tom bajó la mirada. Parecía no tener ganas ni fuerzas para discutir.

—Ya me pesa.

Hicks estaba a punto de lanzar otro ataque cuando reparó en que yo lo estaba mirando.

—¿Algo que decir? —preguntó mirándome visiblemente irritado.

Sabía que Tom habría preferido que me mantuviera al margen. «Muérdete la lengua. No digas nada».

—Que tiene salsa en la corbata —dije sin poder contenerme.

Entrecerró los ojos. Creo que hasta entonces no me había considerado más que como un mero apéndice de Tom. A partir de ese momento supe que me tenía entre ceja y ceja, pero me traía sin cuidado. Los Hicks de este mundo necesitan pocas excusas para comportarse como energúmenos. A veces lo mejor es no hacerles mucho caso.

Hicks asintió con gesto pensativo, como haciendo una promesa para sus adentros.

—Esto no acaba aquí, Lieberman —dijo lanzándole una última mirada a Tom antes de salir.

Tom esperó hasta que la puerta se hubo cerrado tras él.

—David… —suspiró.

—Lo sé, lo siento.

Y echándose a reír dijo:

—De hecho, me parece que era salsa de tomate. Pero en adelante…

Lo interrumpió un jadeo y se llevó la mano al pecho. Fui hacia él, pero me detuvo con un gesto.

—Estoy bien.

Era evidente que no. Se quitó los guantes, se sacó un pastillero del bolsillo y se puso una píldora bajo la lengua. Al instante, la tensión empezó a desaparecer.

—¿Nitroglicerina? —pregunté.

Tom asintió con un movimiento de cabeza; su respiración era cada vez menos forzada. La nitroglicerina es un tratamiento corriente en casos de angina, pues dilata los vasos sanguíneos y ello permite una mayor afluencia de sangre al corazón. Cuando se guardó las pastillas ya tenía mejor color, pero de todos modos la intensa luz de la morgue le confería un aspecto exhausto.

—Bien, ¿por dónde íbamos?

—Estabas a punto de irte a casa —dije yo.

—No es necesario. Ya me encuentro mejor.

Me quedé mirándolo.

—Eres peor que Mary —murmuró—. Está bien. Me voy…

—Yo me encargo. Tú vete a casa. Esto seguirá aquí mañana.

Debía de estar francamente agotado, porque ni siquiera protestó. No pude evitar sentir un aguijonazo de preocupación al verlo salir. Parecía débil y encorvado, claro que había sido un día agotador. «Se encontrará mejor después de comer algo y dormir toda la noche».

Casi conseguí creérmelo.

No había gran cosa que recoger en la sala de autopsias de Tom. Cuando hube terminado volví a mi sala, donde había estado trabajando con los restos del féretro exhumado. Quería terminar de extirpar el tejido blando para dejarlos en detergente toda la noche, pero cuando estaba a punto de comenzar di un bostezo que por poco me desencaja la mandíbula. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo cansado que estaba. El reloj de la pared marcaba las siete pasadas, y yo llevaba en danza desde antes del alba.

«Una hora más. Tú puedes». Me volví hacia la mesa de examen donde estaban los restos. Había enviado unas cuantas muestras de tejido al laboratorio para acotar un poco más la hora de la muerte, pero no me hizo falta esperar a los resultados de ácidos grasos volátiles y aminoácidos para saber que algo no casaba.

«Dos cuerpos, ambos más descompuestos de la cuenta». Ahí había un patrón, en eso coincidía con Irving, pero un patrón al que no conseguía encontrarle sentido. La brillante luz cenital se reflejó débilmente sobre el aluminio rayado de la mesa al ir a coger el bisturí. A medio descarnar, el cuerpo que tenía ante mí parecía un pedazo de carne mal trinchado. Me incliné para ponerme a trabajar, pero al hacerlo vi algo por el rabillo del ojo.

Había algo enganchado en la cavidad auditiva.

Era un objeto marrón en forma de medio óvalo, no más grande que un grano de arroz. Dejé el bisturí, tomé un par de pinzas pequeñas y lo extraje con cuidado de la espiral de tejido cartilaginoso. Lo levanté para examinarlo, y cuál fue mi sorpresa al ver qué era. «¿Qué diantre…?»

Tardé unos segundos en entender que las sacudidas que sentía en el pecho se debían a la emoción.

Busqué con los ojos un frasco de muestras y de pronto di un respingo al oír unos golpes en la puerta. Me di la vuelta y vi que era Paul.

—No te molesto, ¿verdad?

—En absoluto.

Se acercó para ver el cuerpo y lanzó una mirada profesional a aquella forma sin tejido. Al igual que yo, debía de haber visto cosas peores. A veces necesitamos ver la reacción de alguien —o la ausencia de ésta— para darnos cuenta de hasta qué punto somos capaces de acostumbrarnos a los espectáculos más grotescos.

—Acabo de ver a Tom. Me ha dicho que todavía estabas trabajando, así que he pensado en venir a ver qué tal te iba.

—Todavía llevamos retraso. Tú no sabrás dónde están los frascos de muestras, ¿verdad?

—Sí —dijo acercándose a un armario—. Tom no tenía muy buen aspecto. ¿Se encuentra bien?

Como ignoraba si estaba al corriente del estado de salud de Tom, me quedé sin saber qué contestar. Paul interpretó mi titubeo de la forma correcta.

—Tranquilo, ya sé lo de la angina. ¿Ha tenido otro ataque?

—No ha sido grave, pero le he convencido para que se vaya a casa —dije, aliviado por no tener que fingir.

—Me alegro de que le haga caso a alguien. Generalmente no da el brazo a torcer así como así —dijo Paul tendiéndome un frasco de muestras—. ¿Qué es eso?

Introduje el pequeño objeto marrón y levanté el frasco para enseñárselo.

—Un capullo vacío. De moscarda, por el aspecto. Debe de haberse alojado en la cavidad auditiva al lavar el cuerpo.

Paul lo observó con curiosidad; de pronto reaccionó y desplazó la mirada del frasco de muestras al cuerpo.

—¿Lo has sacado del cuerpo que habéis exhumado esta mañana?

—Sí.

Soltó un silbido y me quitó el frasco de la mano.

—¿Y cómo demonios se ha metido ahí dentro?

Eso mismo me preguntaba yo. En nuestro oficio, la moscarda es omnipresente, ya que pone huevos en cualquier abertura del cuerpo. Es capaz de adentrarse en la mayoría de lugares, ya sea en cubierto o al aire libre.

Sin embargo, nunca había oído decir que pudiera poner huevos a dos metros bajo tierra.

—Lo único que se me ocurre —dije enroscando el tapón del frasco— es que el cuerpo quedara abandonado en la superficie antes de enterrarlo. ¿Te ha dicho algo Tom sobre la descomposición?

—¿Que estaba más avanzada de lo que debería estar a los seis meses? —Asintió—. La cápsula está vacía, de modo que el cuerpo debió de quedar expuesto durante al menos diez u once días para dar tiempo a la eclosión. Y si retrocedemos seis meses, el momento de la muerte se sitúa en el otoño pasado. Cálido y húmedo, para que el cuerpo no se momificara, que es lo que habría ocurrido en verano.

Todo empezaba a cobrar sentido. Ya fuera por accidente o de forma deliberada, alguien había dejado que el cuerpo se pudriera antes de que fuera introducido en el féretro, lo cual explicaba el avanzado estado de descomposición. Paul guardó silencio un instante. Vi que estaba pensando, y cuando se volvió hacia mí supe que su emoción tenía el mismo origen que la mía.

—¿El féretro todavía está aquí?

Salimos de la sala de autopsias y fuimos al almacén, donde el féretro y el contenedor de aluminio esperaban a que los forenses fueran a recogerlos. Al abrirlo comprobé que el olor a podredumbre no se había atenuado. Dentro estaba el sudario, rígido, arrugado, repugnante.

Paul lo abrió con la ayuda de un par de pinzas.

Hasta entonces lo que había acaparado la atención de todo el mundo había sido el cuerpo, no lo que lo envolvía. No obstante, cuando supimos qué buscar, fue fácil encontrarlo. En la sábana de algodón había unos cuantos capullos más camuflados entre el viscoso líquido negro procedente del cadáver. Algunos estaban rotos y vacíos, eclosionados como el que acababa de encontrar, pero otros seguían enteros. No había larvas, claro que después de seis meses sus tiernos cuerpos debían de haberse desintegrado hacía tiempo.

—Bien, fin del misterio —dijo Paul—. Pase que se hubiera colado una, pero no tantas. El cuerpo debía de estar bastante descompuesto antes de proceder al sellado.

Paul se disponía a cerrar el féretro, pero lo detuve.

—¿Qué es eso?

Entre los pliegues de algodón se escondía algo más. Le quité las pinzas a Paul y lo extraje con cuidado.

—¿Qué es eso, un grillo? —preguntó.

—Me parece que no.

Se trataba de algún tipo de insecto, eso era obvio. Su esbelto cuerpo medía algo más de dos centímetros y medio y tenía el caparazón segmentado. Estaba parcialmente aplastado y al morir las patas se le habían quedado dobladas, acentuando la forma de lágrima que presentaba ese organismo.

Volví a colocarlo en la sábana. Sobre aquel fondo blanco, el insecto parecía aún más improbable y fuera de lugar.

Paul se inclinó para observarlo más de cerca.

—En mi vida había visto algo así. ¿Y tú?

Negué con la cabeza. Tampoco yo tenía la menor idea de qué era aquello.

Sólo sabía que su presencia ahí era de todo punto incomprensible.

Cuando Paul se marchó, seguí trabajando durante dos horas más. El hallazgo del insecto desconocido había desterrado todo atisbo del cansancio que sentía, así que no cejé hasta poner todos los restos exhumados a remojar en cubas de detergente. Cuando salí de la morgue, aún sentía los efectos de la subida de adrenalina. Paul y yo habíamos acordado no importunar a Tom con nuestro descubrimiento esa noche, pero yo estaba seguro de que habíamos dado un paso decisivo. No sabía cómo ni por qué, o al menos no por el momento, pero el instinto me decía que el insecto era importante.

Era una sensación placentera.

Ya en el aparcamiento, seguía dándole vueltas al asunto. Era tarde, y aquella zona del hospital estaba desierta. A excepción de mi coche, casi no quedaba ningún otro vehículo. Los faroles iluminaban el perímetro del aparcamiento, pero en la parte interior la oscuridad era casi absoluta. Me encontraba a medio camino, buscando las llaves en el bolsillo, cuando de repente se me erizaron los pelos de la nuca.

Sabía que no estaba solo.

Di media vuelta de golpe, pero no vi nada. El aparcamiento era un campo de penumbras en el que los coches destacaban como macizos bloques de sombra. Nada se movía, pero yo no podía quitarme de encima la sensación de que algo —alguien— acechaba.

«Estás cansado. Imaginas cosas». Seguí caminando hacia el coche. Mis pasos resonaban de forma inusual sobre la superficie de grava.

De repente oí como si alguien arrastrara una piedra detrás de mí.

Giré sobre mis talones y me cegó un brillante halo de luz. Haciendo visera con la mano logré vislumbrar una figura provista de linterna que surgía detrás de una camioneta del tamaño de un tanque.

Se detuvo a unos cuantos metros, sin apartar la luz de la linterna de mi cara.

—¿Le importa decirme qué hace aquí?

Su voz era bronca, entre cortés y amenazadora, y hablaba con acento marcadamente nasal. Distinguí unas charreteras detrás del haz de luz, y al comprender que sólo era el guardia de seguridad me tranquilicé.

—Me disponía a irme a mi casa —respondí.

Él seguía sin apartar la luz de mi cara. Su resplandor me impedía ver nada más aparte del uniforme.

—¿Tiene algún documento de identificación?

Busqué el pase que me habían dado en la morgue y se lo mostré. Él, en vez de cogerlo, se limitó a enfocar el haz de luz hacia la tarjeta de plástico para después volver a subírmelo a la cara.

—¿Le importaría enfocar hacia otro lado? —dije pestañeando.

—Trabajando hasta tarde, ¿eh? —preguntó él, bajando ligeramente la linterna.

—Usted lo ha dicho.

Mientras mis pupilas intentaban acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, unos puntitos de luz se pusieron a bailar ante mis ojos.

—Menuda putada el turno del cementerio, ¿eh? —dijo acompañado de una risa ronca.

Dicho esto apagó la linterna. No pude ver nada, sólo oír el crujido de sus pasos sobre la grava. Su voz volvió a mí en medio de la oscuridad.

—Conduzca con cuidado.

Observas cómo se alejan las luces del coche y esperas hasta que hayan desaparecido para salir de detrás de la camioneta. Te duele la garganta de fingir la voz ronca, y el pulso te late a toda velocidad, aunque no sabes muy bien si por la excitación o por el chasco.

El muy idiota no sabe lo poco que le ha faltado.

Eres consciente de que te la has jugado al abordar al tipo de esa manera, pero no has podido evitarlo. Al verlo cruzar el aparcamiento has pensado que era una oportunidad llovida del cielo. No se veía un alma, y lo más probable es que nadie hubiera advertido su desaparición hasta la mañana siguiente. Sin pensarlo siquiera, has seguido sus pasos entre las sombras, acortando la distancia entre vosotros.

Pese a tu sigilo, debe de haber oído algo. Se ha detenido y se ha dado la vuelta, y aunque de habértelo propuesto podrías haberlo cazado, ese movimiento te ha hecho recapacitar. De hecho, aunque no hubieras tropezado con aquella maldita piedra, ya habías decidido dejarlo escapar. A fe que no eres de los que se arredran a la hora de correr riesgos, pero no valía la pena jugársela por un británico de quien nadie ha oído hablar nunca. Al menos por ahora, cuando hay tantas cosas en juego.

De no ser por tus planes para mañana, podrías haber seguido adelante.

Sonríes al pensar en ello, y la impaciencia te provoca cosquillas en el estómago. Será peligroso, pero la gloria no está hecha para quien juega sobre seguro. Tu intención es crear conmoción y pavor. Llevas demasiado tiempo viendo como tu luz se ahoga en el cajón mientras esos fantoches se llevan toda la gloria. Va siendo hora de obtener el reconocimiento que te mereces. A partir de mañana ya nadie pondrá en duda de qué eres capaz. Creen que saben a lo que se enfrentan, pero no tienen la menor idea.

Esto no ha hecho más que empezar.

Inspiras con profundidad el aire templado de la noche primaveral y saboreas el dulce aroma de las flores y el olor ligeramente meloso del asfalto. Subes a la camioneta derrochando fuerza y confianza. Es hora de irse a casa.

Te espera un día movido.