6

Cuando partimos para el cementerio, el amanecer apenas era una pálida franja en el horizonte. El cielo todavía estaba oscuro, pero las estrellas iban desapareciendo una a una a medida que avanzaba el nuevo día. A ambos lados de la carretera el paisaje empezaba a cobrar forma, emergiendo de la oscuridad como una fotografía en una bandeja de revelado. Detrás de los almacenes y restaurantes de comida rápida, la oscura masa de las montañas se alzaba como para resaltar la fragilidad de las obras del hombre.

Tom conducía en silencio. Por una vez no puso ninguno de sus discos de jazz, aunque no sé muy bien si debido a lo temprano de la hora o a su estado de ánimo. Me había recogido en el hotel, pero tras saludarme con una lánguida sonrisa no había dicho gran cosa. Nadie está como unas pascuas a esas horas de la mañana, pero en su rostro se detectaba una reserva que parecía no tener que ver en absoluto con la falta de sueño.

«Tú tampoco debes de tener muy buen aspecto». Había pasado la noche anterior en vela, inquieto por lo que pudiera esperarnos. No era mi primera exhumación, y desde luego no había de ser la peor. Años atrás había trabajado en una fosa común de la guerra en Bosnia, en la que había enterradas familias enteras. Aquello sería distinto, y además sabía que Tom me hacía un gran favor al pedirme que fuera con él. Para ser justos, debería haber estado brincando de ilusión por tener la oportunidad de tomar parte en una investigación estadounidense.

Así pues, ¿por qué no mostraba más entusiasmo?

La confianza y certeza de antaño se habían convertido en inseguridad. Las energías, la capacidad de concentración a la que estaba acostumbrado, parecían haberse derramado en el suelo del vestíbulo un año antes. Si me sentía así ahora, ¿qué pasaría cuando regresara al Reino Unido y tuviera que trabajar yo solo en una investigación por homicidio? La verdad era que no lo sabía.

Cuando Tom dejó la carretera, hacia el este se veía el horizonte veteado de oro. Nos dirigíamos a los suburbios de la periferia este de Knoxville, una zona que yo no conocía. Era un barrio pobre: calles de casas con la pintura desconchada y patios descuidados llenos de cachivaches. Los faros enfocaron los refulgentes ojos de un gato, que al punto dejó de comer lo que fuera que estaba comiendo junto a una alcantarilla para quedarse mirándonos al pasar.

—Ya no falta mucho —dijo Tom rompiendo el silencio.

Tras recorrer otro kilómetro y medio, las casas dejaron paso a los matorrales y al poco llegamos al cementerio, que quedaba separado de la carretera por unos pinos y un alto muro de ladrillos deslucidos. Un rótulo de hierro forjado rezaba: «Cementerio y funeraria de Steeple Hill». Lo remataba un ángel estilizado con la cabeza agachada en ademán devoto. A pesar de la penumbra pude ver que el metal estaba oxidado y la pintura descascarillada.

Franqueamos la reja con el coche. A lado y lado se extendían hileras de tumbas, en su mayoría descuidadas y llenas de hierbajos. Al fondo se distinguía un oscuro y opresivo pinar, y en lo alto de éste, la funeraria propiamente dicha: una construcción baja de aspecto industrial coronada con un pequeño campanario.

A un lado, un grupo de vehículos estacionados anunciaba que habíamos llegado a nuestro destino. Aparcamos junto a ellos y bajamos del coche. Las manos me temblaban por culpa del frío de primera hora de la mañana, así que me las hundí en los bolsillos. Al ponernos en marcha hacia el lugar de trabajo, vi que la bruma aún se aferraba a la hierba plateada de rocío.

Delante de la tumba se habían colocado unos plafones, si bien a esas horas no había nadie que pudiera verla. Temblando entre estertores, una pequeña excavadora levantaba paladas de tierra que depositaba en una pila dejándola caer a terrones. El aire olía a limo y humo de gasóleo, y la tumba, como una herida negra en la hierba, ya estaba casi desenterrada.

Gardner y Jacobsen se encontraban entre el puñado de agentes y operarios que esperaban a que la excavadora levantara la última palada de tierra. Allí estaba también Hicks, ligeramente apartado. La cabeza calva del patólogo sobresalía de un impermeable que le otorgaba una semejanza sorprendente con una tortuga. Su presencia era poco más que una formalidad, pues con toda certeza el cuerpo pasaría a manos de Tom para su examen.

Por su expresión era obvio que eso no le hacía ninguna gracia.

Cerca de él había otro hombre, un tipo alto y elegante vestido con un abrigo de pelo de camello y traje y corbata oscuros. Observaba los movimientos de la excavadora con una expresión atribuible tanto a la indiferencia como al tedio. Al vernos pareció ponerse en guardia y según nos acercamos no apartó los ojos de Tom.

—Tom —dijo Gardner.

El agente del TBI estaba ojeroso y tenía los ojos inyectados en sangre. Jacobsen, por el contrario, parecía fresca como si hubiera dormido nueve horas de corrido, y su impermeable con cinturón estaba bien planchado e inmaculado.

Tom sonrió pero no dijo nada. Pese a lo ligero de la cuesta, observé que el breve trecho desde el coche lo había dejado sin aliento. Hicks le dirigió una mirada cargada de envidia, pero no lo saludó. Ignorándome completamente, se sacó un pañuelo mugriento del bolsillo y se sonó las narices con estruendo.

—Te presento a Eliot York —dijo Gardner refiriéndose al hombre del abrigo de pelo de camello—. Es el propietario de Steeple Hill. Nos ha ayudado a organizar la exhumación.

—Encantado de poder ser de ayuda —dijo York precipitándose hacia delante para estrechar la mano de Tom—. Doctor Lieberman, es un honor.

El tufo de su colonia eclipsaba incluso el humo de gasóleo de la excavadora. Le habría echado cuarenta y bastantes años, pero se hacía difícil precisarlo con exactitud. El tipo era corpulento y rollizo, de esos cuyos rasgos carentes de arrugas parecen ganar peso en lugar de envejecer. Su cabello oscuro, no obstante, presentaba un tono mate que sugería que era teñido, y cuando se dio la vuelta vi que lo llevaba peinado con cuidado para ocultar un claro en la coronilla.

Advertí que Tom retiró la mano tan rápido como pudo antes de presentarme.

—Éste es mi colega, el doctor Hunter. Está de visita procedente del Reino Unido.

York me dedicó un saludo superficial. De cerca, los puños del abrigo de pelo de camello se veían gastados y deshilachados, y por lo que pude apreciar, también al traje oscuro le habría venido bien un lavado. A juzgar por las marcas de sangre y los restos de bigote, se había afeitado apresuradamente o con una cuchilla desafilada. Aparte de eso, ni siquiera el ofensivo olor de su colonia conseguía disimular el aliento a tabaco ni las amarillas manchas de nicotina de sus dedos.

Antes de soltarme la mano ya estaba dirigiéndose a Tom:

—He oído hablar mucho sobre su trabajo, doctor Lieberman. Y sobre su centro, por supuesto.

—Gracias, pero no es exactamente «mi» centro.

—Claro que no. Pero de todos modos es un honor para todo Tennessee —dijo mostrando una sonrisa empalagosa—. No es que compare mi, por decirlo de algún modo, vocación con la suya, pero a mi manera me gusta pensar que también yo desempeño un servicio público. No siempre es agradable, pero aun así es necesario.

—Desde luego —dijo Tom sin perder la sonrisa en ningún momento—. ¿Así que usted organizó este entierro?

—Tuvimos ese honor, señor —respondió York inclinando la cabeza—, aunque me temo que en este momento en concreto no recuerdo gran cosa al respecto. Debe comprenderlo, organizamos tantos… Steeple Hill ofrece servicios integrales de pompas fúnebres, lo cual incluye tanto la cremación como la sepultura en este magnífico lugar —añadió abarcando con un gesto el descuidado cementerio cual si fuera un jardín majestuoso—. Mi padre fundó la empresa en 1958 y desde entonces hemos estado siempre al servicio de los deudos. Nuestro lema es: «Dignidad y comodidad», y me agrada creer que lo cumplimos.

A la prédica comercial siguió un embarazoso silencio. Tom pareció aliviado cuando intervino Gardner.

—No puede faltar mucho. Ya casi está —dijo.

La sonrisa de York se desvaneció en una mueca de decepción al ver que Tom se alejaba de él.

Como para darle la razón a Gardner, la excavadora depositó otra palada de tierra sobre la pila y se alejó soltando un último quejido por el tubo de escape. Un hombre de aspecto cansino al que tomé por un funcionario de salud pública hizo un gesto de asentimiento a uno de los operarios. Vestido con peto protector y mascarilla, éste se acercó al agujero abierto y lo roció con desinfectante. Las enfermedades no siempre desaparecen con la muerte del huésped. Igual que las bacterias, que proliferan en la carne en descomposición, la hepatitis, el VIH y la tuberculosis son sólo algunos de los patógenos que los muertos pueden transmitir a los vivos.

Otro operario con mascarilla y peto introdujo una pequeña escalera en la tumba y terminó de desenterrar el féretro con la ayuda de una pala. Cuando finalmente le ató las correas para así poder extraerlo, el cielo ya había adquirido una tonalidad azul pálido y el pinar proyectaba sombras alargadas sobre la hierba. Una vez el operario salió del hoyo, él y los demás se colocaron a ambos lados de la tumba y empezaron a tirar del féretro dando pie a una macabra escena de funeral a la inversa.

Poco a poco apareció la caja manchada de barro, dejando caer terrones de tierra. Los operarios la colocaron sobre unos tablones que habían dispuesto junto a la tumba y acto seguido se retiraron.

—¡Madre mía, apesta! —murmuró uno de ellos.

Razón no le faltaba. La fetidez de la putrefacción viciando el aire matutino podía percibirse incluso desde nuestra posición. Arrugando la nariz, Gardner se acercó y se puso en cuclillas para examinar el féretro.

—La tapa está rota —dijo señalando una grieta debajo de la capa de tierra—. No creo que sea intencionado, más bien parece que la madera sea muy delgada.

—¡Está hecha del mejor pino del país! ¡Es un féretro excelente! —bramó York, pero nadie le hizo caso.

Tom se inclinó sobre el féretro y lo olisqueó.

—¿Dices que lo enterraron hace seis meses? —le preguntó a Gardner.

—Así es. ¿Por qué?

Tom no contestó.

—Qué raro. ¿Tú qué opinas, David?

Procuré no sentirme intimidado al ver que todas las miradas convergían sobre mí.

—No debería oler así —dije a regañadientes—. No es normal después de seis meses.

—Por si nadie lo ha notado, el féretro no está en perfectas condiciones —dijo Hicks—. Con un agujero como ése, ¿qué se puede esperar?

Esperé a que Tom respondiera, pero parecía absorto en el estudio del féretro.

—Con o sin agujero, estaba a casi dos metros bajo tierra. A esa profundidad la descomposición es mucho más lenta que a nivel de superficie.

—No estaba hablando con usted, pero aun así le agradezco la aclaración —dijo Hicks rezumando sarcasmo—. Estoy seguro de que siendo británico lo sabe todo acerca de las condiciones de Tennessee.

—En realidad David tiene razón —dijo Tom levantándose de encima del féretro—. Al margen de si la tapa está rota o no, y aunque no lo hubieran embalsamado, la descomposición no debería oler tan mal.

—Entonces ¿por qué no echamos un vistazo? —dijo el patólogo lanzándole una mirada, y tras hacer un gesto brusco a los operarios añadió—: Ábranlo.

—¿Aquí? —se sorprendió Tom. Por norma general, el féretro se traslada hasta la morgue antes de abrirlo.

Hicks empezaba a disfrutar con la situación.

—El féretro ya está abierto. Si el cuerpo está tan podrido como decís, prefiero averiguarlo ahora. Ya he perdido bastante tiempo.

Conocía a Tom lo suficiente como para detectar su desaprobación a partir del leve fruncimiento de sus labios, pero no dijo nada. Hasta que el cuerpo pasara oficialmente a sus manos, el responsable era Hicks.

Quien sí puso objeciones fue Jacobsen.

—Señor, ¿no cree que deberíamos esperar? —le dijo a Hicks mientras éste le indicaba a uno de los operarios que abriera el féretro.

El patólogo le dirigió una sonrisa feroz.

—¿Está cuestionando mi autoridad?

—Oh, por el amor de Dios, Donald, si quieres abrirlo, ábrelo de una vez —dijo Gardner.

Tras lanzarle una última mirada a Jacobsen, Hicks hizo una señal a un operario que llevaba un destornillador eléctrico. Un chirrido agudo quebró el silencio, y uno a uno los tornillos del féretro fueron retirados. Observé a Jacobsen, pero su rostro no dejaba intuir sus sentimientos lo más mínimo. Debió de percatarse de que la estaba mirando, porque sus ojos grises se encontraron brevemente con los míos. Por un segundo pude percibir su rabia, pero enseguida apartó la mirada.

Tras extraer el último tornillo, un segundo operario ayudó al primero a retirar la tapa. Estaba combada, de modo que les costó un poco soltarla.

—¡La madre que me parió! —exclamó uno de los operarios, apartando la cara.

Del féretro emanaba un hedor insoportable, un olor nauseabundo a putrefacción concentrada. Los operarios se alejaron de un salto.

Yo me coloqué al lado de Tom para echar un vistazo.

Una inmunda sábana blanca cubría la mayor parte de los restos, dejando tan sólo el cráneo al descubierto. La mayor parte del cabello se había desprendido, aunque quedaban unos cuantos mechones finos pegados como telarañas sucias. El cuerpo había empezado a pudrirse, la carne parecía deshacerse sobre los huesos de resultas de la licuefacción del tejido blando provocada por las bacterias. Dado que el féretro estaba cerrado, el fluido resultante no había podido evaporarse; es lo que se conoce como licor de ataúd, era negro y viscoso y había dejado totalmente apelmazado el sudario de algodón que envolvía el cadáver.

—Felicidades, Lieberman —dijo Hicks echando una ojeada en el interior—. Todo tuyo.

Sin siquiera dirigir la mirada atrás, se fue hacia donde estaban los coches. Gardner se quedó mirando con asco el repugnante contenido del féretro, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo en un fútil intento por sustraerse al olor.

—¿Es normal?

—No —dijo Tom, clavando una mirada furiosa en Hicks.

—¿Alguna idea de cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntó Gardner volviéndose hacia York.

El propietario de la funeraria se había ruborizado.

—¡Por supuesto que no! ¡Y me molesta que sugiera que la culpa es mía! ¡Steeple Hill no se responsabiliza de lo que le ocurre a un féretro una vez enterrado!

—No he dicho que fuera culpa suya. —Y haciendo unas señas a los operarios agregó—: Tápenlo. Nos lo llevamos a la morgue.

Yo no había dejado de observar el macabro contenido del ataúd.

—Tom, fíjate en el cráneo —dije.

Tom seguía con los ojos fijos en el patólogo. Tras dirigirme una mirada interrogativa, hizo lo que le pedía y se le mudó el gesto.

—Dan, esto no te va a gustar.

—¿Qué es lo que no me va a gustar?

Antes de contestar, Tom dirigió una mirada significativa a York y los operarios.

—Señores, ¿nos perdonan un minuto? —dijo Gardner volviéndose hacia ellos.

Los operarios se fueron hacia la excavadora y encendieron unos cigarrillos. York se cruzó de brazos.

—Éste es mi cementerio. No me voy a ninguna parte.

Gardner exhaló un suspiro tal que se le ensancharon las aletas de la nariz.

—Señor York…

—¡Tengo derecho a saber qué pasa!

—Ni siquiera nosotros lo tenemos muy claro aún. Ahora, si no le importa…

Pero York no había terminado.

—He colaborado en todo lo que me han pedido —dijo levantando un dedo hacia Gardner—. Y no voy a permitir que se me culpe por esto. ¡Quiero que conste que Steeple Hill no es responsable de esto!

—¿Responsable de qué? —preguntó Gardner en un tono peligrosamente suave.

—¡De lo que sea! ¡De esto! —dijo York gesticulando como un loco en dirección al féretro—. Éste es un negocio respetable. No he hecho nada malo.

—Entonces no tiene de qué preocuparse. Le agradezco su ayuda, señor York. Enseguida enviaremos a alguien a hablar con usted.

York tomó aliento para protestar, pero el agente del TBI lo hizo desistir con una simple mirada. El enterrador cerró la boca de mala gana y se marchó con aire ofendido. Mientras se alejaba, Gardner se quedó mirándolo con la misma expectación que un gato que acecha a un pájaro; luego se volvió hacia Tom.

—¿Y bien?

—¿No dijiste que se trataba de un varón blanco?

—Así es. Willis Dexter, treinta y seis años, mecánico, fallecido en accidente de coche. Vamos, Tom, ¿qué es lo que has visto?

—David es quien se ha dado cuenta —dijo Tom dedicándome una sonrisa irónica—. Dejaré que sea él quien te dé la gran noticia.

«Muchas gracias». Me volví hacia el féretro sintiendo los ojos de Gardner y Jacobsen clavados en mí.

—Fíjense en la nariz —dije. El tejido blando se había descompuesto dejando a la vista una apertura triangular atravesada de restos de cartílago—. ¿Ven la parte inferior de la cavidad nasal, donde se une con el hueso que sujeta los dientes superiores? Debería haber un saliente, una afilada protuberancia ósea. Pero no hay nada; la cavidad se une progresivamente con el hueso subyacente. La forma de la nariz tampoco es normal. El puente es bajo y ancho, y la cavidad en sí, demasiado amplia.

Gardner soltó un improperio en voz baja.

—¿Está seguro? —preguntó, dirigiéndose a Tom más que a mí.

—Me temo que sí —respondió Tom chasqueando la lengua con fastidio—. Yo mismo me habría dado cuenta de haber tenido tiempo. Por sí solo, cualquiera de estos rasgos craneales sería un importante indicador de ascendencia. Cuando concurren, no dejan mucho lugar a dudas.

—¿Dudas sobre qué? —preguntó Jacobsen, intrigada.

—El saliente óseo que ha mencionado David es una característica facial de los blancos —dijo Tom—. Quienquiera que sea éste, no la presenta.

Jacobsen frunció el ceño al comprender lo que eso suponía.

—¿Quiere decir que es negro? Yo creía que Willis Dexter era blanco.

Gardner soltó un bufido de exasperación.

—Así es —dijo observando el cuerpo del féretro como si le echara la culpa de aquel desengaño—. Éste no es Willis Dexter.