Cuando el cuchillo vino hacia mí, fue como si todo empezara a moverse a cámara lenta. Intenté aferrarlo, pero era demasiado tarde. El filo se deslizó por mi mano, rebanándome la palma y los dedos hasta el hueso. Pude sentir la cálida humedad de la sangre manchándome la mano justo antes de que mis piernas cedieran. La sangre me empapó el pecho de la camisa, se acumuló sobre las baldosas blancas y negras del suelo y yo resbalé por la pared hasta el suelo.
Bajé la vista, vi la empuñadura del cuchillo sobresaliendo de forma obscena de mi abdomen y abrí la boca para gritar…
—¡No!
Me incorporé de un salto, resollando. Podía sentir la sangre sobre mí, cálida y húmeda. En un arrebato de frenesí, me sacudí las sábanas de encima para verme el abdomen a la tenue luz de la luna, pero en mi piel no había nada. Ni rastro del cuchillo ni de la sangre. Sólo una película de sudor pegajoso y la cicatriz cual furioso ribete bajo mis costillas.
«Por Dios». Al reconocer la habitación del hotel y darme cuenta de que estaba solo, me dejé caer aliviado.
«Sólo era un sueño».
El corazón empezó a latir con más normalidad y el pulso dejó de oprimirme los oídos. Saqué las piernas por el lateral de la cama y, temblando todavía, me senté junto al borde. El reloj de la mesita de noche marcaba las cinco y treinta minutos. La alarma estaba programada para al cabo de una hora, pero, aunque hubiera querido, no habría valido la pena intentar conciliar otra vez el sueño.
Entumecido, me levanté y encendí la luz. Empezaba a arrepentirme de haber aceptado la propuesta de Tom de ayudarlos a examinar el cadáver de la cabaña. «Una ducha y a desayunar. Luego lo verás todo mejor».
Dediqué quince minutos a realizar mis ejercicios para fortalecer los músculos abdominales, luego fui al cuarto de baño y abrí la ducha. Puse la cara bajo el chorro caliente y dejé que los aguijonazos del agua arrastrasen consigo los persistentes efectos del sueño.
Cuando salí, los últimos vestigios del sueño habían desaparecido por el desagüe. En la habitación había una cafetera, la puse en marcha mientras me vestía y encendía el ordenador. Debía de ser última hora de la mañana en el Reino Unido. Sorbí el café solo mientras comprobaba el correo. Nada urgente; respondí los mensajes que lo requerían y dejé el resto para más tarde.
El restaurante de abajo ya estaba abierto para el desayuno, pero yo era el único huésped. Dejé atrás los gofres y los panqueques y opté por una tostada con huevos revueltos. Al entrar estaba hambriento, pero luego me pareció demasiado y no conseguí comerme ni la mitad. Tenía un nudo en el estómago, aunque no acertaba a saber por qué. Tan sólo iba a ayudar, a Tom a hacer algo que yo mismo había hecho un sinfín de veces y en circunstancias francamente peores que ésas.
Pero por más que me lo repitiera, no me sentía mejor.
Cuando salí a la calle empezaba a amanecer. El aparcamiento todavía estaba oscuro, pero el profundo azul del cielo comenzaba a palidecer, cruzado por deslumbrantes rayos de oro en el horizonte.
Había alquilado un Ford, cuyas sutiles diferencias de diseño y transmisión automática eran una prueba más de que me encontraba en un país distinto. Pese a lo temprano de la hora, las calles ya estaban concurridas. Hacía una mañana magnífica. Teniendo en cuenta el grado de urbanización de Knoxville, aquella parte de Tennessee Este seguía conservando un verdor exuberante. El sol primaveral no era tan intenso como para que las camisas se pegaran al cuerpo como ocurre en pleno verano, y a esa hora del día el aire conservaba aún el frescor nocturno, virgen aún de los gases del tráfico.
El trayecto hasta el Centro Médico de la Universidad de Tennessee apenas duraba veinte minutos. La morgue no se encontraba en la misma zona del campus que el centro, pero conocía el camino por las otras veces que había estado ahí.
El tipo de la recepción de la morgue era tan corpulento que a su lado la mesa parecía de juguete. Su volumen de carne era tal que parecía que no tuviera huesos y, en su muñeca, la correa del reloj se hundía como un hilo de cortar en una barra de queso. Al identificarme, advertí un leve resuello nasal.
—Sala de autopsias número cinco. Pase la puerta y tome el pasillo —dijo con una voz incongruentemente aguda para alguien de su corpulencia. Me tendió un pase electrónico y, con una sonrisa angelical, añadió—: No tiene pérdida.
Abrí la puerta con el pase y accedí al recinto de la morgue. Me recibió un familiar latigazo olfativo a base de formaldehído, lejía y desinfectante. Tom estaba ya en la sala de autopsias, vestido con un pijama quirúrgico y un delantal de caucho. Sobre una mesa de trabajo cercana había un reproductor de CD portátil en el que sonaba a volumen moderado un ritmo de tambores que no supe reconocer. Junto a Tom había otro hombre que, con un atuendo similar, estaba lavando un cuerpo tendido sobre la mesa de aluminio para limpiarlo de insectos y larvas de moscarda.
—Buenos días —dijo Tom de buen humor mientras la puerta se cerraba detrás de mí.
—¿Buddy Rich? —pregunté haciendo un gesto con la cabeza en dirección al CD.
—Ni te has acercado. Louie Belson —dijo Tom apartándose de la chorreante cavidad torácica—. Llegas pronto.
—No tanto como tú.
—Quería radiografiar el cuerpo y enviar los dientes al TBI. —Y señalando al joven que seguía lavando el cuerpo, dijo—: David, te presento a Kyle, uno de los ayudantes de la morgue. Le he pedido que me ayudara hasta que llegases, pero no se lo digas a Hicks.
Los ayudantes de la morgue dependían de la oficina del examinador médico, lo cual quería decir que, técnicamente, Hicks era el jefe de Kyle. Me había olvidado de que el patólogo tenía ahí su despacho y no envidiaba a nadie que tuviera que estar a sus órdenes. Kyle, no obstante, no parecía preocupado. Era alto, de estructura robusta sin llegar a gordo. Bajo una mata de pelo revuelto escondía una cara sonriente y de gruesos cachetes.
—Hola —saludó levantando una mano enguantada.
—También vendrá una de mis estudiantes a echarnos una mano —continuó Tom—. En realidad no se necesitan tres personas, pero le prometí que la dejaría ayudar en el próximo examen que realizara.
—Pues si no me necesitas…
—Hay mucho que hacer. Aunque eso sí, terminaremos antes. —La sonrisa de Tom daba a entender que no lograría escabullirme con tanta facilidad—. Encontrarás la ropa y lo demás en el vestuario que hay al fondo del pasillo.
Tenía el vestuario entero para mí. Dejé la ropa en una taquilla y me puse el pijama quirúrgico y el delantal de caucho. Nos disponíamos a acometer la que acaso fuera la parte más desagradable del oficio y sin duda una de las más sucias. Las pruebas de ADN pueden durar hasta ocho semanas, y las huellas dactilares sólo permiten identificar a la víctima si ésta tiene antecedentes. Sin embargo, por descompuesto que esté un cuerpo, la identidad de la víctima y, en ocasiones, también la causa de su muerte pueden determinarse a partir del propio esqueleto. Claro que para ello hay que retirar hasta la última capa de tejido blando.
Y no es un trabajo agradable.
Cuando volví a la sala de autopsias, me detuve un momento ante la puerta. Se oía a Tom tarareando ritmos de jazz sobre el sonido del agua corriente. «¿Y si cometes otro error? ¿Y si resulta que esto ya no es lo tuyo?»
Pero no podía permitirme pensar de esa manera. Abrí la puerta y entré. Kyle había terminado de lavar el cuerpo. Chorreantes de agua, los restos del cadáver relucían como si los hubieran barnizado.
Tom estaba junto a un carrito de instrumental. Tomó un par de tijeras quirúrgicas y mientras yo me acercaba colocó la deslumbrante lámpara de operaciones encima del cuerpo.
—Muy bien, manos a la obra.
Vi mi primer cadáver cuando era estudiante. Era una mujer joven, de no más de veinticinco o veintiséis años, que había muerto durante el incendio de una casa. El humo la había asfixiado, pero las llamas no habían alcanzado su cuerpo. Estaba tendida sobre una fría mesa, iluminada por la deslumbrante y reveladora luz del depósito. Tenía los ojos entreabiertos, a través de los párpados se apreciaban dos rendijas de color blanco mate, y la punta de la lengua sobresalía ligeramente entre los labios exangües. Lo que más me sorprendió fue lo quieta que estaba: congelada e inmóvil como una fotografía. Sus acciones, su existencia y sus deseos habían tocado a su fin. Para siempre.
Aquella constatación supuso para mí una sacudida casi física. En ese momento supe que por más que hiciera, por más que aprendiera, siempre habría un misterio que sería incapaz de explicar. Durante los años siguientes eso no hizo sino aumentar mi determinación para resolver otros enigmas más tangibles.
Luego llegaría la muerte de Kara y Alice, mi mujer y mi hija de seis años, en un accidente de coche. De pronto la muerte dejaba de ser una cuestión académica.
Durante un tiempo me recluí en mi profesión inicial como médico, creyendo que así lograría hallar, ya que no respuestas, sí al menos cierta paz. Pero me engañaba: como Jenny y yo averiguamos a nuestra costa, no podía rehuir mi oficio. No sólo era mi trabajo, sino que formaba parte de mí. O por lo menos eso pensaba hasta que aquel cuchillo se hundió en mi abdomen.
Después de eso perdí toda certeza.
Intenté dejar a un lado mis dudas mientras trabajaba con los restos de la víctima. Tras recoger muestras de tejido y fluidos para mandar al laboratorio, corté con cuidado el músculo, el cartílago y los órganos internos con un escalpelo, despojando literalmente el cuerpo de los últimos vestigios de humanidad. Quienquiera que fuese, era un tipo corpulento. Habría que realizar una medición más precisa a partir del esqueleto, pero deduje que al menos medía metro ochenta y cinco y era de constitución fuerte.
Ni mucho menos un alfeñique.
Trabajamos casi en silencio, Tom era el único que tarareaba con aire ausente las canciones de Dina Washington mientras Kyle enrollaba la manguera y limpiaba la bandeja donde habían caído los insectos y demás detritos del cuerpo tras el lavado. Empezaba a enfrascarme en mi tarea cuando la doble puerta de la sala de autopsias se abrió de forma abrupta.
Era Hicks.
—Buenos días, Donald —saludó Tom con voz agradable—. ¿A qué se debe este placer?
El patólogo no se dignó contestar. Su calva cabeza refulgía como el mármol bajo la luz brillante.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Webster? —espetó fulminando a Kyle con la mirada—. Llevo rato buscándote.
—Yo sólo… —dijo Kyle sonrojándose.
—Ya casi ha terminado —terció Tom con calma—. Le he pedido que me ayude. Dan Gardner quiere un informe cuanto antes. Claro que si tienes alguna objeción…
Si la tenía, Hicks se la calló y volvió a arremeter contra Kyle.
—Tengo una autopsia esta mañana. ¿Está lista la sala?
—Ehm, no, pero le he pedido a Jason que…
—Te dije que te encargaras tú, no Jason. Estoy seguro de que el doctor Lieberman y su ayudante pueden arreglárselas solos mientras tú haces el trabajo por el que te pagan.
Tardé un par de segundos en darme cuenta de que se refería a mí.
—Seguro que sí —dijo Tom con una fina sonrisa.
Hicks se sorbió la nariz, contrariado por el hecho de que Tom no entrara en la confrontación.
—Lo quiero todo listo para dentro de una hora. Asegúrate de que sea así.
—Sí, señor. Lo lamento… —dijo Kyle, pero el patólogo ya había dado media vuelta.
La pesada puerta se cerró de un portazo detrás de él.
—Bueno, supongo que ahora todos nos sentimos mejor —dijo Tom para romper el silencio—. Lo siento, Kyle, no era mi intención meterte en un lío.
El joven sonrió, pero sus mejillas aún ardían.
—No pasa nada. Pero el doctor Hicks tiene razón. Debería ir a…
La puerta se abrió de golpe antes de que pudiera terminar. Por un segundo pensé que debía tratarse de Hicks otra vez, pero en lugar del patólogo apareció en la sala una mujer de aspecto acongojado.
Supuse que sería la estudiante que Tom había mencionado, la que había de venir a ayudarnos. Tendría algo más de veinte años e iba vestida con una camiseta rosa descolorida y unos pantalones de montaña gastados; debido a su robusta complexión, ambas prendas le quedaban ajustadas. Llevaba el pelo teñido de rubio y ceñido con una diadema blanca a topos, y las gafas redondas le conferían una apariencia asustadiza pero afable. Su atuendo debería haber desentonado con las bolas de acero y los aros que le tachonaban orejas, nariz y cejas, pero por alguna razón no era así. Una vez superada la sorpresa inicial, todo aquel despliegue de metalistería parecía favorecerle.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado empezó a hablar de forma atropellada.
—¡Madre mía, no puedo creer que llegue tarde! ¡He salido temprano para que me diera tiempo de pasar por el centro a echar un vistazo a mi proyecto, pero se me ha ido el santo al cielo! Lo siento muchísimo, doctor Lieberman.
—Bueno, ahora ya estás aquí —dijo Tom—. Summer, creo que no conoces al doctor David Hunter. Es británico, pero no se lo tengas en cuenta. Y él es Kyle. Ha defendido el fuerte hasta tu llegada.
—Encantado —dijo Kyle al tiempo que desplegaba una sonrisa aturdida.
—Hola —dijo Summer, sonriendo a su vez y revelando una ortodoncia de aspecto industrial. Echó un vistazo al cuerpo, con interés más que con revulsión. La imagen habría sido chocante para cualquiera, pero en el centro los estudiantes se preparan para enfrentarse a realidades tan desagradables como ésa—. Todavía no me he perdido nada, ¿verdad?
—No, aún está muerto —dijo Tom para tranquilizarla—. Ya sabes dónde están las cosas, ve a cambiarte.
—Enseguida —dijo, y al dar media vuelta el bolso se le enganchó con un carrito de acero inoxidable repleto de instrumental—. Lo siento —añadió estabilizándolo antes de desaparecer por la puerta.
En la sala de autopsias volvió a reinar una extraña calma.
—Summer es nuestro torbellino residente —dijo Tom con media sonrisa.
—Me he dado cuenta —respondí.
Kyle seguía mirando la puerta con expresión absorta. Tom me lanzó una mirada burlona y se aclaró la garganta.
—¿Las muestras, Kyle?
—¿Las qué? —dijo el técnico sobresaltado, como si hubiera olvidado que estábamos ahí.
—Ibas a empaquetarlas para el laboratorio.
—Ah, sí. Claro, enseguida.
Tras echar una última mirada de esperanza hacia las puertas, Kyle recogió las muestras y se marchó.
—Creo que podemos decir que a Summer le ha salido un admirador —comentó Tom con socarronería.
Acto seguido se dio la vuelta de espaldas a la mesa y, con un repentino gesto de dolor, empezó a palparse el esternón como si le costara tomar aire.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
—No es nada. Hicks provoca acidez a cualquiera —dijo él.
No tenía buen color. Acercó la mano a la bandeja del instrumental y ahogó un grito de dolor.
—Tom…
—Estoy bien, ¡maldita sea! —dijo levantando la mano como para apartarme, pero acto seguido lo convirtió en un gesto de disculpa—. Estoy bien, de verdad.
No le creí.
—Llevas de pie desde antes de que yo llegara. ¿Por qué no te tomas un descanso?
—Porque no tengo tiempo —dijo irritado—. Le he prometido a Dan un informe preliminar.
—Y lo tendrá. Summer y yo podemos ocuparnos de terminar de retirar el tejido blando.
Aunque a regañadientes, aceptó.
—Quizá unos minutos tan sólo.
Me quedé mirándolo mientras se iba, sorprendido por su frágil aspecto. Nunca había sido un hombre con un físico imponente, pero era como si las carnes se le hubiesen derretido. «Se está haciendo viejo». Era ley de vida, pero no por eso era más fácil aceptarlo.
Hacía rato que el disco de Tom había terminado, sumiendo la sala de autopsias en silencio. Fuera se oyó un teléfono. Como nadie lo cogía, al final dejó de sonar.
Volví con los restos de la víctima. El esqueleto ya estaba casi totalmente despojado de carne, apenas quedaba tejido blando residual, que había que retirar hirviéndolo con detergente. Puesto que era imposible sumergir el esqueleto entero en un tanque, era necesario proceder a una operación previa algo macabra.
Desarticularlo.
Había que amputar cráneo, pelvis, piernas y brazos, y para ello se requería tanto tacto como fuerza bruta. Debía consignarse cualquier daño que sufrieran los huesos a fin de no confundirlo con traumatismos peri mórtem. Cuando Summer volvió, yo ya había emprendido la laboriosa operación de separar el cráneo, para lo cual había que seccionar el cartílago entre la segunda y la tercera vértebra cervical.
Con el pijama quirúrgico y el delantal, Summer desentonaba menos con la morgue, excepción hecha de los pendientes en nariz y orejas. Su pelo teñido quedaba oculto bajo un gorro desechable.
—¿Dónde está el doctor Lieberman? —preguntó.
—Ha tenido que salir —dije sin entrar en detalles.
Lo último que Tom habría querido era que sus estudiantes supieran que estaba enfermo.
Summer asintió y dijo:
—¿Quiere que empiece con el detergente?
No estaba seguro de cómo habría querido proceder Tom, pero me pareció tan buena idea como cualquier otra. Empezamos a llenar grandes cubas de acero inoxidable con una solución de detergente y las pusimos a hervir sobre unos quemadores de gas. A pesar de que la potente campana extractora situada encima de los quemadores absorbía la mayor parte del vapor y el humo, el olor resultante de la combinación de la lejía con el tejido blando hirviendo recordaba de manera desconcertante tanto al de la colada como al de un mal restaurante.
—¿Conque es usted británico? —preguntó Summer mientras trabajábamos.
—Así es.
—¿Y qué le trae por aquí?
—Una estancia de investigación.
—¿No hay centros de investigación en el Reino Unido?
—Sí, pero no como éste.
—Ya, la verdad es que este sitio es genial. —Sus grandes ojos me miraron a través de las gafas—. ¿Cómo trabajan los antropólogos forenses ahí?
—En general, con frío y humedad.
Se echó a reír.
—Aparte de eso. ¿Hay alguna diferencia?
En realidad no me apetecía hablar de ese tema, pero la muchacha sólo pretendía ser agradable.
—Bueno, la base es la misma, pero hay algunas diferencias. No tenemos tantas agencias de orden público como aquí. —A ojos de un extranjero, Estados Unidos se caracterizaba por un número inconcebible de sheriffs y departamentos de policía autónomos, por no hablar de los cuerpos estatales y federales—. Pero la principal diferencia es el clima. A menos que sea un verano insólito, normalmente los cuerpos no se secan tanto como aquí. Las descomposiciones suelen ser húmedas, con más moho y limo.
—Qué asco —dijo ella torciendo el gesto—. ¿Nunca ha pensado en trasladarse?
Al oír esto no pude evitar soltar una carcajada.
—¿Y venir a trabajar al Cinturón del Sol, quieres decir? No, me temo que no. —Pero ya había hablado bastante de mí mismo—. ¿Y qué hay de ti? ¿Cuáles son tus planes?
Summer se lanzó a una animada descripción de cómo había sido su vida hasta el momento, de sus ambiciones para el futuro, de cuando había trabajado en un bar de Knoxville para reunir el dinero suficiente para comprarse un coche. Yo no hablé mucho, prefería dejarla que siguiera con su monólogo. Aparte de no entorpecer su trabajo, aquel torrente de palabras me ayudó a relajarme, tanto es así que cuando Tom volvió advertí para mi sorpresa que habían transcurrido casi dos horas.
—Veo que habéis adelantado —dijo en tono de aprobación.
—Ha sido bastante sencillo.
No quise preguntarle cómo se encontraba en presencia de Summer, pero a simple vista advertí que estaba mejor. Esperó a que la muchacha volviera a los recipientes que borboteaban sobre los quemadores y entonces me llevó a un lado.
—Siento haber tardado tanto, he estado hablando con Dan Gardner. Han encontrado algo interesante. No hay ningún registro de huellas que corresponda a Terry Loomis, el tipo cuya billetera encontraron en la cabaña, de modo que necesitan que les confirmemos si éste es su cuerpo —dijo señalando los restos—. Lo que sí han encontrado son resultados para la huella de la cajita del carrete. Corresponde a un tal Willis Dexter. Blanco, treinta y seis años y mecánico en Sevierville.
Sevierville es una pequeña localidad no muy lejos de Gatlinburg, a una treintena de kilómetros de la cabaña de montaña donde había aparecido el cuerpo.
—Buenas noticias, ¿no?
—Eso parece —asintió Tom—. Dexter estaba fichado desde hace tiempo por conducir bajo los efectos del alcohol. En la cabaña encontraron otras huellas que también corresponden a él. Una de ellas estaba en un recibo de tarjeta de crédito expedido hace una semana que hallaron en la billetera de Loomis.
Todos aquellos datos apuntaban a que Terry Loomis era la víctima y Willis Dexter el asesino. Pero algo en la manera de hablar de Tom me decía que la cosa no era tan simple.
—Entonces, ¿lo han detenido?
—Bueno, aquí radica el problema. Por lo visto Willis Dexter se mató en un accidente de coche hace seis meses.
—Tiene que haber algún error —dije.
O bien las huellas no eran suyas o bien el nombre del certificado de defunción estaba equivocado.
—Digo yo que sí —dijo Tom colocándose otra vez las gafas—. Por eso mañana a primera hora iremos a exhumar su tumba.
Tienes nueve años cuando ves el primer cadáver. Llevas la ropa de los domingos y alguien te acompaña hasta una sala con unas cuantas sillas de madera encaradas hacia un féretro reluciente. El ataúd descansa sobre unos caballetes cubiertos con un viejo paño de terciopelo negro. De una de las esquinas cuelga un trozo de tela trenzada de color rojo sangre. Te distraes al ver que la trenza describe un ocho casi perfecto, por eso hasta que no estás prácticamente encima no se te ocurre mirar en el interior del féretro.
Dentro yace tu abuelo. Tiene un aspecto… distinto. Su rostro parece como de cera, tiene las mejillas hundidas, como cuando se le olvida ponerse la dentadura. Aunque tiene los ojos cerrados, notas que también en ellos hay algo anormal.
Te quedas quieto como un muerto y sientes una opresión en el pecho que te resulta familiar. Una mano te toca la espalda y te empuja hacia delante.
—Vamos, míralo.
Reconoces la voz de tu tía. No era necesario que te animara a acercarte. Te sorbes la nariz y, de repente, alguien te suelta un pescozón.
—¡El pañuelo! —murmura tu tía.
Pero por una vez no estabas intentando contener el goteo casi permanente de tu nariz. Lo único que querías era distinguir qué olores se ocultaban bajo el perfume y las velas aromáticas.
—¿Por qué tiene los ojos cerrados? —preguntas.
—Porque está con el Señor —responde tu tía—. ¿Verdad que parece estar en paz? Es como si estuviera dormido.
Pero a ti no te parece que duerma. Es como si lo que yace en el féretro nunca hubiera estado vivo. Lo observas, tratando de dilucidar qué es exactamente lo que ha cambiado, hasta que por fin alguien te aparta.
Durante los años siguientes cada vez que recuerdas el cadáver de tu abuelo vuelves a sentir el mismo asombro, la misma opresión en el pecho. Es uno de tus recuerdos más valiosos. Pero no es hasta los diecisiete años que tiene lugar el acontecimiento que te cambia la vida.
Estás leyendo en un banco durante la pausa del almuerzo. El libro es una traducción de la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino que has robado de la biblioteca. Es un libro difícil e ingenuo, pero cuenta cosas interesantes. «La existencia de algo y su esencia son distintas». Te gusta esa idea, casi tanto como el aserto de Kierkegaard según el cual «la muerte es la luz en que las grandes pasiones, así las buenas como las viles, se vuelven transparentes». Todos los teólogos y filósofos que has leído se contradicen los unos a los otros y ninguno aporta auténticas respuestas. Con todo, dan más en el clavo que las pedantescas osadías de Camus y Sartre, quienes ocultan su ignorancia tras una máscara de ficción. A tu lado se quedan pequeños, igual que ocurrirá bien pronto con Aquino y los demás. En realidad, empiezas a pensar que no hallarás la respuesta en ningún libro. ¿Dónde, pues?
Últimamente en casa se ha hablado mucho de dónde sacar el dinero para mandarte a la universidad. A ti no te preocupa. De alguna parte saldrá. Sabes desde hace años que eres especial, que el destino te depara grandes metas.
Es inevitable.
Masticas y tragas el bocadillo de forma mecánica mientras lees, sin disfrutar ni saborearlo. La comida no es más que combustible. En la última operación lograron curarte el goteo nasal que te arruinó la infancia, pero a qué precio: tu olfato está completamente quemado; a excepción de las comidas más condimentadas, todo te sabe insípido como el algodón.
Terminas el insulso bocadillo y guardas el libro. Acabas de levantarte del banco cuando se oye un chirrido de frenos seguido de un ruido sordo, carnoso. Alzas la vista y ves a una mujer que sale despedida. Parece sostenerse en el aire durante un momento antes de estrellarse casi a tus pies con las extremidades descoyuntadas. Se queda tendida con la espalda retorcida y la cara vuelta al cielo. Por un segundo sus ojos se encuentran con los tuyos, abiertos y llenos de espanto. Su mirada no transmite dolor ni miedo, sólo desconcierto. Desconcierto y algo más.
Conciencia de lo ocurrido.
En ese momento los ojos se apagan y el instinto te dice que la fuerza que animaba ese cuerpo ha desaparecido. Lo que yace a tus pies es una saca de carne y huesos rotos, nada más.
Estupefacto, te quedas ahí de pie mientras el resto de la gente se agolpa en torno al cuerpo, echándote a un lado hasta que lo pierdes de vista. No importa. Ya has visto lo que el destino quería que vieras.
Pasas la noche en vela, intentando recordar todos los detalles. Los nervios no te dejan respirar, presientes que algo extraordinario está a punto de ocurrir. Sabes que te ha sido dado asistir a un momento decisivo, a un hecho tan cotidiano como trascendental. Lo que te contraría es que por alguna razón el rostro de la mujer, esos ojos que parecían arder en los tuyos, te elude de forma desesperante. Quieres —es más, necesitas— recuperar ese momento para comprender lo ocurrido. Pero la memoria no está de tu parte, como no lo estuvo el día que miraste en el interior del féretro de tu abuelo. Es demasiado subjetiva; demasiado imprecisa. Algo tan importante precisa de un enfoque más clínico.
Más permanente.
Al día siguiente, retiras hasta el último centavo de tus ahorros para la universidad y te compras tu primera cámara.