3

La puerta de la cabaña estaba cerrada. Gardner se detuvo delante. Había dejado la americana con las cajas de los petos y se había puesto un par de chanclos y guantes de plástico. Acabó de colocarse una mascarilla quirúrgica de color blanco, inspiró hondo antes de abrir la puerta y entramos.

He visto cadáveres en toda clase de estados. Sé lo mal que huelen las distintas fases de la putrefacción e incluso soy capaz de distinguirlas. Me he encontrado con cuerpos quemados hasta los huesos y con otros reducidos a una especie de limo jabonoso tras varias semanas bajo el agua. Como imágenes no tienen nada de placenteras, pero forman parte ineludible de mi trabajo, y hasta entonces creía que estaba acostumbrado.

Sin embargo, nunca había visto algo como aquello. El hedor casi podía palparse. Pese al bálsamo mentolado, la fetidez de la carne en descomposición, dulzona y nauseabunda, como de queso rancio, se introducía en mis narinas como si la hubieran destilado y concentrado. La cabaña estaba infestada de moscas que pululaban excitadas en torno a nosotros, pero su presencia pasaba casi inadvertida en comparación con el calor.

El interior de la cabaña era como una sauna.

—Santo cielo… —exclamó Tom torciendo el gesto.

—Te he dicho que te quitaras los pantalones —dijo Gardner.

La estancia era pequeña y parcamente amueblada. Al vernos entrar, varios de los miembros del equipo forense interrumpieron su labor para mirarnos. Las persianas estaban subidas para permitir que entrara el sol por las ventanas que había a lado y lado de la puerta. El suelo era de tablones pintados de negro y estaba cubierto con unas alfombras raídas. En la pared de encima de la chimenea había colgadas un par de polvorientas cornamentas, y en la de enfrente había un fregadero sucio, una cocina y una nevera. El resto del mobiliario —televisor, sofá y sillones— había sido retirado para despejar el centro de la habitación, a excepción de una pequeña mesa de comedor. El cuerpo estaba tendido encima.

Estaba desnudo, tendido boca arriba con los brazos y piernas extendidos colgando junto a los bordes de la mesa. El torso, hinchado por los gases, parecía un petate que hubiera reventado por estar demasiado lleno. Una hilera de gusanos iba del torso al suelo, había tantos que parecían un reguero de leche hirviendo. Junto a la mesa había un calefactor de infrarrojos, cuyas tres barras tenían un color amarillo brillante. Mientras lo observaba, uno de los gusanos cayó sobre una de ellas y desapareció produciendo un chisporroteo sordo.

Completaba el retablo una silla de respaldo duro situada junto a la cabeza de la víctima. Su presencia parecía trivial hasta que uno pensaba por qué estaba ahí.

Alguien no había querido perderse un detalle de la escena.

Ninguno de nosotros había traspuesto el umbral. Hasta Tom parecía desconcertado.

—Está tal y como lo hemos encontrado —dijo Gardner—. He pensado que querrías tomarle la temperatura tú mismo.

Gardner acababa de apuntarse un tanto. La temperatura constituye un factor importante a la hora de determinar el tiempo transcurrido desde la muerte, pero eso es un detalle en el que la mayoría de los investigadores con los que me he encontrado no reparan siquiera. De todos modos, ese día casi habría deseado menos meticulosidad por su parte. La combinación de fetidez y calor era insoportable.

Tom asintió con aire ausente, sin apartar la mirada del cuerpo.

—¿Te importa hacer los honores, David?

Deposité el maletín en una zona de suelo despejada y lo abrí. Tom seguía utilizando muchos de los viejos instrumentos que usaba cuando lo conocí; aunque se veían gastados, todos y cada uno de ellos estaban dispuestos en su lugar correspondiente. Aunque en el fondo era un amante de todo lo clásico, no desdeñaba los beneficios que aportaban las nuevas tecnologías. Seguía llevando su viejo termómetro de mercurio, una elegante pieza de ingeniería hecha de cristal soplado a mano y acero trabajado, pero junto a éste había un nuevo modelo digital. Lo saqué, lo encendí y observé que los números de la pantalla empezaban a aumentar rápidamente.

—¿Tus hombres van a tardar mucho todavía? —preguntó Tom a Gardner al tiempo que echaba un vistazo a las figuras vestidas de blanco que estaban trabajando en la sala.

—Un poco. Hace demasiado calor para estar mucho tiempo dentro. Ya se me ha desmayado un agente.

Tom se inclinó sobre el cuerpo, evitando pisar la sangre reseca del suelo. Se ajustó las gafas para ver mejor.

—¿Tienes la temperatura, David?

Comprobé la pantalla. Ya estaba sudando.

—Cuarenta y tres grados coma cinco.

—¿Podemos apagar ya el maldito calefactor? —preguntó uno de los miembros del equipo forense, un tipo corpulento con una barriga que sobresalía del peto como un tonel. La parte de su cara visible bajo la mascarilla quirúrgica estaba roja e impregnada en sudor.

Miré a Tom en busca de su consentimiento. Asintió con un gesto de la cabeza.

—Y abramos las ventanas. Que entre un poco de aire.

—Por Dios bendito, menos mal —suspiró el tipo corpulento, y corrió a desconectar el calefactor. Cuando las barras de infrarrojos se apagaron, abrió las ventanas de par en par. En cuanto el aire fresco entró en la cabaña, hubo suspiros y murmullos de alivio.

Fui a donde estaba Tom, que contemplaba el cuerpo con abstraída concentración.

Gardner no había exagerado un ápice; no cabía duda de que se trataba de un homicidio. Alguien había colocado las extremidades de la víctima a los lados de la mesa y se las había atado a las patas de madera con cinta de embalaje. La piel estaba tensa como un tambor y presentaba el color del cuero envejecido, aunque resultaba imposible saber su grupo étnico. Las pieles blancas se oscurecen después de la muerte, mientras que las pieles oscuras a menudo se aclaran, lo cual impide reconocer su color y ascendencia. Lo más significativo eran las fisuras abiertas visibles a simple vista. Es natural que la piel se resquebraje a medida que el cuerpo se descompone y se hincha de gases, pero aquello tenía bien poco de natural. La sangre se había coagulado sobre la mesa y había manchado la alfombra de debajo. La causa no podía ser otra que una herida abierta, o acaso más de una, lo cual sugería que al menos parte de las lesiones de la epidermis habían sido infligidas mientras la víctima seguía con vida. Quizás eso explicaba también la presencia de tantas larvas de moscarda, ya que las moscas ponen sus huevos en cualquier abertura que encuentran.

Con todo, no recordaba haber visto nunca tantos gusanos en un solo cuerpo. De cerca, el olor a amoníaco era insufrible. Habían colonizado los ojos, la nariz, la boca y los genitales, eliminando toda huella del sexo de la víctima.

Mis ojos quedaron atrapados en los gusanos que se agitaban en la fisura abierta en el vientre, haciendo que la piel de alrededor se moviera como si hubiera cobrado vida. En un acto reflejo, me llevé la mano a la cicatriz del abdomen.

—¿David? ¿Te encuentras bien? —preguntó Tom con voz queda.

—Sí —respondí apartando la vista y empezando a sacar los frascos de muestras de la bolsa.

Podía sentir los ojos de Tom sobre mí, pero él, en vez de insistir, se dirigió a Gardner.

—¿Qué se sabe?

—No gran cosa —dijo Gardner con la voz amortiguada por la mascarilla—. Quienquiera que haya hecho esto es una persona metódica. No hay huellas en la sangre, lo que indica que el asesino sabía muy bien por dónde tenía que pisar. La cabaña fue alquilada el jueves a nombre de un tal Terry Loomis. No tenemos ninguna descripción. Tanto la reserva como el pago con cargo a la tarjeta de crédito se hicieron por teléfono. Tenía voz masculina, acento local y pidió que le dejaran la llave bajo el felpudo de la entrada. Dijo que iba a llegar tarde.

—Un tipo práctico —dijo Tom.

—Mucho. Aquí, con tal de que uno pague, no se preocupan demasiado del papeleo. El alquiler de la cabaña expiraba esta mañana, así que al ver que no le devolvían la llave, el encargado ha venido para echar un vistazo y asegurarse de que no faltase nada. Viendo esto, no sé por qué debía preocuparse —añadió echando un vistazo alrededor de la cabaña.

Tom no prestó atención al comentario.

—¿Dices que alquilaron la cabaña el jueves? ¿Estás seguro?

—Es lo que ha dicho el encargado. La fecha encaja con el registro y el recibo de la tarjeta de crédito.

Tom arrugó el ceño.

—Tiene que haber un error. Sólo hace cinco días.

Yo estaba pensando lo mismo. La descomposición estaba demasiado avanzada para un período tan corto de tiempo. La carne empezaba a presentar una consistencia cerosa resultado de la fermentación y el deterioro, y la piel curtida se desprendía como un traje arrugado. El calefactor podía haber acelerado el proceso hasta cierto punto, pero por sí solo no explicaba los elevados niveles de actividad larvaria. Aun con el calor y la humedad del verano de Tennessee habrían hecho falta unos siete días para alanzar ese estado.

—¿Estaban cerradas las puertas y ventanas cuando lo han encontrado? —le pregunté a Gardner sin pensar. «Menos mal que debías quedarte callado».

Éste frunció el labio, molesto, pero me contestó.

—Bajadas, cerradas y trabadas.

Espanté las moscas que volaban por mi cara. A estas alturas debería haberme acostumbrado a ellas.

—Demasiado insecto para una habitación cerrada —le comenté a Tom.

Asintió. Con cuidado, recogió con las pinzas uno de los gusanos del cuerpo y lo levantó para examinarlo a la luz.

—¿Qué me dices de esto?

Me acerqué para verlo más de cerca. Las moscas tienen tres fases larvarias o estadios, durante las cuales el tamaño de la larva aumenta de forma progresiva.

—Tercer estadio —observé, lo cual quería decir que debía de tener al menos seis días, probablemente más.

Tom asintió e introdujo la larva en un pequeño tarro con formaldehído.

—Y algunas ya se han convertido en pupas. Eso sitúa el momento de la muerte seis o siete días atrás.

—Pero no cinco —dije. La mano se me fue de nuevo al abdomen. La aparté. «Vamos, concéntrate». Hice un esfuerzo por centrarme en lo que estaba viendo—. Supongo que podrían haberlo matado en otro lugar y haberlo traído aquí post mórtem.

Tom vaciló. Vi que dos de los hombres vestidos de blanco intercambiaban una mirada y al momento me percaté de mi error. Sentí que me ruborizaba. «Menuda estupidez acabas de soltar…»

—Si la víctima hubiese estado muerta, no habría habido motivo para amarrarla a la mesa de manos y pies —dijo el criminalista corpulento, mirándome con suspicacia.

—Puede que en Inglaterra los cadáveres estén más animados que los de aquí —soltó Gardner impertérrito.

Hubo una oleada de carcajadas. La cara me ardía, pero ya no podía hacer nada para arreglarlo. «Idiota. ¿Se puede saber qué te pasa?»

Tom cerró la tapa del tarro con una estudiada impasibilidad en su rostro.

—¿Quién crees que es el tal Loomis, la víctima o el asesino? —le preguntó a Gardner.

—En la billetera hemos encontrado el permiso de conducir de Loomis y sus tarjetas de crédito, aparte de sesenta dólares en metálico. Lo hemos comprobado: treinta y seis años, blanco, empleado de seguros en Knoxville. Soltero, vive solo y no ha aparecido por el trabajo en los últimos días.

La puerta de la cabaña se abrió y entró Jacobsen. Como Gardner, se había puesto chanclos y guantes, pero incluso así estaba casi elegante. No llevaba mascarilla, y cuando se acercó a su compañero vi que estaba pálida.

—De modo que, a menos que el asesino reservara este lugar a su nombre y tuviera la consideración de haber olvidado aquí sus documentos, lo más probable es que éste sea Loomis o cualquier otro varón de quien nada sabemos —dijo Tom.

—Más o menos —dijo Gardner, a quien en ese instante interrumpió un agente que apareció por la puerta.

—Señor, aquí fuera hay alguien que quiere verle.

—Vuelvo enseguida —le dijo Gardner a Tom, y salió.

Jacobsen se quedó en la cabaña. Todavía estaba pálida, pero se mantenía de brazos cruzados como disimulando todo asomo de debilidad.

—¿Cómo saben que se trata de un varón? —preguntó. En un acto reflejo, sus ojos se dirigieron a la ingle del cadáver, pero los apartó al instante—. Yo no veo nada que lo demuestre.

Su acento no era tan fuerte como otros, pero sí lo bastante pronunciado como para saber que era de la zona. Miré a Tom, pero estaba absorto en el cuerpo. O al menos lo simulaba.

—Bien, aparte de la complexión… —dije.

—No todas las mujeres son pequeñas.

—No, pero así de altas no hay muchas. Además, por corpulenta que fuera, una mujer tendría una estructura ósea más delicada, sobre todo en el cráneo. Eso es…

—Ya sé lo que es un cráneo.

«Señor, qué susceptible».

—Lo que iba a decir es que generalmente eso es un buen indicador del sexo —terminé.

Ella levantó la barbilla con obstinación, pero se abstuvo de hacer ningún comentario más. Tom, que hasta entonces había estado examinando la boca, se levantó.

—David, échale un vistazo a esto.

Se apartó y fui hacia ahí. Gran parte del tejido blando de la cara había desaparecido; los ojos y la cavidad nasal eran un nido de gusanos. Los dientes podían verse casi enteros, y donde deberían haber estado las encías la dentina presentaba un tono rojizo.

—Dientes rosados —dije.

—¿Lo habías visto antes? —preguntó Tom.

—Una vez, tal vez dos.

Pero no era algo habitual. Y menos en una situación como aquélla.

—¿Dientes rosados? —preguntó Jacobsen, que nos había oído.

—Se produce cuando la hemoglobina de la sangre penetra en la dentina —expliqué—. Los dientes adquieren un color rosado bajo el esmalte. A veces aparece en víctimas de ahogamiento que han permanecido un tiempo en el agua, ya que tienden a flotar cabeza abajo.

—La verdad, dudo mucho que estemos ante un caso de ahogamiento —dijo Gardner, cerrando de golpe la puerta de la cabaña.

Con él iba otro hombre. El recién llegado también llevaba chanclos y guantes, pero no me dio la impresión de que fuera un agente de policía ni del TBI. Andaría sobre la cuarentena y, sin ser del todo gordo, tenía una complexión redonda, de persona bien alimentada. Vestía unos chinos y una chaqueta de gamuza ligera sobre una camisa de color azul pálido, y una sombra que no alcanzaba del todo a ser barba cubría sus abultadas mejillas.

No obstante, ese aspecto aparentemente desenfadado resultaba demasiado artificial, como copiado de un anuncio de revista. La ropa era demasiado cara y excesivamente bien cortada, la camisa llevaba desabrochado un botón de más. Y la barba, como el pelo, era tan uniforme que por fuerza tenía que habérsela arreglado con esmero.

Entró en la cabaña rezumando seguridad en sí mismo. Su media sonrisa no desapareció ni siquiera al observar el cuerpo amarrado a la mesa.

Gardner se había quitado la mascarilla, acaso por deferencia hacia el recién llegado, que no llevaba.

—Profesor Irving, supongo que no conoce a Tom Lieberman, ¿verdad?

El recién llegado se volvió sonriendo hacia Tom.

—No, me temo que nuestros caminos no se han cruzado. Discúlpeme si no le doy la mano —dijo enseñando los guantes con exagerado ademán.

—El profesor Irving es experto en perfiles de personalidad criminal y ha colaborado con el TBI en varias ocasiones —explicó Gardner—. Queríamos someter este caso a una perspectiva psicológica.

Irving esbozó una sonrisa modesta.

—En realidad, prefiero llamarme «behaviorista». Pero no vamos a discutir por un título.

«Acabas de hacerlo», pensé, pero me dije que no debía pagar con él mi mal humor.

La sonrisa de Tom fue de pura indiferencia, sin perder la calma.

—Encantado de conocerle, profesor Irving. Este es mi amigo y colega, el doctor Hunter —añadió, corrigiendo la omisión de Gardner.

Irving me saludó con un gesto cordial, pero era obvio que no me prestaba gran atención. De hecho, tenía ya los ojos puestos en Jacobsen, a quien dedicó una amplia sonrisa.

—Creo que no recuerdo su nombre.

—Diane Jacobsen —dijo ella un tanto nerviosa, y al dar un paso adelante a punto estuvo de derrumbarse la fachada de impavidez de que había hecho gala hasta entonces—. Un placer conocerle, profesor Irving. He leído muchos de sus trabajos.

La sonrisa de Irving se ensanchó más si cabe. No pude evitar fijarme en la artificial blancura y simetría de sus dientes.

—Espero que sean merecedores de su aprobación. Pero, por favor, llámame Alex.

—Diane se especializó en psicología antes de incorporarse al TBI —apuntó Gardner.

El profesor enarcó las cejas.

—¿De verdad? En ese caso tendré que poner especial énfasis en no meter la pata.

Al final no le dio una palmadita en la cabeza, pero poco le faltó. Al fijarse en el cuerpo, su sonrisa mudó en una mueca de desagrado.

—Este tipo ha visto días mejores, ¿eh? ¿Podéis acercarme un poco más de bálsamo?

La petición no iba dirigida a nadie en particular. Al cabo de un instante, una mujer del equipo forense salió a buscarlo a regañadientes. Irving juntó las manos y escuchó sin hacer comentarios la información que le daba Gardner. Cuando la agente volvió, el profesor cogió el bálsamo sin ni siquiera un gesto de agradecimiento, se lo untó sobre el labio superior y se lo tendió de nuevo a la mujer.

La agente se quedó mirando el tarro antes de aceptarlo.

—A su disposición.

Si Irving captó el sarcasmo, no dio muestras de ello. Tom me miró divertido mientras cogía otro frasco de muestras de la bolsa y volvía al cuerpo.

—Preferiría que esperase a que yo termine, si hace el favor.

Irving había hablado sin mirarlo, como dando por hecho que todos los presentes estábamos ahí para acatar sus deseos. Vi un destello de irritación en los ojos de Tom y por un momento creí que iba a contestarle, pero antes de que pudiera hacerlo su rostro se contrajo con un espasmo repentino. Fue tan fugaz que bien podría habérmelo imaginado, de no ser por su palidez.

—Creo que voy a tomar un poco de aire fresco. Hace demasiado calor en esta cabaña del demonio.

Me pareció que le costaba llegar a la puerta, así que fui detrás de él, pero me detuvo con un movimiento de la cabeza.

—No hace falta que vengas. Puedes empezar a sacar fotografías cuando el profesor Irving haya terminado. Sólo voy a beber un poco de agua.

—Hay botellas en frío en una nevera al lado de las mesas —dijo Gardner.

Aunque aún me sentía preocupado, lo dejé salir; estaba claro que a Tom no le apetecía llamar la atención. Nadie más parecía haberse dado cuenta de que algo no iba bien. Excepto Irving y yo, los demás lo tenían de espaldas, aunque el profesor, que escuchaba las explicaciones de Gardner con la mano en la barbilla, no se había percatado, abstraído como estaba observando el cadáver tendido encima de la mesa. Cuando el agente del TBI hubo terminado no se movió ni dijo nada, sino que se mantuvo en esa pose de contemplación profunda. «Pose, ésa es la palabra». Me dije que no debía ser tan duro con él.

—Te habrás dado cuenta de que estamos ante un asesino en serie —comentó moviéndose por fin.

—No lo sabemos con certeza —dijo Gardner con voz lastimera.

—Oh, pues yo creo que sí —rebatió Irving con una sonrisa de suficiencia—. Fíjate en la disposición del cuerpo. Lo han preparado para cuando llegáramos: desnudo, inmovilizado y muy probablemente torturado. Y boca arriba. No hay signos de incomodidad ni de arrepentimiento, ni siquiera han intentado cerrarle los ojos a la víctima ni colocarla boca abajo. Todo indica que el tipo que ha hecho esto lo tenía todo calculado y que se recreó. El asesino se sentía satisfecho con lo que había hecho, por eso quería que lo viéramos.

Gardner aceptó la noticia con resignación. Seguramente en el fondo se lo temía.

—Entonces ¿crees que el asesino es un varón?

—Por supuesto —respondió Irving, riendo como si Gardner acabara de hacer un chiste—. Al margen de cualquier otra prueba, está claro que la víctima era corpulenta. ¿Crees que una mujer habría sido capaz de hacer esto?

«Se sorprendería si supiera de lo que son capaces algunas mujeres». Noté que la cicatriz volvía a picarme.

—Tenemos ante nuestros ojos un derroche de arrogancia enorme, monumental —continuó Irving—. El asesino debía de saber que encontrarían el cuerpo en cuanto terminase el período del alquiler. Por Dios, pero si hasta ha dejado la billetera para que pudierais identificar a la víctima. No, esto no es un caso aislado. Nuestro amigo acaba de empezar.

Parecía complacerse con el pronóstico.

—Puede que la billetera no pertenezca a la víctima —dijo Gardner sin entusiasmo.

—Discrepo. El asesino es demasiado reflexivo como para dejar este cabo suelto. Apuesto a que incluso fue él mismo quien reservó la cabaña. No me creo que pasara por aquí y liquidase al primero que encontró. Todo esto está demasiado bien planeado, demasiado bien orquestado. No, fue él quien hizo la reserva a nombre de la víctima y luego la trajo aquí. Un lugar tranquilo y aislado, sin duda escogido de antemano, donde podía torturar a su víctima a placer.

—¿Cómo está tan seguro de que han torturado a la víctima? —preguntó Jacobsen. Era la primera vez que hablaba desde la petulante entrada en escena de Irving.

El profesor parecía estar pasándolo en grande.

—Si no, ¿por qué iba a atarlo a la mesa? No sólo está inmovilizado, está sometido. El asesino quería tomarse su tiempo, disfrutar. Supongo que no hay manera de comprobar si hay restos de esperma o pruebas de agresión sexual, ¿verdad?

Tardé unos instantes en darme cuenta de que esa última pregunta iba dirigida a mí.

—No, cuando el cuerpo está tan descompuesto es imposible.

—Lástima —dijo como quien no está invitado a una cena—. De todos modos, por la cantidad de sangre que hay en el suelo, es evidente que la herida fue infligida mientras la víctima aún estaba viva. Además, creo que la mutilación genital es altamente significativa.

—No necesariamente —repuse al momento—. Las moscardas ponen sus huevos en cualquier abertura corporal, incluidas las ingles. Que haya insectos en actividad no implica que hubiera una herida. Claro que para determinarlo sería necesario realizar un examen completo.

—Cierto —dijo Irving sin perder la sonrisa—. Pero convendrá conmigo en que la sangre tuvo que salir de algún sitio, ¿no es así? ¿O es que el charco de debajo de la mesa se debe a un vertido de café?

—Lo único que digo… —empecé, pero Irving había dejado de escucharme. Al ver que se volvía hacia Gardner y Jacobsen cerré la boca furioso.

—Como iba diciendo, tenemos a una víctima atada y desnuda a la que han inmovilizado y muy probablemente mutilado. La pregunta es si las heridas fueron el resultado de un acceso de furia poscoital o de una tensión sexual frustrada. En otras palabras, ¿se las infligieron por lo que hizo o por lo que no hizo?

Sus palabras fueron acogidas con silencio. Hasta el equipo de técnicos forenses había interrumpido sus labores para escuchar.

—¿Cree que hay una motivación sexual? —preguntó Jacobsen, transcurrido un instante.

Irving fingió una expresión de sorpresa. Mi antipatía hacia él aumentaba por momentos.

—Lo siento, pensaba que era evidente teniendo en cuenta que la víctima estaba desnuda. Por eso la herida es importante. Nos enfrentamos a alguien que, o bien rechaza su sexualidad, o bien se siente incómodo con ella y desplaza hacia la víctima el desprecio que siente hacia sí mismo. En cualquier caso, no es un homosexual declarado. Podría estar casado y ser un individuo perfectamente integrado en la sociedad. Quizás es uno de esos que se las dan de conquistadores. Esto lo ha hecho alguien que se odia a sí mismo y que exterioriza ese autodesprecio agrediendo a sus víctimas.

Jacobsen escuchaba con aire inexpresivo.

—Creía que había dicho que el asesino estaba orgulloso de lo que había hecho. Que no había signos de vergüenza ni de arrepentimiento.

—En este caso no los hay. Este asesinato es una forma de sacar pecho, un intento de convencer a todo el mundo, incluido él mismo, de lo grande y fuerte que es. En cuanto a la razón que le ha llevado a hacer algo así, eso ya es otro asunto. Es eso lo que lo incomoda.

—La víctima podría estar desnuda por otros motivos —dijo Jacobsen—. Podría ser una forma de humillarla o de ejercer control sobre ella.

—En cualquier caso, en última instancia el control remite al sexo —dijo Irving, cuya sonrisa empezaba a parecer forzada—. No se dan muchos casos de asesinos en serie homosexuales, pero existen. Y a juzgar por lo que veo, me parece que eso podría ser lo que tenemos aquí.

Pero Jacobsen no estaba dispuesta a ceder.

—No sabemos lo suficiente acerca de los motivos del asesino como para…

—Discúlpeme, no sabía que era una experta en asesinos en serie —dijo Irving congelando su sonrisa.

—Y no lo soy, pero…

—En tal caso puede ahorrarse toda esa psicología barata.

Esta vez ni siquiera se molestó en sonreír. Jacobsen no reaccionó, pero el rubor de sus mejillas la delataba. Me dio pena por ella. A lo mejor se había extralimitado, pero no se merecía ese trato.

Se hizo un silencio incómodo que Gardner se encargó de romper.

—¿Y qué hay de la víctima? ¿Crees que el asesino la conocía?

—Puede que sí, puede que no. —Irving parecía haber perdido todo interés. Se abrió un poco el cuello de la camisa; su rostro rubicundo estaba congestionado y perlado de sudor. La cabaña se había aireado desde que habían abierto las ventanas, pero el calor seguía siendo agobiante—. He terminado. Necesitaré copias de los informes y fotografías de los forenses, y también toda la información que encontréis sobre la víctima.

Se volvió hacia Jacobsen con lo que imagino pretendía ser una sonrisa seductora.

—Espero que no se haya disgustado a causa de nuestra pequeña discrepancia de opiniones. Tal vez en algún momento podríamos seguir discutiéndolo frente a una copa.

Jacobsen no contestó, pero por su mirada me dio la impresión de que más valía que Irving no se hiciera ilusiones. Si pretendía seducirla, estaba perdiendo el tiempo.

El ambiente dentro de la cabaña se relajó en cuanto Irving hubo salido. Fui a buscar la cámara al maletín de Tom. Una de las reglas cardinales era tomar nuestras propias fotografías del cuerpo, con independencia de que ya hubiera otras del mismo escenario. Antes de empezar, se oyó un grito de uno de los agentes.

—Creo que tengo algo.

Era el tipo corpulento. Estaba de rodillas en el suelo frente al sofá, intentando coger algo que había debajo. Sacó un pequeño cilindro gris, que sostuvo con sorprendente delicadeza entre sus dedos enguantados.

—¿Qué es eso? —preguntó Gardner llegándose a él.

—Parece la cajita de un carrete —dijo resollando por el esfuerzo—. Para una cámara de treinta y cinco milímetros. Habrá rodado hasta aquí.

Eché un vistazo a la cámara que tenía en mi mano. Digital, como las que usan la mayoría de los investigadores forenses hoy en día.

—¿Todavía queda alguien que utiliza cámaras de carrete? —preguntó la agente que había ido a buscar el bálsamo para Irving.

—Sólo los carcamales y los puristas —dijo el tipo corpulento—. Mi primo mataría por ellas.

—¿Acaso se dedica a la fotografía de moda como tú, Jerry? —preguntó la mujer, suscitando una carcajada.

Gardner permanecía impasible.

—¿Hay algo dentro?

El agente corpulento quitó la tapa.

—No, sólo aire. Un momento…

Colocó el brillante cilindro a contraluz y entrecerró los ojos para mirarlo.

—¿Y bien? —preguntó Gardner.

La sonrisa del agente Jerry era perceptible aun a pesar de la mascarilla. Agitó la cajita en el aire y dijo:

—No puedo ofrecerle fotografías, pero ¿se conforma con una buena huella dactilar?

El sol se estaba poniendo cuando Tom y yo regresamos a Knoxville. La carretera serpenteaba al pie de unas laderas escarpadas cubiertas de árboles que bloqueaban los últimos rayos de luz, razón por la que, aunque el cielo estuviera azul, reinaba la oscuridad. Cuando Tom encendió los faros, la noche se cerró de repente en torno a nosotros.

—Estás muy callado —dijo pasado un rato.

—Estaba pensando.

—Me he dado cuenta.

Había sido un alivio ver que tenía mucho mejor aspecto al volver a la cabaña. Realizamos el resto del trabajo sin mayores complicaciones. Fotografiamos el cuerpo, dibujamos un croquis con su posición y procedimos a sacar muestras de tejidos. Con el análisis de los aminoácidos y de los ácidos grasos volátiles liberados por la disolución de las células podríamos establecer el momento de la muerte con un margen de error de doce horas. Hasta hora, todo indicaba que la víctima llevaba al menos seis días muerta, muy posiblemente siete. No obstante, según Gardner la cabaña sólo había estado ocupada cinco. Algo no encajaba, y por más que hubiera perdido confianza en mis habilidades, había algo de lo que sí estaba seguro.

La naturaleza no miente.

Me di cuenta de que Tom esperaba una respuesta.

—Esta tarde no me he cubierto de gloria precisamente, ¿no es cierto?

—No seas tan duro contigo mismo. Todo el mundo comete errores.

—No como ésos. He quedado como un aficionado. No sé en qué estaba pensando.

—Vamos, David, no hay para tanto. Además, incluso puede que tengas razón. Hay algo que no está claro con respecto al momento de la muerte. Es posible que la víctima ya estuviera muerta al llevarla a la cabaña. Quizás ataron el cuerpo a la mesa para que pareciera que lo habían matado ahí.

Hubiera querido creérmelo, pero no podía.

—Eso significaría que el escenario del crimen es un montaje, incluida la sangre del suelo. Cualquiera lo bastante inteligente para prepararlo tan bien sabe que no puede engañarnos por mucho tiempo. ¿Qué sentido tendría?

Tom no tenía respuesta a eso. La carretera avanzaba entre las silenciosas sombras de los árboles, cuyas ramas se destacaban crudamente al paso de los faros.

—¿Qué opinas de la teoría de Irving? —preguntó al cabo de un rato.

—¿Te refieres a eso de que era el principio de una serie o a lo de que obedecía a una motivación sexual?

—Ambas cosas.

—Tal vez tenga razón en lo del asesino en serie —dije.

La mayoría de los asesinos procuran ocultar sus crímenes, prefieren esconder los cadáveres de sus víctimas a dejarlos a la vista de todo el mundo. Eso parecía ponernos sobre la pista de un perfil de asesino distinto, con un modo de proceder diferente.

—¿Y lo demás?

—No lo sé. Estoy seguro de que Irving es bueno en lo suyo, pero… —dije encogiéndome de hombros—. En fin, me parece que estaba demasiado ansioso por sacar conclusiones. Creo que ha visto lo que ha querido y no lo que en realidad había allí.

—La gente que no entiende nuestro trabajo podría pensar lo mismo de nosotros.

—Por lo menos lo que nosotros hacemos se basa en pruebas palpables. Me ha dado la impresión de que Irving especulaba más de la cuenta.

—¿O sea que tú nunca escuchas a tu instinto?

—Sí que lo escucho, pero no dejo que interfiera con los hechos. Y tú tampoco.

—Creo recordar que ya hemos tenido antes esta discusión —dijo Tom sonriendo—. No, no estoy diciendo que debamos confiar demasiado en el instinto, pero empleado de forma sensata puede ser una herramienta más a nuestra disposición. El cerebro es un órgano misterioso; a veces establece conexiones de las que no somos conscientes. Tú tienes buen instinto, David. Deberías aprender a confiar más en él.

Después de la metedura de pata en la cabaña, aquello era lo último que me apetecía hacer. Aparte de eso, no estaba dispuesto a convertirme en el centro de la discusión.

—El enfoque de Irving es muy subjetivo. Parecía tener mucho interés en ofrecer una imagen del asesino como un homosexual reprimido, una solución llamativa y sensacionalista. Me da la impresión de que ya está preparando su próximo artículo.

Tom soltó la carcajada.

—Su próximo libro, diría yo. Saltó a las listas de los más vendidos hace un par de años y desde entonces ha pasado por el plató de todo aquél dispuesto a pagarle sus honorarios. Es un autopropagandista sin vergüenza, pero hay que admitir que sabe obtener buenos resultados.

—Supongo que los malos no llegan a oídos de nadie.

Tom me miró de soslayo y la luz de los faros se reflejó en sus gafas.

—Estás muy cínico últimamente.

—Estoy cansado. No me hagas caso.

Tom volvió a mirar a la carretera. Casi vi venir su pregunta.

—No es asunto mío, pero ¿qué ocurrió con la chica con la que salías? Jenny, ¿verdad? No quería sacar el tema, pero…

—Se acabó.

Mis palabras sonaron terriblemente rotundas, con una contundencia que parecía ajena tanto a Jenny como a mí.

—¿Por lo que te ocurrió?

—En parte por eso.

Por eso y por otras cosas: «Porque siempre antepones el trabajo. Porque casi te matan. Porque no quería quedarse en casa esperando, preguntándose si volverá a sucederme».

—Lo lamento —dijo Tom.

Asentí con la cabeza, con la mirada perdida delante de mí. «Yo también».

El intermitente parpadeó y giramos para tomar otra carretera. Parecía más oscura que la anterior.

—¿Desde cuándo tienes problemas cardíacos? —pregunté.

Por un momento Tom no dijo nada, luego soltó un bufido.

—Siempre me olvido de que eres un médico de las narices.

—¿Qué es? ¿Angina?

—Eso dicen. Pero me encuentro bien, no es nada serio.

A mí esa tarde me había parecido bastante serio. Pensé en todas las veces que lo había visto detenerse a tomar aire desde que había llegado. Debí haberme dado cuenta antes. De no haber estado tan ensimismado en mis problemas, quizá me habría percatado.

—Deberías darte un descanso en vez de andar triscando por la montaña —dije.

—No pienso tolerar tratos de favor a estas alturas —dijo irritado—. Además, tomo medicación, lo tengo controlado.

No me lo creía, pero sé cuándo retirarme. Proseguimos viaje en silencio durante un trecho, pensando ambos en los sobreentendidos que la conversación había puesto de relieve. Los deslumbrantes faros del vehículo que circulaba detrás de nosotros iluminaban el habitáculo del coche.

—¿Qué te parecería echarme una mano mañana con el examen? —preguntó Tom.

El cuerpo sería enviado a la morgue del Centro Médico de la Universidad de Tennessee (CMUT) en Knoxville. Descartado el examen visual como método de identificación, la prioridad era averiguar a quién pertenecía el cadáver. El Centro de Antropología Forense disponía de sus propios laboratorios —curiosamente situados en el estadio polideportivo de Neyland—, pero se utilizaban más para investigación que para casos reales de homicidio. El TBI tenía su propio laboratorio en Nashville, pero en este caso era más cómodo utilizar la morgue del CMUT. En circunstancias normales habría dado brincos de alegría de poder ayudar a Tom, pero en ese momento no las tenía todas conmigo.

—No sé si estoy preparado.

—Bobadas —dijo Tom con una rotundidad poco acostumbrada en él—. Escucha, David, sé que has pasado una mala época. Pero has venido aquí a ponerte en forma, y no se me ocurre mejor modo de hacerlo.

—¿Y qué pasa con Gardner? —dije desviando la conversación.

—A veces Dan es un poco capullo con la gente a la que no conoce, pero aprecia el talento tanto como el que más. Además, no tengo por qué pedir permiso para que alguien me ayude. Generalmente se lo pido a alguno de mis estudiantes, pero prefiero que lo hagas tú. A menos, claro, que seas tú el que no quiera trabajar conmigo.

Yo no sabía lo que quería, pero me resultaba difícil negarme.

—Si tú estás seguro, entonces te lo agradezco.

Satisfecho, volvió a centrar toda su atención en la carretera. De repente, el coche de atrás redujo distancias y el habitáculo quedó inundado de luz. Tom pestañeó, deslumbrado por el reflejo de los faros en el retrovisor. Los teníamos a escasos metros, y por la altura y el brillo debían de pertenecer a una camioneta o un camión de pequeño tamaño.

Tom chasqueó la lengua enfadado.

—Pero ¿qué coño hace este imbécil?

Redujo la velocidad y se ciñó al lateral de la calzada para dejar paso al otro vehículo, pero éste aminoró también y se mantuvo detrás de nosotros.

—Muy bien, has tenido tu oportunidad —musitó Tom acelerando de nuevo.

Los faros se adaptaron a nuestro ritmo y siguieron pegados al coche. Me di la vuelta para ver qué era lo que nos seguía, pero el resplandor me impedía ver nada a través de la luneta trasera.

En ese momento se oyó un chirriar de caucho y los faros viraron bruscamente a la izquierda. Me dio tiempo a ver una camioneta alta con los cristales tintados que nos adelantaba emitiendo un rugido gutural. Nuestro coche se zarandeó a causa del aire desplazado, y al momento vimos que las luces traseras del vehículo desaparecían en la oscuridad.

—Paleto del demonio —murmuró Tom.

Luego encendió el reproductor de CD y las melodiosas notas de Chet Baker nos acompañaron de vuelta a la civilización.