24

Fue como si me hubieran dejado sin respiración. Me había dicho a mí mismo que Sam podía estar muerta, que York no tenía motivos para dejarla vivir, pero aun así me resistía a aceptarlo.

Al ver que se adelantaba, intenté retenerlo.

—No lo hagas, Paul.

Había visto las fotografías de las víctimas de York. Lo último que Paul necesitaba era ver a Sam en ese estado. Se resistió, pero de pronto le fallaron las piernas. Dio un paso atrás y resbaló por la pared hasta el suelo.

—Sam… Oh, Dios mío…

«Muévete —me dije—. Sácalo de aquí». Se había desplomado como un juguete roto. Intenté ponerlo en pie.

—Vamos, tenemos que irnos.

—Estaba embarazada. Quería un niño. Oh no, por Dios…

Me dolía la garganta. Pero no podíamos quedarnos ahí, tanto menos porque no sabíamos dónde estaba York.

—Levántate, Paul. Ya no puedes hacer nada por ella.

Pero no me escuchaba. Me disponía a repetírselo cuando de repente el pequeño cuarto se quedó a oscuras. Me di la vuelta y vi que la puerta se había cerrado tras nosotros. Corrí a abrirla, pese al temor de encontrarme frente a frente con York. No había nadie, pero cuando la luz gris de la puerta alcanzó el cuerpo de Sam vi algo.

Un destello plateado bajo su revuelta cabellera rubia.

Sentí que algo me oprimía el pecho al acercarme a la pila de cuerpos. La opresión aumentó cuando le aparté el pelo con cuidado. Cuando vi su rostro, el mundo pareció tambalearse. «Dios bendito».

Detrás de mí, oí que Paul rompía a llorar.

—Paul…

—Le he fallado. Debería…

—Escúchame —dije agarrándolo por los hombros—. ¡No es Sam!

Paul me miró con la cara arrasada de lágrimas.

—No es Sam —repetí mientras lo soltaba. El pecho me dolía sólo de pensar lo que estaba a punto de decir—. Es Summer.

—¿Summer?

Se puso en pie y yo me hice a un lado. Se aproximó al cuerpo temeroso, como si no acabara de creerme.

Los pendientes de la oreja y las tachuelas de la nariz bastaron para convencerlo de que aquélla no era su esposa. Se quedó de pie, sosteniendo el cuchillo sin fuerza junto al costado y observando el pelo rubio teñido que nos había llevado a engaño. La estudiante yacía boca abajo con la cabeza vuelta hacia un lado. Tenía la cara horriblemente congestionada, y el único ojo que le quedaba a la vista, apagado y perdido en el infinito.

Había creído que Summer no se había presentado en la morgue porque le había afectado la muerte de Tom, cuando la realidad era bien distinta: York se había cobrado otra víctima.

—Oh, Dios mío… —murmuró Paul echándose a temblar.

Las lágrimas le corrían por la cara. Podía imaginarme el torbellino de emociones que estaba sintiendo: alivio, pero también culpabilidad. Yo sentía lo mismo.

Me apartó a un lado y salió de la habitación.

—¡Sam! Sam, ¿dónde estás?

Su voz reverberó entre las paredes alicatadas del balneario.

—Paul… —dije llegándome a su lado.

Pero ya no podía seguir controlándose. Se quedó en el centro de la estancia con el cuchillo aferrado en la mano, gritando con el rostro descompuesto:

—York, ¿qué has hecho con ella? ¡Sal de una vez, jodido cobarde!

No hubo respuesta. El eco se apagó y el silencio pareció condensarse en torno a nosotros. El lento goteo de un grifo escondía el tiempo como un latido distante.

De pronto oímos algo. Era un sonido débil, apenas intuido, pero inconfundible.

Un gimoteo ahogado.

Venía de otra de las cámaras de tratamiento. Paul salió corriendo y abrió la puerta. En las paredes había una serie de faroles a pilas, y aunque ninguno de ellos estaba encendido, la luz que entraba por la puerta bastaba para distinguir a la inmóvil figura que ocupaba el centro del cuarto.

—¡Sam! —gritó Paul dejando caer el cuchillo al suelo.

Palpé la pared y encendí el farol más próximo. La repentina claridad me cegó por un instante. Sam estaba atada a una vieja camilla de masajes. Junto a su cabeza había una cámara con el objetivo apuntándole directo a la cara; al lado, una silla de madera, en la misma posición que la de la cabaña de la montaña. Cuatro grandes correas de cuero inmovilizaban sus muñecas y tobillos, y otra más estrecha le ceñía el cuello con tanta fuerza que se le hundía en la carne. La correa en cuestión estaba conectada a un complejo sistema de piñones de acero terminado en una manivela de madera.

El garrote de York.

Bastaron unos pocos segundos para captar todos esos detalles. «Demasiado tarde», pensé al ver lo tensa que estaba la correa del cuello, pero entonces Paul se hizo a un lado y pude darme cuenta de que, pese al pánico que transmitían sus ojos desorbitados, Sam estaba viva.

Tendida en esa postura, su vientre sobresalía de forma grotesca. Tenía la cara roja y llena de lágrimas, y una mordaza de caucho en la boca. Cuando Paul se la quitó empezó a dar boqueadas, pero la correa del cuello seguía dificultándole la respiración. Intentó hablar; el pecho se le movía arriba y abajo mientras intentaba coger aire.

—Ya ha pasado. Ya estoy aquí. No te muevas —le dijo Paul.

Al ir a desabrocharle las correas de los tobillos, pisé algo mojado. Miré abajo y vi que unas salpicaduras oscuras manchaban las baldosas de color blanco. Al recordar las manchas de sangre de la ambulancia sentí un escalofrío, pero entonces me di cuenta de que aquello no era sangre.

Sam había roto aguas.

Desabroché las correas a toda prisa. A mi lado, Paul puso la mano sobre la manivela del cabrestante.

—¡No la toques! —alerté—. No sabemos en qué sentido gira.

Era preciso sacar a Sam de ahí lo antes posible, ya que la correa comenzaba a clavársele en la garganta, pero si la tensábamos por error, podíamos matarla.

Paul, sin saber muy bien qué hacer, se puso a palpar el suelo.

—¿Dónde está el cuchillo? Podemos cortar la…

Un chillido ensordecedor ahogó sus palabras. Provenía de detrás de nosotros, de más allá del oscuro arco de al lado de la piscina. El grito se agudizó hasta extremos inhumanos antes de que su eco se extinguiera entre las paredes.

El grifo seguía goteando en medio del silencio. Paul y yo nos miramos. Parecía querer preguntarme algo.

Pero entonces York apareció bajo el arco.

El enterrador estaba casi irreconocible: su traje oscuro estaba lleno de mugre y tenía el pelo revuelto. Volvió a gritar y los tendones se le marcaron en el cuello, gruesos como lápices. Blandía un cuchillo de filo largo con ambas manos. Desde mi posición, y a pesar de la tenue luz, vi que estaba manchado de sangre y que ésta le teñía las manos de negro.

Al volver a agarrar el puntal de madera, me noté los miembros pesados y entumecidos.

—¡Sácala de aquí! —le dije a Paul con voz temblorosa, y me coloqué frente a York.

El enterrador se abalanzó sobre mí arrastrando los pies entre alaridos y dando salvajes estocadas en el aire. En mis manos, aquel miserable puntal parecía un arma de goma. «Dales tiempo. Olvida todo lo demás».

—¡Espera! —grité, o eso me pareció, ya que después no supe con seguridad si había llegado a articular la orden.

—¡Suelta el cuchillo!

El grito procedía del corredor que conducía a las escaleras. Una sensación de alivio se adueñó de mí al ver aparecer a Gardner por la puerta y, detrás de él, a Jacobsen. Tenían las pistolas desenfundadas y apuntaban a York con ambas manos.

—¡Suelta el cuchillo ahora mismo! —repitió Gardner.

York se volvió hacia ellos resollando con la boca abierta. Por un instante pareció que iba a entregarse, que aquello iba a terminar ahí.

Entonces, profiriendo un alarido incoherente, se precipitó sobre Jacobsen.

—¡Atrás! —gritó Gardner.

York berreó algo ininteligible, pero no se detuvo. Jacobsen parecía paralizada. Noté que su rostro inmóvil demudaba al ver que York se abalanzaba sobre ella cuchillo en mano, pero no retrocedió.

Hubo dos detonaciones.

El eco retumbó ensordecedor entre las paredes alicatadas de la sala. York pareció tropezar con algo, se tambaleó hacia un lado y, tras estrellarse contra un gran espejo que colgaba en la pared, se desplomó sobre un grifo levantando una lluvia de trozos de yeso y cristales rotos.

El eco de los disparos y del cristal hecho añicos se desvaneció lentamente.

Me pitaban los oídos. En el aire flotaba una ligera neblina azulada y el olor a pólvora quemada ocultaba el hedor de la descomposición. York no se movía. Gardner se acercó a él y, sin dejar de apuntarle, le dio un puntapié en la mano del cuchillo para desarmarlo, luego se agachó y le tomó el pulso.

Ya sin prisa, volvió a levantarse y enfundó la pistola en el cinto.

Jacobsen seguía empuñando el arma, si bien apuntaba al suelo.

—Lo… lo siento —tartamudeó, mientras sus mejillas recuperaban el color—. No he podido…

—Luego —dijo Gardner.

De repente se oyeron unos sollozos en la sala de tratamientos. Me di la vuelta y vi que Paul ayudaba a Sam a sentarse e intentaba calmarla mientras ella tosía y pugnaba por recuperar el aliento. Había cortado la correa del cabrestante, pero una línea de color rojo pálido rodeaba el cuello de Sam como una quemadura.

—Oh, Dios mío, pensa… pensaba… pensaba que…

—Ya está, ya ha pasado, ya no puede hacerte daño.

—No podía pararlo. Le he dicho que esta… que estaba embarazada, y él me ha dicho que mejor, que esperaría hasta… que esperaría hasta que… ¡Oh, Dios mío!

En ese momento se dobló a causa de una contracción.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Gardner.

—Se ha puesto de parto —dije—. Necesitamos una ambulancia.

—Está en camino. Estábamos regresando a Knoxville cuando he recibido su mensaje. Nada más colgar he pedido refuerzos y un equipo de paramédicos. Por Dios bendito, ¿en qué estaban pensando?

Pero no había tiempo para las recriminaciones de Gardner ni para preguntarle cómo se las habían arreglado para encontrarnos a partir de mis confusas indicaciones. Sam se retorcía de dolor.

—Sam —dije poniéndome a su lado—, la ambulancia está en camino. Vamos a llevarte al hospital, pero necesito que me digas si tienes más heridas o lesiones aparte de la de la garganta.

—No, creo… creo que no. ¡Me ha atado aquí y se ha ido! Oh, Dios mío, todos esos cuerpos ahí fuera, están todos muertos…

—No te preocupes por eso. ¿Puedes decirme cuándo han empezado las contracciones?

Intentó concentrarse mientras procuraba tomar aire.

—No lo sé… en la ambulancia, me parece. Cuando lo he visto en la puerta he pensado que era una confusión. Me ha dicho que era mejor llamar a Paul, pero cuando me he dado la vuelta me ha… me ha rodeado el cuello con el brazo… y ha empezado a apretarme…

Por lo visto había intentado un estrangulamiento. Realizado de la manera adecuada, puede provocar la pérdida de sentido en cuestión de segundos, sin efectos secundarios duraderos. En caso contrario, puede resultar letal.

Claro que a York eso debía de traerle sin cuidado.

—¡No podía respirar! —dijo Sam entre sollozos—. Todo se ha vuelto negro y luego me he despertado en la ambulancia con estos dolores… Madre de Dios, ¡cómo me duele! Voy a perder el bebé, ¿verdad?

—No vas a perder el bebé —repuse con más seguridad de la que en realidad sentía—. Ahora vamos a sacarte de aquí, ¿de acuerdo? Tú aguanta un par de minutos.

Salí a la sala principal del balneario y cerré la puerta de la cabina de tratamientos detrás de mí.

—¿Cuánto tardarán los paramédicos? —le pregunté a Gardner.

—¿En llegar aquí? Quizá media hora más.

Demasiado tiempo.

—¿Dónde ha dejado el coche?

—Aparcado aquí delante.

Con aquello tampoco había contado. Creía que habrían llegado a través de la ladera como nosotros, pero estaba demasiado preocupado por Sam como para hacer preguntas.

—Cuanto antes saquemos a Sam de aquí, mejor —dije—. Si la subimos en su coche, podemos encontrarnos con la ambulancia a medio camino.

—Bajaré la silla de ruedas —propuso Jacobsen.

Gardner asintió con un leve movimiento de cabeza y la agente salió a toda prisa. Él, en cambio, se quedó mirando los cuerpos de la piscina con gesto adusto.

—¿Y dice que fuera hay más?

—Y aquí.

Con una punzada de remordimiento, le expliqué lo del cuerpo de Summer tendido en la otra sala de tratamiento.

—Madre de Dios —exclamó Gardner atónito, y se pasó una mano por la cara—. Le agradecería que se quedase. Necesito que alguien me explique qué ha ocurrido.

—¿Y quién se la lleva?

Teniendo en cuenta el estado de Sam, Paul no estaba en condiciones de conducir.

—Diane puede hacerlo. Conoce la carretera mejor que usted.

Eché un vistazo a los cuerpos que yacían en el suelo de la sala. No me apetecía quedarme más tiempo ahí dentro, pero a fin de cuentas mi formación era la de un médico generalista, no un obstetra. Lo mejor era que Sam se fuera con alguien que pudiera llevarla hasta la ambulancia lo antes posible.

Mi lugar estaba ahí.

—De acuerdo —dije.

Jacobsen se marchó con Sam y Paul, y Gardner y yo nos quedamos junto a las puertas francesas, ahora abiertas. Decidimos que lo mejor era que salieran por ahí en vez de arriesgarse a volver a subir por la escalera carcomida. Gardner había telefoneado para confirmar la situación de los refuerzos y la ambulancia, y acto seguido había ido a comprobar si existía otra salida del balneario. Volvió diciendo que las habitaciones que quedaban del otro lado del arco estaban bloqueadas.

—Eso explica por qué York no ha escapado —dijo sacudiéndose el polvo de las manos—. Debía de estar aquí abajo cuando han llegado y no podía salir sin que lo vieran. Al parecer la mitad del piso superior se ha derrumbado de ese lado. La casa entera es pasto de las termitas.

Que a su vez habían atraído a las libélulas. El escondrijo de York se había convertido en su propia trampa. Un acto de justicia poética, pero en ese momento yo estaba demasiado agotado como para caer en ello.

Jacobsen no dijo gran cosa antes de marcharse. Supongo que seguía reprochándose el no haber sido capaz de abatir a York. Dispararle a alguien debe de ser duro, pero titubear en momentos como ése puede ser fatal para una agente de campo. En el mejor de los casos, puede suponer una lacra en su expediente.

De no ser por Gardner, ese día el desenlace habría sido mucho más grave.

Cuando se hubieron marchado, ni el agente ni yo hicimos amago de querer volver adentro. Después de los horrores presenciados en el balneario, salir a la luz del día era como sentirse renacer. La brisa se llevó los malos olores y el aire quedó perfumado de hierba y flores. Inspiré hondo, intentando limpiar la suciedad de mis pulmones. Desde nuestra posición, los árboles tapaban el jardín. Viendo las verdes montañas perderse en el horizonte cualquiera habría creído que era un día de primavera normal y corriente.

—¿Quiere echar un vistazo ahí abajo? —pregunté viendo cómo relucía el estanque entre los árboles.

Gardner no se mostró muy entusiasmado con la propuesta.

—Todavía no. Esperemos a que llegue la unidad móvil.

Aún no parecía dispuesto a volver adentro. Se quedó contemplando la ladera en dirección al estanque con las manos hundidas en los bolsillos. Me pregunté si se las guardaba para que no le temblasen. Acababa de matar a un hombre y, aunque había sido inevitable, no debía de ser fácil de asumir.

—¿Se encuentra bien? —pregunté.

De repente fue como si un telón cayera sobre su rostro.

—Sí —dijo sacando las manos de los bolsillos—. Todavía no me ha dicho qué coño creían que estaban haciendo presentándose aquí los dos solos. ¿Tiene la más remota idea de la estupidez que han cometido?

—Si no lo hubiéramos hecho, Sam estaría muerta.

Eso lo aplacó un poco. Dejó escapar un suspiro.

—Diane cree que York quería esperar hasta el último minuto, justo hasta que fuera a dar a luz. Querría aprovechar al máximo la ocasión: dos vidas por el precio de una.

«Madre de Dios». Miré hacia las montañas intentando apartar las imágenes que empezaban a formarse en mi cabeza.

—¿Cree que se salvará? —preguntó Gardner.

—Eso espero. —En el supuesto, claro está, de que llegasen a tiempo al hospital y no se presentasen complicaciones durante el parto. Era mucho pedir, pero era posible—. ¿Cómo han conseguido llegar tan rápido? Ni siquiera estaba seguro de que hubiera oído mis instrucciones.

—No las hemos oído, y lo poco que hemos oído no tenía sentido —dijo recuperando parte de su sarcasmo habitual—. Pero tampoco nos hacía falta. Cuando York dejó la piel en el parabrisas instalamos un chivato en su coche.

—¿Un qué?

—Un dispositivo de seguimiento por GPS. Sabíamos dónde había dejado el coche, pero la pista por la que se ha metido no figura en los mapas, así que he tomado la que parecía más próxima y nos ha conducido hasta la puerta principal.

—¿Han puesto un chip en mi coche? ¿Y ni siquiera se han molestado en decírmelo?

—No tenía por qué saberlo.

Eso explicaba por qué no había visto a nadie siguiéndome la noche anterior y por qué los agentes del TBI se habían personado con tanta celeridad en casa de Paul y Sam. Me irritó que nadie se hubiera dignado a ponerme sobre aviso, pero dadas las circunstancias no podía quejarme.

Podía dar gracias de que lo hubieran instalado.

—¿Y cómo han sabido que estaban en el lugar adecuado? —pregunté.

Gardner se encogió de hombros.

—No lo sabíamos. Pero hemos visto que aunque la puerta era vieja el candado era nuevo, es decir, que alguien quería evitar que la gente entrara. Llevaba unas tenazas en el maletero, así que he roto el candado y he entrado a echar un vistazo.

Al oír eso no pude por menos de enarcar las cejas. Irrumpir en una propiedad privada sin una orden es pecado capital, y Gardner era de los que observan con celo el protocolo. El rostro se le ensombreció.

—He considerado que su llamada constituía una causa probable. —Y levantando la barbilla añadió con suavidad—: Vamos, volvamos adentro.

Al regresar al corredor volvió a envolvernos el empalagoso olor a descomposición. La luz de las puertas francesas no llegaba hasta el balneario y, por contraste con el sol radiante del exterior, las sombrías cámaras parecían aún más tétricas que antes. No por saber que estaban ahí dejó de impactarme la imagen de los cuerpos amontonados como basura en la piscina.

El cuerpo de York seguía donde lo habíamos dejado, inmóvil como sus víctimas.

—Por todos los demonios, ¿cómo podía soportar este olor?

Entramos en la pequeña cámara donde habíamos encontrado a Sam. Los cabos de la correa que Paul había cortado de su cuello reposaban como una serpiente sin vida sobre la vieja camilla de masajes. El cabrestante sujeto junto a la parte superior había sido diseñado con el máximo esmero. Los cabos de la correa iban unidos a un intrincado mecanismo de piñones operado por medio de una manivela de madera pulida. Al girarla, se incrementaba la tensión de la correa; los piñones impedían que se destensase al soltar la manivela.

Artefactos mucho más sencillos habrían resultado igual de efectivos, pero York habría creído que no estaban a su altura. Su narcisismo no le habría permitido contentarse con una cuerda enrollada en torno a un madero.

Era la obra de su vida.

—Menudo trasto del demonio —dijo Gardner casi con admiración. De pronto se quedó rígido, ladeó la cabeza y preguntó—: ¿Qué es esto?

Escuché, pero no se oía más que el persistente goteo del grifo. Gardner salió a la sala de tratamientos con la mano en la pistola. Yo le seguí.

En el balneario todo estaba igual. York seguía inmóvil, tendido sobre un charco de sangre negra y espesa como la brea. Gardner lanzó un vistazo a través del arco que conducía a las habitaciones bloqueadas. Tras esta comprobación se relajó y dejó caer de nuevo la americana por encima de la pistola.

—Parece que no ha sido nada…

Detecté en él cierto embarazo, aunque no podía culparle por su nerviosismo. Tampoco yo veía el momento de que llegaran los refuerzos.

—Será mejor que me muestre los otros cuerpos —dijo Gardner recuperando su habitual gravedad.

No quise entrar con él en la pequeña sala donde Paul y yo habíamos encontrado a Summer. Ya había visto más de lo que quería, así que esperé en el balneario, junto al cuerpo de York. Yacía esparrancado de lado entre los restos del espejo roto, cuyos fragmentos irregulares destacaban como islas de plata en medio de la sangre.

Observé aquel bulto inerte, asombrado por el contraste entre su absoluta inmovilidad y la arrolladora energía que poseía un momento antes. Me sentía demasiado vacío como para sentir odio o piedad hacia él. Todas las vidas que York había sacrificado habían sido un intento fútil por hallar respuesta a una única pregunta: ¿esto es todo?

Por fin había encontrado la respuesta.

Iba a darme la vuelta pero algo me retuvo. Volví a mirar a York, creyendo haber visto visiones. Pero no. Había algo extraño en sus ojos.

Procurando no pisar la sangre, me agaché junto al cuerpo. Sus ojos sin vida estaban inyectados en sangre como si los hubieran escaldado. En torno a ellos, la piel estaba visiblemente inflamada. También la boca. Me acerqué un poco más, pero retrocedí al notar un vapor acre y escozor en los ojos.

Reactivos químicos.

Con el corazón latiéndome desbocado, puse el cuerpo de York boca arriba. Al voltearlo, la mano ensangrentada del cuchillo cayó a peso contra el suelo. Recordé que Gardner le había dado un puntapié antes de comprobar el pulso, pero el cuchillo seguía apretado en su puño muerto. Entonces vi por qué.

Los dedos de York, sucios de sangre coagulada, estaban clavados al cuchillo.

Todo encajaba. Los aullidos agónicos y los gritos ininteligibles; su salvaje forma de blandir el cuchillo. Estaba agonizando, los reactivos tóxicos le habían quemado la boca y lo habían cegado al intentar quitarse los clavos de la mano. Habíamos visto lo que esperábamos: el ataque enloquecido de un desequilibrado, pero York no pretendía atacarnos.

Nos estaba pidiendo ayuda.

«Oh, santo cielo».

—¡Gardner! —grité mientras me ponía en pie.

Lo oí salir de la cámara detrás de mí.

—Por el amor de Dios, ¿qué coño está haciendo?

Lo que ocurrió a continuación sucedió con la despaciosa inevitabilidad de un sueño.

Delante de mí, clavados en la pared, estaban los restos del gran espejo que York había roto. En su superficie resquebrajada vi a Gardner pasando por delante de la piscina. Justo en ese momento, uno de los cuerpos empezó a moverse. Al ver que se separaba de los demás y se ponía en pie me quedé sin habla.

El tiempo recuperó su ritmo normal. Di un grito de aviso, pero era demasiado tarde. Se oyó un gemido ahogado y cuando me di la vuelta vi a Gardner intentando deshacerse de un brazo que le rodeaba la garganta.

«El estrangulamiento», pensé en silencio. De pronto, la figura que había detrás de él cambió de posición y la sucia luz de las ventanas cerradas iluminó un rostro que reconocí con estupor.

Kyle respiraba entrecortadamente con la boca abierta. Sus facciones redondas eran las de siempre, pero aquél no era el amistoso ayudante al que yo recordaba. Tenía el pelo y la ropa pringado de fluidos procedentes de los cuerpos en descomposición, y su rostro evidenciaba una palidez mórbida, cadavérica. Pero lo peor eran sus ojos. A falta de una sonrisa que los disimulase, había en ellos la mirada superficial y vacía de los muertos.

—¡No te muevas o lo mato! —dijo entre jadeos apretando la presa.

Gardner tenía la cara congestionada e intentaba clavar sus dedos en el brazo que lo constreñía, pero no lograba aferrarlo para soltarse. Sentí renacer la esperanza al ver que bajaba una mano hacia la pistola, pero estaba empezando a perder el conocimiento y su coordinación disminuía a medida que su cerebro acusaba la falta de sangre y oxígeno. De pronto, la mano quedó colgando como un peso muerto.

Tambaleándose bajo el peso del agente, Kyle hizo un gesto en dirección a la sala de tratamiento donde habíamos encontrado a Sam.

—¡Adentro!

Yo no sabía qué hacer. ¿Cuánto había dicho Gardner que faltaba para que llegaran los primeros agentes del TBI? ¿Media hora? ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? No me acordaba. Como un autómata, me encaminé hacia la pequeña sala aplastando pedazos de espejo roto al pisar. Entonces vi la camilla de masajes con las correas a punto.

Me detuve.

—¡Entra! ¡Vamos! —rugió Kyle—. ¡Voy a matarlo!

Tuve que humedecerme la boca antes de poder contestar.

—Vas a matarlo de todos modos.

Se quedó mirándome como si le hubiera hablado en otro idioma. La palidez de su rostro era cada vez más evidente, en abierto contraste con la barba mal afeitada y la piel amoratada de debajo de sus ojos. Una película de sudor le recubría la piel como si fuera vaselina. Llevaba puesto lo que parecía un uniforme de paramédico, aunque estaba tan sucio que apenas se distinguía.

Habría sido fácil confundirlo con un guardia de seguridad.

—¡He dicho que entres! —gritó mientras tiraba del cuello de Gardner, bamboleándolo como un monigote. No sabía si seguía respirando, pero como siguiera ejerciendo presión mucho más tiempo, aunque sobreviviera sufriría daños irreversibles en el cerebro.

Me agaché y recogí un pedazo de cristal roto. Era largo y fino, como un cuchillo. Al apretarlo en la palma de la mano, sentí que los bordes me cortaban la piel. Era de esperar que Kyle no percibiera mi temblor.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mirándome turbado.

—Déjalo respirar.

Hizo un ademán desdeñoso, tan frágil como aquellos pedazos de cristal.

—¿Crees que puedes hacerme algo con eso?

—No lo sé —admití—, pero si quieres podemos averiguarlo.

Se pasó la lengua por los labios. Kyle era un tipo corpulento, de constitución recia y pesada. «Como York». Como le diera por soltar a Gardner y acometerme, seguramente sería mi fin, pero sus ojos seguían clavados en el cristal y reconocí en ellos el brillo de la duda.

Aflojó su presa lo suficiente para que Gardner pudiera dar unas sonoras bocanadas y luego volvió a apretar. Vi que lanzaba una mirada fugaz hacia la puerta.

—Suéltalo y te prometo que no intentaré detenerte.

Kyle soltó una risotada sibilante.

—¿Detenerme? ¿Acaso me estás dando permiso?

—Los refuerzos llegarán en cualquier momento. Si te marchas ahora, puede que…

—¿Y dejar que les digas quién soy? ¿Me tomas por idiota?

Podía ser muchas cosas, pero no idiota. «¿Y ahora qué?» No lo sabía. Al menos, parecía que él tampoco. Respiraba afanosamente, y el peso de Gardner hacía que cada vez estuviera más rojo y encorvado. Por el rabillo del ojo podía ver la pistola en el cinto del agente. Por lo visto Kyle no había reparado en ella.

De lo contrario…

«Sigue hablando con él».

—¿Te has divertido mutilándolo? —pregunté señalando el cuerpo de York.

—No me habéis dejado elección.

—¿Lo has hecho sólo para despistar? ¿Para que no te descubriéramos? —Ni siquiera tenía que esforzarme por hablarle con desprecio—. Ni eso te ha salido bien, ¿verdad que no? Todo para nada.

—¿Te crees que no lo sé? —gritó cerrando los ojos, como si algo le doliera. Bajó la vista hacia el cuerpo del enterrador y añadió—: Dios mío, ¿tienes la más mínima idea de la cantidad de tiempo que he invertido en esto? ¿Sabes la de planes que ha requerido? ¡Esto no había de terminar así! ¡York era mi vía de escape, el puto final feliz! Debíais encontrarlo junto a la mujer de Avery y creer que el pobre idiota había preferido suicidarse a dejarse atrapar. ¡Fin de la historia! Después yo me habría marchado de Knoxville para empezar de cero en otro lugar. ¡Y ahora mira! ¡Todo para nada, joder!

—Nadie se lo habría creído.

—¿Ah, no? —respondió—. ¡Pues bien se creyeron las fotografías que dejé en su casa! ¡Se han creído todo lo que he querido hacerles creer!

Noté que el pulso se me había acelerado al oír que nombraba a Sam.

—Y si se lo hubieran creído, ¿entonces qué? ¿Habrías seguido matando a embarazadas?

—¡No habría hecho falta! ¡La mujer de Avery rebosaba vida! Ella era la definitiva. ¡Tenía un presentimiento!

—¿Como con los demás? ¿Como con Summer? —grité, a punto de perder el control.

—¡Era la perrita faldera de Lieberman!

—¡Le gustabas!

—¡Irving le gustaba más!

No supe qué decir a eso. Todos habíamos dado por supuesto que Irving se había convertido en objetivo a raíz de la entrevista en televisión. Sin embargo, Kyle estaba presente el día que el profesor había flirteado con Summer. Al día siguiente, Irving desaparecía.

Al final, también Summer había caído.

«Sólo le devolvió la sonrisa. No hizo nada». Al parecer, para el ego de Kyle bastaba con eso.

Sentí un mareo. Durante ese rato, Kyle se habría distraído lo suficiente como para relajar la presión sobre Gardner. Al ver que el agente empezaba a abrir los párpados, dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—¿Y por qué Tom? ¿De veras representaba una amenaza?

—¡Era un farsante! —gritó Kyle retorciendo el gesto de forma espasmódica—. ¡El gran antropólogo forense, el experto! Regodeándose en su gloria, escuchando jazz en el trabajo, ¡como si estuviera en una pizzeria! ¡Hicks era un soplapollas, pero Lieberman se lo tenía muy creído! ¡Tenía el gran misterio del universo bajo las narices y nunca se le ocurrió mirar más allá de la podredumbre!

—Tom era lo bastante inteligente como para no malgastar su tiempo buscando respuestas imposibles. —Podía oír de nuevo el resuello de Gardner, pero no me atreví a mirarlo—. Pero si ni siquiera sabes qué es lo que buscas, ¿verdad que no? Con toda la gente que has matado, con todos los cuerpos que has… amontonado, ¿y todo para qué? No tiene ningún sentido. Eres como un crío que se entretiene pinchando un animal muerto con un palo…

—¡Cállate! —gritó soltando escupitajos por la boca.

—¡Seguro que ni sabes cuántas vidas has arruinado! —grité—. ¿Y para qué? ¿Para sacar fotos? ¿Creías que así ibas a descubrir algo?

—¡Sí! ¡Los elegidos pueden! —dijo retorciendo la boca—. Eres tan mediocre como Lieberman, sólo ves la carne muerta. ¡Pero hay más! ¡Y yo soy más! La vida es binaria: ¡se enciende y se apaga! Yo he mirado en los ojos de esa gente y he visto cómo desaparecía la vida, ¡como si se apagara un conmutador! ¿Y adónde va? ¡Algo ocurre justo entonces, en ese preciso instante! ¡Yo lo he visto!

Hablaba como un desesperado. De pronto me di cuenta de que precisamente eso es lo que era. Esa era la clave de todo. Nos habíamos equivocado de sujeto, pero Jacobsen había dado en el blanco en cuanto a todo lo demás. Kyle estaba obsesionado con su propia condición de mortal. «No, obsesionado no», pensé al mirarlo.

Aterrorizado.

—¿Qué tal tu mano, Kyle? —pregunté—. Seguro que fingiste lo del pinchazo con la aguja. Tom creía estar haciéndote un favor al pedirte que ayudases a Summer, pero tú sólo estabas ahí para ver si alguno de nosotros se pinchaba, ¿verdad? ¿Qué pasó, perdiste los nervios?

—¡Cállate!

—Claro que si fingías, ¿por qué te quedaste tan pálido? Entonces te pregunté lo de las vacunas, ¿verdad? Hasta ese momento no se te había ocurrido que la gente a la que matabas podía tener infecciones, ¿verdad que no?

—¡Te he dicho que te calles!

—Noah Harper dio positivo en hepatitis C. ¿Sabías eso, Kyle?

—¡Mentira!

—Es la verdad. Deberías haber aceptado cuando el hospital te ofreció realizar el tratamiento postexposición. Aunque no te pinchases con ninguna aguja, seguía siendo una herida abierta. Y con toda esa sangre en el guante. Claro, supongo que pensabas desaparecer en breve. Era mucho más fácil esconder la cabeza en la arena que aceptar que podías haberte infectado con una de tus propias víctimas.

Kyle estaba cada vez más pálido. Con la cabeza me indicó de nuevo la sala de tratamiento.

—¡No pienso repetirlo! ¡Entra ahora mismo!

Pero yo no me moví. Cada minuto que lo mantuviera hablando era un minuto ganado para los refuerzos. Al ver su extrema palidez y su afanosa forma de respirar, se me ocurrió otra idea: ¿por qué había preferido esconderse y confiar en poder huir mientras York nos distraía, en vez de darse a la fuga cuando había tenido la ocasión? «A lo mejor por la misma razón por la que no ha matado a Sam. La misma razón por la que todavía no ha estrangulado a Gardner ni ha embestido contra mí».

Porque no podía.

—Menudo golpe te has llevado en el accidente, ¿no? —dije, esforzándome por mantener un tono desenfadado. Kyle me miró como si se sintiera acorralado; su pecho se agitaba de forma irregular—. He visto el volante de la ambulancia. Me extrañaría que no te hubieras roto una costilla. ¿Sabías que es una de las causas más frecuentes de muerte en los accidentes de coche? Las costillas se parten y perforan los pulmones. O el corazón. ¿Cuántas veces has visto lesiones de ésas en la morgue?

—Cállate.

—¿Sabes qué es ese dolor que sientes cada vez que inspiras aire? Son las astillas de hueso que laceran el tejido pulmonar. Te cuesta respirar, ¿verdad? Y más que te costará, porque los pulmones se te van a llenar de sangre. Te estás muriendo, Kyle.

—¡Que te calles de una puta vez! —gritó.

—Compruébalo tú mismo, si no me crees —dije señalando el espejo roto de la pared—. ¿Ves qué pálido estás? Es porque tienes una hemorragia. Si no te ve un médico pronto, morirás desangrado o te ahogarás con tu propia sangre.

Kyle se quedó contemplando boquiabierto su fragmentario reflejo. En realidad yo desconocía si sus lesiones eran graves, tan sólo me había limitado a alimentar su imaginación. Para alguien como él, tan obsesionado consigo mismo, bastaba con eso.

Parecía haberse olvidado de Gardner. El agente del TBI parpadeaba y empezaba a volver en sí. Me pareció que se movía, como buscando un punto débil en su atacante. «No, ahora no. Que se quede quieto, por favor».

—Entrégate —añadí enseguida.

—Te lo he advertido…

—Sálvate, Kyle. Si te entregas ahora, podrás recibir la atención médica que necesitas.

Por un momento no dijo nada. Para mi sorpresa, me di cuenta de que estaba llorando.

—Me matarán de todos modos.

—No, no te matarán. Para eso están los abogados. Y los juicios duran años.

—¡No puedo ir a la cárcel!

—¿Prefieres morir?

Él no dejaba de sorberse las lágrimas. Yo intenté que no se me notara el repentino optimismo que sentí al ver que le flaqueaban las fuerzas.

En ésas, la mano de Gardner empezó a acercarse a la pistola, pero Kyle le vio las intenciones.

—¡Cabrón! —exclamó, y apretó con fuerza la garganta del agente, que dejó escapar un grito ahogado y se tanteó sin fuerzas el cinto mientras Kyle le apartaba la mano del arma. Fue entonces cuando decidí arremeter, aun sabiendo que no lograría hacerlo a tiempo.

Se oyó un ruido en la puerta.

Jacobsen apareció bajo el dintel, pálida ante aquella inesperada escena. Acto seguido se llevó la mano bajo la chaqueta para desenfundar.

—¡No lo hagas! —gritó Kyle, dándose la vuelta para escudarse tras Gardner.

Jacobsen se quedó quieta, con la mano en la culata de la pistola. Kyle tenía la pistola de Gardner a medio desenfundar, pero para empuñarla tenía que rodear con el brazo el cuerpo del agente. Sólo su respiración atropellada rompía el silencio. Gardner había dejado de moverse y pendía como un saco del brazo de Kyle, con el rostro más sombrío que nunca.

Kyle se relamió los labios y clavó los ojos en la cartuchera de Jacobsen.

—¡Aparta la mano de la pistola y suéltalo! —ordenó ella en tono autoritario, aunque con cierto temblor en la voz.

Kyle lo percibió. La adrenalina le había insuflado fuerzas renovadas. Sonrió y movió de un lado a otro su cara de pan. Volvía a tener el control y eso le gustaba.

—Oh, ni hablar. Eres tú la que va a soltar el arma.

—De eso nada. Última oportunidad…

—¡Chist! —Inclinó la cabeza hacia Gardner como si aguzara el oído—. Apenas oigo latir el corazón de tu compañero. Suena cada vez más débil. Más lento… y más…

—Si lo matas, nada impedirá que te dispare.

A Kyle se le acabó la insolencia. Sacó la lengua rosada para humedecerse de nuevo los labios y justo entonces llegó un ruido de pisadas procedente del piso de arriba. Kyle abrió mucho los ojos y, al ver que Jacobsen dividía su atención, aprovechó para hacerse con la pistola de Gardner y disparar.

Vi que Jacobsen se tambaleaba, pero también ella había desenfundado y abierto fuego. Kyle soltó a Gardner, sonaron otras dos detonaciones, parte del espejo explotó y se produjo una lluvia de cristales. Kyle dejó caer la pistola al suelo y al instante se desplomó como si le hubieran cortado los hilos.

Los oídos me pitaban por segunda vez aquella tarde. Corrí hacia Jacobsen. Había caído contra el marco de la puerta, pero seguía apuntando la pistola con firmeza en dirección a Kyle. Su rostro, blanco como el yeso, contrastaba con la reluciente mancha oscura que empezaba a extenderse por el lado izquierdo de su chaqueta, entre el cuello y el hombro.

—Me estoy… Creo que… —balbució mientras parpadeaba.

—Siéntese. Procure no hablar.

Mientras le desgarraba la chaqueta eché una ojeada fugaz al cuerpo inmóvil de Gardner. No sabía si respiraba, pero la situación de Jacobsen presentaba mayor urgencia: si la bala le había perforado una arteria, podía desangrarse en cuestión de segundos. En las escaleras y el corredor sonaban pisadas, pero yo apenas prestaba atención. Terminé de retirarle la chaqueta en la zona del hombro herido y contuve la respiración al ver lo ensangrentada que tenía la camisa. En ese momento, unas figuras aparecieron por la puerta y en pocos segundos la estancia se llenó de gritos.

—Rápido, hay que… —empecé a decir, y de pronto sentí que alguien tiraba de mí y me tendía bocabajo en el suelo. «¡Oh, por el amor de Dios!». Hice ademán de levantarme, pero entonces recibí un fuerte golpe entre los omóplatos.

—¡Al suelo! —gritó una voz.

Grité que no había tiempo, pero nadie me escuchaba. En esa postura no podía ver más que una confusión de pies.

Pasó una eternidad hasta que me reconocieron y me permitieron levantarme. Preso de la indignación, me sacudí de encima las manos de quienes intentaban ayudarme. Un grupo de personas estaba de cuclillas junto a Gardner, al que habían colocado en posición de defensa. Seguía inconsciente, pero comprobé que al menos respiraba. Me di la vuelta para mirar a Jacobsen y vi que había dos agentes atendiéndola. Le habían retirado la blusa en la parte del cuello y el hombro donde había recibido el disparo. Su sujetador deportivo blanco estaba manchado de color carmín. Había tanta sangre que ni se veía la herida.

—Soy médico, déjenme examinarla —dije arrodillándome junto a ella.

Jacobsen todavía tenía las pupilas dilatadas por el efecto del shock. Sus ojos grises transmitían juventud y miedo.

—Creía que estaba hablando con Dan…

—No pasa nada.

—La… la ambulancia estaba a menos de un kilómetro, por eso he vuelto. Presentía que algo no iba bien… —La voz le temblaba del dolor—. York no se había llevado las fotografías de la casa. Sus padres, todo su pasado. Él nunca las habría dejado allí…

—No hable.

Me sentí aliviado al ver el surco que tenía en el trapecio, el músculo que conecta el cuello con el hombro. La bala había atravesado la parte superior, pero a pesar de la hemorragia no era grave. Un par de centímetros más abajo o más a la derecha y la cosa habría sido distinta.

De todos modos, seguía perdiendo sangre. Sirviéndome de su blusa, apliqué presión sobre la herida hasta que uno de los agentes llegó con un botiquín.

—Apártese —me dijo.

Me hice a un lado para dejarle espacio. Sacó una gasa estéril y presionó la herida con tanta fuerza que Jacobsen tuvo que ahogar un gemido; luego empezó a vendarla. Como era evidente que sabía lo que se hacía, fui a ver cómo estaba Gardner. Seguía inconsciente. Mala señal.

—¿Cómo está? —le pregunté a la agente que estaba arrodillada a su lado.

—Es difícil de decir —contestó—. Los paramédicos están en camino, pero no esperábamos necesitarlos. ¿Qué demonios ha pasado?

No tenía fuerzas para explicárselo. Me di la vuelta y vi a Kyle tumbado boca arriba. Tenía el pecho y el abdomen bañados en sangre, y los ojos clavados en el techo con la mirada perdida.

—No tema, está muerto —me dijo la agente al ver que le palpaba el cuello.

Pero no lo estaba, todavía no. Bajo la piel palpitaba aún un debilísimo pulso. Me quedé con los dedos ahí, mirándolo a los ojos mientras su corazón daba sus últimos latidos. Cada vez eran más débiles, y el intervalo entre uno y otro, más largo. Al fin, cesaron.

Lo miré a los ojos, pero si ahí había algo, no fui capaz de verlo.

—Está herido —dijo la agente que estaba al lado de Gardner, mirándome la mano.

En efecto, manaba sangre. Debía de haberme cortado con un pedazo de espejo roto sin darme cuenta. El corte se extendía a lo largo de la cicatriz de la palma como una fina boca de labios goteantes de sangre.

Hasta entonces ni me había percatado, pero en ese momento empecé a sentir un dolor frío y limpio.

—Sobreviviré —dije cerrando el puño.