Paul cruzó corriendo el vestíbulo.
—¿Sam? ¡Sam!
Sus gritos resonaron entre las paredes desnudas. El interior del sanatorio estaba oscuro y vacío, sin muebles ni accesorios de ningún tipo. Las ventanas estaban cerradas y apenas dejaban pasar pequeñas grietas de luz. Mientras corría detrás de Paul, con el teléfono aún pegado al oído, noté una sensación de espacio, ruina y polvo.
—¡Contésteme, Hunter! ¿Qué está pasando? —preguntaba Gardner, y sus palabras iban y venían en función de la cobertura.
—Hemos encontrado a York —dije jadeando—. Estamos en un viejo sanatorio en las estribaciones de la montaña, a unos veinticinco o treinta kilómetros de la ambulancia. Hay… —Pero no sabía cómo describirle la pesadilla del jardín. Empecé a indicarle cómo llegar hasta donde habíamos dejado el coche, hasta que de pronto su silencio me dejó helado—. ¿Gardner? ¡Gardner!
La conexión se había cortado. No tenía la menor idea de hasta dónde había oído, si es que había llegado a oír algo, pero no había tiempo para telefonearle. Paul se había detenido en el centro del vestíbulo.
—¡Sam! ¿Dónde estás? ¡Sam!
—¡Paul! —dije agarrándolo del brazo.
—Ya sabe que estamos aquí —dijo soltándose—. ¿Verdad que sí, hijo de puta? —gritó—. ¿Me oyes? ¡Voy a por ti, York!
Su desafío no obtuvo respuesta. Nuestra respiración sonaba hueca en aquel tenebroso vestíbulo. Los cimientos se habían desplazado por culpa de las termitas o algún hundimiento, y el suelo se decantaba hacia un lado como en las casas de los parques de atracciones. El polvo lo cubría todo, como un paño de mugre. En las paredes el papel desgastado colgaba como si fueran guirnaldas, y los pasamanos de la antaño señorial escalinata que ocupaba el centro de la estancia habían sido arrancados, por lo que los balaustres se alzaban en el vacío como dientes sueltos. Al lado de la escalera había un ascensor antiguo que había hecho su último viaje varias décadas atrás; la caja metálica estaba oxidada y llena de escombros. Todo olía a humedad y a viejo, a musgo y madera podrida. Pero también a algo más.
Aunque débil, también ahí podía percibirse el olor nauseabundo y dulzón de la carne descompuesta.
Paul corrió hacia la escalera y sus pasos resonaron sobre el suelo de madera. El tramo que conducía al primer piso había cedido, dejando un gran agujero negro y un montón de cascotes. Paul empezó a subir, pero lo detuve y señalé el boquete. Uno de los lados del edificio parecía al borde del derrumbe; en el otro había una puerta de servicio en la que ponía: «Privado». Sobre los plafones de parqué que la separaban de la entrada se veían unas huellas y dos finos surcos de neumático que bien podrían haber sido de una bicicleta.
O de una silla de ruedas.
Paul agarró con fuerza el puntal de madera, se abalanzó sobre la puerta y la abrió de un tirón. Frente a nosotros apareció un oscuro pasillo de servicio iluminado tan sólo por un ventanuco situado al final.
—¡Sam! —llamó.
El grito se ahogó en el silencio. En el pasillo había varias puertas. Paul empezó a recorrerlo, abriéndolas una por una. Éstas golpeaban contra la pared con un ruido similar a un escopetazo, pero detrás todo eran trasteros y despensas donde no había sino telarañas. Lo seguí hasta la última puerta. La abrió de un tirón, y la repentina luminosidad de la estancia me hizo parpadear.
Era una cocina vacía.
El sol de la tarde entraba de través por las mugrientas ventanas, sumiendo la estancia en una luz verde y turbia como de acuario. En una esquina había un catre con un saco de dormir arrugado; sobre la cabecera, unas estanterías de madera sin tallar sujetas entre bloques de cemento y combadas por el peso de unos libros viejos. Al lado, una cocina de carbón repleta de sartenes usadas y dos fregaderos rebosantes de platos por lavar. El centro de la estancia lo ocupaba una mesa de pino rayada. Los platos que había encima habían sido apartados para poder colocar un botiquín del que todavía colgaba un trozo de venda. Al verlo me acordé del volante deformado de la ambulancia y sentí una cruel satisfacción.
Fue al apartar los ojos de la mesa cuando me fijé en que una de las paredes estaba empapelada de fotografías.
York había creado un montaje con sus víctimas: rostros agonizantes en blanco y negro, como los que había visto en su casa. Eran demasiados para distinguirlos a primer golpe de vista, hombres y mujeres de todas las edades y razas, clavados en la pared a modo de grotesco collage. Con el tiempo algunas de las fotografías habían empezado a doblarse y amarillear. Debajo, colocados en una estantería, había un montón de billeteras, bolsos y joyas, apilados con el mismo desorden con que el asesino elegía a sus víctimas.
Sentí de improviso que algo ligero y pegajoso me rozaba la cara. Al retroceder por poco vuelco una silla, pero resultó no ser más que una tira para cazar moscas. Atrapada en ella, había una libélula que pese a estar viva no podía escapar, pues a cada sacudida no hacía sino enredarse más todavía. Me di cuenta de que la cocina estaba llena de tiras rebozadas de moscas e insectos muertos. Por lo visto, en lugar de sustituirlas York se limitaba a colgar otras nuevas, con lo que apenas quedaba espacio libre.
Paul se acercó a la cocina, cogió un cuchillo de filo largo y, sin mediar palabra, me entregó el puntal que hasta entonces le había servido de arma. Parecía carcomido y poco sólido, pero lo cogí de todos modos.
A la cocina daban otras dos puertas. Paul intentó abrir la primera, pero se había alabeado dentro del marco. La golpeó con el hombro y ésta cedió con un sonoro crujido. A punto de perder el equilibrio, Paul se precipitó hacia el interior y chocó contra un cuerpo pálido colgado del techo.
—¡Dios!
Retrocedió a trompicones, pero no era más que un cerdo abierto en canal y suspendido por las patas traseras de un gancho para carne. La pequeña habitación, del tamaño de un armario, era una antigua cámara de frío, pero por el repugnante olor y las moscas del interior se diría que no cumplía muy bien su propósito. En los estantes había bolsas con trozos de carne y, sobre una bandeja manchada de sangre, una cabeza de cerdo a modo de ofrenda sacrificial.
«Dientes y sangre de cerdo». York no desperdiciaba nada.
Paul se quedó mirando el animal respirando afanosamente y a continuación probó la segunda puerta, que se abrió sin problemas. Contuve la respiración hasta que vi que conducía a una pequeña escalera que descendía hacia la oscuridad.
Luego vi la silla de ruedas arrinconada al pie de la escalera.
Estaba vieja y abollada, y a pesar de la penumbra vi que sobre el asiento había unas manchas húmedas. Recordé lo que Jacobsen me había dicho acerca de las manchas de sangre de la ambulancia y miré a Paul con la esperanza de que le hubieran pasado inadvertidas. Pero no.
Bajó los escalones de tres en tres.
A pesar del crujido y el balanceo de la endeble escalera, fui tras él. Al fondo se abría un oscuro y estrecho corredor, apenas iluminado por los resquicios de luz procedentes de unas ventanas atrancadas con tablones y un par de puertas francesas, las mismas que habíamos tratado de abrir desde fuera. El sanatorio se había construido en la ladera y en ese momento nos encontrábamos en la planta baja. El olor a descomposición era ahí más intenso, más aún que en el exterior. El corredor, no obstante, estaba vacío, a excepción de una puerta situada al fondo.
En ella había una placa metálica donde se leía: «Balneario».
Paul estaba dirigiéndose ya hacia ella cuando un ruido repentino quebrantó el silencio. Sonaba como una válvula al perder aire, una especie de gemido agudo, inhumano y, a la vez, agonizante. Se apagó igual que había empezado, pero no cabía duda acerca de su origen.
Procedía del balneario.
—¡Sam! —gritó Paul embistiendo la puerta.
Aunque hubiera querido no habría podido retenerlo, de modo que aferré el madero con tal fuerza que me dolía la mano y crucé la puerta tras él. Apenas me había dado tiempo a ver que se trataba de una gran habitación con azulejos blancos en las paredes cuando una figura apareció por otra puerta situada justo delante de mí.
Por un momento creí que se me salía el corazón del pecho, pero en seguida me di cuenta de que era mi propio reflejo.
En la pared opuesta había un espejo de grandes dimensiones con la superficie sucia y resquebrajada, y delante de éste, una hilera de fuentes con los grifos secos y cubiertos de polvo. A través de una serie de ventanas llenas de telarañas se filtraba una luz turbia, gracias a la cual vi que la habitación estaba alicatada desde el suelo hasta el techo. Unos letreros en los que ponía «Salas de tratamiento», «Sauna» y «Baño turco» señalaban hacia unas habitaciones oscuras contiguas a la sala donde nos encontrábamos. No le dimos mucha importancia.
Y es que la sala en la que nos encontrábamos también estaba llena de cuerpos.
En una esquina, junto a un arco oscuro, había una pequeña piscina que York había convertido en fosa común. Estaba a rebosar de cuerpos. A simple vista parecían encontrarse en distintos estados de descomposición, aunque ninguno tan avanzado como los cuerpos de fuera.
El hedor era indescriptible.
La imagen turbó a Paul, pero sólo un instante. En seguida se encaminó hacia las puertas de las salas de tratamiento y abrió la primera. Dentro había una cámara que en otros tiempos debió de ser para masajes y que York había transformado en cuarto oscuro. La habitación olía a productos químicos. Había una vieja mesa de trabajo atestada de cubetas de revelado y frascos de reactivos fotográficos, y sobre ésta pendía un cordel en el que había colgadas más fotografías.
Paul me apartó a un lado y corrió hacia la siguiente habitación. Por la peste podía adivinarse qué había dentro; comparado con aquello, el corrosivo olor químico del cuarto oscuro parecía agua de rosas. De repente, algo me impidió mirar, un súbito miedo a lo que pudiéramos encontrarnos. Paul también parecía sentirlo. Vaciló. Estaba lívido.
Finalmente abrió la puerta.
Sobre el suelo embaldosado yacían más cadáveres, apilados unos sobre otros como leños. Estaban vestidos, y todo indicaba que York se había limitado a abandonarlos ahí, como si hubiera perdido el interés en ellos y los hubiera dejado en el primer lugar que había encontrado a mano.
El cuerpo situado en lo alto del todo parecía estar durmiendo. Bajo la tenue claridad que entraba por la puerta, su mano extendida y sus mechones de pelo rubio traslucían una vulnerabilidad patética.
Oí que Paul dejaba escapar un sonido a medio camino entre un sollozo y un grito.
Acabábamos de encontrar a Sam.