Paul me miró como si me hubiera vuelto loco cuando embragué la marcha atrás.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
—No estoy seguro.
Me revolví sobre mi asiento para mirar por la luna trasera y observé los árboles que pasaban por nuestro lado mientras retrocedíamos por la carretera. Según Talbot, las libélulas de pantano buscan habitats húmedos y boscosos. Entre los insectos de los árboles había brotado un chispazo azul, pero en su momento no lo había advertido. Por lo menos no de forma consciente. «¡Fíjense en los ojos! ¿A que son increíbles? Podrían verse a un kilómetro».
Tenía razón.
Paré junto al arcén y, sin apagar el motor, bajé y me quedé frente a la linde del bosque. Me envolvió un silencio verde y salvaje. Los rayos de sol penetraban entre los troncos y las ramas de los árboles, iluminando las flores silvestres que despuntaban entre la hierba.
No vi nada.
—David, por el amor Dios, ¿no piensas decirme qué está pasando?
Paul estaba de pie junto a la puerta del acompañante. Noté en la boca el gusto amargo de la expectativa frustrada.
—El insecto del parabrisas es una libélula de pantano, como la ninfa que encontramos en el féretro de Harper. Me ha parecido…
Avergonzado, no dije más. «Me ha parecido ver más». De pronto, todo aquello se me antojaba un despropósito.
—Lo siento —dije y di media vuelta para volver al coche.
Al hacerlo vi un destello azul entre el follaje.
—Mira —dije extendiendo la mano y con el corazón al galope—. Al lado del pino caído.
La libélula zigzagueaba entre los haces de luz veteada; sus ojos azules relucían como neones. Como si se hubieran puesto de acuerdo, al instante aparecieron otras de entre los árboles.
—Ya las veo —dijo Paul mirando hacia el bosque, parpadeando como si acabara de despertarse—. ¿Crees que es importante?
Había en su voz un eco vacilante, casi de súplica, y yo me culpé por haberle dado esperanzas. Al margen de las libélulas, York nunca habría abandonado el cuerpo de Harper tan cerca de una carretera, y aunque lo hubiera hecho, no acertaba a entender qué relación podía tener eso con el paradero de Sam. Lo que sí sabíamos era que York había pasado por ahí con la ambulancia y que ahora también aparecían las libélulas. No podía tratarse de una simple coincidencia.
¿O sí?
—Talbot dijo que les gusta el agua estancada, ¿verdad? —afirmó más que preguntó Paul con una impaciencia producto de su desesperación—. Por aquí cerca debe de haber un lago o un estanque. ¿Llevas algún mapa en el coche?
—No de las montañas.
—¡Tiene que haber algo! —dijo pasándose las manos por la cabeza—. Tal vez un arroyo o un riachuelo…
Empezaba a desear no haber dicho nada. Las montañas cubrían doscientas mil hectáreas de terreno. ¿Cómo saber que las libélulas no estaban migrando? Podía ser que estuvieran a varios kilómetros de su lugar de origen.
Pero aun así…
Miré a mi alrededor. Algo más adelante vi lo que parecía un desvío hacia una pista.
—¿Por qué no echamos un vistazo por ahí? —propuse.
Paul, que se habría aferrado a un clavo ardiendo, asintió, y yo, consciente de que estábamos dando palos de ciego, volví a sentir una punzada de remordimiento. Al regresar al coche, retiré la libélula del parabrisas. Luego puse en marcha las escobillas y los chorros de agua y fue como si nunca hubiese estado ahí.
El desvío era poco más que una pista de tierra entre los árboles. Como ni siquiera estaba asfaltada, tuve que reducir para avanzar por la superficie llena de rodadas y barro. Las ramas y los arbustos arañaban las ventanillas. A cada metro ganaban espesura, hasta que al final me vi obligado a parar el coche. Delante de nosotros el camino estaba completamente bloqueado, y los arces y los abedules se disputaban el espacio con las salvajes matas de laurel. Adondequiera que condujera aquella pista, no había forma de seguir adelante.
—¡Maldita sea! —gritó Paul soltando un puñetazo contra el salpicadero.
Se bajó del coche y yo hice lo mismo, empujando la puerta contra las ramas. Miré a mi alrededor con la esperanza de encontrar otra libélula, algo que me confirmase que aquello no era una pérdida de tiempo.
Con los hombros caídos, Paul observaba con actitud derrotada la maraña de árboles que nos cerraba el paso. La esperanza que por unos momentos había prendido en él acababa de extinguirse.
—Esto es inútil —dijo con arrugas de desesperación en el rostro—. Estamos a demasiados kilómetros de donde York ha dejado la ambulancia. Joder, pero si casi hemos vuelto al lugar del accidente. Estamos perdiendo el tiempo.
Cuando dijo esto, estuve a punto de renunciar y volver a meterme en el coche admitiendo que me había dejado llevar por un palpito. Pero de pronto recordé las palabras de Tom: «Tienes buen instinto, David. Deberías aprender a confiar más en él».
Aunque albergaba mis dudas, el instinto me decía que aquella pista era importante.
—Dame sólo un minuto.
La brisa movió las ramas más altas, que dejaron escapar un susurro y al momento volvieron a quedar en silencio. Me acerqué a un tronco de árbol podrido del que nacían unos hongos blancuzcos con forma de plato y me encaramé a él. Pese a mi posición elevada, no se veía gran cosa: a excepción de la pista por donde habíamos llegado, sólo se veían árboles. Estaba a punto de bajarme cuando la brisa agitó e hizo crujir de nuevo las ramas.
Entonces lo percibí.
El olor débil, casi dulce, de la carne descompuesta.
Volví la cara hacia la brisa.
—¿Puedes…?
—Sí, lo huelo.
Había tensión en la voz de Paul. Ambos estábamos demasiado familiarizados con ese olor como para confundirlo. De pronto cesó la brisa y el aire recuperó el olor habitual del bosque.
—¿Has notado de dónde venía? —preguntó Paul mirando frenético a su alrededor.
Señalé una ladera situada en la dirección de donde parecía proceder la brisa.
—Creo que de ahí.
Sin mediar palabra, Paul se adentró en el bosque. Yo eché un último vistazo al coche y, acto seguido, salí corriendo detrás de él. La marcha no fue fácil. No había camino ni senda, y ninguno de los dos íbamos vestidos con la ropa apropiada. A cada paso por el desigual terreno chocábamos con las ramas, y los matorrales nos impedían avanzar en línea recta. Durante un trecho, el coche nos sirvió de referencia para no desorientarnos, pero en cuanto lo perdimos de vista no tuvimos más remedio que confiar en nuestra intuición.
—Como sigamos avanzando, nos perderemos —dije jadeando cuando Paul se detuvo para desenganchar la chaqueta de una rama—. De nada sirve dar vueltas sin saber adonde vamos.
Paul se mordió el labio entre resuellos y escudriñó los árboles que nos rodeaban. Aunque estuviera desesperado por dar con York y Sam, era consciente de que lo que habíamos olido podía no ser más que carroña.
Antes de que pudiéramos decir nada más, se levantó de nuevo la brisa y las ramas se estremecieron a nuestro alrededor. Volvimos a sentir el olor, esta vez más intenso, e intercambiamos una mirada.
Si era carroña, pertenecía a un animal de tamaño considerable. Paul recogió un puñado de pinaza y la lanzó al aire para ver de qué parte caía.
—Por ahí.
Nos pusimos en marcha de nuevo, esta vez con más confianza. El olor a descomposición seguía siendo perceptible al remitir la brisa. «No hace falta ningún detector para oler esto, Tom». Como para confirmar que íbamos en la dirección correcta, advertí entre los árboles el destello metálico de una libélula.
Luego vimos una valla.
Estaba hecha con listones de madera de unos dos metros y medio rematados con alambre de espino y quedaba parcialmente oculta entre pinos y arbustos. Los listones estaban podridos, y la alambrada que la recubría por fuera, oxidada y medio suelta.
Cuando empezamos a rodear el perímetro, una energía febril pareció apoderarse de Paul. Un poco más adelante había una verja flanqueada por un par de viejos pilares y atrancada con maderos. El suelo estaba cubierto de maleza, pero todavía podían distinguirse dos profundos surcos paralelos.
—Rodadas —dijo Paul—. Si hay una entrada, tuvo que haber una carretera o algo parecido. Quizá fuera la pista por la que hemos venido.
De ser así, llevaba mucho tiempo sin utilizarse.
El olor a descomposición era mucho más fuerte ahí, pero ninguno de los dos comentó nada. No era necesario. Paul pasó por encima de la alambrada medio caída y asió uno de los listones de madera. De repente se oyó un crujido y el madero quedó hecho astillas en sus manos.
—Espera, tenemos que avisar a Gardner —dije sacando el teléfono.
—¿Y qué le decimos? —dijo resoplando mientras intentaba arrancar el resto de tablones—. ¿Acaso crees que lo va a dejar todo para venir corriendo sólo porque hemos olido a muerto?
Empezó a soltar puntapiés contra uno de los tablones hasta romperlo y, acto seguido, tiró con furia del siguiente, que acabó desgajándose del clavo que lo mantenía sujeto con un sonoro crujido. Por la abertura asomaron unos arbustos que había al otro lado. Mientras arrancaba los últimos tablones, Paul me lanzó una breve mirada.
—No tienes por qué acompañarme.
Se introdujo por la abertura de la valla y, a los pocos segundos, en su lugar ya no había más que ramas.
Vacilé. Nadie conocía nuestro paradero y no teníamos la menor idea de qué había al otro lado de la valla, pero no podía dejar que fuera solo.
Me introduje por la abertura y fui tras él.
El corazón me dio un vuelco al notar que algo me agarraba por la chaqueta. Tiré de ella presa del pánico, pero entonces vi que sólo era un tornillo. Me desenganché y acabé de cruzar. Al otro lado de la valla, los arbustos no dejaban ver nada. Delante de mí, podía oír cómo crujían y chasqueaban a medida que Paul se abría camino entre ellos. Lo seguí como pude, protegiéndome la cara con una mano para evitar que las espinas se me clavasen en los ojos.
Cuando salí de la maleza, por poco me doy de bruces con él.
Llegamos a un amplio jardín. O, mejor dicho, lo que en tiempos había sido un jardín, pues en ese momento era terreno salvaje. Setos y árboles ornamentales habían crecido sin control, ocupando los unos el espacio de los otros. Nos encontrábamos a la sombra de un enorme magnolio cuyas flores blancas desprendían un perfume dulce y empalagoso. Justo delante de nosotros se alzaba un viejo codeso de pesadas ramas cargadas de racimos amarillos.
Al pie de éste, había un estanque.
En tiempos debió de ser el elemento central del jardín, pero en ese momento no era sino un depósito de aguas estancadas y fétidas. Los bordes estaban resecos y cubiertos de juncos, y el agua viscosa tenía una capa de verdín. Un enjambre de insectos con apariencia de mosquito danzaban sobre la superficie como motas de polvo bajo la luz del sol.
Las libélulas intentaban cazarlos.
Las había por docenas. Cientos. El zumbido de sus alas hacía vibrar el aire. Aquí y allá se distinguían los colores iridiscentes de otras especies más pequeñas, pero las más numerosas eran las libélulas de pantano de abdomen atigrado, cuyos ojos, relucientes como zafiros, destellaban cada vez que sobrevolaban el agua como ejecutando una intrincada coreografía.
Di un paso adelante para ver mejor y noté un chasquido debajo del pie. Al bajar la vista vi un palo de color blanco verdoso entre la hierba. No, dos palos. Y entonces, como una fotografía que va ganando nitidez, la imagen cobró el aspecto de un radio y un cubito humanos.
Retrocedí despacio. El cuerpo estaba medio oculto bajo el sotobosque. Sólo quedaban los huesos, y entre el musgo que los cubría empezaban a crecer nuevas briznas de hierba.
«Mujer negra, adolescente»: la descripción acudió a mi mente de forma automática. Como si hubiera estado esperando ese momento, el olor a descomposición se impuso por encima del intenso aroma de las magnolias.
—Oh, Dios mío —susurró Paul a mi lado.
Poco a poco levanté la mirada. Las libélulas no eran los únicos habitantes de aquel lugar.
El jardín estaba lleno de cadáveres.
Los había en la hierba, bajo los árboles, en el sotobosque. Algunos no eran más que huesos descarnados esparcidos entre la vegetación, pero otros eran más recientes y en ellos todavía podían verse moscas y gusanos colonizando intestinos resecos y cartílagos. Entonces comprendí por qué las anteriores víctimas de York no habían aparecido.
Había creado su propia granja de cuerpos.
—Mira, ahí hay una casa —dijo Paul con voz temblorosa.
Al otro lado del estanque el terreno describía una elevación y daba paso a una loma arbolada. Cerca de la cima, entre las ramas, acertaban a distinguirse las angulosas líneas de un tejado. Al ver que Paul echaba a andar hacia ahí, lo tomé del brazo.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Puede que Sam esté ahí! —dijo soltándose.
—Lo sé, pero tenemos que avisar a Gardner…
—Pues avísalo tú —dijo, y salió corriendo.
Solté una blasfemia con el teléfono en la mano. Había que avisar a Gardner, pero también tenía que evitar que Paul cometiera una estupidez.
Eché a correr tras él.
Había cadáveres por todas partes. Parecían abandonados sin orden ni concierto, como si York se hubiera limitado a dejar que se pudrieran ahí. Las libélulas caían en picado o se mantenían suspendidas en el aire a mi paso, indiferentes a la muerte que todo lo rodeaba. Vi que una de ellas agitaba delicadamente las alas para posarse sobre una falange, en una bella aunque siniestra maniobra. De pronto, otra libélula se puso a revolotear junto a mi cabeza y la alejé con asco de un manotazo.
Paul, que seguía delante de mí, iba directo al edificio que habíamos visto entre las ramas, una formidable construcción de madera de tres pisos que se alzaba sobre la cuesta como un acantilado. Al verlo de cerca me di cuenta de que era demasiado grande para ser una casa, parecía más bien una especie de hotel. Antaño debió de haber sido una mansión imponente, pero los años transcurridos la habían podrido tanto como los cuerpos esparcidos por el terreno. Los cimientos habían cedido, y las paredes estaban ladeadas y torcidas. El tejado de madera estaba lleno de agujeros, y las ventanas cubiertas de telarañas observaban sin ver desde la gris fachada castigada por los elementos. Inclinado como un borracho contra una de las esquinas, había un viejo sauce llorón cuyas ramas recubrían las paredes como si pretendieran disimular su decadencia.
Paul había llegado a una terraza llena de hierbajos que ocupaba todo ese lado del edificio. Yo ya estaba cerca, pero no tanto como para evitar que se acercase a un par de puertas francesas aseguradas con tablones y tirase del picaporte. No pudo abrirlas, pero el traqueteo quebró el silencio del jardín.
—¿Qué estás haciendo? —dije apartándolo—. Por Dios, ¿es que quieres que te maten?
Bastaba ver la expresión de su cara para saber que ya no esperaba hallar a Sam con vida. Si estaba muerta, le traía sin cuidado lo que pudiera ocurrirle.
Me apartó de un empellón y corrió hacia la esquina del sauce. No podía perderlo de vista, pero tampoco me atrevía a demorar más la llamada a Gardner. Marqué mientras corría, aliviado al ver que había una débil señal de cobertura. Era más de lo que esperaba, pero maldije al ver que el teléfono del agente del TBI me pasaba directamente al buzón de voz. No tenía tiempo para intentar llamar a Jacobsen; Paul había desaparecido ya entre la lánguida enramada del sauce. Con voz entrecortada, describí tan bien como pude el lugar donde estábamos, colgué y salí corriendo a por Paul.
A esa distancia, la podredumbre del edificio era evidente. El revestimiento exterior era blando como madera de balsa, estaba combado y tenía pequeños agujeros. Pensando en el enjambre de insectos que servían de alimento a las libélulas, recordé las palabras de Talbot: «A las libélulas de pantano también les gustan las termitas aladas».
En aquel lugar habían encontrado una fuente de provisión inacabable.
Pero en esos momentos mis preocupaciones eran otras. Paul corría delante de mí por un sendero lleno de maleza que rodeaba el edificio. El pecho parecía a punto de estallarme, pero haciendo un postrer esfuerzo logré atraparlo antes de que llegase al final del camino.
—¡Suéltame!
Al revolverse me propinó un codazo en el ojo, pero ni siquiera entonces lo solté.
—¡Piensa un poco! ¿Y si tiene una pistola?
—¡Me da igual! —gritó mientras intentaba liberarse de mí.
Yo hacía lo posible por seguir sujetándolo.
—¡Si Sam está viva, somos su única esperanza! ¿Quieres arruinarlo todo?
Aquello pareció convencerlo. El frenesí desapareció de sus ojos y noté que dejaba de oponer resistencia. Con cuidado, lo solté.
—No pienso esperar a que llegue Gardner —murmuró.
—Ya lo sé, pero no podemos entrar al asalto. Si York está dentro, no se lo pongamos fácil.
El instinto lo impelía a arrasar las paredes hasta dar con Sam, pero en el fondo Paul sabía que yo tenía razón. Aunque York supiera que estábamos ahí, quizás ignoraba que sólo éramos dos. Tal vez no supusiera una gran ventaja, pero si le anunciábamos nuestra presencia no podríamos aprovecharla.
Con más cautela que hasta entonces, avanzamos hasta el final del sendero.
Era evidente que habíamos llegado al edificio por la parte trasera y que acabábamos de ganar la fachada. El sol primaveral estaba demasiado bajo para rebasar el alto tejado, que proyectaba una profunda sombra. Entrar en ella fue como sumergirse en agua fría. Incluso los árboles parecían más oscuros en aquella zona, poblada de pinos y arces de gran altura en vez de las especies ornamentales de la parte trasera. El bosque reclamaba para sí el antiguo jardín, y las ramas cubrían la senda de la entrada, convirtiéndola en un oscuro y claustrofóbico túnel que terminaba perdiéndose de vista.
A un lado había un letrero de madera alabeada. La inscripción, rotulada en un azul fantasmal que insinuaba un optimismo pretérito, apenas era legible: «¡Respiren hondo! ¡Bienvenidos al Balneario Sanatorio de Cedar Heights!». Parecía datar de los años cincuenta y, a juzgar por su estado, debió de caer en el olvido poco después.
Mas no para York.
En la entrada, estacionados sin orden, había varios coches, sustraídos al mismo tiempo que las vidas de sus propietarios. La mayoría presentaban signos de no haberse movido en años: techos y parabrisas cubiertos de moho, excrementos de pájaro. Sólo dos estaban más limpios. Uno era una enorme camioneta de color negro con las ventanas tintadas.
El otro era un Chrysler todoterreno azul.
Cuando comprendí hasta qué punto York se había burlado de nosotros, sentí la bilis subirme a la garganta. En el momento del accidente, ya casi había llegado a su escondite. Por eso, para evitar que la investigación que inevitablemente seguiría se acercase demasiado a Cedar Heights, había seguido conduciendo durante varios kilómetros antes de abandonar la ambulancia.
Luego había robado un coche y había deshecho el camino.
El todoterreno estaba aparcado al pie de unos peldaños irregulares que conducían a una veranda. En lo alto había una doble puerta que en tiempos debió de haber sido majestuosa, pero que en ese momento estaba tan destartalada como el resto de la casa.
Una de las puertas estaba abierta.
Mientras subíamos los escalones, Paul cogió un puntal de madera de la veranda que había quedado suelto. A través de la puerta se veía un amplio vestíbulo en penumbra del que partía una gran escalinata. Paul alzó la mano para abrir del todo la puerta.
En ese momento sonó el teléfono.
El timbre fue ensordecedor. Saqué el aparato del bolsillo y vi el nombre de Gardner en la pantalla. «¡Por Dios, ahora no!» El timbre era insoportable y los segundos que tardé en contestar fueron agónicos.
—¿Hunter? ¿Dónde coño anda? —inquirió Gardner, cuya voz crepitaba.
No había tiempo para contestar. No había tiempo para nada, pues justo en ese momento se oyó un grito en el interior de la casa. Sólo fue un segundo, pero bastó para acabar con la contención de Paul.
—¡Sam! ¡Aguanta, ya estoy aquí! —gritó, y cruzó la puerta.
«Maldita sea». No tenía elección. Haciendo caso omiso de las preguntas de Gardner, corrí detrás de Paul hacia el interior del sanatorio.
Ladeas la cabeza para escuchar. Pronto estarán aquí; sólo dispones de unos minutos. Notas el hormigueo de la adrenalina, aunque lo peor ya ha pasado y puedes volver a pensar con claridad. Cuando has oído que había alguien delante de las puertas francesas te has quedado de piedra. Creías que dejando la ambulancia a varios kilómetros los despistarías y podrías relajarte. Tenías que habértelo esperado.
Tu primer impulso ha sido salir corriendo, pero eso es imposible. Has hecho un esfuerzo por calmarte, ¡por pensar! Poco a poco el pánico ha remitido lo suficiente para permitirte ver lo que tienes que hacer. Eres mejor que ellos, recuérdalo. Eres mejor que nadie.
Todavía pueden volverse las tornas.
Pero para eso debes darte prisa. Mientras te aseguras de que la mordaza no vuelve a caerse, los ojos de la persona que tienes atada te observan desorbitados y llenos de pavor. No quieres que siga gritando y acaben encontrándote, al menos no todavía. Nada más empezar ya tienes la sensación de que el plan se ha echado a perder. Ahora que estás tan cerca, las cosas no están saliendo como esperabas. Pero no hay tiempo para lamentarse. No hay tiempo para nada.
Haz lo que tienes que hacer.
Nada más terminar observas tu obra con desagrado. Los ojos ya no te miran; de hecho, ya no miran nada. Al oír que los intrusos se acercan se te entrecorta la respiración. Que se acerquen. Ya casi has terminado. Un último detalle y la sorpresa estará lista.
Te enjugas el sudor de la frente y coges el cuchillo.