A la mañana siguiente encontraron la ambulancia. Yo me había pasado la mayor parte de la noche en un sillón, dormitando a ratos. Me pareció que pasaba una eternidad. Cada vez que me despertaba consultaba el reloj y me daba cuenta de que apenas habían transcurrido unos minutos. Cuando miré por la ventana y vi un resplandor dorado rompiendo el horizonte, fue como si por fin el tiempo se hubiera puesto de nuevo en marcha.
Al mirar hacia el otro sillón vi que Paul estaba totalmente despierto. Parecía no haberse movido en toda la noche. Aunque estaba entumecido, intenté levantarme.
—¿Quieres un café?
Negó con la cabeza. Flexioné los hombros y el cuello y fui a la cocina. El café había seguido calentándose toda la noche y en la habitación flotaba un rancio olor a quemado. Lo tiré por el desagüe y preparé una cafetera nueva. Apagué la luz y me quedé de pie junto a la ventana. Fuera, el mundo empezaba a cobrar forma a través de la penumbra del amanecer. Más allá de las casas de enfrente, sólo alcanzaba a divisar el lago, su oscura superficie difuminada por una bruma blanca. Habría sido una estampa matutina de lo más apacible, de no ser por el coche patrulla estacionado delante, como un rotundo golpe de realidad en medio de aquel pacífico amanecer.
Sorbí el café sin moverme de la ventana. Fuera, un pájaro se puso a cantar. A su voz solitaria se unieron otras, formando un coro de trinos cada vez más enérgico. Recordé el aciago pronóstico de Jacobsen: «Si todavía no la ha matado, la matará antes de que acabe la noche». Como si hubieran estado esperando el momento oportuno, los primeros rayos de sol tocaron el lago.
Se preveía una mañana magnífica.
Hacia las ocho empezaron a llegar los primeros equipos de televisión y periodistas. El nombre de Sam no había trascendido a la prensa pero, como de costumbre, que se filtrase era sólo cuestión de tiempo. Los agentes de uniforme del coche patrulla se aseguraron de que los medios se mantuvieran a cierta distancia de la casa, pero en cuestión de minutos la calle se llenó de vehículos y equipos de reporteros.
Paul parecía no enterarse de nada. Presentaba un aspecto lamentable, tenía la piel de la cara gris y arrugada y estaba cada vez más encerrado en sí mismo, como extraviado en su sufrimiento. Sólo volvía a la realidad cuando sonaba el teléfono. Entonces lo descolgaba, tenso y expectante, y al momento volvía a hundirse al oír la voz de algún amigo o algún periodista insistente. Tras decir unas palabras, colgaba el aparato y volvía a retraerse en su caparazón. Yo sufría por él, porque sabía muy bien por lo que estaba pasando.
Sin embargo, nada podía hacer por ayudarlo.
Las cosas cambiaron justo antes de mediodía. A nuestro lado, en un plato, se secaban los restos de unos bocadillos. El mío, a medio comer; el de Paul, intacto. Pensé que ya iba siendo hora de volver al hotel. No estaba ayudando en nada, y en apenas unas horas llegarían los padres de Sam. El teléfono volvió a sonar y Paul descolgó, pero por la forma en que hundió los hombros supe que no era Gardner.
—Hola, Mary. No, no lo he… —Se interrumpió y de pronto todo su cuerpo se puso en tensión—. ¿En qué canal?
Dejó caer el auricular y cogió el mando del televisor.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Creo que ni me oyó. En cuanto la pantalla se encendió, comenzó a pasar canales, creando una cacofonía de ruidos e imágenes hasta que de repente se detuvo. Una mujer joven con el pelo lacado y unos labios demasiado rojos hablaba enfáticamente ante la cámara.
—… «noticia de última hora, acaba de saberse que ha aparecido una ambulancia abandonada en la zona de Gatlinburg del Parque Nacional de las Great Smoky Mountains».
Paul se quedó atónito al oír aquellas palabras.
—… «la localización exacta no ha trascendido, y las fuentes del TBI se niegan a confirmar si se trata del mismo vehículo utilizado ayer en el secuestro de Samantha Avery, la mujer embarazada de treinta y dos años de Blount County. Todavía se desconoce el paradero de la desaparecida, pero según datos que no hemos podido contrastar la ambulancia habría podido resultar dañada en una colisión…»
La reportera continuó hablando con voz entrecortada de excitación mientras en pantalla aparecía una fotografía de York. Paul se abalanzó sobre el teléfono, pero éste se puso a sonar antes de descolgarlo. «Gardner», pensé, y mi sospecha se vio confirmada por el rostro de Paul.
—¿La han encontrado? —inquirió.
Al oír la respuesta de Gardner pareció desinflarse. Se hizo un silencio tal que hasta podía oír la voz metálica e indistinta del agente del TBI.
—¿Y deja que me entere por la televisión? Por el amor de Dios, me dijo que me llamaría en cuanto tuviera noticias… Me da lo mismo, pero llámeme, ¿de acuerdo?
Colgó y se quedó dándome la espalda, intentando recuperar el control sobre sí mismo antes de hablar.
—Han encontrado una ambulancia hace media hora en un área de picnic cercana a la interestatal 40 —anunció sombrío—. Creen que York la ha abandonado ahí y ha robado otro coche antes de llegar a la interestatal. Podría estar en mitad de Carolina del Norte. O haberse dirigido hacia el oeste. O incluso estar de camino a México. A saber, puede estar en cualquier parte.
Paul arrojó el teléfono, que se hizo pedazos contra la pared, proyectando trozos de plástico por toda la habitación.
—¡Dios mío, no puedo aguantarlo más! ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme aquí sentado?
—Paul…
Pero ya se estaba dirigiendo hacia la puerta. Salí corriendo hacia el vestíbulo.
—¿Adónde vas?
—A ver la ambulancia.
—Espera un segundo. Gardner…
—¡A la mierda con Gardner! —gritó mientras abría la puerta principal. Yo le corté el paso con la mano—. ¡Quítate de en medio, David!
—Haz el favor de escucharme. Si te marchas ahora tendrás a los equipos de televisión siguiéndote hasta que llegues. ¿Es eso lo que quieres?
Mis palabras lo hicieron reflexionar.
—¿Hay carretera en la parte de atrás? —continué, una vez captada su atención.
—La calle gira entre las casas de atrás, pero no puedo…
—Voy a por mi coche. A mí la prensa no me seguirá. Tú sal por detrás y cruza los jardines, nos encontraremos al otro lado.
Acabó aceptando que mi propuesta era más razonable y, aunque a regañadientes, consintió.
—Dame un par de minutos —dije, y me fui antes de que pudiera cambiar de opinión.
Al salir, la luz del sol me deslumbró. Fui directo hacia el coche, procurando ignorar el clamor suscitado por mi aparición. La prensa se abalanzó sobre mí formando una muralla de cámaras y micrófonos, pero la agitación se desvaneció enseguida.
—Éste no es Avery —dijo alguien, y fue como si se hubiera apagado un interruptor.
Me hicieron unas cuantas preguntas sin mucho entusiasmo, pero su interés se disipó al ver que yo no contestaba. Para cuando subí al coche y lo puse en marcha, los periodistas y equipos de televisión habían vuelto a centrar su atención en la casa.
La calle describía una curva pronunciada y continuaba por detrás de la casa de Sam y Paul. Aparte de él, la calle estaba vacía. Vino corriendo hacia mí y abrió la puerta antes de que me hubiera dado tiempo a detenerme por completo.
—Vuelve a la carretera principal y conduce en dirección a las montañas —dijo sin aliento.
Abandonamos la urbanización sin que nos siguiera ningún vehículo de la prensa. Una vez en la carretera, la ruta estaba bien señalizada, así que, a excepción de alguna que otra indicación sucinta por parte de Paul, condujimos en silencio. Las brumosas Smoky Mountains surgían frente a nosotros en el horizonte. Su imagen perdiéndose en la distancia sugería que cualquier búsqueda había de resultar infructuosa.
El sol brillaba en lo alto, y la temperatura era propia de un día de verano. Recorridos unos kilómetros tuve que activar el limpiaparabrisas para quitar los insectos muertos del cristal. La tensión aumentó al alcanzar las estribaciones y atravesar Townsend. No muy lejos de ahí York había impactado contra aquel coche y se había estrellado contra un árbol. A pocos kilómetros de la ciudad, la carretera pasaba junto a un gran roble rodeado con precinto policial. En el tronco podían verse claramente unas muescas irregulares de color blanco. Paul se quedó mirándolo con ojos sombríos.
Ninguno de los dos dijo nada.
Unos kilómetros más adelante, me indicó que tomara un ramal de la carretera que se encaramaba en las montañas. Las laderas nos rodeaban y a ratos sumergían en las sombras el sinuoso trazado de la carretera. Vimos algún que otro coche, pero la estación estaba principiando y todavía no había muchos. Todo respiraba primavera. Los bosques estaban alfombrados de flores silvestres de color azul, amarillo y blanco que moteaban la hierba joven y pujante. En cualquier otro momento la belleza de los Apalaches habría sido imponente; aquel día, parecía una mofa cruel.
—Gira por la próxima a la derecha —dijo Paul.
Era una vía estrecha cubierta de grava, como tantas pistas y carreteras menores del país. La pendiente era lo bastante pronunciada como para forzar la transmisión automática del coche. Pasado kilómetro y medio, se niveló. Al final de una curva nos encontramos con un coche patrulla que bloqueaba la carretera. Detrás de éste, antes de que los árboles interrumpieran la vista, había unas cuantas mesas de picnic de madera y varios vehículos de policía.
Bajé la ventanilla y un agente de uniforme se acercó al coche. No tendría ni veinte años, pero caminaba con la arrogancia de un veterano. Me miró por debajo de la amplia ala de su sombrero y se llevó una mano a la funda de la pistola.
—Vuelva por donde ha venido. No se puede pasar.
—¿Puede avisar a Dan Gardner de que el doctor Hunter y…? —empecé a decir, pero entonces oí que se abría la puerta del acompañante.
Volví la cabeza y vi a Paul saliendo del coche. «Oh, cielos», pensé, mientras el agente salía a toda prisa para cortarle el paso.
—¡Alto ahí! ¡Maldita sea, he dicho que alto!
Bajé del coche y fui corriendo tras ellos. Agarré a Paul justo en el momento en que el agente se cruzaba en su camino y desenfundaba el arma. Hasta entonces nunca había pensado en lo poco que me gustan las armas.
—De acuerdo, de acuerdo —dije obligando a retroceder a Paul—. ¡Vamos, tranquilízate!
—¡Vuelvan al coche! ¡Ahora! —gritó el agente, que aferraba la pistola con ambas manos, apuntando a la porción de suelo que lo separaba de nosotros.
Paul no parecía dispuesto a moverse. El sol se reflejaba en sus ojos, que parecían no mirar a ninguna parte. La impotencia lo estaba consumiendo. Si en ese momento no hubiéramos oído una voz familiar, no sé qué habría podido ocurrir.
—¿Qué diablos está pasando aquí?
Jamás habría creído que me alegraría de ver a Gardner. Llegó dando grandes zancadas y con los labios muy apretados. El joven agente seguía con los ojos clavados en Paul y la pistola desenfundada.
—Señor, les he dicho que no podían pasar, pero no…
—No pasa nada —dijo Gardner, sin entusiasmo. Su traje parecía más arrugado que nunca. Me dedicó una gélida mirada antes de interpelar a Paul—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Quiero ver la ambulancia.
Hablaba con ese tono monocorde de quien no está dispuesto a ceder. Gardner se quedó mirándolo un momento y luego soltó un suspiro.
—Acompáñeme.
Lo seguimos por una pista. La zona de picnic se encontraba en un claro de hierba desde el que se dominaban las estribaciones de las montañas. Kilómetros de picos y depresiones arboladas se extendían a nuestros pies: un océano de verdor congelado. A esa altura el aire era algo más fresco, pero todavía templado, oloroso de pino y pícea. A un lado del claro había un grupo de vehículos de policía estacionados delante de unos cuantos turismos civiles.
Algo más lejos, aislada tras un precinto policial, se encontraba la ambulancia.
Incluso a esa distancia podía apreciarse el daño provocado por la colisión. Uno de los laterales presentaba varias muescas en paralelo, y el guardabarros izquierdo se había arrugado como papel de estaño en la zona que debía de haber impactado contra el árbol. No era de extrañar que York se hubiera deshecho de ella; había tenido suerte de llegar tan lejos.
Paul se detuvo ante el precinto y observó el interior de la ambulancia. Las puertas traseras abiertas dejaban a la vista una litera y varios armarios medio desvencijados. Dentro había un técnico forense trabajando. De una de las camas de la litera colgaban unas correas que parecían haber sido desabrochadas a toda prisa.
Noté una presencia a mi lado y al darme la vuelta vi que era Jacobsen. Me lanzó una mirada solemne. Tenía unas gruesas ojeras, lo que me hizo suponer que Paul y yo no éramos los únicos que habíamos pasado la noche en vela.
El rostro de Paul era como una máscara.
—¿Qué han encontrado?
Gardner titubeó, pero Paul pareció no darse cuenta.
—En una de las camillas había cabellos rubios. Habrá que compararlos con muestras de cabello de su esposa, pero diría que no hay duda. Aparte de eso, al parecer York se llevó un buen golpe en la colisión.
Nos acompañó a la parte delantera. La puerta del conductor estaba abierta, dejando a la vista el viejo y mugriento habitáculo. El volante estaba deformado y ligeramente inclinado hacia un lado.
—Si pegó contra el volante con la fuerza suficiente para hacer eso, es probable que se llevara un golpe considerable —dijo Gardner—. Debió de romperse un par de costillas, al menos.
Por primera vez, el rostro de Paul se iluminó con algo semejante a la esperanza.
—¿Entonces está herido? Eso es una buena señal, ¿no?
—Es posible —dijo Gardner evitando pronunciarse.
Algo en su voz sonaba poco convincente, pero Paul estaba tan preocupado que tampoco esta vez notó nada.
—Quisiera quedarme aquí un momento.
—Cinco minutos. Luego tendrá que irse a casa.
Gardner, Jacobsen y yo nos retiramos y dejamos a Paul a solas. Esperé hasta asegurarme de que no pudiera oírnos.
—¿Qué es lo que le están ocultando?
Gardner apretó las mandíbulas, pero fuera lo que fuese lo que iba a decir no llegó a hacerlo, pues justo en ese instante una voz procedente de la unidad móvil de la policía científica reclamó su presencia.
—Dígaselo, a estas alturas qué más da —dijo a Jacobsen antes de marcharse.
Las ojeras de Jacobsen le conferían un aspecto más solemne, si cabe, de lo habitual.
—Había manchas de sangre en la ambulancia. En la litera y en el suelo.
Recordé a Sam tal como la había visto la última vez. «Madre de Dios».
—¿Y no cree que Paul tiene derecho a saberlo?
—Sí, el problema es que no todas las manchas son recientes y no podemos certificar si alguna se corresponde con su mujer —dijo lanzando una mirada hacia el lugar donde Paul velaba la ambulancia—. Dan no cree que saberlo le sirva de gran cosa en estos momentos.
Había que admitir que llevaba razón en eso. No me gustaba la idea de esconderle información a Paul, pero su imaginación debía de estar ya bastante desbocada.
—¿Cómo han dado con la ambulancia? —pregunté.
Jacobsen se apartó un mechón de cabello que le cubría parte de la cara.
—Nos han avisado del robo de un coche, un Chrysler todoterreno de color azul. A medio kilómetro hay unas cabañas de alquiler, pero la carretera no llega hasta ahí. Los clientes dejan el coche aquí y continúan a pie. Seguramente York eligió este lugar por eso: lo normal es que a principios de temporada ya estén alquiladas una o dos cabañas. Cualquiera que conozca la zona sabe que aquí hay coches.
Eché un vistazo a la ambulancia accidentada. Estaba estacionada bien a la vista, a pocos metros de unas tupidas matas de laurel.
—York no se ha molestado mucho en borrar su pista.
—Ni falta que le hacía. A veces los coches se quedan aquí varios días mientras sus dueños juegan a ser Robin de los bosques. Debía de contar con que nadie echaría de menos el coche hasta esta mañana por lo menos, y seguramente más tarde. Fue un golpe de suerte que el dueño se diera cuenta tan rápido.
«Suerte». No era algo de lo que hubiéramos ido sobrados hasta el momento.
—Pensaba que la habría dejado en un lugar donde los desperfectos fueran menos evidentes.
Jacobsen se encogió de hombros con aire cansado.
—Supongo que tenía cosas más importantes en que pensar. Tenía que meter a Samantha Avery en el coche, y no debió de resultarle fácil si también él estaba herido. Lo último en que debía de pensar sería en esconder la ambulancia.
Supuse que tenía sentido. York sólo necesitaba que el vehículo pasase inadvertido hasta que le diera tiempo de llegar al lugar a donde se dirigía. Después, daría lo mismo.
—¿Cree que se dirigía hacia la interestatal? —pregunté.
—Es lo que parece. Queda a pocos kilómetros, y, una vez ahí, podría adentrarse en las montañas, volver hacia el oeste o poner rumbo a otro estado.
—De modo que podría estar en cualquier sitio.
—Digamos que sí —dijo levantando la barbilla. Luego se quedó mirando a Paul y la ambulancia—. Debería llevárselo a casa. Esto no le hace ningún bien.
—No debería haberlo sabido por la televisión.
Jacobsen encajó mi reproche con un gesto de asentimiento.
—Dan tenía pensado llamarlo en cuanto tuviera un momento. En caso de que surgieran más novedades, lo primero que haríamos sería avisar al doctor Avery.
Advertí que hablaba en condicional, no en futuro. A medida que pasaba el tiempo las posibilidades de encontrar a Sam disminuían.
A menos que York quisiera que la encontrásemos.
Jacobsen se fue con Gardner a la unidad móvil de la policía científica, y yo volví junto a Paul. Su figura resultaba patética junto a la ambulancia; no dejaba de escrutarla, como si con ello hubiera de adivinar el paradero de su esposa.
—Deberíamos irnos —dije con delicadeza.
La agresividad demostrada momentos antes parecía haberse consumido. Siguió mirando la ambulancia durante uno o dos segundos más, luego se dio la vuelta y nos fuimos juntos al coche.
Cuando pasamos por delante de él, el joven agente lanzó una mirada acerada a Paul, pero éste no pareció percatarse de nada durante el trayecto entre la zona de picnic y el coche.
Llevábamos varios kilómetros conduciendo cuando por fin abrió la boca.
—La he perdido, ¿verdad?
No sabía qué contestarle.
—Eso no lo sabes.
—Sí lo sé. Y tú también. Y ellos también lo saben. —Las palabras manaban de sus labios como el agua en un vaso rebosante—. Intento recordar qué fue lo último que le dije, pero no puedo. Llevo rato dándole vueltas y no hay manera. Sé que no debería importarme, pero me importa. No puedo creerme que la última vez que la vi fuera un momento vulgar y corriente. ¿Cómo es posible que no lo viera venir?
«Porque nunca se ve venir», pensé, pero no lo dije.
Después de esto quedó en silencio. Yo observé la carretera con la mirada vacía. «Santo cielo, esto no puede estar sucediendo». Pero sí, estaba ocurriendo y el silencio del bosque no brindaba ningún consuelo. Los insectos revoloteaban bajo los intermitentes haces de luz, motas insignificantes frente al colosal tamaño de los robles y los pinos que se alzaban desde mucho antes de que yo naciera. En una grieta de la ladera se había formado un pequeño salto de agua que cubría de espuma blanca las negras rocas de la montaña. Pasamos junto a troncos caídos cubiertos de musgo y otros enhiestos rodeados de hiedra. A pesar de su belleza, los seres que habitan el bosque viven en una lucha constante por sobrevivir.
No todos lo consiguen.
No sé en qué momento cobré conciencia de mi malestar. Parecía surgido de la nada, y el primer síntoma fue un picor en los antebrazos. Bajé la mirada y vi que tenía los pelos como escarpias; noté un cosquilleo similar en la nuca, y sentí que ahí también se me erizaba el vello.
Como obedeciendo a una señal acordada, mi inquietud se convirtió en una incontenible sensación de angustia. Mis manos se aferraron al volante. «¿Qué? ¿Qué es lo que pasa?» No lo sabía. A mi lado, Paul seguía sumido en su agobiante silencio. Frente a nosotros se veía la carretera, despejada y vacía, a lo largo de la cual se alternaban los rayos de sol y las sombras de los árboles. Miré por el retrovisor. Nada a la vista. A nuestra espalda se extendía el bosque con su indiferente monotonía. La sensación, no obstante, se negaba a remitir. Volví a mirar por el retrovisor y de repente di un respingo al ver que algo se estrellaba con un ruido sordo contra el parabrisas.
Un insecto de grandes dimensiones acababa de estamparse contra el cristal y se había convertido en una maraña de patas y alas. Me quedé mirándolo y sentí que mi angustia empezaba a cobrar forma. Sin saber muy bien por qué, pisé a fondo el freno.
Al verse proyectado contra el cinturón de seguridad, Paul clavó las manos en el salpicadero. A continuación el coche se detuvo y él se quedó mirándome atónito.
—¡Por Dios, David! —dijo mirando alrededor, intentando comprender por qué nos habíamos detenido—. ¿Se puede saber qué pasa?
No respondí. Me quedé sentado, con las manos pegadas al volante y con el corazón golpeándome las costillas. No podía apartar la vista del parabrisas. Era una libélula casi del tamaño de mi dedo. Estaba hecha una plasta, pero todavía podían distinguirse las listas atigradas del tórax. Los ojos eran inconfundibles, tal como había dicho Josh Talbot.
El mismo azul eléctrico de la Epiaeschna beros.
Una libélula de pantano.