20

La noche que siguió fue una de las más largas de mi vida. Telefoneé a Gardner mientras Paul llamaba al resto de hospitales de la zona. Sospechaba sin duda que Sam no estaría en ninguno, pero aceptar la alternativa lo llenaba de pavor. Mientras quedara alguna posibilidad, por remota que fuera, podría mantener la esperanza de que todo aquello fuera un malentendido, de que su mundo volviera a la normalidad. Pero eso era imposible.

Gardner tardó menos de cuarenta y cinco minutos en llegar. Para entonces ya estaban con nosotros dos agentes del TBI. Se habían presentado en la casa a los pocos minutos, vestidos ambos con mugrientos monos de trabajo como si vinieran de una obra. Tanta rapidez me hizo suponer que debían de formar parte del dispositivo de seguimiento que me habían prometido. Tanta vigilancia para nada.

Gardner y Jacobsen entraron en la casa sin llamar, ella con su gesto inescrutable, él con expresión sombría y adusta. Gardner cruzó unas palabras con uno de los agentes y a continuación se dirigió a Paul.

—Dígame qué ha ocurrido.

Paul se lo explicó con voz temblorosa.

—¿Hay algo fuera de lugar? ¿Signos de forcejeo? —preguntó Gardner.

Paul negó con la cabeza.

Gardner se fijó en las tazas que había encima de la mesa.

—¿Alguno de ustedes ha tocado algo?

—Yo he preparado un poco de café —respondí. Con la mirada me dio a entender que no debía haber tocado nada, pero no le dio tiempo a decir nada al respecto.

—A la mierda el puto café, ¿y ahora qué? —estalló Paul—. ¡Ese hijo de perra se ha llevado a mi mujer y nosotros aquí de cháchara!

—Estamos haciendo todo cuanto podemos —dijo Gardner con una contención desacostumbrada—. Hemos dado parte a todos los departamentos de policía de Tennessee Este para que busquen una ambulancia.

—¿Que han dado parte? ¿Por qué no bloquean las carreteras, por el amor de Dios?

—No podemos parar a todas las ambulancias. Además, de nada serviría bloquear las carreteras teniendo en cuenta que nos lleva varias horas de ventaja. A estas alturas podría haber llegado a Carolina del Norte.

Paul dejó de mostrarse irascible y se hundió en su asiento. Estaba lívido.

—Puede que no tenga nada que ver, pero he estado pensando en lo de la ambulancia —dije, eligiendo las palabras con cuidado—. En la grabación de la cámara de seguridad aparece una, ¿verdad? Al lado de la cabina desde la que York llamó a Tom.

En la cinta apenas se distinguía una forma blanca en primer plano. En otras circunstancias no le habría concedido mayor importancia, y ni siquiera entonces estaba seguro de que pudiera tenerla, pero prefería decir una sandez a guardar silencio y arrepentirme más tarde.

Gardner, por supuesto, no compartía mi parecer.

—En los hospitales suele haber ambulancias.

—En urgencias tal vez sí, pero no en la morgue. Al menos no frente a la entrada principal. Los cuerpos no entran por ahí.

Gardner se quedó callado un instante y a continuación se dirigió a Jacobsen.

—Dile a Megson que lo compruebe y me mande las imágenes. —Y mientras la agente se iba corriendo, añadió—: Ahora debería hablar con su vecina.

—Voy con usted —dijo Paul poniéndose en pie.

—No hace falta.

—Quiero ir.

Advertí la reticencia de Gardner al respecto, pero acabó asintiendo. Todo un gesto por su parte.

Yo me quedé solo en la casa. Me corroía pensar que nos habíamos dejado engañar como chorlitos. Mi noble gesto al ofrecerme como cebo se me antojaba ahora un acto de soberbia. «Maldita sea, ¿tan elevada opinión tienes de ti mismo?» Debería haberme dado cuenta de que York no tenía por qué molestarse conmigo teniendo al alcance objetivos mucho más jugosos.

Como Sam.

La cocina estaba prácticamente en penumbra; el sol ya casi se había escondido. Encendí la luz. Los flamantes electrodomésticos y las paredes recién pintadas emanaban un optimismo casi sarcástico. Yo había pasado ya por lo mismo que estaba pasando Paul, pero con una diferencia crucial: cuando secuestraron a Jenny sabíamos que su captor mantenía a sus víctimas con vida durante tres días. En este caso, sin embargo, nada sugería que York mantuviera con vida a las suyas más tiempo del necesario.

Podía ser que Sam ya estuviera muerta.

Desasosegado, salí de la cocina. Había una unidad forense en camino, pero nadie tenía excesivas esperanzas de que pudieran encontrar algo. Aun así, me abstuve de tocar nada y pasé al salón. La estancia era cálida y alegre: un cómodo sofá, unas cuantas sillas, una mesita de centro con unas cuantas revistas. La personalidad de Sam traslucía mucho más que la de Paul; pese a su meticuloso diseño, la sala invitaba más al disfrute que a la admiración.

Al darme la vuelta para salir, me llamó la atención una fotografía enmarcada que había sobre una vitrina de cristal ahumado. Era una imagen casi abstracta a base de manchas blancas y negras, pero al verla sentí un golpe en el estómago.

Era una ecografía del bebé de Sam.

Volví al vestíbulo y me detuve ante la puerta principal intentando visualizar lo ocurrido: «Llaman a la puerta. Sam va a abrir y ve a un paramédico. Titubea, convencida de que ha habido una confusión. Tal vez sonríe e intenta aclarar el malentendido. Y entonces…». ¿Entonces qué? Aunque la puerta principal quedaba escondida tras unos arbustos y el arce del jardín, York no podía arriesgarse a ser visto, de modo que habría entrado en casa, convenciéndola o por la fuerza. Luego la habría reducido y atado a la silla de ruedas.

A continuación se la habría llevado a la ambulancia.

Me di cuenta de que había algo en la pared, junto al zócalo: unas manchitas blancas sobre la moqueta beige. Me agaché para observarlas mejor, pero en ese momento se abrió la puerta.

Jacobsen se quedó quieta al verme de cuclillas en el suelo. Me levanté y señalé las manchitas blancas.

—Parece que York tenía prisa. Y no, no he tocado nada.

La agente observó la moqueta y el zócalo. En la madera se veían unas rozaduras.

—Es pintura. Debe de haber rayado el zócalo con la silla de ruedas —dijo—. ¿No nos preguntábamos cómo se las había ingeniado para sacar del bosque al profesor Irving? Había ochocientos metros largos hasta el aparcamiento más próximo. Demasiada distancia para llevar a un adulto a cuestas, sobre todo si está inconsciente.

—¿Cree que usó la silla de ruedas también entonces?

—Eso explicaría muchas cosas —dijo sacudiendo la cabeza enfadada por no habérsele ocurrido antes—. Encontramos una especie de surcos de bicicleta cerca del lugar donde desapareció Irving. Como por ahí circulan muchos ciclistas, no lo consideramos relevante. Pero las sillas de ruedas usan unos neumáticos similares.

Aunque York se hubiera cruzado con alguien mientras deshacía el sendero con Irving inconsciente, ¿quién habría sospechado algo? Cualquiera lo habría tomado por un cuidador sacando a tomar el aire a un inválido.

Volvimos a la cocina. Jacobsen se quedó mirando la cafetera medio llena. Sin decir nada, le serví una taza y volví a llenar la mía.

—Entonces ¿qué le parece? —pregunté con voz queda mientras le alargaba la taza.

—Todavía es demasiado pronto… —empezó a decir, e hizo una pausa—. ¿Puedo serle sincera?

«No», me dije mientras asentía con la cabeza.

—Creo que durante todo este tiempo hemos ido dos pasos por detrás de York. Nos ha engañado haciéndonos creer que usted era su objetivo y se ha presentado aquí mientras nosotros mirábamos hacia otro lado. Ahora Samanta Avery pagará nuestro error.

—¿Cree que es posible encontrarla a tiempo?

Observó el café como si fuera a hallar la respuesta en su interior.

—No creo que York esté dispuesto a perder tiempo. Sabe que lo estamos buscando y eso debe de provocarle excitación e impaciencia. Si todavía no la ha matado, la matará antes de que acabe la noche.

De repente me entraron náuseas y bajé la taza.

—¿Por qué Sam? —pregunté, aunque sospechaba el motivo.

—York necesitaba reafirmar su ego tras fracasar con el doctor Lieberman. Por lo menos en eso estábamos en lo cierto —dijo con amargura—. Samanta Avery tenía todos los números: es la mujer del probable sucesor del doctor Lieberman y está embarazada de casi nueve meses. Eso la hace el doble de atractiva. Le garantiza los titulares y, si nuestra apreciación acerca de las fotografías es cierta, encaja con la psicosis de York. Está obsesionado con captar en película el instante de la muerte y tiene el convencimiento de que eso, de alguna forma, le revelará las respuestas que anda buscando. En ese sentido, ¿quién más indicado que una mujer embarazada, alguien literalmente lleno de vida?

«Por todos los cielos». Era demencial, pero lo peor de todo era que encerraba una retorcida lógica. Una lógica fútil, obscena y, no obstante, cristalina.

—¿Y luego qué? Matando a Sam tampoco hallará las respuestas que está buscando.

El rostro de Jacobsen expresaba una desazón insólita.

—Entonces resolverá que no era la persona adecuada y volverá a las andadas. Aunque su orgullo le diga lo contrario, sabrá que el tiempo se le echa encima, y eso puede hacer que actúe a la desesperada. Quizá la próxima vez elija a otra embarazada, o incluso a un niño. Sea como sea, no se detendrá.

Recordé los rostros atormentados de las fotografías y de repente vi la imagen de Sam sometida al mismo martirio. Me froté los ojos, intentando quitármelo de la cabeza.

—¿Y qué hacemos ahora?

Jacobsen miró por la ventana; fuera, la noche avanzaba.

—Esperemos encontrarlos antes de que amanezca.

Menos de una hora después, el silencio del atardecer quedó hecho añicos. Los agentes del TBI tomaron el apacible vecindario y empezaron a llamar a todas las puertas con la esperanza de hallar nuevos testigos. Muchos vecinos recordaban haber visto una ambulancia aquella tarde, pero nadie había advertido nada fuera de lo corriente. Las ambulancias no tienen mucho misterio: cuando aparecen provocan una curiosidad morbosa, pero casi nadie se plantea el motivo de su presencia.

Por lo menos no los vecinos de Sam y Paul.

Gardner no había logrado sacarle nada más a Candy. Todo lo que ésta había podido decirle era que se trataba de un varón de edad indeterminada vestido con uniforme de paramédico. O, bien pensado, un atuendo similar a un uniforme: pantalón oscuro, camiseta con insignias y una especie de gorra que le tapaba buena parte de la cara. Un tipo corpulento, añadió, no sin titubear. Blanco. O tal vez hispano. En cualquier caso no era negro. A ella al menos no le había dado esa impresión…

Ni siquiera le había parecido extraño que el conductor de la ambulancia fuera solo. En cuanto al vehículo en sí, la información era, si cabe, más exigua. No, por supuesto que no había anotado el número de la matrícula. ¿Por qué iba a hacerlo? Era una ambulancia.

—Aparentemente no ha habido forcejeo, lo cual indica que Samantha debía de estar drogada o inconsciente —dijo Gardner mientras Paul hablaba por teléfono con la madre de Sam—. Es posible que haya utilizado algún tipo de gas, pero en mi opinión lo de la mascarilla de oxígeno ha sido una artimaña para evitar la intervención de los vecinos. Con el gas no es muy fiable, sobre todo si la víctima opone resistencia, y a York le convenía dejarla fuera de combate sin perder tiempo.

—Tampoco creo que haya utilizado la fuerza bruta —dijo Jacobsen—. Cuando se deja a alguien sin sentido de un golpe, se corre el peligro de provocarle una conmoción o daños cerebrales, y York no querría eso. Necesita que sus víctimas sean perfectamente conscientes de que van a morir. No se arriesgaría a golpearlas en la cabeza.

—Pues fue lo que hizo con el perro de Irving —le recordó Gardner.

—Lo del perro fue accidental. A quien quería era al dueño.

Gardner se pinzó el puente de la nariz. Parecía exhausto.

—Da igual, el caso es que de alguna manera ha conseguido que Samantha Avery pierda el sentido. Al menos, si tiene que esperar a que vuelva en sí, puede que ganemos algo de tiempo.

Muy a mi pesar, creí conveniente disipar aquel filo de esperanza.

—No necesariamente. Sólo necesita que las víctimas estén inconscientes hasta introducirlas en la ambulancia. Luego ya no importa. Ignoro cómo lo hace, pero debe de dejarlas inconscientes sólo unos minutos, no creo que tarden mucho en recuperarse.

—No sabía que era usted un experto —dijo Gardner con aspereza.

Pude haberle dicho que había ejercido como médico de familia o que también a mí me habían drogado en una ocasión. Pero ¿para qué? Todos estábamos bajo presión, y Gardner de los que más. Después de lo ocurrido, ninguno de nosotros podía colgarse ninguna medalla, pero en tanto que agente especial al frente de la investigación, en última instancia la responsabilidad era suya, y a mí no me apetecía hacerle más pesada la carga.

Y menos con la vida de Sam en juego.

El propio Paul parecía haber superado ya la fase del miedo y el pánico para sumirse en un estado de apático aislamiento. Cuando volvió de hablar por teléfono con los padres de Sam, se sentó sin decir nada, con la mirada perdida en esa imposible pesadilla que acababa de abatirse sobre su vida. Los padres de Sam llegarían en avión desde Memphis al día siguiente, pero no se había molestado en llamar a nadie más. Lo único que quería era recuperar a Sam; todo lo demás le daba igual.

Yo me debatía sobre qué hacer. Por una parte no me necesitaban, pero por otra no podía dejar solo a Paul y marcharme al hotel sin más, así que me senté a hacerle compañía en el salón mientras los gentes del TBI cumplían con su labor, la casa se llenaba de olor a café y las últimas horas y minutos del día avanzaban inexorables hacia su fin.

Justo pasadas las once, Jacobsen entró en el salón. Paul levantó rápidamente la mirada, pero la esperanza se desvaneció en sus ojos al ver que la agente sacudía la cabeza.

—No hay novedades. Sólo quería preguntarle al doctor Hunter un par de cosas acerca de su declaración.

Paul volvió a su letargo, y yo me levanté para ir con ella. Vi que llevaba una carpeta en la mano, pero no la abrió hasta que estuvimos en la cocina.

—No quiero que el doctor Avery se preocupe más todavía, pero creo que usted debería saberlo. Hemos revisado la grabación de las cámaras de seguridad del hospital a la hora en que York telefoneó al doctor Lieberman desde la cabina. Usted tenía razón en lo de la ambulancia.

Me alargó una fotografía en blanco y negro de la carpeta. Era la imagen de circuito cerrado que ya había visto antes, en la que se veía la figura de York bajando de la acera junto a la cabina. La parte trasera de la furgoneta estacionada era visible a la izquierda del fotograma. Era difícil asegurarlo, pero podría ser que estuviera dirigiéndose hacia ella.

—La ambulancia apareció diez minutos antes de que York utilizara el teléfono y desapareció siete minutos más tarde —dijo Jacobsen—. No se ve quién conduce, pero la hora coincide.

—¿Por qué esperaría diez minutos a hacer la llamada?

—Puede que hubiera gente cerca, o que quisiera saborear el momento. O quizá necesitaba calmar los nervios. En cualquier caso, a las diez en punto hizo la llamada y luego siguió esperando. El plan era que el doctor Lieberman saliera corriendo a los pocos minutos. Al ver que no salía, debió de pensar que algo no iba bien y desapareció.

Intenté reconstruir la escena en mi cabeza: York vigilando nervioso el reloj, su confianza desmoronándose por momentos al ver que la víctima no aparece: «Un minuto más, sólo uno más…». Luego huye, furioso, para planear su próximo movimiento.

Jacobsen sacó otra fotografía de la carpeta. Había sido tomada en una zona del hospital que no pude reconocer. En el centro de la imagen se veía una ambulancia, borrosa por el movimiento.

—Esta fue tomada en otra zona del recinto minutos antes de que la ambulancia se detuviese delante de la morgue —dijo la agente—. Hemos reconstruido su ruta a partir de las otras cámaras de seguridad. Sin duda es el mismo vehículo. Es la mejor imagen que hemos encontrado.

Lo cual tampoco era para lanzar las campanas al vuelo. La instantánea había sido ampliada al máximo y, como suele ocurrir con las fotografías extraídas de vídeos, estaba desenfocada. El ángulo no permitía ver quién iba en el habitáculo y, a primer golpe de vista, la ambulancia no presentaba ninguna característica especial: una furgoneta blanca con los distintivos naranjas característicos de los servicios de emergencias de Tennessee Este.

—¿Cómo pueden estar seguros de que es la misma que usa York? —pregunté.

—Porque no es una ambulancia de verdad. Las marcas parecen auténticas, pero sólo hasta que se comparan con las de verdad. No sólo eso, sino que además el modelo tiene más de quince años. Demasiado antiguo para seguir en servicio.

Examiné la fotografía con mayor detenimiento. A decir verdad, el vehículo parecía algo anticuado, pero casi nadie lo habría notado. Ni siquiera en un hospital. ¿Quién iba a sospechar?

—Da el pego —dije devolviéndole la fotografía.

—Hay empresas especializadas en la venta de ambulancias de segunda mano. York podría haber comprado un modelo antiguo como éste por cuatro centavos y a continuación pintarlo con los colores adecuados.

—Entonces ¿es posible averiguar de dónde ha salido?

—Será difícil, pero sí, aunque no estoy muy segura de que pueda servirnos de mucho. York debió de pagarla con la tarjeta de crédito de alguna de sus víctimas. Y aunque no fuera así, dudo que nos ayudara a dar con él. Es demasiado listo para eso.

—¿Qué hay de la matrícula? —pregunté.

—Estamos trabajando en ello. Las placas son visibles en algunas tomas, pero se ven demasiado borrosas. Podría ser intencionado, pero se observan salpicaduras en los laterales del vehículo, así que sabemos que hacía relativamente poco que había conducido sobre barro.

Recordé las palabras de Josh Talbot al identificar la ninfa de libélula del féretro: «Lo más probable es que el cuerpo se encontrara cerca de un estanque o un lago. Posiblemente en la orilla misma. Por algo las llaman libélulas de pantano».

—Al menos ahora tenemos una idea más clara de qué estamos buscando —continuó Jacobsen guardando las fotografías de nuevo en la carpeta—. Aunque no tengamos la matrícula, podemos difundir la descripción de la ambulancia. Eso acota un poco el terreno.

«No lo suficiente». York había tenido tiempo de sobra para llegar a su destino. Aunque no hubiera cruzado la frontera estatal, había cientos de kilómetros cuadrados de montaña y bosque donde podía esconderse.

Y esconder a Sam.

Miré a Jacobsen y leí en sus ojos que estaba pensando lo mismo. Ninguno de los dos dijo nada, pero nos entendimos. «Demasiado tarde». El momento no se prestaba a ello, pero de pronto me fijé en lo cerca que estábamos, en cómo su ligero perfume se rendía al olor de su cuerpo al final del largo día. La repentina tensión que se creó entre nosotros me confirmó que ella sentía lo mismo.

—Será mejor que vuelva con Paul —dije mientras me apartaba.

Ella asintió, pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, la puerta de la cocina se abrió y apareció Gardner. Por su expresión supe que algo había ocurrido.

—¿Dónde está el doctor Avery? —le preguntó a Jacobsen como si yo no estuviera ahí.

—En el salón.

Sin decir una palabra, volvió a desaparecer. Jacobsen fue con él, procurando evitar que las emociones aflorasen a su rostro. Cuando salí tras ella, fue como si el aire se hubiese enfriado de repente.

Paul parecía no haberse movido desde que me había apartado de su lado. Seguía sentado en su silla, inclinado junto a una mesita de centro donde reposaba una taza de café intacto, ya frío. Al ver a Gardner se puso rígido, como quien se prepara para encajar un golpe en las costillas.

—¿La han encontrado?

Gardner sacudió la cabeza.

—Todavía no. Pero nos han informado de un accidente en el que se ha visto implicada una ambulancia en la carretera 321, unos cuantos kilómetros al este de Townsend. —Conocía el lugar de nombre, una pequeña y agradable ciudad sita en las estribaciones de las montañas. Gardner vaciló—. Todavía no está confirmado, pero creemos que es York.

—¿Accidente? ¿Qué clase de accidente?

—Una colisión con otro vehículo. El conductor dice que la ambulancia ha tomado una curva a demasiada velocidad y lo ha barrido desde el sentido contrario. Ambos han dado unos trombos y la ambulancia se ha estrellado contra un árbol.

—¡Dios mío!

—Luego ha arrancado otra vez, pero, según el conductor del otro coche, tiene roto el parachoques delantero y al menos uno de los faros. Por el ruido que hacía, cree que también podría tener algún problema mecánico.

—¿Le ha tomado la matrícula? —pregunté.

—No, pero una ambulancia abollada no pasa desapercibida. En todo caso ahora sabemos hacia dónde se dirigía York.

—Entonces ¿bloquearán ahora las carreteras? —preguntó Paul, que había saltado como un resorte de su asiento.

—No es tan sencillo —respondió Gardner incómodo.

—¿Qué coño quiere decir con eso? Por el amor del cielo, ¿tan difícil es dar con una maldita ambulancia abollada sabiendo adónde se dirige?

—El problema es que el accidente ha ocurrido hace cinco horas.

Sus palabras fueron acogidas en silencio.

—El conductor no ha dado parte enseguida —prosiguió Gardner—. Al parecer ha creído que era una ambulancia de verdad, y tenía miedo de meterse en un lío. No ha sido hasta más tarde que su mujer lo ha convencido de que se pusiera en contacto con la policía para saber si tenía derecho a alguna indemnización.

Paul se quedó mirándolo fijamente.

—¿Cinco horas?

Volvió a sentarse, como si las piernas no pudieran sostenerlo en pie.

—No deja de ser una buena pista —insistió Gardner, pero Paul ya no escuchaba.

—Se ha escapado, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz—. Podría estar en cualquier parte. Puede que Sam ya esté muerta.

Nadie osó contradecirlo. Se quedó mirando a Gardner con tal intensidad que hasta el agente del TBI pareció estremecerse.

—Prométame que lo atraparán. No dejen que este hijo de puta salga impune de ésta. Al menos prométame eso.

Gardner no sabía qué decir.

—Haré todo lo que pueda.

Pero lo dijo sin mirar a Paul a los ojos.