La carretera de salida de Knoxville estaba bastante congestionada. Aunque el año aún no estaba muy avanzado, el calor apretaba lo suficiente como para necesitar el aire acondicionado. Tom había programado el GPS para que nos guiara al llegar a las montañas, pero por el momento no lo habíamos utilizado. Mientras conducía, iba murmurando para sí, y lo interpreté como un signo de impaciencia. Pese al macabro realismo del centro, las personas que legaban su cuerpo habían fallecido de muerte natural. Aquello era distinto. Era real.
—¿Así que podría tratarse de un asesinato?
«Homicidio», corregí para mis adentros. Era evidente, de lo contrario la Oficina de Investigación de Tennessee, el TBI[1], no se habría implicado. El TBI era la versión estatal del FBI, para el que Tom ejercía como asesor oficial. Puesto que lo habían llamado ellos en lugar del departamento de policía local, lo más probable era que el caso fuera serio.
—Eso parece —respondió Tom sin apartar los ojos de la carretera—. No me han dicho gran cosa, pero por lo visto el cuerpo se encuentra en mal estado.
Empezaba a sentirme más nervioso de lo habitual.
—¿No habrá ningún problema porque te acompañe?
—¿Por qué iba a haberlo? —preguntó Tom sorprendido—. A menudo me llevo a alguien para que me ayude.
—Lo digo por el hecho de ser británico.
Antes de entrar en el país había tenido que pasar por los consabidos trámites de visados y permisos de trabajo, pero no había previsto una situación como aquélla. No estaba seguro de hasta qué punto iba a ser bien recibido en una investigación oficial.
—No veo dónde está el problema —dijo Tom encogiéndose de hombros—. No es un asunto de seguridad nacional, y si alguien pregunta, yo respondo de ti. La otra opción es quedarte callado y esperar que nadie se fije en tu acento.
Sonrió y encendió el reproductor de CD. La música era para Tom lo que para otros los cigarrillos o el whisky; según él, le ayudaba a despejar la mente y a concentrarse. Su droga era el jazz de los años cincuenta y sesenta, y a esas alturas ya me había hecho escuchar la media docena de álbumes que llevaba en el coche con la frecuencia suficiente como para reconocer la mayoría de ellos.
Exhaló un leve suspiro y, con un gesto instintivo, se recostó en el asiento mientras por los altavoces empezaba a sonar un tema de Jimmy Smith.
Observé cómo el paisaje de Tennessee iba deslizándose al paso del coche. Las Smoky Mountains se alzaban frente a nosotros, envueltas en la neblina azulosa a la que deben su nombre. Sus laderas boscosas se extendían hasta el horizonte como un verde océano ondulante, en acusado contraste con el bullicio comercial de las tiendas que nos rodeaban. La carretera estaba flanqueada por hileras de espantosos y funcionales establecimientos de comida rápida, bares y almacenes, y el cielo parecía una parrilla de líneas de alta tensión y cables telefónicos.
Londres y el Reino Unido parecían muy lejos. Aquel viaje había sido la manera de recuperar el tono y resolver algunas de las cuestiones que me causaban desasosiego. Sabía que a la vuelta tendría que tomar decisiones difíciles. El contrato temporal que tenía con una universidad en Londres había expirado durante mi convalecencia, y aunque me habían ofrecido un puesto permanente, había recibido otra oferta del departamento de antropología de una de las mejores universidades de Escocia. También se había puesto en contacto conmigo el Grupo Asesor de Búsqueda Antropológica, un organismo multidisciplinar cuyo cometido era ayudar a la policía a localizar cuerpos. Todo aquello resultaba muy halagador, y debería haber sido motivo de satisfacción, pero yo me veía incapaz de sentir entusiasmo por nada. Se suponía que volviendo a la Granja de Cuerpos las cosas cambiarían.
Pero hasta el momento no había sido así.
Suspiré y, en un acto irreflexivo, me froté la cicatriz de la palma de la mano con el pulgar.
—¿Va todo bien? —preguntó Tom lanzándome una mirada.
—Todo bien —respondí cerrando la mano de la cicatriz.
Aceptó mi respuesta sin hacer comentarios.
—En la bolsa que hay en el asiento de atrás llevo unos cuantos bocadillos. Podríamos comer algo antes de presentarnos. —Y con una sonrisa sardónica agregó—: Espero que te gusten los brotes de judías.
Según nos aproximábamos a las montañas, las arboledas se volvían más espesas. Dejamos atrás Pigeon Forge, un disparatado centro vacacional cuyos bares y restaurantes ocupaban todo el lateral de la vía. Uno de los bares que pasamos estaba decorado al estilo del oeste, troncos de plástico incluidos. Pocos kilómetros más adelante llegamos a Gatlinburg, una localidad turística cuyo carnavalesco ambiente, en comparación, parecía recatado. La población había emergido justo al pie de las montañas, y aunque sus moteles y tiendas se esforzaban por llamar la atención, no podían competir con el esplendor natural que se alzaba un poco más adelante.
Dejamos atrás la ciudad y entramos en otro mundo. La carretera serpenteaba entre pronunciadas pendientes boscosas que se cerraban sobre ella sumiéndola en las sombras. Las Smoky forman parte de la formidable cadena de los Apalaches, cubren una superficie de dos mil kilómetros cuadrados y se extienden a lo largo de la frontera entre Tennessee y Carolina del Norte. Aunque han sido declaradas parque nacional, mientras las observaba desde la ventanilla pensé que la naturaleza vive felizmente ajena a tales distinciones. Para quien viene de una isla tan poblada como Gran Bretaña resulta imposible no sentirse insignificante ante esa imponente mole.
El tráfico había disminuido. En pocas semanas habría mucha más circulación, pero todavía era primavera y apenas se veían coches. Pocos kilómetros más adelante Tom giró por una carretera de gravilla.
—Ya no debería faltar mucho —dijo tras consultar la pantalla del GPS colocada sobre el salpicadero, y levantando la vista añadió—: Ah, ya hemos llegado.
Junto a una pequeña pista había un letrero que rezaba: «Cabañas Schroeder, números 5-13». Tom embocó la vía, y la transmisión automática protestó ligeramente intentando compensar la pendiente. Distinguí los tejados de las cabañas, resguardadas entre los árboles a buena distancia unas de otras. Frente a nosotros, aparcados a ambos lados de la pista, había varios coches de policía y unos cuantos vehículos sin distintivo que supuse debían de pertenecer al TBI. Al acercarnos nos salió al paso un agente de policía de uniforme con la mano apoyada sobre la pistola que llevaba enfundada al cinto.
Tom se detuvo y bajó la ventanilla, pero el agente no le dejó hablar.
—Caballero, no se puede entrar. Tendrá que dar media vuelta y marcharse.
Su acento sureño era inconfundible, y su severa e implacable cortesía funcionaba como una segunda arma. Tom mantuvo la calma y sonrió.
—De acuerdo. ¿Puede decirle a Dan Gardner que ha llegado Tom Lieberman?
El agente retrocedió unos pasos y comunicó algo por la radio. No sé qué le dirían, pero al volver parecía más tranquilo.
—Conforme. Aparque ahí, junto al resto de vehículos.
Tom obedeció. Para cuando hubimos aparcado, mi nerviosismo había mutado a una especie de malestar indefinible. Me dije a mí mismo que era normal sentir mariposas en el estómago: todavía estaba oxidado de la convalecencia y no entraba en mis planes intervenir en una investigación por homicidio, si bien en el fondo sabía que ése no era el auténtico motivo.
—¿Estás seguro de que he hecho bien al venir? —pregunté—. No quiero meterme donde no me llaman.
Tom no parecía preocupado.
—Descuida. Si alguien pregunta, tú vienes conmigo.
Bajamos del coche. Comparado con el de la ciudad, el aire tenía un aroma fresco y limpio, impregnado del olor de las flores silvestres y el limo. El sol de última hora de la tarde veteaba las ramas y daba a los verdes retoños, enrollados aún, la apariencia de gruesas esmeraldas. Teniendo en cuenta que a esa altitud y a la sombra de los árboles hacía relativo fresco, el aspecto del hombre que vino hacia nosotros parecía tanto más extraño. Vestía traje y corbata, llevaba una americana colgada del brazo y en la camisa azul pálido lucía unas oscuras manchas de sudor. Cuando le estrechó la mano a Tom, me fijé en que tenía el rostro congestionado.
—Gracias por venir. No sabía si aún estabas de vacaciones.
—Ya no. —Tom y Mary habían regresado de Florida una semana antes de mi llegada. Según decían, nunca en su vida se había aburrido tanto—. Dan, quisiera presentarte a David Hunter. Está de visita en el centro. Se me ha ocurrido que sería una buena idea traerlo conmigo.
Sus palabras no denotaban inflexión interrogativa alguna. El tipo se volvió hacia mí. A primera vista le habría echado cincuenta y muchos, tenía el rostro curtido y estriado por hondas arrugas; el pelo era canoso y corto, y a un lado lucía una raya que parecía tirada con regla. Extendió la mano. Tenía un apretón fuerte y desafiante, y la palma de la mano seca y callosa.
—Dan Gardner, agente especial de supervisión. Encantado de conocerle.
Supuse que ése debía de ser el cargo equivalente al de oficial de investigación en el Reino Unido. Hablaba con el peculiar acento nasal de Tennessee, pero su aparente desenfado resultaba engañoso. Su mirada era penetrante e inquisitiva. «Desconfía».
—Dime, ¿qué tenemos? —preguntó Tom al tiempo que sacaba el maletín del maletero del coche.
—Yo lo cojo —dije, cargándolo yo en su lugar. Con o sin cicatrices, estaba más en forma que Tom. Por una vez no protestó.
El agente del TBI empezó a deshacer camino por el sendero hasta los árboles.
—El cuerpo está en una de estas cabañas de alquiler. El encargado lo ha encontrado esta mañana.
—¿Seguro que es homicidio?
—Oh, sí.
No se extendió. Tom le lanzó una mirada de curiosidad, pero no insistió.
—¿Alguna identificación?
—Tenemos una billetera de hombre con tarjetas de crédito y un permiso de conducir, pero no podemos asegurar que pertenezca a la víctima. El cuerpo está en tan avanzado estado de descomposición que la fotografía no sirve.
—¿Sabemos cuánto tiempo lleva ahí? —pregunté sin pensar.
Gardner frunció el ceño, y entonces recordé que yo sólo estaba ahí en calidad de ayudante.
—Esperaba que eso me lo dijerais vosotros —respondió el agente del TBI, dirigiéndose a Tom más que a mí—. El patólogo todavía está aquí, pero no ha podido decirnos gran cosa.
—¿Quién es el patólogo? ¿Scott? —preguntó Tom.
—No, Hicks.
—Ah.
Fue muy significativo el modo en que Tom dijo eso último, pero en ese momento lo que a mí me preocupaba era su forma de resollar mientras subía la cuesta.
—Un momento —dije.
Dejé el maletín en el suelo y fingí atarme las botas. Gardner parecía molesto, pero Tom respiró aliviado y disimuló limpiándose las gafas.
—Espero que no te importe la pregunta, Dan, pero ¿te encuentras bien? —dijo Tom lanzando una mirada elocuente a la camisa del agente, oscurecida por el sudor—. Te noto… un poco sofocado.
Gardner se miró la húmeda camisa como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces.
—Digamos que hace un poco de calor ahí dentro. Ahora lo verás.
Reemprendimos la marcha. La cuesta se nivelaba donde el bosque se abría formando un pequeño claro de hierba con un camino de grava del que sobresalía un poco de maleza. De él partían más senderos que conducían a otras cabañas apenas visibles entre los árboles. La cabaña a la que nos dirigíamos quedaba en la parte más alejada del claro, apartada del resto. Era pequeña y estaba revestida con una madera desgastada por los años. Una cinta de color amarillo brillante en la que se leía: «policía, no pasar», en grandes capitulares negras, impedía acceder al camino que conducía hasta la puerta; en torno a la casa había el ajetreo habitual en estos casos.
Era el primer escenario de crimen que visitaba en Estados Unidos. En cierto modo, no era distinto de cualquier otro, pero había unas cuantas diferencias sutiles que le daban una apariencia irreal. Junto a la cabaña había un grupo de forenses del TBI vestidos con petos blancos; tenían el rostro enrojecido, sudaban y bebían con avidez de unas botellas de agua. Gardner nos acompañó hasta una mujer joven que estaba hablando con un tipo obeso cuya calva cabeza relucía como una cáscara de huevo. No tenía un solo pelo, ni siquiera cejas ni pestañas, lo cual le confería un aspecto a medio camino entre un recién nacido y un reptil.
Cuando nos acercamos se dio la vuelta y, al ver a Tom, sus finos labios esbozaron una sonrisa. Una sonrisa desganada.
—Me preguntaba cuándo ibas a llegar, Lieberman.
—He venido en cuanto me han llamado, Donald —dijo Tom.
—Me sorprende que haya hecho falta. Seguro que la peste llega hasta Knoxville.
Soltó una risita, indiferente al hecho de que nadie más pareciera encontrarle la gracia. Supuse que ése sería Hicks, el patólogo que había mencionado Gardner. La mujer con la que estaba hablando era esbelta, de cuerpo atlético, como de gimnasta. Mantenía una postura casi marcial, acentuada por la chaqueta, la falda de color azul marino y el pelo oscuro, muy corto. No llevaba maquillaje, ni lo necesitaba. Sólo su boca desentonaba con su aséptica apariencia: carnosos y sinuosos, sus labios insinuaban una sensualidad que el resto de su aspecto apenas lograba disimular.
Sus ojos grises se clavaron en mí un instante, inexpresivos y a la vez calculadores. En contraste con el ligero bronceado de su cutis, el blanco de sus ojos parecía refulgir saludablemente.
Gardner procedió a presentarnos.
—Tom, te presento a Diane Jacobsen. Acaba de incorporarse a la Unidad de Investigaciones de Campo. Este es su primer homicidio. Le he hablado maravillas de ti y del centro, así que no me decepciones.
La mujer extendió la mano, a todas luces indiferente a la supuesta gracia de Gardner. La cálida sonrisa de Tom fue recibida con una escueta mueca por parte de ella. Yo no acababa de saber si su reserva era natural o respondía a un exceso de profesionalidad.
La boca de Hicks se torció en un gesto de fastidio al mirar a Tom. Al percatarse de que yo lo estaba observando, señaló con la barbilla en mi dirección, visiblemente irritado.
—¿Quién es éste?
Lo dijo como si yo no estuviera ahí.
—Soy David Hunter —dije, aunque la pregunta no iba dirigida a mí. De alguna forma, supe que no tenía sentido ofrecerle mi mano.
—David colabora con nosotros temporalmente en el centro. Ha tenido la amabilidad de venir a ayudarme —dijo Tom.
«Colaborar» tal vez era excesivo, pero no iba a ser yo quien discutiera sus hipérboles.
—¿Un británico? —exclamó Hicks, que había notado mi acento. La mujer volvió a clavar su fría mirada en mí y advertí que me ruborizaba—. ¿De qué va esto, Gardner? ¿Ahora invitamos a los turistas?
Sabía que mi presencia había de suscitar alguna que otra controversia —lo mismo habría ocurrido de haber aparecido un extranjero en una investigación británica—, pero su actitud me irritó de todos modos. Me recordé a mí mismo que estaba ahí como invitado de Tom y me mordí la lengua. Como tampoco Gardner parecía muy contento, Tom decidió intervenir.
—El doctor Hunter está aquí a invitación mía. Es uno de los mejores antropólogos forenses del Reino Unido.
Hicks resopló incrédulo.
—¿Qué pasa, acaso no tenemos bastantes aquí?
—Lo que digo es que valoro su experiencia —dijo Tom con calma—. Y ahora, si hemos terminado, quisiera empezar a trabajar.
Hicks se encogió de hombros con una cordialidad exagerada.
—Adelante. Mi más sincera bienvenida.
Y tras decir esto, se retiró con aire ofendido hacia los coches. Tom y yo dejamos a los dos agentes del TBI en el exterior de la cabaña y nos dirigimos hacia una mesa de caballete sobre la que había unas cajas con petos, guantes, botas y mascarillas de usar y tirar. Esperé hasta asegurarme que nadie pudiera oírnos.
—Escucha, Tom, tal vez no sea buena idea. Esperaré en el coche.
Tom sonrió.
—No te preocupes por Hicks. Trabaja delante de la morgue, en el Centro Médico de la universidad, y de vez en cuando nos cruzamos. Le repatea tener que recurrir a nosotros en situaciones como ésta. En parte es envidia profesional, pero sobre todo porque es un perfecto gilipollas.
Sabía que lo decía para tranquilizarme, pero yo seguía sintiéndome incómodo. Estaba acostumbrado a pisar escenarios de crímenes, pero me daba perfecta cuenta de que ése no era mi lugar.
—No sé… —murmuré.
—No pasa nada, David. Me estás haciendo un favor. De verdad.
Dejé de discutir, pero seguía albergando mis dudas. Sabía que debía estarle agradecido a Tom, pues son pocos los expertos forenses británicos que tienen la oportunidad de trabajar en la escena de un crimen en Estados Unidos. Pero por algún motivo me sentía más nervioso que nunca. Ni siquiera podía echarle la culpa a la hostilidad de Hicks; cosas peores había tenido que soportar. No, el problema era yo. En los últimos meses lo había perdido todo, incluida la confianza en mí mismo.
«Vamos, contrólate. No puedes fallarle a Tom».
Gardner apareció junto a la mesa justo cuando estábamos abriendo las bolsas de plástico de los petos.
—Yo que tú me quitaría los pantalones antes de ponerme eso. Hace un calor espantoso.
—No me he desnudado en público desde que estaba en la escuela —dijo Tom dejando escapar un bufido—. Y no voy a hacerlo ahora.
Gardner le dio un manotazo a un insecto que revoloteaba por delante de su cara.
—No digas que no te he avisado.
Yo no compartía el sentido del pudor de Tom, pero seguí su ejemplo de todos modos. Ya me sentía lo bastante fuera de lugar sin necesidad de quedarme en calzoncillos delante de todo el mundo. Además, todavía era primavera y el sol había empezado a bajar. ¿Cuánto calor podía hacer dentro de la cabaña?
Gardner revolvió entre las cajas hasta que encontró un tarro de bálsamo mentolado. Se untó una buena cantidad bajo la nariz y a continuación se lo tendió a Tom.
—Vas a necesitar esto.
—No, gracias —rechazó Tom—. Mi olfato ya no es lo que era.
Gardner me tendió el tarro sin decir nada. Normalmente yo tampoco lo utilizo; al igual que Tom, no era la primera vez que olía un cuerpo en descomposición, y después de pasar la última semana en el centro había vuelto a acostumbrarme, pero por precaución decidí tomar el tarro y untarme un poco de bálsamo sobre el labio superior. El olor era tan penetrante que al momento comenzaron a llorarme los ojos. Respiré hondo, intentando aplacar los nervios. «¿Qué diantre te pasa? Te comportas como si fuera tu primera vez».
Esperé a que Tom terminase mientras el sol, bajo y deslumbrante, me calentaba la espalda y acariciaba las copas de los árboles durante su descenso hacia el ocaso. Me dije a mí mismo que, pasara lo que pasase, a la mañana siguiente volvería a brillar.
Tom terminó de abrocharse el peto y me dedicó una sonrisa vivaz.
—Veamos qué es lo que tenemos.
Nos enfundamos los guantes de látex y nos dirigimos por el camino invadido de hierbas hasta la cabaña.