Cuando Gardner telefoneó, yo estaba tomando mi segundo café de la mañana en el restaurante del hotel.
—Tenemos que hablar.
Al recordar que me había ordenado que me quedase en mi cuarto, lancé una mirada de culpabilidad a las mesas de alrededor. Se me había cruzado por la mente pedir que me subieran el desayuno, pero hacía un sol radiante y lo juzgué innecesario. Si York era capaz de asaltarme en el hotel a plena luz del día, corría serio peligro hiciera lo que hiciese.
—Estoy en el restaurante —dije.
La desaprobación de Gardner era perceptible al otro lado del aparato.
—No se mueva de ahí. Voy de camino —dijo, y colgó.
Seguí sorbiendo el café ya casi frío, preguntándome si ése iba a ser mi último desayuno en Tennessee. Me había levantado con el pie izquierdo. Había dormido mal y al despertarme había sentido un peso cuya causa no sabía explicarme. De pronto me asaltó el recuerdo de la muerte de Tom y, al instante, el del pellejo encontrado en el coche.
No era la mejor manera de comenzar el día.
Gardner no podía andar muy lejos al llamar, pues se presentó en menos de veinte minutos. Lo acompañaba Jacobsen, fría e intocable como de costumbre. La pasada noche parecía no haberla afectado lo más mínimo. Si su vitalidad recordaba a Dorian Gray, Gardner era la viva imagen del retrato en el desván. El agente presentaba un aspecto deplorable, y su rostro semejaba un entramado de surcos y arrugas. Las presiones para capturar a York no debían de ser la única causa de ese desmejoramiento: él y Tom también habían sido amigos.
Avanzó hacia mí muy erguido y a un paso por delante de Jacobsen.
—¿Les apetece un café? —pregunté cuando hubieron tomado asiento.
Los dos dijeron que no. Gardner echó un vistazo a las mesas circundantes para asegurarse de que nadie pudiera oírnos.
—Las cámaras de seguridad grabaron a alguien junto a su coche a las ocho y cuarenta y cinco de anoche —dijo sin mediar preámbulo—. La imagen es demasiado distante para apreciar detalles, pero la ropa oscura y la gorra parecen las mismas que las de la grabación de la cabina. También hemos hablado con el servicio de seguridad del hospital. El tipo con quien se encontró usted en el aparcamiento no era ninguno de sus empleados.
—York —dije notando en la boca un gusto amargo que nada tenía que ver con el café.
—No podríamos demostrarlo ante un tribunal, pero todo apunta a que sí. Todavía estamos intentando identificar las huellas que hallamos en su coche, pero hay tantas que no es fácil. Además, es probable que York llevara guantes —dijo Gardner encogiéndose de hombros—. Tampoco ha habido suerte con los restos de piel. Las huellas no casan ni con las de Willis Dexter ni con las de Noah Harper. A juzgar por el tamaño, podrían ser de una mujer o un adolescente, pero eso es lo único que sabemos.
«Un adolescente. Dios bendito». En la superficie de mi café se había formado una capa de leche espesa. Aparté la taza.
—¿Qué hay de las fotografías que encontraron en casa de York? ¿Alguna idea sobre la identidad de las personas que aparecen en ellas?
—Estamos cotejándolas con la base de datos de personas desaparecidas —dijo Gardner mirándose las manos—, pero llevará tiempo. Además, compararlas no será fácil.
Al recordar las muecas de sus rostros tuve que darle la razón.
—¿Alguna idea de dónde puede andar York?
—Desde que facilitamos sus datos a la prensa ha habido unos cuantos avistamientos sin confirmar, pero nada definitivo. Está claro que dispone de un escondrijo. En principio parece que los asesinatos no se cometieron en su casa ni en Steeple Hill, así que tuvo que hacerlo en otra parte. Probablemente un lugar donde podía deshacerse de los cadáveres sin problemas, de lo contrario habríamos encontrado más cuerpos aparte de los de Loomis y Harper.
Viviendo al pie de las Smoky Mountains, debía de ser fácil deshacerse de los cuerpos de las víctimas.
—Según Josh Talbot, la ninfa de libélula hallada en el cuerpo de Harper sugiere que fue abandonado cerca de un estanque o un curso lento de agua.
—Eso reduce el terreno a casi todo Tennessee Este —dijo Gardner con un gesto de fastidio—. Hemos comprobado en qué lugares se ha registrado la presencia de libélulas de pantano, pero con eso no basta. Diane, ¿por qué no le cuentas al doctor Hunter lo que has averiguado?
Aunque intentaba disimularlo, era evidente que Jacobsen estaba tensa. A un lado del cuello se le marcaba una vena que latía de agitación. En cuanto empezó a hablar, dejé de mirársela.
—He echado otro vistazo a las fotografías que encontramos en casa de York —empezó—. Por lo visto fueron tomadas cuando las víctimas se hallaban muy próximas a la muerte, puede que en el momento máximo de su agonía. Al principio creía que para York sólo eran trofeos. Lo que ocurre es que en tal caso, y sabiendo que murieron estranguladas, sería de esperar que el cuello de las víctimas también apareciera en el encuadre. Sin embargo, no es así, en ninguna. Además, si lo que York quería era testimoniar sus asesinatos, ¿no habría sido mejor grabarlos en vídeo? ¿Por qué fotografiar el rostro de la víctima en primerísimo primer plano y en blanco y negro?
—A lo mejor le gusta la fotografía —sugerí.
—¡Exacto! —dijo Jacobsen inclinándose hacia delante—. Se creía muy listo cuando estampó la huella de Willis Dexter en la cajita del carrete, pero al hacerlo nos dio más información de la que creía. Esas fotografías no están sacadas porque sí. Según el laboratorio, fueron tomadas con poca luz y sin flash, con una película muy rápida. Para obtener una imagen de esa calidad en tales condiciones se necesitan conocimientos y un buen equipo.
—¿No había una cámara de treinta y cinco milímetros en su casa? —pregunté al recordar la caja con viejo material fotográfico.
—Las fotografías no fueron tomadas con esa cámara —dijo Gardner—. El equipo que había en la casa llevaba años sin utilizarse, por lo que es probable que fuera de su padre. A juzgar por los retratos que había en la casa, el padre de York también era aficionado a la fotografía.
Recordé las fotografías desvaídas de encima del aparador. Había algo inquietante en ellas, pero no acertaba a saber qué.
—Sigo sin entender cuál es la importancia de esto —admití.
—Lo que importa es que, para York, las fotografías no son meros recuerdos. En mi opinión son parte esencial de sus actuaciones —dijo Jacobsen—. Todo lo que sabemos de él sugiere que está obsesionado con la muerte. Su oficio, su forma de tratar los cuerpos de las víctimas, su fijación con un antropólogo forense como el doctor Lieberman. Si a eso sumamos las fotografías de las víctimas in extremis, todo confluye en un mismo punto: York es un necrófilo.
Admito que la afirmación me dejó perplejo.
—Creía que usted misma había desestimado la motivación sexual.
—Y no la hay. La mayoría de los necrófilos son varones con problemas de autoestima. Fantasean con la idea de una pareja incapaz de oponer resistencia, porque el rechazo los aterroriza. El caso de York es distinto: él cree más bien que la sociedad no lo aprecia lo suficiente. Dudo mucho que sienta atracción por sus víctimas, ni vivas ni muertas. No, diría que el suyo es un caso de tanatofilia. Una fascinación antinatural por la muerte en sí.
Estábamos adentrándonos en los dominios de lo escabroso. Empezaba a sentir un incipiente dolor de cabeza en las sienes.
—Si esto es así, ¿por qué no fotografiaba a sus víctimas una vez muertas en lugar de en el momento de matarlas?
—Porque eso no habría sido suficiente. Recuerde que, aparte y por encima de su necrofilia, York es un narcisista patológico. Está obsesionado consigo mismo. Casi todo el mundo teme a la muerte, pero para alguien como él la idea de su propia desaparición debe de ser insoportable. Ha pasado toda la vida rodeado por la muerte. Ahora lo que necesita es comprenderla —dijo Jacobsen apoyándose en el respaldo con gesto solemne—. Creo que es por eso por lo que mata y fotografía a sus víctimas. Su ego no puede soportar la idea de que también él morirá algún día, así que busca respuestas. Podríamos decir que, a su manera, intenta resolver el misterio de la vida y la muerte. Y está convencido de que si logra sacar la instantánea definitiva, captar el momento exacto de la muerte en el negativo, todo se volverá diáfano.
—Eso es de chiflados —protesté.
—Me parece que la cordura no es un requisito para ser asesino en serie —comentó Gardner.
Tenía razón, pero yo no me refería a eso, sino a que en realidad no hay consenso acerca del instante exacto en que termina la vida. Si el corazón se para, puede reanimarse; ni siquiera la muerte cerebral es concluyente en todos los casos. La idea de que York se creyera capaz de capturar el instante preciso en que sus víctimas expiraban —no digamos ya de aprender algo con ello— me turbaba hasta extremos indescriptibles.
—Y aunque lo logre, ¿qué espera conseguir? —pregunté—. Una fotografía no resolverá nada.
—Eso es lo de menos —dijo Jacobsen encogiéndose de hombros—. Mientras lo crea, seguirá intentándolo. Ha emprendido una búsqueda, le da igual cuánta gente muera mientras dure. Por lo que a él respecta, sólo son cobayas de laboratorio.
Jacobsen se ruborizó al caer en la cuenta de su desliz.
—Lo siento, no quería decir…
—Olvídelo. —Mal que me pesase, yo sabía tan bien como ella cuál era mi situación—. Por lo que dice, es evidente que York lleva tiempo con esto. Años, quizás. A saber a cuánta gente ha matado sin que nadie supiera nada. Podría haber seguido matando indefinidamente, así que ¿por qué este cambio? ¿Por qué de repente quiere llamar la atención sobre su plan?
—Es difícil saberlo —dijo Jacobsen extendiendo las manos—, pero supongo que precisamente porque lleva mucho tiempo haciéndolo. Dice usted que lo que pretende es imposible, y podría ser que, a su manera, él mismo se hubiera dado cuenta. Quizás intenta compensar su error proyectando su ego en una dirección distinta. Por eso fue a por el doctor Lieberman, un experto de renombre en un campo que tal vez York considera suyo. En cierto modo, es un caso típico de desplazamiento: evita enfrentarse a su fracaso convenciéndose de que, pese a todo, es un genio.
El dolor de cabeza se había convertido en una jaqueca mortificante. Empecé a masajearme las sienes y deseé haber bajado alguna aspirina de la habitación.
—¿Por qué me cuentan todo esto? No pretendo parecer desagradecido, pero otras veces no se han dado tanta prisa en compartir su información. ¿Por qué este cambio tan repentino?
Jacobsen intercambió una mirada con Gardner, que hasta el momento parecía cómodo dejando que ella llevara la voz cantante.
—Dadas las circunstancias, hemos creído que tenía derecho a saberlo —dijo Gardner, irguiéndose de forma casi imperceptible. Me observaba fríamente, como si todavía no tuviera muy clara su opinión respecto a mí—. Con usted se nos ha planteado un dilema, doctor Hunter. York nos estaba enviando un mensaje al dejar esa piel sobre su coche. No podemos pasarlo por alto. Ya ha secuestrado y, con toda probabilidad, asesinado a Alex Irving, y de no ser por el infarto es casi seguro que habría hecho lo mismo con Tom. No estoy dispuesto a permitir que se incremente la nómina de víctimas relacionadas con la investigación.
Eché un vistazo a mi café frío y, procurando conservar la calma en mi voz, dije:
—Si quieren pueden excluirme de la investigación —«otra vez»—, pero no pienso regresar al Reino Unido, si es eso lo que están tramando.
No era altanería. Quería quedarme al menos hasta el funeral de Tom. Pasara lo que pasara no iba a marcharme sin despedirme de mi amigo.
—Las cosas no funcionan así —dijo Gardner sacando barbilla—. Si nosotros decidimos que se vaya, se irá. Aunque para ello tengamos que escoltarlo hasta el avión.
—En tal caso, eso es lo que tendrán que hacer —repliqué, acalorándome por momentos.
Su mirada daba a entender que nada le habría gustado más que llevarme a rastras él mismo hasta el aeropuerto. Exhaló un largo suspiro.
—Con franqueza, lo mejor para todos sería que se fuera a casa —dijo con acritud—, pero no era eso lo que había pensado. Si se quedara, habría ciertas… ventajas. Por lo menos entonces sabríamos dónde centrar nuestros esfuerzos.
Tardé un instante en darme cuenta de qué quería decir con eso. Estaba demasiado estupefacto para decir nada.
—Estaría bajo vigilancia constante —continuó Gardner, esta vez en un tono eficiente—. No correría usted ningún riesgo. No le pediríamos que hiciera nada con lo que se mostrase en desacuerdo.
—¿Y si no me muestro de acuerdo con el plan en sí?
—Entonces le daremos las gracias por su ayuda y nos veremos en el avión.
Me entraron unas ganas absurdas de reírme.
—¿Conque éstas son mis opciones? ¿Puedo quedarme, pero sólo si acepto convertirme en el cebo para atrapar a York?
—Usted decide —sentenció Gardner—. Si se queda, necesitará vigilancia las veinticuatro horas. Para nosotros es imposible justificar un gasto como ése cuando tenemos la opción de ponerlo a salvo mandándolo de vuelta a casa. A menos que haya un buen motivo. Pero la decisión es suya. Nadie le pone una pistola en la sien.
Aquello me hizo sentir cierto alivio, pero enseguida se evaporó. Gardner estaba muy equivocado: la decisión no me atañía en absoluto. Si yo desaparecía, York simplemente se buscaría otra víctima.
Y eso no podía permitirlo.
—¿Qué tengo que hacer?
De pronto fue como si la burbuja de tensión que nos envolvía hubiera estallado. Una mirada de satisfacción cruzó el rostro de Gardner, aunque Jacobsen seguía mostrándose igual de enigmática. Por un segundo me pareció que algo semejante al remordimiento nublaba su mirada, pero fue tan fugaz que pudo deberse a mi imaginación.
—Por el momento, nada. Compórtese como viene haciendo habitualmente —dijo Gardner—. Si York le sigue, no quiero que note nada. Seguramente espera que tomemos precauciones, así que no le defraudaremos. Colocaremos agentes en la puerta de la morgue y en el hotel para que los vea. Aparte, sin que lo sepa, asignaremos vigilantes de incógnito. Usted tampoco sabrá quiénes son.
Asentí como si aquello fuera lo más natural del mundo.
—¿Qué pasa con el coche?
—Hemos terminado con él. Un agente lo devolverá al hotel y dejará las llaves en la recepción. Todavía estamos ultimando los detalles, pero a partir de mañana podrá moverse con absoluta libertad. Hará como los turistas, se paseará por el río o por caminos donde pueda ser presa fácil. La idea es que a York se le presente una ocasión que no pueda desaprovechar.
—¿No se dará cuenta de que le estamos tendiendo una trampa si de pronto ve que voy solo a todas partes?
—¿Quiere decir como anoche? —dijo lanzándome una mirada elocuente.
Tardé un segundo en comprender. No me había dado cuenta de que hubiera alguien siguiéndome al salir del hotel en contra de sus instrucciones, aunque era de esperar. «Premio a tu valor».
—Puede que al principio sospeche, pero seremos pacientes —continuó Gardner—. En cuanto asome la cabeza, ahí estaremos nosotros para detenerlo.
Dicho así parecía sencillo. Sin darme cuenta llevaba rato frotándome la cicatriz de la mano con el pulgar. Al ver que Jacobsen me miraba, dejé de hacerlo y puse las manos sobre la mesa.
—Necesitamos su colaboración, doctor Hunter —añadió Gardner—, pero si lo prefiere, podemos conseguirle un vuelo para esta misma tarde. Aún está a tiempo de recapacitar.
«No, ya no». Consciente de que Jacobsen no apartaba los ojos de mí, retiré la silla y me levanté.
—Si eso es todo, quisiera pasar por la morgue.
Pasé el resto del día tenso y de un humor extraño. Tenía demasiadas cosas que asimilar: la muerte de Tom, el hecho de ser el siguiente en la lista de York y la posibilidad de convertirme en chivo expiatorio al día siguiente bullían en mi cabeza. En cuanto me hacía a la idea de una cosa, recordaba la siguiente y las emociones volvían a desbocarse.
Por otra parte, tampoco había mucho que hacer en la morgue. El trabajo más urgente estaba terminado y ya sólo faltaba ensamblar las pocas partes del esqueleto de Willis Dexter recogidas en el bosque. Era puro trámite y no tenía por qué llevarme mucho tiempo. Los carroñeros se habían llevado la mayoría de los huesos, y los pocos que se habían recuperado estaban tan roídos que lo más difícil era identificar algunos de ellos.
No había, pues, nada que me ayudara a apartarme del círculo vicioso de mis pensamientos. Tampoco tenía a nadie con quien hablar. Summer no se había presentado esa mañana; claro que, después de la muerte de Tom, era previsible. En cualquier caso, no habría tenido gran cosa que hacer. A pesar de que habría agradecido un poco de compañía, debo decir que sentí el alivio de los cobardes cuando uno de los ayudantes de la morgue me dijo que Kyle tenía el día libre. Todavía no le habían dicho que Noah Harper había dado positivo en hepatitis C, así que me quité un peso de encima al saber que no iba a encontrármelo.
Tampoco Paul, ocupado con sus reuniones, se dejó ver durante la mañana. Cuando llegó ya casi era la hora del almuerzo. Todavía parecía cansado, aunque no tanto como el día anterior.
—¿Cómo está Sam? —pregunté al verlo entrar en la sala de autopsias.
—Bien. Por lo menos no ha habido más falsas alarmas. Tenía pensado ir a ver a Mary esta mañana. Por cierto, si no estás ocupado, ¿por qué no vienes a cenar esta noche?
En otras circunstancias habría aceptado de buen grado. Mi agenda social no estaba a rebosar precisamente y el pronóstico de pasar otra noche solo en el hotel era de lo más desalentador. Pero si York me estaba vigilando, lo último que quería era implicar también a Paul y a Sam.
—Gracias, pero esta noche no me va bien.
—Como quieras —dijo tomando una vértebra torácica muy desgastada y haciéndola girar entre los dedos—. He hablado con Dan Gardner. Me ha explicado lo de la piel que apareció anoche en tu coche. Y que te has ofrecido voluntario para ayudar a atrapar a York.
Yo no habría empleado el término «voluntario», pero en cualquier caso me alegraba de que Paul lo supiera. Me ahorraba tener que decidir hasta qué punto debía contarle la verdad.
—Era eso o subirme al primer avión.
Lo solté como para quitarle importancia al asunto, sin éxito. Paul depositó la vértebra sobre la mesa de examen y dijo:
—¿Seguro que sabes dónde te estás metiendo? No tienes por qué hacerlo.
«Sí, lo sé».
—Estoy seguro de que todo saldrá bien. Pero comprenderás que no es una buena idea que vaya a cenar hoy.
—Tampoco es una buena idea que te quedes solo. Además, Sam tiene ganas de verte. —Y con una sonrisa agridulce, añadió—: Créeme: si tuviera miedo de ponerla en peligro, no te lo diría. No digo que York no sea peligroso, pero no creo que esté tan loco como para intentar algo en estos momentos. Seguro que lo del pellejo de tu coche era una bravata sin mayores consecuencias. Tuvo la oportunidad con Tom, pero la desaprovechó.
—Espero que tengas razón. Aun así, creo que deberíamos dejarlo para otra ocasión.
—Bien, como prefieras —dijo suspirando.
Cuando se hubo marchado me sentí profundamente abatido. Estuve a punto de telefonearle para decir que había cambiado de opinión, pero me contuve. Paul y Sam tenían ya bastantes preocupaciones. Lo último que quería era causarles más problemas.
Debí imaginarme que Sam no aceptaría un no así como así.
Cuando me llamó, yo estaba en la cafetería del hospital, comiendo con desgana una insípida ensalada de atún mientras pensaba qué hacer el resto del día.
—Y bien —dijo sin rodeos—, ¿qué problema tienes con mis habilidades culinarias?
—Estoy seguro de que cocinas de maravilla —respondí con una sonrisa.
—¿Entonces es la compañía?
—Tampoco es la compañía. Os agradezco mucho la invitación, de veras. Pero esta noche no puedo.
Detestaba escabullirme con evasivas, pero no sabía hasta qué punto Sam estaría informada de la situación. Enseguida vi que no era necesaria tanta cautela:
—No pasa nada, David. Paul me ha contado lo que ha ocurrido y nos gustaría verte de todos modos. Es muy considerado por tu parte mostrarte tan precavido, pero no puedes enclaustrarte hasta que atrapen a ese indeseable.
Eché un vistazo por la ventana. La gente pasaba por delante, absorta en sus vidas y sus problemas. Me pregunté si York andaría cerca. Espiándome.
—Sólo serán unos días —dije.
—¿Y si fuera al revés? ¿Nos evitarías?
No supe qué contestar.
—David, somos tus amigos —continuó Sam—. Todo esto es horrible, pero no tienes por qué pasar el trago tú solo.
Tuve que aclararme la garganta antes de responder.
—Gracias, pero creo que no es una buena idea. Al menos por el momento.
—Entonces hagamos un trato. ¿Por qué no dejas que decida el tipo del TBI? Si opina como tú, te quedas en tu cuarto viendo la tele por cable. Si no, esta noche vienes a cenar. ¿De acuerdo?
Vacilé.
—De acuerdo. Le telefonearé a ver qué dice.
Casi pude sentir su sonrisa al otro lado de la línea telefónica.
—Te ahorro la molestia. Paul ya lo ha consultado con él. Dice que no tiene nada que objetar.
Hizo una pausa, durante la cual me di cuenta de que me había estado tomando el pelo desde el principio.
—Ah, y dile a Paul que traiga mosto a la vuelta, ¿te acordarás? Se nos ha acabado —añadió con voz dulce.
Cuando colgué el teléfono todavía no se me había borrado la sonrisa de la cara.
El tráfico estaba imposible para salir de Knoxville, pero se agilizó a medida que nos alejamos de la ciudad. Seguí a Paul, intentando no perder de vista su coche en medio de los congestionados carriles. Encendí la radio y me abandoné a su música anodina, lo cual no quiere decir que mi inquietud se hubiera aplacado ni que hubiera dejado de mirar a mi alrededor cada pocos minutos para ver si había alguien siguiéndome.
Antes de salir había llamado a Gardner. No es que no me fiara de Sam, pero quería hablar con él en persona.
—Siempre y cuando vaya en su coche y no salga a caminar solo, no veo ningún inconveniente —había dicho.
—Entonces ¿no cree que vaya a ponerlos en peligro?
El agente suspiró. La exasperación era palpable en su voz.
—Oiga, doctor Hunter, queremos que York lo vea comportarse de forma normal. Eso no significa que tenga que pasarse las noches encerrado en el hotel.
—¿Y piensa mandar a alguien para que me siga?
—Deje que yo me encargue de eso. Como le he dicho, por el momento compórtese de manera corriente.
«De manera corriente». El problema era que la situación tenía bien poco de corriente. Pese a las tranquilizadoras palabras de Gardner, salí de la morgue por la puerta trasera en vez de por la entrada principal. Luego recorrí en coche el recinto hospitalario para reunirme con Paul en una salida distinta a la habitual. Aun así, no conseguí liberarme de la sensación de que algo no iba bien. Mientras salíamos del hospital no dejé de mirar por el retrovisor, pero no detecté nada. Si el TBI o quien fuera me estaba vigilando, yo no me daba cuenta.
No empecé a aceptar que nadie me seguía hasta que nos sumimos en el flujo del tráfico vespertino y nos confundimos con aquella riada metálica.
Paul hizo una parada en una tienda de las afueras de Knoxville para comprar el mosto de Sam. Sugirió que esperase en el coche, pero no quise. Entré con él y compré una botella de Napa Valley Syrah con la esperanza de que combinara con la cena de Sam. De vuelta al coche, noté que el aire olía a gasolina y humos de escape, pero hacía una tarde deliciosa. El sol empezaba a ponerse y sus rayos de oro se extendían por todo el horizonte. Las boscosas laderas de las Smoky Mountains se hundían en una sombra violácea.
Paul me sobresaltó al darse un golpe en la nuca.
—Bichos del demonio —masculló.
Él y Sam vivían en una urbanización de nueva planta junto al lago, a caballo de Knoxville y Rockford, al sur. Como aún no estaba terminada, la entrada estaba llena de pilas de tierra y madera. Algo más adelante empezaban a verse parcelas de césped bien cortado y parterres de flores recién plantadas. La casa quedaba en una calle lateral que rodeaba el lago serpenteando entre las fincas, lo que transmitía una agradable sensación de espacio e intimidad. Pese a estar en obras, se veía que la urbanización estaba bien planificada: muchos árboles, césped y agua. Un buen lugar para formar una familia.
Paul giró en la entrada a una finca y aparcó justo detrás del viejo Toyota de Sam. Yo estacioné en la calle, salí del coche y fui con él.
—Todavía estamos decorando el cuarto del crío, así que no te asustes por el desorden —dijo mientras recorríamos la senda hasta la entrada.
No iba a asustarme. Empezaba a alegrarme de haber ido, llevaba días sin sentirme tan a gusto. Como la casa quedaba algo más retirada que las demás, el jardín era más grande. En una atípica muestra de ecologismo y sentido común, los constructores habían respetado un precioso arce adulto, rodeándolo de césped a modo de pilar decorativo. Recuerdo que al pasar por su lado pensé que sería ideal para colgar el columpio de un niño.
Es curioso cómo nos fijamos en ciertas cosas.
—¿Paul? ¡Espera un segundo!
El grito provenía de la casa de al lado. Una mujer bronceada y esbelta de cabellos rubios y exageradamente brillantes recogidos en un elaborado moño cruzó el césped corriendo hacia nosotros. A primera vista aparentaba unos cincuenta y bastantes años, pero según se acercaba revisé mis cálculos al alza: primero sesenta, luego setenta, como si a cada paso envejeciera más y más.
—Genial —dijo Paul entre dientes al tiempo que forzaba una sonrisa de compromiso—. Hola, Candy.
Aunque era un nombre raro para alguien de su edad, había que reconocer que parecía acertado. La mujer avanzó hasta nosotros; tenía todo el aspecto de una modelo avejentada que no se da cuenta de que su década ha terminado.
—Cuánto me alegro de verte —dijo exhibiendo unos dientes de una blancura exagerada que imprimían un ligero silbido a sus palabras. Al llegar junto a nosotros posó sobre el brazo de Paul una mano salpicada de lentigos fruto de la edad; su piel venosa tenía un tono marrón, como de mocasín viejo—. No esperaba volver a verte tan pronto. ¿Qué tal se encuentra Sam?
—Muy bien, gracias. Una falsa alarma —dijo Paul, e intentó presentarme—: Candy, te presento a…
—¿Una falsa alarma? —dijo consternada—. Ay, Señor, otra vez no. ¡Cuando he visto la ambulancia he pensado que esta vez era la buena!
Por un instante fue como si el tiempo se hubiera detenido. Había podido oler la frescura de las flores y la hierba recién cortada, sentir el fresco de primera hora del atardecer bajo el calor primaveral. El leve peso de la botella de vino que llevaba en la mano encerraba en sí la promesa de la normalidad.
De pronto, aquel instante se rompió en mil pedazos.
—¿Qué ambulancia? —preguntó Paul, más confuso que preocupado.
—La que ha venido antes. Debían de ser las cuatro y media aproximadamente. —La sonrisa se desvaneció en los labios pintarrajeados de la mujer, que se llevó la mano al cuello—. ¿Nadie te ha dicho nada? Creía que…
Pero Paul ya había salido corriendo hacia la casa.
—¿Sam? ¡Sam!
—¿A qué hospital se la han llevado? —pregunté sin perder tiempo a la vecina.
La mujer desplazó la mirada de la puerta por donde Paul había desaparecido hacia mí, intentando encontrar las palabras.
—Yo… No se lo he preguntado. El paramédico la ha sacado en silla de ruedas, con una de esas máscaras de oxígeno en la cara. No he querido estorbar.
La dejé donde estaba y me fui a por Paul. La casa olía a yeso y pintura fresca, a alfombras y muebles nuevos. Lo encontré de pie en la cocina, rodeado de electrodomésticos todavía relucientes.
—No está aquí —dijo sin dar crédito—. Dios mío, ¿por qué nadie me ha llamado?
—¿Has mirado si tienes algún mensaje en el móvil?
Esperé mientras lo hacía. Pulsó las teclas con la mano temblando, escuchó y finalmente sacudió la cabeza.
—Nada.
—Prueba en el hospital. ¿Sabes adónde tenían que llevarla?
—Iba al Centro Médico de la universidad, pero…
—Llama.
Se quedó mirando el teléfono, pestañeando como si acabara de despertarse.
—No tengo el número. ¡Joder, debería sabérmelo de memoria!
—Llama a información.
Pasado el sobresalto inicial, Paul parecía empezar a pensar con claridad otra vez. Me quedé a su lado mientras telefoneaba al hospital, yendo de un lado para otro durante las agónicas transferencias entre departamentos. Al oírlo deletrear el apellido de Sam por tercera o cuarta vez, noté que el presentimiento que llevaba todo el día hostigándome crecía e imponía su presencia en la habitación. Paul colgó.
—No saben nada —dijo con voz serena, aunque por debajo se adivinaba el pánico—. Incluso he hablado con urgencias. No consta que la hayan ingresado.
En ésas, volvió a pulsar las teclas con fuerza.
—Paul… —dije.
—Tiene que haber algún error —murmuró como si no me oyera—. Se la habrán llevado a otro hospital…
—Paul.
Dejó lo que estaba haciendo. Sus ojos se cruzaron con los míos y descubrí en ellos el temor, la sospecha de algo que deseaba negar a toda costa, algo que ninguno de los dos podíamos permitirnos el lujo de seguir ignorando.
El objetivo de York no era yo. Nunca lo había sido.
Sólo me había utilizado como señuelo.