Gardner observó como el agente criminalista levantaba la escobilla del limpiaparabrisas y recogía el resto de piel con unas pinzas. Él y Jacobsen habían llegado veinte minutos antes, acompañados por la voluminosa furgoneta que servía de laboratorio móvil a los agentes del TBI. Habían hecho instalar reflectores en torno al coche y acordonar toda la zona.
—No debería haberlo tocado —dijo Gardner, no por primera vez.
—Si hubiera sabido lo que era, no lo habría hecho.
Mi irritación debió de reflejarse en mi voz. De pie junto a Gardner, Jacobsen apartó la vista del equipo de forenses que buscaba huellas dactilares en el coche. Me miró con un vago asomo de preocupación y arrugando levemente el ceño, pero no dijo nada.
Gardner también se quedó en silencio. Había traído consigo un gran sobre de papel manila, pero hasta el momento no había hecho alusión alguna a su contenido. Observó como uno de los agentes guardaba con cuidado la piel en una bolsa para pruebas. No era el mismo equipo de los otros días. Me pregunté si estarían ocupados en otro trabajo o si sencillamente tendrían la noche libre. En realidad daba lo mismo, pero era mejor pensar en eso que en lo que ese nuevo hallazgo podía significar.
El agente vino hacia nosotros sujetando la bolsa con cuidado con la mano enguantada. La levantó para que Gardner pudiera verla mejor.
—No hay duda, es humana.
Para mí la confirmación era innecesaria. La piel tenía un color marrón oscuro y una textura casi translúcida. Resultaba evidente que era demasiado irregular para ser un guante, pero el error era comprensible. Ya había visto antes esta clase de cosas.
Sólo que no en el parabrisas de mi coche.
—¿Significa esto que York despelleja a sus víctimas? —preguntó Jacobsen, que aunque hacía lo posible por mostrarse indiferente no podía disimular cierta agitación.
—No creo —respondí, y alargando la mano hacia la bolsa pregunté—: ¿Me permite?
Antes de entregármela, el forense miró a Gardner, quien asintió con un leve gesto de cabeza.
La levanté a la luz. La piel presentaba cortes y desgarros en varios puntos, sobre todo en el dorso, pero conservaba una vaga semblanza con una mano. Era blanda y flexible y desprendía un residuo oleaginoso que empezaba a acumularse en la parte inferior de la bolsa de plástico.
—No ha habido desollamiento —dije—. De lo contrario formaría una lámina lisa. Aquí en cambio, aunque está más o menos entera, se aprecian roturas. En mi opinión se desprendió de la mano por sí sola.
Ni Gardner ni el agente se sorprendieron al oír eso; Jacobsen, sin embargo, no acababa de comprender.
—¿Cómo que se desprendió?
—La piel se separa del cuerpo muerto por sí sola a los pocos días. Sobre todo en partes como el cuero cabelludo y los pies. Pero también las manos —dije levantando la bolsa—. Me juego lo que quiera a que esto es lo que ha pasado.
Jacobsen se quedó contemplando la bolsa; su habitual seguridad en sí misma había desaparecido.
—¿Quiere decir que procede de un cadáver?
—Más o menos. —Y volviéndome hacia el agente, que me observaba con semblante adusto, añadí—: ¿Está usted de acuerdo?
Asintió.
—La buena noticia —añadió— es que está en buen estado. Esto nos ahorrará tener que remojarla para sacar huellas.
Por la mirada de Gardner vi que sabía de qué estábamos hablando, pero Jacobsen seguía consternada.
—¿Se pueden obtener huellas con eso?
—Ya lo creo —dijo el agente—. La mayoría de veces la piel está seca, con el riesgo que eso conlleva de que se rompa, de modo que hay que ablandarla sumergiéndola en agua. Después basta con enfundársela como si fuera un guante y tomar las huellas.
Y al decir esto levantó la mano para ilustrar su explicación.
—No dejes que te entretengamos, Deke —dijo Gardner. El agente bajó la mano algo cariacontecido y volvió al coche. Gardner se dio unos golpes en la pierna con el sobre de papel manila y me dirigió una mirada un tanto airada—. Bien, ¿lo dice usted o lo digo yo?
—¿Decirme qué? —preguntó Jacobsen.
Gardner apretó los labios hasta que no se vio más que una fina línea.
—Dígaselo usted —dijo.
—Nos preguntábamos cómo se las ingeniaba York para dejar las huellas de las víctimas en los escenarios del crimen meses después de que éstas hubiesen fallecido —dije, y señalando el coche añadí—: Ahora ya lo sabemos.
Jacobsen dejó de arrugar el ceño.
—¿Quieren decir que ha estado utilizando la piel de sus manos? ¿Que la llevaba puesta como si fuera un guante?
—Nunca había oído que alguien se sirviera de este método para dejar huellas, pero eso es lo que parece. Seguramente por eso el cuerpo de Noah Harper estaba tan descompuesto. York necesitaba la piel de sus manos antes de cambiar su cuerpo por el de Willis Dexter.
»Luego esperó unos cuantos días más antes de regresar al bosque y hacerse también con la piel de las manos de Dexter. Los carroñeros no se habrían molestado en comerse aquellos restos de tejido reseco teniendo a su disposición un cuerpo entero. Y de no haber sido así…
Habría utilizado otro cuerpo.
Una rabia sorda me atenazó por no haberme dado cuenta antes. Mi subconsciente había hecho lo posible por ponerme sobre aviso con esa sensación de déjà vu al quitarme los guantes de látex y ver mis manos arrugadas, pero yo no había hecho caso. Tom tenía razón: debería escuchar más a mi instinto.
También debería haberle escuchado más a él.
Jacobsen me quitó la bolsa de pruebas de la mano para estudiar su contenido. Su expresión reflejaba una mezcla de asco y fascinación.
—Deke ha dicho que no estaba seca. ¿Significa eso que procede de un cadáver reciente?
Supuse que estaba pensando en Irving. Aunque nadie lo hubiera insinuado, todos sabíamos que a esas alturas el profesor ya debía de estar muerto. De todos modos, ni que lo hubiera asesinado el primer día, la piel habría tardado más tiempo en desprenderse. Fuera de quien fuese, aquélla no era su mano.
—Lo dudo —dije—. Parece que le han aplicado alguna clase de aceite para conservarla y mantener la piel flexible…
De pronto hice una pausa. Acababa de tener una idea. Observé el parabrisas del coche y las manchas oleaginosas que aquel pedazo de piel había dejado sobre el cristal.
—Aceite de bebé.
Gardner y Jacobsen se quedaron mirándome.
—La huella de la cajetilla de carrete que encontramos en la cabaña tenía aceite de bebé —dije—. A juicio de Irving, era una prueba de que los asesinatos tenían una motivación sexual, pero no es cierto. York utiliza el aceite para mantener la piel flexible. Los aceites naturales debían de haberse evaporado, y como él necesitaba que las huellas fueran bien visibles, la lubricó como se hace con el cuero viejo.
Recordé la sorna con que Irving había dicho: «A menos que al asesino le vayan los humectantes». Se había acercado a la verdad más de lo que él mismo creía.
—Si York se dedica a recolectar las huellas dactilares de sus víctimas, ¿por qué no se llevó también las de Terry Loomis? —inquirió Jacobsen—. En ese caso el cuerpo tenía toda la piel.
—Si lo hubiera hecho, nos habríamos dado cuenta y habríamos sospechado lo que estaba ocurriendo —dijo Gardner, quien por el tono de voz también debía de estar culpándose de su falta de perspicacia—. York quería tomarse su tiempo antes de revelarnos cuál era su verdadero propósito.
Vi que los forenses estaban empolvando otra parte del coche en busca de huellas. Estaban trabajando a conciencia. De nada iba a servirles.
—La cuestión es ¿por qué ahora? —pregunté.
Gardner miró a Jacobsen. Ésta se encogió de hombros.
—Se pavonea otra vez, nos dice que no tiene miedo de que lo atrapemos. Evidentemente cree que el hecho de que sepamos esto no va a servirnos de ayuda. Además, tarde o temprano lo habríamos averiguado. Es una forma más de seguir teniendo el control.
Había otra pregunta por contestar: «¿Por qué yo?». Aunque me temía que ya conocía la respuesta.
Gardner echó un vistazo al sobre de papel manila que sostenía en la mano. De repente pareció tomar una decisión:
—Diane lo acompañará al hotel. Quédese ahí hasta que yo lo llame. No deje entrar a nadie en su cuarto; si sube el servicio de habitaciones, asegúrese de que sean ellos antes de abrir.
—¿Qué pasa con el coche?
—Ya le diré algo en cuanto hayamos terminado con él. —Y dirigiéndose a Jacobsen añadió—: Diane, ven un momento.
Hicieron un aparte para que no pudiera oírlos. Sólo habló Gardner. Jacobsen asintió y se quedó con el sobre. Me pregunté qué habría dentro, pero tampoco le di mayor importancia.
Volví a mirar a las figuras de blanco que seguían procesando mi coche. El fino polvo que utilizaban para buscar las huellas atenuaba el color de la carrocería, con lo que también el coche adquiría cierto tinte cadavérico.
Mientras los observaba sentí un regusto amargo en la boca. Reseguí con el pulgar la cicatriz de la palma de la mano. «Admítelo. Estás asustado».
Ya había padecido una vez el acoso de un asesino. Si había viajado hasta ahí, había sido con la esperanza de dejar atrás aquella experiencia.
Pero la historia se repetía.
Mientras Jacobsen me llevaba al hotel se puso a llover. Los goterones se estrellaban contra el cristal del coche a rachas irregulares, de donde eran barridos por los limpiaparabrisas para reaparecer al instante siguiente. Se veía mucho movimiento en calles y bares. Las luces y el bullicio de la calle resultaban reconfortantes, pero me sentía incapaz de conectar con aquella normalidad. Sentía que algo más aparte de la ventanilla del coche me separaba de ella, y sabía que la seguridad que me ofrecía era ilusoria.
Apenas me fijé en Jacobsen. Sólo cuando se decidió a hablar logré alejarme de mis pensamientos y volver a la realidad.
—Dan dice que a Loomis y Harper los estrangularon con una especie de lazo —dijo.
Me revolví en el asiento, extrañado de que se hubiera decidido a romper el hielo.
—Probablemente por el sistema del garrote español. Es como una especie de torniquete.
Le expliqué cómo funcionaba.
—Encaja con lo que sabemos de York. Disfrutaría con el poder que le otorgaría un instrumento como ése. Podría decidir sobre la vida y la muerte, y el resultado sería más gratificante que asesinar a alguien por la vía directa. Le permitiría controlar el proceso, decidir exactamente cuándo ejercer la presión suficiente para matar a la víctima. —En ese momento me miró—. Lo siento, no ha sido muy delicado por mi parte.
—No pasa nada —dije encogiéndome de hombros—. Ya sé cómo actúa York. No voy a desmayarme porque nos haya declarado la guerra psicológica.
—¿Cree que ésa era la intención de lo sucedido esta noche?
—Si de verdad quisiera ir a por mí, ¿para qué iba a avisarme?
Pero nada más decir eso recordé que ya antes me había topado con un asesino que actuaba de ese mismo modo.
Jacobsen tampoco parecía muy convencida.
—York necesita afirmarse. Para un narcisista como él, lo ocurrido con el doctor Lieberman ha debido de ser como un jarro de agua fría. Su autoestima le exigirá algo todavía más espectacular para compensarlo. Poner sobre aviso a su próxima víctima podría ser la manera.
—De todos modos no veo por qué York habría de fijarse en mí. Tom e Irving eran conocidos. ¿Por qué cambiar los objetivos ilustres por un extraño recién llegado? No tiene sentido.
—Para él quizá sí —objetó Jacobsen con rotundidad, sin apartar los ojos de la carretera—. No olvide que él lo ha visto trabajar con el doctor Lieberman. Además es británico y está en el centro en calidad de invitado. Tal vez York piense que con alguien como usted el impacto sería mayor que con alguien del lugar.
No había caído en eso.
—Supongo que debería sentirme halagado —dije para quitarle hierro al asunto.
—Creo que no debería tomárselo a la ligera —repuso Jacobsen, a quien no le había hecho mucha gracia mi comentario.
«No me lo tomo a la ligera, créame».
—¿Puedo preguntarle algo? —dije por cambiar de tema—. ¿Han tenido noticias del laboratorio con respecto a las muestras de sangre de la cabaña?
Jacobsen tardó un poco en contestar.
—Un análisis completo de ADN tarda semanas.
No era eso lo que yo había preguntado, pero sus evasivas sugerían que iba por el buen camino.
—Ya lo sé, pero a estas alturas ya deben de saber si la sangre era humana o no.
En otras circunstancias habría disfrutado viendo su cara de sorpresa.
—¿Cómo sabe eso?
—Digamos que es una suposición lógica. Entonces ¿era de animal?
Jacobsen asintió con un gesto hosco.
—Hemos recibido los resultados esta misma tarde, pero ya antes sabíamos que algo no encajaba. Los forenses no estaban muy convencidos de las salpicaduras de la cabaña, aunque York las había simulado con destreza. El laboratorio realizó una prueba preliminar que sugirió que la sangre no era humana, pero había que esperar a que extrajeran el ADN para confirmar esa suposición.
—¿Qué era? ¿Sangre de cerdo?
Sonrió, y pude ver sus blancos dientes a través de la oscuridad.
—¿Intenta impresionarme?
«Bueno, puede que un poco».
—Es más elemental de lo que parece —admití—. Una vez confirmado que Loomis murió estrangulado, era evidente que la sangre no podía ser suya. Por lo tanto, los cortes del cuerpo tenían que ser post mórtem, en cuyo caso buena parte de la sangre de la cabaña debía tener otro origen.
—Sigo sin comprender cómo ha sabido que era sangre de cerdo —dijo, pero acto seguido ella misma se dio la respuesta—. Ah, ya lo entiendo. Los dientes que había junto al cuerpo de Willis Dexter.
—Antes de eso ya se me había pasado por la cabeza que la sangre fuera de un animal, pero al ver los dientes me imaginé que también podía ser de cerdo —dije—. Parece que York se divierte con estos jueguecitos.
Jacobsen guardó silencio. La lluvia que resbalaba por las ventanillas proyectaba en su rostro una textura marmórea. Bajo la sesgada luz amarillenta de las farolas, su perfil semejaba el de una escultura griega.
—No debería compartir esta información con usted —dijo con voz pausada—, pero no sólo hemos recibido el resultado de las muestras de sangre de la cabaña. Noah Harper ha dado positivo en hepatitis C.
«Dios mío. Pobre Kyle». A diferencia de los tipos A y B, para la hepatitis C no existe vacuna. El virus no es letal por fuerza, pero su tratamiento es largo y desagradable. Y ni aun así hay garantías.
—¿Lo sabe Kyle? —pregunté, pensando que podía haberme ocurrido a mí.
—Aún no. Tardará todavía un tiempo en recibir los resultados del hospital, y Dan opina que no hay motivo para preocuparlo —dijo lanzándome una mirada fugaz—. Lo que le he dicho es estrictamente confidencial, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Por una vez estaba de acuerdo con Gardner. Existía la posibilidad de que Kyle no se hubiera contagiado, pero era tan mínima que yo no habría apostado mi vida por ella.
Habíamos llegado al hotel. Jacobsen encontró un hueco donde estacionar junto a la entrada. Al frenar vi que comprobaba el retrovisor por si alguien nos seguía.
—Lo acompaño a la habitación —dijo al tiempo que recogía del asiento trasero el sobre de papel manila que Gardner le había entregado.
—No es necesario.
Pero ella ya estaba bajando del coche. Nada más entrar en el hotel se puso alerta: sus ojos iban de un lado a otro, escrutando las caras de la gente en busca de una posible amenaza, y me fijé en que caminaba con la mano derecha cerca de donde guardaba la pistola bajo la chaqueta. Una parte de mí se resistía a tomarse en serio todo aquello.
Entonces recordé lo que me había encontrado en el parabrisas.
Una señora mayor nos sonrió al salir del ascensor. Adiviné su pensamiento: «Otra parejita de camino a la cama después de pasar el día en la ciudad». La realidad era tan distinta que casi resultaba gracioso.
Entramos y nos quedamos uno al lado del otro. Éramos los únicos dentro del ascensor, y la tensión entre nosotros parecía aumentar a cada piso. En un momento dado nuestros hombros se rozaron ligeramente y hubo un chasquido de electricidad estática. Ella se apartó, lo justo para evitar el contacto. Cuando se abrieron las puertas, fue la primera en salir. Se metió la mano bajo la chaqueta y, colocándola sobre la pistola, a la altura de la cadera, comprobó si el pasillo estaba vacío. Mi habitación estaba al fondo. Pasé la tarjeta por el lector y la puerta se abrió.
—Gracias por acompañarme.
Junto con el agradecimiento le ofrecí una sonrisa, pero Jacobsen se mantuvo impertérrita. La barrera que por unos instantes se había derrumbado en el coche había vuelto a alzarse.
—¿Me permite echar un vistazo a la habitación?
Le habría dicho que no era necesario, pero habría sido perder el tiempo, así que me hice a un lado y la dejé pasar.
—Usted misma.
Esperé junto a la cama mientras ella terminaba de registrar el cuarto. Como la habitación no era muy grande no tardó en concluir que, efectivamente, York no estaba ahí. Llevaba todavía el sobre de papel manila de Gardner, y cuando hubo terminado de buscar, se acercó adonde yo estaba y se detuvo a unos pocos pasos. Su rostro parecía una máscara.
—Una cosa más. Dan quería que le enseñara esto —dijo buscando algo en el sobre—. El hospital tiene una cámara de seguridad al otro lado de la calle donde está la cabina. Hemos pedido las imágenes que corresponden a la hora en que el doctor Lieberman recibió la llamada.
Me entregó un pequeño fajo de fotografías. Eran instantáneas de una cámara de circuito cerrado: mala calidad, mucho grano, fecha y hora impresas en la parte inferior. Reconocí el tramo de calle donde se encontraba la cabina. En primer plano se distinguían, borrosos y desenfocados, un par de coches y una ambulancia blanca de caja cuadrada.
Pero lo importante era la oscura figura que se daba la vuelta para alejarse de la cabina. La calidad de la imagen era tan mala que resultaba imposible distinguir sus rasgos. Caminaba con la cabeza gacha y de la cara apenas se veía una media luna oculta bajo una gorra oscura.
El resto de las fotografías eran iguales, sólo que en ellas la figura cruzaba la calle a toda prisa encorvado sobre los hombros y con la cabeza gacha. Éstas, si cabe, aún eran más borrosas que la primera.
—Están intentando limpiar las imágenes en el laboratorio —dijo Jacobsen—. No podemos afirmar que se trate de York, pero por altura y constitución podría ser él.
—No me enseña esto por pura cortesía, ¿verdad?
—No —dijo mirándome impertérrita—. Dan cree que si ahora York va a por usted, debería saber cómo puede intentar acercársele. La ropa oscura y la gorra podrían ser una especie de uniforme. Y si se fija en la cadera, verá que hay un objeto que parece una linterna. Es posible que se haga pasar por agente de policía o de otro cuerpo de seguridad que… Doctor Hunter, ¿qué ocurre?
Al ver la fotografía me acordé: «La linterna…».
—Un guardia de seguridad —dije.
—¿Cómo dice?
Le expliqué que unas cuantas noches atrás alguien me había interpelado en el aparcamiento.
—Quizá no tiene nada que ver. Sólo me preguntó qué hacía ahí.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Jacobsen frunciendo el ceño.
Tuve que pensarlo.
—La noche anterior al secuestro de Irving.
—¿Pudo verlo?
—Me estaba apuntando con la linterna. No pude ver nada.
—¿Se fijó en algo? ¿Gestos, voz?
Sacudí la cabeza, intentando recordar.
—La verdad es que no. Aunque… bueno, su voz era… extraña, aunque no sé decir por qué. Como áspera.
—¿Como si fuera impostada?
—Es posible.
—¿Y no lo comentó con nadie?
—En su momento no me pareció sospechoso. Oiga, lo más seguro es que fuera tan sólo el guardia de seguridad. Si hubiera sido York, ¿por qué me habría dejado escapar?
—Usted mismo ha dicho que fue la noche antes de que secuestraran al profesor Irving. Puede que tuviera otros planes.
No supe qué decir. Jacobsen volvió a guardar las fotografías en el sobre.
—Hablaremos con el servicio de seguridad del hospital y comprobaremos si era alguno de sus hombres. Entretanto, mantenga la puerta cerrada con llave. Alguien se pondrá en contacto con usted mañana por la mañana.
—¿Tengo que quedarme aquí esperando a que me digan algo?
Jacobsen volvía a parecer dura como una roca.
—Es por su propio bien, créame. Hasta que sepamos cómo enfocar todo esto.
Me pregunté a qué se refería con eso, pero no dije nada. Por lo demás, la decisión no era suya sino de Gardner o de alguno de sus superiores.
—¿Le apetece tomar algo antes de irse? No sé qué hay en el minibar, pero puedo pedir un café o…
—No —dijo con una vehemencia que nos extrañó a ambos—. Se lo agradezco pero tengo que volver con Dan —añadió con más calma, aunque el rubor que nacía en la base de su garganta la delataba.
Fue hacia la puerta, me recordó una vez más que cerrara con llave y se marchó. «¿A qué ha venido eso?», pensé mientras me preguntaba si habría malinterpretado mi ofrecimiento, pero estaba tan cansado que no le di mucha importancia.
Me senté al borde de la cama. Parecía imposible que me hubiera enterado de la muerte de Tom esa misma mañana. Apoyé la cabeza entre las manos. «Dios mío, qué tragedia». A veces me daba la impresión de llevar siempre conmigo la desgracia y la mala suerte. Me pregunté si las cosas habrían seguido derroteros distintos de no haber estado yo involucrado, pero casi me parecía oír la voz de Tom: «Deja de martirizarte, David. Tenía que ocurrir. Si quieres echarle la culpa a alguien, échasela a York. Él es el único responsable».
Pero Tom estaba muerto. Y York seguía ahí fuera.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Mi respiración empañaba el frío cristal; al otro lado, el mundo exterior se convertía en una indistinta mancha amarilla en medio de la oscuridad. Froté el cristal con el puño y, a medida que la piel chirriaba contra el vidrio, el mundo reapareció ante mí. La calle era una brillante franja de neón, los faros de los coches se deslizaban por ella como si ejecutaran un ballet silencioso. Todas esas vidas, afanándose en pos de sus propios intereses, indiferentes las unas a las otras. Al verlas me di cuenta de lo lejos que estaba de mi casa y de lo ajeno que me parecía todo.
«Ajeno o no, aquí es donde estás. Acéptalo».
Caí en la cuenta de que aún no había comido. Me aparté de la ventana y cogí la carta del servicio de habitaciones. La abrí, leí por encima las rimbombantes descripciones de aquellos platos de comida rápida y volví a dejarla. De repente, se me hacía imposible seguir encerrado en la habitación. York me traía sin cuidado, el caso es que no iba a esconderme hasta que Gardner decidiera qué hacer conmigo. Cogí la americana y tomé el ascensor hasta el vestíbulo. Lo único que quería era ir al bar de noche del hotel para saber si todavía servían comidas, pero cuando quise darme cuenta ya lo había dejado atrás. No sabía adónde me dirigía, sólo que necesitaba salir de ahí.
Fuera la lluvia había cesado, pero el aire aún estaba fresco. La acera estaba resbaladiza y brillante. Eché a andar, salpicando los charcos al pasar. Se me erizó la piel de la nuca, pero resistí el impulso de mirar a mi espalda. «Vamos, York. ¿Me buscabas? ¡Pues aquí me tienes!»
Pero mi coraje pronto se esfumó. Encontré una cafetería que todavía estaba abierta y entré. La carta consistía casi en exclusiva de hamburguesas y pollo frito, pero me daba lo mismo. Pedí un plato al azar y le devolví la carta a la camarera.
—¿Algo de beber?
—Una cerveza, por favor. No, no, espere… ¿Tienen bourbon? ¿Blanton’s?
—Tenemos bourbon, pero sólo Jim o Jack.
Pedí un Jim Beam con hielo. Cuando me lo trajo lo sorbí despacio. El bourbon me quemó suavemente la garganta, deshaciendo el nudo que se me había formado. «Por ti, Tom. Pronto atraparemos a ese hijo de perra, te lo prometo».
Por un instante estuve a punto de creérmelo.
Las correas y los piñones brillan a la luz de la lámpara. Después de cada uso los limpias: enceras la piel para que se mantenga suave y flexible y bruñes la rueda de acero hasta que queda reluciente. En realidad no es necesario. Es pura afectación y lo sabes, pero el ritual te divierte.
A veces casi crees oler el cálido olor a cera de abeja de la grasa para cuero, y aunque probablemente no sea más que un vago recuerdo, te relaja. Aparte, hay algo en esos preparativos, en ese ceremonial, que te atrae. Te recuerda que lo que haces tiene un fin; que tal vez la próxima vez sea la definitiva. Y a buen seguro que la próxima lo será.
Lo presientes.
Sin dejar de dar lustre al cuero, te dices que no deberías hacerte muchas ilusiones, aunque no puedes evitar sentir el cosquilleo de la expectación. Lo sientes cada vez que te dispones a entrar en acción, cuando todo es posible, incluso el fracaso. Pero en esta ocasión todo parece distinto. Más solemne.
Especial.
Lo del pellejo en el parabrisas del coche ha sido un riesgo calculado, pero ha valido la pena. Puesto que a fin de cuentas iban a descubrir tu proyecto, mejor que lo supieran por ti y dar un golpe de efecto. El control sigue en tus manos, y eso es lo principal. Cuando se den cuenta de lo que ocurre, ya será demasiado tarde, y entonces…
Entonces…
Pero mejor será no adelantar acontecimientos. No puedes hacer planes a tan largo plazo. Debes concentrarte en la misión que te espera, en tu objetivo inmediato.
Ya no falta mucho.
Giras con cuidado el dispositivo de rotación y observas como la correa de cuero se tensa a medida que los piñones giran despacio y los dientes engranan con un susurro mecánico. Con gran satisfacción, les echas una bocanada de aliento antes de frotarlos por última vez. Ves tu mirada reflejada en las piezas, distorsionada e irreconocible. Te quedas mirando y por un instante te acosa la turbia perturbación de unos pensamientos que nunca terminan de salir a la luz. Finalmente, pasas el trapo por encima del mecanismo y piensas en otra cosa.
Falta poco, te dices. Todo está listo y en su sitio. La cámara está preparada y en posición, a la espera de un motivo. El uniforme, limpio y cepillado. Bueno, limpio lo que se dice limpio, no del todo, pero sí lo bastante como para que no se note a primer golpe de vista. No hace falta más.
Sólo es cuestión de tiempo.