Al final, todas las precauciones por la seguridad de Tom se habían demostrado inútiles. Los médicos y el personal de la UCI habían sido prevenidos de la necesidad de incrementar la vigilancia, si bien no de los motivos para ello, y se había apostado a un agente del TBI en el corredor de la habitación. Nadie podría haberse acercado a Tom de forma inadvertida, y aunque así hubiera sido, Mary había permanecido todo el tiempo a su lado.
Ninguna de esas precauciones había podido evitar que Tom sufriera un paro cardíaco apenas pasadas las cuatro de la madrugada.
Los médicos habían intentado reanimarlo, pero su corazón se había negado a seguir latiendo. «Terco hasta el final»: ese pensamiento daba vueltas a mi cabeza sin remedio.
Me sentía como ausente, incapaz todavía de asimilar lo ocurrido. Después de hablar con Paul había llamado a Mary y musitado las típicas e inútiles palabras que suelen decirse en estos casos. Luego me había quedado sentado al borde de la cama, sin saber qué hacer. Intenté convencerme de que por lo menos Tom había muerto en paz, teniendo a su mujer a su lado, y que se había librado de a saber qué fatídico suplicio debía de haber sufrido Irving. No era un gran consuelo. Puede que York no lo hubiera asesinado físicamente, pero Tom no dejaba de ser una víctima. Enfermo o no, tenía derecho a vivir en paz el resto de su vida, fueran los años que fueran.
Un derecho que York le había arrebatado.
Se me presentó la imagen de York, con su falsa y servil sonrisa, estrechando con entusiasmo la mano de Tom aquella mañana en Steeple Hill: «Doctor Lieberman, es un honor… He oído hablar mucho sobre su trabajo. Y sobre su centro, por supuesto». Ya entonces estaba riéndose de nosotros. Todo era un plan para camuflar la gravedad de sus actos tras las pequeñas irregularidades descubiertas en el cementerio.
No recuerdo haber odiado tanto a alguien como a York en ese momento.
Quedarme en mi habitación lamentándome no serviría ni para recuperar a Tom ni para ayudar a atrapar a su asesino, así que me duché, me vestí y me fui a la morgue. Cuando llegué todavía era muy temprano. Mis pasos resonaban en el pasillo vacío. Los fríos corredores embaldosados de la morgue parecían más solitarios que de costumbre. Me habría gustado encontrarme con una cara conocida, pero Paul me había dicho que tenía varias reuniones y era poco probable que Summer estuviera en condiciones de ayudar a nadie en cuanto se enterase de la noticia.
Kyle, por lo menos, sí estaba. Me lo encontré empujando un carrito por el pasillo al salir del vestuario, y me saludó con su acostumbrado entusiasmo.
—Hola, doctor Hunter. Esta mañana estoy de ayudante en una autopsia, pero si quiere, puedo echarle una mano cuando termine. Avíseme si me necesita.
—Gracias, lo haré.
Y antes de irse, preguntó:
—Esto… ¿Summer vendrá luego?
—No lo sé, Kyle.
—Oh, de acuerdo —dijo asintiendo con la cabeza para ocultar su desilusión—. ¿Qué tal se encuentra el doctor Lieberman?
Me imaginé que era demasiado temprano como para que hubiese corrido la voz, pero de todos modos habría preferido que no me lo hubiese preguntado. No me apetecía ser yo quien diera la noticia.
—Murió anoche.
A Kyle se le desencajó el rostro.
—¿Está muerto? Lo siento. No lo sabía…
—No tienes motivo para sentirlo.
Vi que hacía un esfuerzo por encontrar las palabras.
—Era un buen hombre.
—Sí, lo era —convine. Hay epitafios peores.
De camino a la sala de autopsias intenté no pensar en nada. Quería concentrarme en mi tarea, pero era imposible: para mí todo aquello estaba demasiado relacionado con Tom. Al pasar por delante de la sala donde él trabajaba, me detuve y entré.
Todo parecía igual que el día anterior. El esqueleto de Terry Loomis seguía tendido sobre la mesa de aluminio, ya casi totalmente ensamblado. Era como cualquier otra sala de autopsias, no había rastro alguno de la presencia de Tom. De pronto, cuando ya estaba a punto de salir, vi el reproductor de CD sobre una balda junto a una pila de álbumes de jazz. En ese momento cobré plena conciencia de lo ocurrido.
Tom estaba muerto.
Permanecí ahí unos instantes, intentando asimilar esa realidad inexorable. Luego, dejando que la puerta se cerrase detrás de mí, salí al pasillo en dirección a la sala donde esperaban los huesos del ladrón.
A esas alturas debería haber terminado ya con la reconstrucción y el examen del esqueleto de Noah Harper. No cabía culpar a nadie del retraso, pero el caso es que me habían encomendado a mí esa tarea y por lo tanto me sentía responsable de la tardanza. Resolví terminar ese mismo día, aunque para ello tuviera que trabajar toda la noche.
Además, necesitaba distraerme.
El cráneo y los huesos largos de brazos y piernas estaban dispuestos sobre la mesa, según su posición anatómica aproximada, pero el resto sólo estaban ordenados de forma somera. Lo primero era reconstruir la columna vertebral, tal vez la parte más compleja del proceso. La columna es, básicamente, una vaina articulada que protege el haz de nervios que la atraviesa por el centro. Representa un ejemplo perfecto de la inteligencia de la naturaleza, un prodigio de ingeniería biológica.
Claro que en ese momento no estaba de humor para apreciarlo. Empezando por las vértebras cervicales, empecé a encajar unas con otras aquellas piezas óseas de forma irregular.
No pude avanzar mucho.
Las vértebras cervicales que forman el cuello son de un tamaño menor que las vértebras torácicas y lumbares de la espalda. En total son siete, a contar a partir del cráneo, y todas encajan a la perfección tanto con la superior como con la inferior. Encajé las cinco primeras sin dificultad, pero no pude encontrar la sexta.
«Vamos, Hunter, concéntrate». Exasperado, volví a examinar las vértebras restantes, pero la única cervical que pude encontrar era de otro tamaño y forma. Sin duda era la séptima, no la sexta.
Faltaba una.
Pero eso era imposible. Aunque estuviera en estado de descomposición avanzada, el cuerpo de Noah Harper estaba intacto en el momento de la exhumación. De haberle faltado una de las vértebras cervicales, lo habríamos advertido enseguida.
Así que ¿dónde podía estar?
Llevado por una incomprensible certidumbre, me acerqué al microscopio que había sobre la mesa de trabajo. Tal y como esperaba, el hueso estaba colocado en el portaobjetos bajo la lente. Debería habérseme ocurrido antes, al preguntarme qué habría estado haciendo Tom en el momento de sufrir el infarto.
Ahora ya lo sabía.
Al mirar por el visor vi una imagen borrosa. Ajusté el enfoque hasta que la vértebra se hizo visible. Sus delicadas estrías y cavidades le conferían cierta similitud con un fragmento de coral, y, al ampliarlos, los poros de la superficie parecían cráteres.
Hasta la más pequeña fisura parecía profunda como una sima.
Me enderecé y saqué la vértebra de debajo del microscopio. A simple vista las fracturas eran casi invisibles. Había dos, una en cada una de las láminas, los finos huesos que unen el cuerpo principal de la vértebra con el arco neural, más delicado.
Poseído por una lucidez poco habitual, la dejé sobre la mesa y volví a salir al pasillo en dirección a la sala de Tom. Me fui directo hacia el esqueleto de Terry Loomis, cogí la sexta vértebra cervical y la levanté a la luz. Las fracturas de ésta eran aún menos evidentes que las de la lámina que acababa de observar. Y sin embargo ahí estaban.
«Conque era eso». No sentí ninguna satisfacción, sólo un repentino acceso de tristeza. En realidad, el descubrimiento era mérito de Tom, no mío. Saqué el teléfono y llamé a Paul.
—Ya sé cómo los mataron.
—Estrangulación, no cabe duda —dijo Paul sosteniendo las vértebras en la mano y observándolas impasible.
Nos encontrábamos en la sala de autopsias de Tom. Antes de llevarlo a examinar los huesos de Terry Loomis, le había enseñado las fracturas de la sexta vértebra cervical de Noah Harper para que viera que las fracturas coincidían.
—Si no, no se me ocurre de qué otro modo pueden haberse producido unas fisuras tan precisas —observé.
Un golpe propinado en la nuca podría haber fracturado la vértebra, pero el daño habría sido mucho mayor. La posibilidad de que un traumatismo hubiera podido causar heridas casi idénticas a dos víctimas distintas era demasiado remota para contemplarla siquiera. No, esas fracturas eran el resultado de una acción más precisa. Más controlada.
Esa palabra parecía encajar con York.
—Por lo menos ahora ya sabemos con certeza por qué Loomis y Harper tenían los dientes rosados —convino Paul—. Y eso explica qué hacía Tom en la otra sala de autopsias: descubrió las fracturas en la vértebra de Loomis y quiso comprobar si Harper también las tenía. ¿Estás de acuerdo?
—Más o menos.
Acto seguido, mientras observaba la vértebra al microscopio, habría llegado la llamada de York. Intuía que había cierta ironía en todo aquello, aunque no acababa de saber por qué.
—Cielo santo, me dan ganas de llorar —dijo Paul dejando el hueso.
Su voz denotaba el mismo cansancio que su aspecto. La muerte de Tom había supuesto un duro golpe para él, y la falsa alarma de Sam la noche anterior no ayudaba precisamente. Nada más llamarlo suspendió la reunión en la que estaba, y en cuanto lo vi entrar en la morgue me di cuenta de que estaba acusando el tráfago de los últimos días. Las arrugas de sus ojos parecían labradas con un cincel, y en su pálido mentón mal afeitado se adivinaba ya una sombra negriazulada.
—Lo siento —dijo intentando disimular un bostezo.
—¿Quieres un café? —pregunté.
—Luego —respondió esforzándose por mantener la compostura—. ¿Qué hay de las vértebras cervicales de los restos del bosque? ¿También las has examinado?
—Sí, mientras venías. Faltan dos vértebras, pero las demás están intactas. Incluida la sexta.
No era ninguna sorpresa. Willis Dexter había muerto en un accidente de coche, y no asesinado como Noah Harper o Terry Loomis.
—Entonces recapitulemos: sabemos que el cuello de ambas víctimas se vio sometido a una presión lo bastante fuerte como para fracturarles la lámina, pero sin romper el hioides —dijo Paul levantando las manos y mirándoselas—. ¿Recuerdas si York tenía las manos grandes?
—No lo bastante para hacer esto.
Lo único que podía recordar acerca de las manos de York eran sus dedos manchados de nicotina. Tanto Loomis como Harper eran tipos hechos y derechos; habrían hecho falta unas manos de un tamaño considerable para rodearles el cuello y fracturar la vértebra. Y con casi absoluta certeza, al hacerlo, les habrían roto también el hioides.
—Lo más probable es que empleara alguna especie de lazo, y no las manos —dijo Paul—. Fuera lo que fuera, debía de presionarles el cuello justo en el mismo punto, provocando en ambas ocasiones un daño idéntico en la misma vértebra. A saber cómo lo hizo.
—Tom lo sabía.
Paul me miró con cara de asombro.
—¿Ah, sí?
—¿Recuerdas lo que le dijo a Mary cuando lo ingresaron en el hospital? «Español». En ese momento no sabíamos qué podía significar.
Que a Paul le llevara unos momentos caer en la cuenta de la conexión era un síntoma más de su agotamiento.
—El garrote español. Claro, cómo no se me había ocurrido.
Lo mismo podía decir yo. Enróllese una soga en torno al cuello de un reo, hecho lo cual colóquese un palo debajo y retuérzase. He aquí el mecanismo básico del garrote español. En definitiva no es otra cosa que un torniquete que puede apretarse o soltarse a voluntad, un instrumento bien simple con el que se han segado infinidad de vidas.
Esa había sido la técnica empleada por York.
Pensé en las fotografías que el TBI había encontrado en el garaje del enterrador. La expresión agónica de sus víctimas, sus rostros hinchados, teñidos de sangre a medida que York incrementaba la torsión del lazo, constriñéndoles el cuello hasta que expiraban el último aliento de vida.
Ése era el momento en que las fotografiaba.
Intenté apartar aquellas imágenes de mi mente.
—Es posible que York no fuera consciente de que al hacerlo dejaba pruebas visibles. No podía saber que había fracturado la lámina. Aun cuando hubiera notado la decoloración de los dientes hacia una tono rosado, es probable que no supiera la razón porque es un fenómeno poco conocido.
—Lo que nos devuelve a la sangre de la cabaña —dijo Paul—. Si Loomis fue estrangulado, es imposible que sea toda suya. Así que ¿de quién coño es?
—Puede que se trate de otro de los jueguecitos de York —propuse.
Los análisis de ADN nos darían la respuesta, aunque intuía que no iba a ser necesario esperar tanto.
Paul se encogió de hombros.
—He hablado con Gardner —dijo—. No lo ha admitido abiertamente, pero es evidente que se están tomando en serio tu teoría de la cabina. El caso es que no pueden descartar que York intente cargarse a otro miembro de la investigación ahora que la ha cagado con Tom.
Supuse que esa posibilidad debería de habérseme ocurrido a mí, pero por alguna razón no había sido así. Me había ofuscado demasiado con lo que le había ocurrido a Tom como para llevar la idea hasta su conclusión lógica.
—¿Y qué piensa hacer Gardner?
—Aparte de recomendar que se extremen precauciones, no puede hacer gran cosa —respondió Paul—. No puede envolvernos a todos en algodón, y aunque quisiera, no tiene suficiente personal para hacerlo.
—Entonces me doy por avisado.
Paul sonrió, pero no había humor en su sonrisa.
—La cosa mejora por momentos, ¿eh? Menuda estancia de investigación estás teniendo.
Cierto, pero de todos modos me alegraba de estar ahí. Por nada del mundo me habría perdido la oportunidad de trabajar con Tom, fueran cuales fueran las consecuencias.
—¿Estás preocupado? —le pregunté.
—No exactamente —dijo Paul frotándose la sombra de barba—. York tenía de su parte el factor sorpresa, pero ahora ya no. No digo que no deba andarme con cuidado, pero no pienso pasarme el día mirando por encima del hombro por si al psicópata ese se le ocurre ir a por mí.
—A todo se acostumbra uno —dije.
Paul me miró con sorpresa y a continuación prorrumpió en una carcajada.
—Sí, supongo que sí. —Y adoptando una actitud grave añadió—: Escucha, David, si decides retirarte, nadie te culpará por ello. Esta historia no va contigo.
Sabía que lo decía con la mejor de las intenciones, pero la propuesta me sentó como una bofetada.
—Puede que no. Pero la he hecho mía.
Paul asintió; luego consultó el reloj y puso cara de espanto.
—Disculpa, tengo que irme. Otra maldita reunión de profesorado. En un par de días todo se habrá calmado, pero hasta entonces tengo que estar en dos sitios a la vez.
Cuando la puerta se cerró tras él, el silencio de la sala de autopsias cayó sobre mí como una losa. Bajé la mirada hacia el esqueleto medio restaurado que yacía sobre la mesa de examen y pensé en Tom.
Luego intenté concentrarme y volver al trabajo.
Trabajé hasta más tarde incluso de lo que me había propuesto, en parte porque quería recuperar el tiempo perdido, pero también porque la idea de pasar la tarde solo en el hotel no me seducía en absoluto. En tanto que pudiera mantenerme ocupado, me permitiría posponer el momento de afrontar la muerte de Tom.
Pero no era eso lo único que me angustiaba. La sensación de opresión que había empezado a sentir tras la visita de Paul se negaba a remitir. Se diría que los sentidos se me habían agudizado. El olor a químico del depósito quedaba camuflado bajo una indefinible fetidez biológica que recordaba vagamente a una carnicería. La luz deslumbradora arrancaba gélidos destellos a los blancos azulejos y las superficies metálicas. Sin embargo, lo que mejor podía apreciarse era el silencio. A lo lejos, más perceptible al tacto que al oído, zumbaba un generador; un grifo mal cerrado goteaba cadencioso. Aparte de eso, nada. Por lo común, ni siquiera me doy cuenta del silencio. En ese instante podía palparlo.
Naturalmente, sabía demasiado bien a qué se debía. Hasta que Paul no lo había mencionado, ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que York pudiera ir a por otros miembros de la investigación. Mi única preocupación era Tom, y aun después de lo ocurrido con Irving, había dado por hecho que él era el único que corría peligro. Pero era de ingenuos creer que York se detendría con su muerte.
Alteraría su orden de prioridades y seguiría adelante.
Hasta entonces Paul no se había implicado en la investigación, pero había otras personas capaces de satisfacer el apetito de York por los peces gordos. Mi arrogancia no era tanta para pensar que yo me contaba entre ellos. Con todo, por primera vez en varios días me palpé el estómago en busca de la cicatriz bajo el uniforme de algodón.
Terminé pasadas las diez. Los huesos de Noah Harper no revelaron nuevos misterios, pero tampoco lo esperaba. Con la fractura de la vértebra cervical había suficiente. Me cambié y salí al pasillo principal del depósito. Daba la sensación de que tenía el recinto entero para mí solo. No había ni rastro de Kyle, claro que su turno debía de haber terminado hacía unas horas. Uno de los fluorescentes se había averiado, lo que dejaba el pasillo medio sumido en penumbra. Delante de mí, vi que por debajo de la puerta de uno de los despachos se derramaba un fino rayo de luz. Al pasar por delante, se oyó una voz en el interior:
—¿Quién anda ahí?
Reconocí al instante aquel intemperante bramido. Sabía que lo más sensato era seguir caminando. Nada de lo que pudiera decir serviría; nada podía devolverme a Tom. «Déjalo. No vale la pena».
Abrí la puerta y entré.
Encontré a Hicks sentado frente a su mesa en el acto de cerrar un cajón. Era la primera vez que lo veía desde el día del cementerio. Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes. La lámpara proyectaba un pequeño círculo de luz sobre el escritorio, dejando a oscuras el resto del despacho. El patólogo me dirigió una mirada ceñuda.
—Le había tomado por uno de los asistentes —murmuró. Vi que tenía delante un vaso medio lleno de un líquido oscuro y supuse que lo había interrumpido en el momento de guardar la botella.
Había entrado con la intención de decirle a Hicks lo que pensaba acerca de él, pero al verlo sentado tras aquella mesa mi sed de confrontación se evaporó y me di la vuelta para irme.
—Espere.
El patólogo movía la boca como si intentara pronunciar palabras en una lengua desconocida.
—Lamento lo de Lieberman. —Tenía los ojos fijos en el cartapacio de encima de la mesa, sobre el cual trazaba figuras abstractas con su rechoncho índice. Me fijé en que llevaba un traje de color crema arrugado y sucio, y de pronto caí en la cuenta que cada vez que nos habíamos visto llevaba el mismo—. Era un buen hombre. No siempre estábamos de acuerdo, pero era un buen hombre.
No dije nada. Si lo que pretendía era apaciguar su mala conciencia, no iba a ponérselo fácil. Pero no pareció importarle. Levantó el vaso y se quedó mirándolo con aire taciturno.
—Llevo treinta años en este trabajo, y ¿sabe qué es lo peor? Que cada vez que cae alguien a quien conoces, es como si te dieran un palo por la espalda.
Frunció los labios, como cavilando sobre sus propias palabras. Luego se llevó el vaso a la boca y lo apuró de un trago. Resoplando, se agachó para abrir el cajón y sacó una botella de bourbon casi llena. Por un segundo temí que me ofreciera una copa y propusiera un brindis sensiblero en honor a Tom, pero se limitó a rellenar el vaso y devolver la botella al cajón.
Aguanté ahí a la espera de si decía algo más, pero se quedó mirando al vacío como si se hubiera olvidado de mi presencia o como si deseara que me hubiera marchado. Fuera lo que fuera lo que lo había empujado a hablar, se había esfumado.
Lo dejé con sus meditaciones.
El encuentro había sido perturbador. Mi postura cómodamente maniquea con respecto a Hicks había quedado socavada. Me pregunté cuántas noches habría pasado sentado a solas en su despacho aquel hombre solitario sin vida más allá del trabajo.
Era una idea desoladora.
La pérdida de Tom me pesaba en el pecho al salir de la morgue e ir a buscar el coche. La noche estaba más fresca de lo habitual, lo cual me hizo pensar que a fin de cuentas no hacía tanto que había terminado el invierno. Mis pisadas resonaron entre la oscuridad de los edificios. Los hospitales nunca están desiertos del todo, pero cuando terminan las horas de visita parecen lugares abandonados. Tanto más la morgue, siempre alejada de miradas indiscretas.
El aparcamiento estaba cerca. Había estacionado el coche en una zona bien iluminada en la parte central, y mientras encaminaba mis pasos hacia él no dejaba de repetirse en mi mente la advertencia de Gardner. Algo que a plena luz del día habría parecido un acto de lo más ordinario adquiría tintes muy diversos a esas horas. Los umbrales se transformaban en agujeros sombríos; los parterres de césped, tan elegantes durante el día, en descampados de un negro impenetrable.
Pese a mantener un paso constante y regular, negándome a ceder a las prisas que me dictaba el instinto, sentí un gran alivio al llegar junto al coche. Saqué las llaves y pulsé el botón de apertura cuando todavía me faltaban unos pasos. Al ir a abrir la puerta vi que había algo en el parabrisas.
Bajo una de las escobillas había un guante de cuero con los dedos extendidos sobre el cristal. Alguien debía de haberlo encontrado en el suelo y lo había dejado ahí para que el dueño lo viera, pensé al quitarlo. Una voz interior intentó advertirme de que en esa época del año nadie lleva guantes, pero antes de darme cuenta ya lo había tocado.
Estaba frío y tenía un tacto grasiento. Y sin duda era demasiado delgado para ser cuero.
Aparté la mano de golpe y me di media vuelta. La oscuridad del aparcamiento, silencioso y vacío, parecía burlarse de mí. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, volví a mirar el objeto del parabrisas. Me abstuve de tocarlo de nuevo. No era un guante, eso estaba claro. Y no era de cuero.
Era piel humana.