A la vista de las ventanas encendidas y los vehículos del TBI aglomerados en la entrada, la casa de York tenía todo el aspecto de un decorado de cine surrealista. El domicilio se encontraba en el recinto de Steeple Hill, separado del cementerio mediante una cerca que pasaba por el pinar. Al igual que el edificio de la funeraria, consistía en un bloque de planta baja rectangular hecho en hormigón y vidrio que pretendía, sin mucho éxito, recrear en el profundo sur el estilo modernista californiano de los cincuenta. En tiempos debió de ser un edificio vistoso. Pasados los años, había sido engullido por las copas oscuras de los árboles y resultaba más bien triste y decadente.
Una senda mal pavimentada, con las losetas atestadas de hierbajos, conducía hasta la puerta principal. La cinta policial que sellaba la entrada añadía un extraño toque festivo, aunque la impresión se diluía nada más ver a los técnicos forenses que registraban el lugar, vestidos de blanco como fantasmas. En uno de los lados de la casa, atravesando un parterre de césped sin cuidar, había un tramo de asfalto que llevaba hasta el garaje. La puerta estaba levantada y en su interior se veía el suelo salpicado de manchas de aceite, pero ningún coche.
El vehículo había desaparecido junto con el dueño.
Jacobsen me había puesto al corriente de la situación por el camino.
—No considerábamos que York pudiera ser sospechoso del homicidio, de lo contrario lo habríamos detenido antes. —Hablaba a la defensiva, como si lo ocurrido fuera culpa suya—. Hasta cierto punto responde al clásico perfil del asesino en serie: mediana edad, soltero, solitario; su arrogancia, además, es un rasgo típicamente narcisista. Sin embargo, no tiene antecedentes, ni siquiera constan delitos de juventud. Ningún esqueleto guardado en el armario. Aparte de pruebas circunstanciales, no hay nada que lo relacione con las muertes que estamos investigando.
—Las pruebas circunstanciales me parecen bastante rotundas —comenté.
En el coche estaba demasiado oscuro como para ver si se sonrojaba, pero casi tuve la certeza de que sí.
—Eso presupone admitir que York se ha incriminado deliberadamente al dirigir nuestros pasos hacia la funeraria. No sería la primera vez que ocurre algo así, pero la historia del trabajador temporal parece cierta. Hemos encontrado a otro antiguo empleado que afirma recordar a Dwight Chambers. Todo empezaba a indicar que Chambers era el verdadero sospechoso.
—Entonces ¿por qué detener a York?
—Porque manteniéndolo bajo arresto por delitos contra la salud pública dispondríamos de más tiempo para interrogarlo —dijo Jacobsen, que parecía incómoda—. Aparte de eso, parecía haber ciertas… ventajas en adoptar una actitud proactiva.
«Detener a un cualquiera siempre es mejor que no detener a nadie». La política y las relaciones públicas son iguales en todas partes.
Sólo que York no había esperado a que lo arrestasen. Los agentes del TBI que esa tarde habían ido a detenerlo no habían hallado el menor rastro de él ni en el cementerio ni en su domicilio. El coche tampoco estaba, y, al forzar la puerta de la casa, los agentes habían hallado signos de huida apresurada.
Aparte de restos humanos.
—Los habríamos descubierto antes de no ser por un follón con el papeleo —admitió Jacobsen—. La orden de registro original sólo cubría la funeraria y el recinto, pero no la residencia privada de York.
—¿Los restos son recientes? —pregunté.
—Creemos que no, pero Dan prefiere que los vea usted mismo.
Eso último me sorprendió aún más que la desaparición de York. Paul, por lo visto, no estaba disponible. Sam había pasado mala noche. Habían creído que estaba de parto, y aunque había sido una falsa alarma, no estaba dispuesto a dejarla sola.
De modo que le había sugerido a Gardner que se pusiera en contacto conmigo.
Cuando hablé con Paul parecía hecho polvo y con los nervios destrozados. No es que desconfiase de Jacobsen, pero no quería proceder sin antes consultar con él.
—Le he dicho a Gardner que iré a echar un vistazo mañana a primera hora, pero que si quiere una opinión esta noche debería hablar contigo. Espero que no te importe —dijo.
Le dije que no, sólo que me extrañaba que Gardner hubiera aceptado. Paul dejó escapar una risa amarga.
—No tenía mucha elección.
Era evidente que no le perdonaba a Gardner que hubiera cerrado filas con Hicks en contra de Tom. Paul era demasiado profesional para dejar que sus sentimientos personales interfirieran en la investigación, aunque eso no significaba que no pudiera apretarles un poco las tuercas.
Me pregunté qué pensaría Gardner al respecto.
Jacobsen no se quedó en Steeple Hill. Después de dejarme ahí se fue a supervisar el trabajo de los forenses en la cabina. Me dijeron que fuera a una furgoneta a cambiarme y luego me dirigí hacia la casa.
Gardner estaba delante de la puerta principal hablando con una mujer de pelo canoso vestida con un peto blanco. Llevaba chanclos y guantes. Al verme llegar me miró, pero no interrumpió la conversación.
Me quedé esperando al final de la senda.
Tras darle unas últimas instrucciones a la agente de blanco, Gardner vino por fin hacia mí. Ninguno de los dos dijimos nada. Su malhumor casi podía palparse, pero fuera lo que fuese lo que estaba pensando se lo guardó para sí. Me saludó con un ligero movimiento de cabeza y dijo:
—Es arriba.
La distribución de la casa seguía los cánones del estilo de la época, con los dormitorios en la planta baja y el resto de la vivienda en el primer piso. Las paredes y techos que una vez fueran blancos, ahora tenían un tono amarillento, fruto del humo de tabaco acumulado durante años, y la misma pátina ocre cubría puertas y muebles como si fuera una capa de grasa. Por debajo del penetrante olor a tabaco podía detectarse un tufo mohoso procedente de las alfombras viejas y las sábanas sin lavar.
El desorden provocado durante el registro acentuaba el abandono y el deterioro del lugar. Los técnicos forenses vaciaban cajones y armarios para examinar hasta el último detalle de la vida de York. Mientras subíamos las escaleras, noté que todas las miradas convergían en mí. En el ambiente flotaba la impaciencia típica de los escenarios del crimen donde ha tenido lugar un descubrimiento importante, pero también había un componente de simple curiosidad.
Por lo visto, se había corrido la voz de que habían vuelto a admitirme.
Gardner me condujo por una escalera con las esquinas cubiertas de polvo. El piso superior constaba de un solo espacio compuesto de cocina, comedor y salón. Los accesorios eran casi todos originales: las estanterías y armarios de cristal esmerilado parecían sacados de un prospecto del sueño americano de los años cincuenta.
El mobiliario, sin embargo, era un popurrí de las décadas subsiguientes. Una nevera medio oxidada ronroneaba ostensiblemente en la cocina, y sobre la mesa rayada del comedor colgaba una araña de imitación con bombillas en forma de vela. El centro del salón lo ocupaba un sillón de cuero con demasiado relleno; los cojines rasgados estaban remendados con cinta aislante. Frente al sillón había un descomunal televisor de pantalla plana que debía de ser el único electrodoméstico nuevo de la casa.
Ahí también había forenses. La casa era un puro caos, aunque se hacía difícil decir en qué medida se debía a la investigación y en qué a las costumbres personales de York. Por el suelo había ropa esparcida y cajas de cachivaches y revistas viejas encontradas en los armarios. El fregadero y la barra de la cocina estaban ocultos bajo una montaña de platos sucios, y aquí y allá se veían cajas de comida para llevar que York debía de haber dejado tiradas.
Varios miembros del equipo dejaron lo que estaban haciendo para ver como Gardner me acompañaba hasta el fondo de la sala. Reconocí al corpulento Jerry, a gatas en el suelo rebuscando entre los cajones de un viejo aparador. Levantó la mano en señal de saludo.
—¿Qué tal, jefe? —Por el movimiento de los carrillos en torno a la mascarilla vi que mascaba chicle de forma enérgica—. Bonito lugar, ¿eh? Échele un vistazo a la colección de películas. El paraíso del porno, todo por orden alfabético. Al elemento este le hacía falta salir más a menudo.
Gardner se llegó hasta un hueco junto al fregadero.
—Si es que todavía siguen ahí cuando hayáis terminado. —Hubo risas, pero no me quedó muy claro que estuviera bromeando—. Por aquí.
El hueco daba a una despensa cuya puerta había sido calzada. Los agentes habían extraído el contenido y lo habían dejado en el suelo: cajas de loza desportillada, un cubo de plástico agrietado, una aspiradora de vapor rota. Uno de los agentes se agachó junto a una caja de cartón que contenía material fotográfico antiguo: una cámara réflex de lente única que había visto días mejores, un flash y un fotómetro antiguos y viejas revistas de fotografía con las páginas descoloridas y arrugadas.
Uno o dos metros más allá, apartada del resto de artilugios en una zona despejada del polvoriento linóleo, había una maleta abollada.
La tapa estaba entreabierta, como si su contenido fuera demasiado voluminoso para ella. Gardner se quedó mirándola, pero sin intención de acercarse.
—La hemos encontrado en la despensa. Cuando hemos visto lo que contenía la hemos apartado hasta que alguien pudiera echarle un vistazo.
Parecía demasiado pequeña para meter en ella a un ser humano. Por lo menos a un adulto, aunque sabía muy bien que eso no quería decir nada. Años atrás me habían llamado para examinar el cuerpo de un adulto que había sido embutido en un bolsón aun más pequeño que aquél. Tenía las extremidades dobladas sobre sí mismas, los huesos rotos y retorcidos en una postura imposible hasta para el contorsionista más avezado.
Me agaché junto a ella. El cuero negro estaba rayado y gastado, pero no se veía el moho ni las manchas que habrían sido de esperar en caso de que en su interior se hubiera descompuesto un cuerpo. Eso encajaba con lo que había dicho Jacobsen: los restos no eran recientes.
—¿Puedo echar una ojeada? —pregunté a Gardner.
—Para eso ha venido.
Haciendo caso omiso de su tono cáustico, alargué la mano hacia la tapa, consciente de ser el centro de todas las miradas.
La maleta estaba llena de huesos. Un simple vistazo bastó para confirmar que eran humanos. Había lo que parecía ser una caja torácica al completo y, encima, un cráneo con la característica sonrisa de su mandíbula intacta. Al verlo me pregunté si el comentario de Jacobsen había sido intencionado: «Ningún esqueleto guardado en el armario».
Allí había uno.
Los huesos tenían el mismo color de tabaco que las paredes, si bien en este caso la causa no parecía ser el humo de cigarrillo. Estaban limpios, sin rastro alguno de tejido blando. Me acerqué un poco más y olfateé, pero aparte del cuero húmedo de la maleta no se percibía ningún olor.
Tomé una de las costillas de encima del montón. Estaba combada como un arco en miniatura. En un par de puntos encontré unas láminas traslúcidas medio desprendidas de la superficie, como pequeñas escamas de pez.
—¿Noticias de York? —pregunté mientras las examinaba.
—Seguimos buscándolo.
—¿Creen que ha desaparecido por propia iniciativa?
—Si lo que quiere decir es si es posible que lo hayan secuestrado como a Irving, la respuesta es no. Irving no se llevó el coche ni hizo la maleta antes de desaparecer —dijo Gardner secamente—. Y bien, ¿qué puede decirme sobre esto?
Volví a dejar la costilla donde estaba y levanté el cráneo. Los huesos repicaron casi con musicalidad al moverse de lugar.
—Son de mujer —dije mientras le daba la vuelta al cráneo en mi mano—. La estructura ósea es demasiado delicada para corresponder a un hombre. Y la muerte no es reciente.
—Dígame algo que no sepa.
—Muy bien —asentí—. Para empezar, no la asesinaron.
Fue como si hubiera afirmado que la tierra es plana.
—¿Qué?
—No estamos ante una víctima de asesinato —repetí—. Fíjese en el tono amarillento de los huesos. Es producto del tiempo. Cuatro o cinco décadas, al menos. Quizá más. Como puede ver, le han aplicado algún tipo de estabilizador que ahora empieza a descascarillarse. Estoy casi seguro de que es laca, y hace años que no se usa. Además, mire esto…
Le enseñé una pequeña perforación practicada en la coronilla del cráneo.
—Aquí iba alguna clase de gancho para colgarlo. Lo más probable es que procediera de un laboratorio o que perteneciera a un estudiante de medicina. Hoy en día ya no se utilizan esqueletos reales, sino modelos de plástico, pero de vez en cuando todavía se encuentra alguno.
—Conque un esqueleto médico —dijo Gardner sin apartar los ojos del cráneo—. ¿Y qué coño pinta aquí?
Volví a guardar el cráneo en la maleta.
—York dijo que su padre había fundado Steeple Hill en los años cincuenta. Puede que fuera suyo. Sin duda es de esa época.
—La madre que me parió —dijo hinchando los carrillos—. De todos modos, quisiera que Paul Avery le echara un vistazo.
—Como quiera.
Supongo que Gardner ni siquiera se dio cuenta del desprecio que aquello implicaba hacia mí. Con una última mirada de asco a la maleta, se fue hacia la escalera. Tras cerrar la tapa de la maleta, me fui con él.
—Hasta luego, jefe —dijo Jerry, mascando todavía—. Otro viajecito en balde, ¿eh?
Al pasar junto al aparador me paré a observar unas fotografías de familia enmarcadas, una historia visual de la vida de York. Los retratos de estudio alternaban con las instantáneas de vacaciones, cuyos colores veraniegos habían quedado algo desvaídos. York aparecía en la mayoría: un muchacho sonriente en pantalón corto a bordo de un barco, un adolescente de aspecto apocado. En la mayoría de las imágenes aparecía junto a él una mujer mayor de aspecto afable que debía de ser su madre. En algunas, los acompañaba un individuo alto y bronceado con sonrisa de hombre de negocios a quien tomé por el padre de York. Como no aparecía en muchas, supuse que sería el autor del resto de las fotografías.
En las más recientes, sin embargo, aparecía solamente la madre de York, una réplica cada vez más contraída y encorvada de sí misma de joven. En la última se la veía posando a orillas de un lago con su joven hijo, frágil y gris, pero todavía sonriente.
Después de ésta no había ninguna más.
Alcancé a Gardner ya al final de la escalera. Hasta el momento no se había referido a la llamada telefónica que Tom había recibido la noche anterior, sin que yo supiera muy bien si era porque no lo consideraba relevante o tan sólo porque no le apetecía admitir que mi iniciativa había sido acertada. Por mi parte, yo no estaba dispuesto a marcharme sin sacar el tema.
—¿Le ha comentado Jacobsen lo de la cabina telefónica? —pregunté mientras recorríamos el pasillo.
—Sí, me lo ha comentado. Estamos en ello.
—¿Y qué pasa con Tom? Si la llamada tenía como intención hacerlo salir, podría ser que todavía estuviera en peligro.
—Le agradezco la observación —dijo con sarcástica frialdad—. Tomo nota.
Aquello fue la puntilla. Era tarde y estaba cansado.
—Mire —dije parándome en medio del pasillo—, yo no sé cuál es su problema, pero puesto que me ha hecho venir hasta aquí, ¿le importaría tener al menos un poco de educación?
Gardner dio media vuelta y me lanzó una mirada hosca.
—Lo he mandado venir porque no tenía otra maldita alternativa. Fue Tom quien lo metió en esta investigación, no yo. Y disculpe si mis modales no son de su agrado, pero por si no se había dado cuenta, ¡estoy intentando atrapar a un asesino en serie!
—¡Me parece estupendo, pero no soy yo! —espeté.
Nos quedamos mirándonos. Estábamos junto a la puerta principal y a través de ésta pude ver que los agentes del exterior nos estaban mirando. Pasado un instante, Gardner respiró hondo y bajó la mirada al suelo. Le costó horrores pero mantuvo la compostura.
—Para su información, en cuanto lo he sabido he ordenado reforzar la seguridad de Tom —dijo modulando con cuidado la voz—. Pura precaución. Aunque usted tuviera razón en lo de la llamada, dudo que el autor intente nada mientras Tom esté hospitalizado. Pero no quiero correr riesgos.
No era exactamente una disculpa, pero me pareció suficiente. Lo principal era que Tom estuviese a salvo.
—Gracias —dije.
—No se merecen —respondió, no sé si con sorna—. Y ahora, si eso es todo, doctor Hunter, haré que lo lleven de vuelta a su hotel.
Me disponía a marcharme, pero todavía no había alcanzado los peldaños de la entrada cuando alguien llamó a Gardner desde el interior de la casa.
—¡Señor! Debería echarle un vistazo a esto.
Un agente vestido con un peto sucio de gasóleo y polvo acababa de asomarse por una de las puertas del pasillo. Gardner me miró y yo adiviné lo que estaba pensando.
—No se marche todavía.
Se adentró en el corredor y cruzó la puerta. Tras un breve titubeo, fui con él. No pensaba quedarme ahí de pie como un colegial a la puerta del despacho del director hasta que Gardner decidiera si me necesitaba o no.
La puerta era un acceso interior al garaje. El aire olía a gasóleo y humedad. Una bombilla desnuda derramaba su débil luz por el garaje, reforzada por el intenso brillo de unos reflectores. El lugar estaba tan abarrotado de cosas como el resto de la casa: cajas de cartón dobladas, material de acampada mohoso y utensilios de jardín medio oxidados estaban repartidos por el suelo de hormigón que hasta poco antes había ocupado el coche de York.
Gardner y el agente estaban junto a un viejo archivador de acero. Uno de los cajones estaba abierto.
—… en el fondo, debajo de unas revistas viejas —decía el agente—. Al principio he pensado que serían simples fotografías, pero luego me he fijado mejor.
Gardner estaba examinándolas.
—Dios bendito.
Parecía desconcertado. El agente dijo algo más, pero no le presté atención. Había visto ya qué era lo que habían encontrado.
Se trataba de una cajita delgada de tamaño folio, de las que se utilizan para guardar papel fotográfico. Estaba abierta y el agente había desplegado en abanico la media docena de fotografías que contenía. Eran retratos en blanco y negro, primeros planos de hombres y mujeres a quienes sólo se veía desde el mentón hasta la frente. Habían sido ampliadas casi a tamaño real y gracias a la nitidez del enfoque podía apreciarse hasta el último detalle del más leve rasgo, poro o imperfección; una fracción de segundo preservada con claridad diáfana. Los rostros estaban contraídos y oscuros, y a primera vista su expresión era casi cómica, como si los hubieran retratado en el preciso instante de ir a estornudar. Hasta que uno se fijaba en sus ojos.
Entonces se veía sin asomo de duda que en esas instantáneas no había el menor rastro de comicidad.
En todo momento habíamos sospechado que debía de haber más víctimas que las que ya conocíamos. Aquello lo confirmaba. York no se había contentado con torturarlas hasta la muerte.
También las había fotografiado en el momento de expirar.
Gardner parecía haberse olvidado de mi presencia. Me lanzó una mirada cortante, pero se ahorró los exabruptos para los que yo ya estaba preparándome. Creo que estaba demasiado aturdido.
—Ya puede marcharse, doctor Hunter.
Un agente del TBI me llevó al hotel en cuanto me hube cambiado, pero aquellos rostros contraídos no dejaron de perseguirme durante el silencioso trayecto por las calles en penumbra. Resulta difícil describir hasta qué punto resultaban perturbadores. No era tan sólo lo que mostraban, pues muertos he visto muchos a lo largo de mi vida. Anteriormente había trabajado en casos en que los asesinos se llevaban trofeos de sus víctimas: mechones de cabello o trozos de ropa, macabros memento mori de las vidas que se habían cobrado.
Pero aquello era distinto. York no era un demente homicida arrastrado por el furor de un arrebato intempestivo. Llevaba tiempo burlándose de nosotros, desde el principio había manipulado la investigación. Incluso había planeado su fuga en el momento adecuado. Aparte de eso, aquellas fotografías no eran un trofeo al uso, sino que habían sido tomadas con un grado de meticulosidad y destreza que daba fe de su premeditación y frialdad clínica. De su capacidad de control.
Eso las hacía mucho más escalofriantes.
Aunque no la necesitaba, cuando volví a mi habitación me di otra ducha. El paso por la casa de York me había hecho sentir sucio en un sentido que iba más allá de lo literal. Simbólica o no, el agua caliente me ayudó a desprenderme de esa sensación. Tanto es así que me quedé dormido nada más apagar la luz.
Me desperté justo antes de las seis al oír un pitido insistente. Aún medio adormilado, busqué el despertador antes de caer en la cuenta de que el ruido provenía de mi teléfono.
—¿Diga? —farfullé, sin acabar de despertarme. Los últimos vestigios del sueño desaparecieron nada más oír la voz de Paul.
—Malas noticias, David —dijo—. Tom ha muerto esta noche.
Justo a tiempo. Sabías que los agentes del TBI no tardarían en aparecer por la casa, pero has aguantado todo lo que has podido. Demasiado pronto y el impacto se habría diluido. Demasiado tarde y… En fin, se habría echado todo a perder.
Ha sido una lástima no disponer de más tiempo. Detestas hacer las cosas aprisa y corriendo, aunque esta vez no tenías alternativa. Sabías desde el principio que esto iba a ocurrir. La funeraria había cumplido con su cometido. Lo tenías todo planeado de antemano; lo que debías llevarte y lo que no. La elección requería discernimiento y una férrea disciplina. Pero ha valido la pena.
A veces hay que hacer sacrificios.
Está casi todo listo para dar el paso siguiente. Sólo necesitas paciencia. Ya no falta mucho. Un último esfuerzo para colocar las últimas piezas en su lugar y la espera habrá terminado.
Debes admitir que sientes cierto nerviosismo, pero eso es bueno. No puedes permitirte ser autocomplaciente. Cuando la ocasión se presente, tendrás que estar a punto para aprovecharla. No puedes dejar escapar una oportunidad como ésta. Lo sabes mejor que nadie.
La vida es demasiado corta.