—Entonces cree que el asesino telefoneó al doctor Lieberman anoche.
La voz de Jacobsen no delataba inflexión alguna, de modo que me era imposible saber qué opinión le merecía la idea.
—Sí, creo que es posible —dije.
Estábamos en el restaurante de mi hotel; delante de mí, las sobras de la cena se enfriaban en el plato. Había llamado a Gardner desde el hospital tras buscar su número en la agenda del móvil de Tom. Como preveía que se mostraría escéptico, me había preparado toda una batería de argumentos. Lo que no había previsto era que no contestase y tener que confiarle mis explicaciones al buzón de voz.
En vez de entrar en detalles, me limité a decir que cabía considerar la posibilidad de que el asesino se hubiera puesto en contacto con Tom y dejé recado de que me devolviera la llamada. Supuse que el agente del TBI querría inspeccionar la cabina en persona, o incluso procesarla en busca de huellas dactilares, aunque considerando que había seguido en uso durante veinticuatro horas, sería difícil encontrar gran cosa.
No tenía sentido esperar ahí a que Gardner oyera mi mensaje y se decidiera a llamarme, así que para no sentirme estúpido fui a buscar mi coche y regresé al hotel.
Pasó casi una hora hasta que alguien se puso en contacto conmigo. Cuando sonó el teléfono acababa de pedir la cena. No era Gardner, sino Jacobsen. Me preguntó cuál era el número que había copiado del teléfono de Tom y me pidió que esperase. La línea quedó en silencio; supuse que estaría comunicándole la información a Gardner. Cuando descolgó de nuevo, me dijo que se reuniría conmigo al cabo de media hora.
Todavía no habían transcurrido los treinta minutos cuando la vi entrar en el restaurante. Aparté el plato; de pronto había perdido el apetito. Jacobsen vestía un traje chaqueta negro con una falda entallada que al caminar dejaba oír el roce de la tela. Podía haber pasado por una joven ejecutiva de no ser porque al sentarse vi la pistola que llevaba bajo la chaqueta. No me dio explicaciones de por qué no me había llamado Gardner en persona, pero podía imaginarme el motivo.
No quiso nada de comer ni de beber; en vez de ello, escuchó sin hacer comentarios mientras yo le explicaba con más detenimiento las circunstancias de la llamada recibida por Tom.
Enseguida deseé no haberlo hecho.
—¿Tiene aquí el teléfono del doctor Lieberman?
Lo saqué de la chaqueta y se lo entregué. Me lo había guardado en el bolsillo en el último momento, antes de salir de la habitación. Por si acaso.
—¿Se sabe algo de Irving? —pregunté mientras Jacobsen revisaba el registro de llamadas entrantes de Tom.
—Todavía no. —Era evidente que no iba a decirme más. Se copió el número en su teléfono y a continuación lo guardó sin hacer ningún comentario—. ¿Qué lo ha impulsado a examinar el teléfono del doctor Lieberman?
—Tenía curiosidad por saber quién le había telefoneado. Me preguntaba si podía tener algún tipo de relación con el infarto.
—¿No se le ha ocurrido que podía estar violando su intimidad? —preguntó con gesto inescrutable.
—Por supuesto, pero dadas las circunstancias no creo que a Tom le importe.
—En cualquier caso, no se ha molestado en pedirle permiso a nadie para hacerlo.
—¿A quién iba a pedírselo? ¿Qué debía hacer, llamar a su mujer, que está velándolo en el hospital?
—Pensaba más bien en Dan Gardner.
—Claro, porque él valora mucho mis opiniones…
Su sonrisa pareció pillarla tan de sorpresa como a mí. Toda su cara entera se iluminó, y sus facciones cambiaron su atractivo austero por un encanto digno de portada de revista. Al instante desapareció, y lamenté que no hubiese durado un poco más.
—Sólo son conjeturas —continuó, recuperando su talante profesional, aunque quizá no con tanta firmeza como antes—. Cualquiera podía haber hecho esa llamada.
—¿Desde una cabina justo a las puertas de la morgue? ¿A esas horas de la noche?
No dijo nada.
—¿Han dicho los doctores cuándo podrá volver a hablar el doctor Lieberman?
—No, pero me imagino que todavía tardará un tiempo.
La conversación se interrumpió cuando la camarera vino a retirar mi plato y a ofrecerme la carta de los postres.
—Oiga, voy a pedir un café. ¿Por qué no me acompaña? —pregunté.
Jacobsen vaciló y consultó el reloj. Era la primera vez que detectaba en ella un atisbo de cansancio.
—Quizás un café rápido.
Pidió un café con leche largo de café y con espuma.
—¿Seguro que no le apetece nada más? —pregunté.
—Me basta con el café, gracias —respondió como si se arrepintiera de concederse incluso ese pequeño capricho. El nivel de glucosa de Jacobsen debía de ser comparable sólo con el de su disciplina.
Por acuerdo tácito dejamos la discusión en el aire mientras la camarera nos traía los cafés. Los dedos de Jacobsen repiqueteaban sin cesar sobre el banco en el que estábamos sentados. Llevaba las uñas cortas y sin pintar.
—¿Es usted de Knoxville? —pregunté para romper el silencio.
—De un pueblecito cerca de Memphis. Dudo que lo conozca.
Era evidente que, si dependía de ella, tampoco iba a conocerlo. Hice un segundo intento mientras la camarera nos servías las tazas.
—¿Qué la llevó a estudiar psicología?
Se encogió de hombros. Me pareció un gesto rígido y forzado.
—Era lo que me interesaba. Quería ser psicóloga.
—Pero entró en el TBI. ¿Cómo fue eso?
—Era un trabajo con posibilidades.
Dio un sorbo a su café, zanjando el tema. «Menuda forma de intimar». Pensé que no tenía mucho sentido preguntarle si estaba casada o tenía pareja.
—Retomando la conversación, supongamos que tiene razón en cuanto a la procedencia de la llamada —dijo, bajando la taza—. ¿Qué pretendía con ello? No estará sugiriendo que alguien le provocó el infarto al doctor Lieberman de forma deliberada.
—No, claro que no.
—Entonces ¿por qué lo hizo?
He ahí la cuestión.
—Para que saliera. Creo que Tom iba a ser la siguiente víctima.
Jacobsen sólo se permitió exteriorizar su sorpresa mediante un leve parpadeo.
—Continúe.
—Justo después del infarto, Tom parecía confuso, estaba convencido de que a Mary le había ocurrido algo. En el hospital tuvieron que insistirle en que su mujer se encontraba bien. Atribuyeron esa confusión al infarto, pero supongamos que no es ése el motivo. Supongamos que alguien le telefoneó diciendo que su mujer había sufrido un accidente.
—Para que saliera a buscarla —dijo Jacobsen arrugando el entrecejo.
—Exacto. Cuando uno recibe una llamada de ese tipo pierde el mundo de vista. No se preocupa de tomar precauciones ni de no ir solo a buscar el coche. Lo deja todo y se va. —Yo lo sabía muy bien. Todavía me rondaba el recuerdo de la voz del policía que me llamó para decirme que mi mujer y mi hija habían tenido un accidente—. A esa hora de la noche el hospital está casi desierto, y desde la cabina donde hicieron la llamada se ve perfectamente la entrada de la morgue. La persona que llamó habría visto salir a Tom.
—¿Por qué no esperar a que terminase de trabajar?
—Porque si alguien tenía planeado asaltar o secuestrar a Tom, no podría arriesgarse a que saliera acompañado. Era la forma de elegir el momento y de asegurarse que estaría solo e indefenso.
Jacobsen seguía sin estar convencida.
—Para eso deberían haber obtenido antes el número de móvil del doctor Lieberman.
—Tom no es muy cauto en ese sentido. Cualquiera podría haberlo obtenido de su secretaria de la universidad.
—De acuerdo, pero el doctor Lieberman no ha hecho nada para llamar la atención como el profesor Irving. ¿Por qué ir a por él?
—No tengo ni idea —admití—. Pero usted misma dijo que la persona que está detrás de todo esto tiene una muy elevada opinión de sí misma. Quizá crea que para obtener la atención que se merece no basta con un mecánico y un ladrón de tres al cuarto.
—Es posible —concedió pasado un momento—. Quizá se esté volviendo ambicioso. Pero si lo que buscaba era una víctima ilustre, el profesor Irving debería haber saciado su apetito.
—A menos que Tom hubiera sido su objetivo desde el principio.
Sabía que era un tiro al aire. Jacobsen frunció el ceño.
—No hay pruebas que respalden esa idea.
—Lo sé —concedí—. Pero he estado pensando en todo lo que el asesino ha hecho hasta el momento. Descomposiciones aceleradas, dientes de cerdo en lugar de dientes humanos, víctimas con causas de muerte excluyentes entre sí. Todo hace pensar que su plan era causar dolores de cabeza a los antropólogos forenses. Y ahora vemos que por poco Tom se convierte en su última víctima. ¿No considera plausible que el asesino tuviera esto en mente desde el principio?
Jacobsen seguía mostrándose escéptica.
—El doctor Lieberman no es el único antropólogo forense que colabora con el TBI. Nadie podía saber si iba a participar en esta investigación.
—Puede que el asesino le hubiera echado el ojo a cualquiera que participase en ella, no lo sé. De todos modos no es ningún secreto que Tom suele ser el primero en la lista del TBI, como tampoco lo era que tenía pensado jubilarse a finales de este mismo año. —«Incluso más pronto». Intenté no pensar en los frustrados planes de Tom y Mary y continué—: ¿Y si el asesino vio en ello la última oportunidad de medirse con uno de los mejores expertos forenses del país? Sabemos que lo dispuso todo para que el cuerpo de Terry Loomis fuera encontrado justo cuando expirara el alquiler de la cabaña, y Tom había regresado de un viaje de un mes la semana anterior. Eso significa que el asesino alquiló la cabaña un día o dos después del regreso de Tom. ¿También esto le parece una coincidencia?
Por el gesto hosco de Jacobsen supe que había ido demasiado lejos.
—¿No cree que está sacando las cosas de quicio?
Suspiré. Ni yo mismo estaba ya muy seguro.
—Puede. Pero a fin de cuentas nos las vemos con alguien capaz de introducir agujas hipodérmicas en un cadáver seis meses antes de hacer que lo exhumen. Comparado con eso, comprobar la fecha de regreso a la ciudad de su próxima víctima es un juego de niños.
Jacobsen guardó silencio. Mientras ella sacaba sus propias conclusiones, yo tomé un sorbo de café.
—Una hipótesis algo atrevida tratándose de una simple llamada telefónica —dijo por fin.
—Sí —concedí.
—Aunque supongo que vale la pena tomarla en consideración.
Sentí aliviarse en mí una tensión de la que hasta entonces no había sido consciente. No sabía si obedecía a los ánimos renovados ante el hallazgo de una posible pista o a un sentimiento de gratitud por haber sido tomado en serio.
—Entonces ¿van a buscar huellas en la cabina?
—Los forenses ya están ahí, aunque después de veinticuatro horas dudo mucho que encuentren algo. —Jacobsen torció los labios al ver mi cara de sorpresa—. No creería que íbamos a hacer caso omiso de un descubrimiento como éste, ¿no?
Por suerte no tuve que responder porque su teléfono empezó a vibrar sobre la mesa.
—Discúlpeme —dijo al tiempo que respondía la llamada.
Mientras ella salía para hablar, yo acabé de tomarme el café. No me había sentido tan bien en todo el día. La observé a través de las puertas de cristal; ignoraba de qué debía de estar hablando, pero parecía concentrada en la conversación. La charla duró poco. Menos de un minuto más tarde, volvió adentro. Supuse que se disculparía y se marcharía, pero en lugar de eso volvió a sentarse a la mesa.
No hizo alusión alguna a la llamada, pero me pareció algo más fría. La distensión que creía haber detectado poco antes se había evaporado.
Giró un poco el asa de su taza de café y volvió a depositarla en el platito.
—Doctor Hunter… —empezó a decir.
—Llámeme David.
Eso pareció cogerla de improviso.
—Verá, hay algo que debería saber…
Esperé a que continuara, pero no lo hizo.
—¿Qué?
—No es importante. —Fuera lo que fuese lo que había estado a punto de decirme, lo reconsideró. Dirigió los ojos al vaso de cerveza medio vacío que la camarera no había retirado todavía—. Disculpe la pregunta, pero ¿le conviene beber alcohol? Me refiero a su salud.
—¿Mi salud?
—Su herida —dijo inclinando la cabeza con ademán burlón—. Por si no lo sabía, hemos indagado un poco sobre usted.
Me di cuenta de que tenía la taza en la mano. La deposité con cuidado en el platito.
—No lo había pensado. Y en cuanto al alcohol, me apuñalaron, no estoy embarazado.
Sus ojos grises se clavaron en mí.
—¿Se siente incómodo hablando de esto?
—Hay temas más agradables.
—¿Recibió terapia tras el ataque?
—No, y no pretendo empezar ahora, gracias.
—Lo había olvidado —dijo enarcando una ceja—. Usted desconfía de los psicólogos.
—No es que desconfíe. Lo que pasa es que no creo que hablar de algo sea la mejor forma de superarlo, eso es todo.
—Ustedes y su flema inglesa.
Me limité a mirarla. Empezaba a notar el palpito de la sangre en las sienes.
—Su atacante no ha sido detenida, ¿verdad? —preguntó un instante después.
—No.
—¿Le preocupa que pueda volver a intentarlo?
—Procuro que no me quite el sueño.
—Pero se lo quita, ¿no es así?
Me di cuenta de que tenía los puños apretados debajo de la mesa. Cuando los abrí estaban sudados.
—¿Adónde quiere llegar?
—Mera curiosidad.
Nos quedamos mirándonos. Por alguna razón me sentía tranquilo, como si hubiera dejado atrás un umbral.
—¿Por qué intenta provocarme?
En ese momento su mirada flaqueó.
—Yo sólo…
—¿Le ha dicho Gardner que haga esto?
No sé qué me movió a hacerle aquella pregunta, pero al ver que apartaba la mirada supe que había acertado.
—Por Dios bendito, ¿de qué va esto? ¿Me está pasando revista?
—Por supuesto que no —dijo sin mucha convicción. Ahora era ella la que evitaba mi mirada—. Dan Gardner sólo quería asegurarse de su estado mental, sólo eso.
—¿Mi estado mental? —dije soltando una carcajada incrédula—. Me apuñalan, rompo con mi chica, uno de mis más viejos amigos está en el hospital y todos ustedes parecen tomarme por un incompetente. Mi estado mental está de fábula, gracias.
En las mejillas de Jacobsen asomó un ligero rubor.
—Disculpe si le he ofendido.
—No estoy ofendido, lo que estoy es… —Pero no sabía qué estaba—. Hablando de todo, ¿dónde está Gardner? ¿Por qué no ha venido?
—Está ocupado con otro asunto en estos momentos.
No sabía qué me irritaba más, que creyera necesario poner a prueba mi cordura o el hecho de que no se hubiera dignado a venir él en persona.
—De todos modos qué más da. Esto se ha acabado.
El sonrojo empezaba a remitir en sus mejillas. Se quedó mirando su café pensativa, acariciando distraídamente el borde de la taza con un dedo.
—Ha ocurrido algo en Steeple Hill —dijo.
Esperé. Sus ojos grises se cruzaron con los míos.
—York ha desaparecido.