El recepcionista obeso ya estaba de servicio cuando llegué a la morgue.
—¿Se ha enterado de lo del doctor Lieberman? —me preguntó. Su voz cantarina desentonaba cruelmente con su voluminosa complexión. Cuando le dije que sí pareció llevarse una decepción, chasqueó la lengua y sacudió la cabeza, meneando la papada cual si fuera de gelatina—. Es una verdadera lástima. Espero que se encuentre bien.
Yo me limité a asentir con la cabeza, validar mi tarjeta y entrar.
Como no sabía si podría quedarme o no, ni me molesté en ponerme el pijama quirúrgico.
Encontré a Paul en la sala de autopsias donde hasta entonces había trabajado Tom. Estaba examinando el contenido de una carpeta abierta sobre la mesa de trabajo, pero en cuanto entré levantó la vista.
—¿Cómo está?
—Igual.
Me indicó los documentos de la carpeta. La brillante luz de los fluorescentes acentuaba sus ojeras y hacía mucho más evidente su cansancio.
—Estaba repasando las notas de Tom. Estoy más o menos al corriente de los hechos, pero te agradecería que me ayudaras a ponerme al día.
Paul escuchó con atención mis explicaciones de por qué parecía casi incuestionable que el cuerpo hallado en el cementerio fuera el de Willis Dexter y por qué era probable que los restos exhumados en la tumba de Dexter correspondieran a los de un ladronzuelo de poca monta llamado Noah Harper. Le hablé de los dientes rosados encontrados tanto en los restos de Harper como en los de Terry Loomis, la víctima de la cabaña de montaña, y observé que parecían contradecir la hipótesis de la hemorragia en el cuerpo de este último. Cuando le dije que los hioides de ambos cuerpos estaban intactos y que hasta el momento no habíamos descubierto signos de cuchilladas en los huesos, Paul esbozó una sonrisa fatigada.
—Tiene que ser una cosa o la otra. La causa de la muerte podría ser la estrangulación o el acuchillamiento, pero no ambas. Esperemos encontrar pruebas definitivas en un sentido u otro. —Bajó la mirada a la carpeta un segundo y de pronto pareció recuperar la vitalidad—. Bien, ¿entonces estás dispuesto a continuar?
Llevaba tiempo esperando esa pregunta, pero dadas las circunstancias, el ofrecimiento no me produjo satisfacción alguna.
—Sí, pero no quiero provocar más fricciones. ¿No sería mejor que alguien me sustituyera?
Paul cerró la carpeta.
—No hace falta que seas tan diplomático. Con Tom en el hospital, nuestro personal va a trabajar a marchas forzadas. Haré lo que pueda, pero los próximos días se prevén frenéticos. Con franqueza, creo que necesitaremos ayuda, y sería de necios dejarte al margen cuando has estado implicado de buen principio.
—¿Qué hay de Gardner?
—La decisión no es suya. Esto es la morgue, no el escenario de un crimen. Si quiere nuestra ayuda, tendrá que fiarse de nuestro criterio o buscarse a otros. Y eso es algo que no hará, y menos ahora con Tom fuera de combate e Irving secuestrado.
Al oír el nombre del profesor sentí un ligero sentimiento de culpa. Con el infarto de Tom, casi me había olvidado de él.
—¿Y qué me dices de Hicks?
A Paul se le endureció el gesto.
—Hicks puede irse al infierno.
Era obvio que no estaba de humor para hacer concesiones. Se me ocurrió que tanto el patólogo como Gardner notarían una gran diferencia con respecto a Tom a la hora de trabajar con él.
—Muy bien —dije—. Entonces ¿puedo continuar ensamblando los restos exhumados?
—Olvídate de eso por ahora. Gardner quiere confirmar si los huesos del bosque son o no los de Willis Dexter. Summer ha empezado a desembalarlos, así que por ahora ésa es nuestra prioridad.
Di media vuelta para marcharme, pero justo entonces recordé que quería preguntarle algo.
—Mary me ha dicho que Tom ha intentado comunicarle alguna cosa. Ha dicho algo así como «español». ¿Alguna idea de qué puede ser?
—¿Español? —repitió Paul perplejo—. Ni idea.
Después de eso fui a cambiarme. Paul tenía una reunión urgente con el profesorado, pero prometió volver lo antes posible. Summer estaba ya en la sala de autopsias donde se habían depositado los restos de Steeple Hill, a punto de abrir la última bolsa de pruebas de la caja.
Por alguna razón no me sorprendió ver que Kyle estaba ayudándola.
Enfrascados en su conversación, ninguno de los dos se había percatado de mi presencia.
—Hola —dije.
Summer dejó escapar un grito y, al darse la vuelta, a punto estuvo de dejar caer la bolsa.
—¡Dios santo! —dijo resoplando aliviada al ver que era yo.
—Perdón. No pretendía asustaros.
La muchacha esbozó una sonrisa temblorosa. Debajo del cabello pude ver que tenía los ojos lagrimosos y el maquillaje corrido.
—No pasa nada. Es que no le he oído. Kyle estaba echándome una mano.
El ayudante de la morgue parecía algo cohibido pero, a la vez, satisfecho de sí mismo.
—¿Cómo va eso, Kyle?
—Oh, bastante bien —dijo saludándome con la mano enguantada, la misma que se había pinchado con la aguja—. Se ha curado bien.
Si la aguja estaba infectada, tanto daba que se hubiera curado bien o no. Pero eso él también lo sabía. Si quería afrontarlo con optimismo, no iba a ser yo quien le llevara la contraria.
—Summer me estaba contando lo que le ha pasado al doctor Lieberman —dijo—. ¿Cómo está?
—Estable.
Sonaba mejor que decir que no había cambios.
Summer parecía a punto de echarse a llorar.
—Ojalá hubiera podido hacer algo más por él.
—Hiciste lo que debías —la consoló Kyle con gesto grave—. Estoy seguro de que se recuperará.
Summer le dirigió una sonrisa temblorosa. Kyle le correspondió y, tras recordar que yo también estaba ahí, dijo:
—Bueno, me marcho, Summer, te veo luego.
Summer volvió a sonreír y se le marcaron los hoyuelos.
—Hasta luego, Kyle.
«Caramba, caramba». Después de todo, quizá lo suyo acabaría cuajando.
Cuando Kyle se hubo marchado, Summer y yo terminamos de desembalar los restos. Estaba apática, sin su exuberancia habitual.
—Kyle tiene razón. Fue una suerte que estuvieras aquí anoche —le dije.
Ella sacudió la cabeza, y al hacerlo las luces del techo destellaron en sus pendientes.
—No hice nada. Me siento como si tuviera que haber hecho algo más. Debería haber intentado reanimarlo.
—Hiciste que lo llevaran al hospital a tiempo. Eso es lo importante.
—Supongo que sí. Parecía encontrarse bien. Quizás un poco cansado, pero ya está. Bromeó diciendo que iba a invitarme a una pizza por quedarme hasta tan tarde. —En su rostro se asomó la sombra de una sonrisa—. Cuando dieron las diez me dijo que me fuera a casa. Dijo que quería comprobar algo antes de marcharse.
—¿Dijo qué era? —pregunté dejándome llevar por la curiosidad.
—No, pero supongo que tenía que ver con los restos de la cabaña. Yo fui a cambiarme y ya me iba cuando oí que le sonaba el teléfono. Ese tono tan ñoño que tiene en el móvil.
Tom le habría dicho un par de cosas al oírla calificar de «ñoño» el «Take Five» de Dave Brubeck. Yo me limité a asentir con la cabeza.
—No le hice mucho caso, pero entonces fue cuando oí el ruido en la sala de autopsias. Entré corriendo y me lo encontré en el suelo. —Sollozó y se enjugó rápidamente los ojos—. Llamé a urgencias y lo tomé de la mano y estuve hablando con él hasta que llegaron los paramédicos. Le dije que se iba a poner bien y esas cosas. No sé si podía oírme, pero es lo que se supone que hay que hacer en estos casos, ¿no?
—Hiciste lo que debías —dije para consolarla—. ¿Estaba consciente?
—No del todo, pero tampoco inconsciente. Repetía el nombre de su mujer, como si estuviera preocupado por ella. Pensé que era porque no quería que ella se preocupara al saber lo que le había pasado, así que le dije que la llamaría. Creí que sería mejor que lo supiera por mí que por el hospital.
—Seguro que fue mejor para Mary —dije, aunque sé que esta clase de noticias nunca son bienvenidas, vengan de quien vengan.
Summer sollozó otra vez y se frotó la nariz. Un mechón de pelo se le descolgó de la diadema, lo que la hacía parecer más joven de lo que era.
—Guardé sus gafas y el teléfono en el armario que hay encima de la mesa de trabajo de la sala de autopsias donde trabaja usted. Espero que no le importe; estaban en el suelo y no sabía dónde guardarlos.
Estuve a punto de decir que me aseguraría de que Mary los recibiese, pero entonces caí en un detalle.
—¿Quieres decir que estaban en el suelo de mi sala de autopsias?
—Sí. ¿No se lo había dicho? Ahí es donde se desmayó el doctor Lieberman.
—¿Y qué hacía ahí?
Había dado por hecho que Tom se encontraba en su sala en el momento del infarto.
—No lo sé. ¿Es importante? —preguntó preocupada.
Dije que no para tranquilizarla, aunque me parecía extraño: Tom estaba ensamblando el esqueleto de Terry Loomis. ¿Para qué habría ido a la otra sala, donde estaban los restos exhumados?
Seguía dándole vueltas a la cuestión mientras preparábamos el cráneo y los demás huesos encontrados en el cementerio para radiografiarlos. Pasaría una hora antes de poder tener los resultados, así que dejé que Summer empezara a limpiar los huesos y me dirigí al lugar donde Tom se había desmayado.
La sala estaba tal y como yo la había dejado. La única diferencia era que el cráneo y los huesos de mayor tamaño se encontraban sobre la mesa de examen; el resto aguardaba su turno en cajas de plástico. Permanecí ahí un rato, intentando averiguar si había algo fuera de su sitio. Si ése era el caso, no me di cuenta.
Me acerqué al armario donde Summer había guardado las gafas y el teléfono de Tom. Sin su dueño, las gafas tenían un aspecto triste y a la vez familiar. O quizás era tan sólo que proyectaba en ellas mis propias emociones.
Las deslicé en mi bolsillo superior y a punto estaba de hacer lo propio con el teléfono cuando tuve una idea. Sopesé el aparato con la mano mientras intentaba decidir si lo que me proponía hacer suponía una violación de la intimidad demasiado flagrante.
«Depende de lo que encuentres».
El aparato llevaba ahí un día entero, pero la batería todavía estaba al máximo. No me costó mucho descubrir dónde se almacenaban las llamadas recibidas. La más reciente había llegado a las 22.03 de la noche pasada, tal y como Summer había dicho.
La hora a la que Tom había tenido el infarto.
Me dije que tal vez fuera una coincidencia, que no tenía por qué haber una conexión entre ambos sucesos. Pero sólo había una forma de averiguarlo.
El número correspondía a un teléfono fijo con prefijo de Knoxville. Lo marqué en mi móvil. Tenía demasiadas dudas acerca de lo que estaba haciendo como para llamar desde el de Tom.
Aun así, vacilé. «Inténtalo. Llegados a este punto, qué más da».
Llamé.
Hubo un silencio. Al instante, oí el tono de ocupado. Contrariado, decidí colgar. Dejé pasar un minuto antes de hacer un segundo intento. Esta vez dio tono de llamada. Mientras esperaba que alguien respondiera se me aceleró el pulso.
Nadie contestó. El teléfono siguió llamando, repitiéndose con monótona regularidad. Terminé aceptando que nadie iba a descolgar y corté la llamada.
Había mil motivos por los que un número pudiera estar ocupado en un momento dado y que al siguiente nadie contestase. La persona al otro lado de la línea podría haber salido o no querer responder a una llamada desconocida. Era inútil darle vueltas.
Con todo, al salir de la sala de autopsias supe que no descansaría hasta dar con el porqué.
El resto del día estuve tan ocupado que ni me acordé de volver a marcar el número. Todavía había que limpiar los restos de Steeple Hill, aunque esa parte era relativamente sencilla: los carroñeros y los insectos les habían arrancado ya todo el tejido blando, por lo que se trataba sobre todo de desengrasarlos en una solución de detergente.
Acabábamos de introducirlos en las cubas cuando los historiales médicos de Noah Harper y Willis Dexter llegaron a la morgue. Como sabía que Gardner querría verificar sus identidades lo antes posible, dejé que Summer terminara de limpiar y secar los huesos y me puse a trabajar en ello.
La identidad de Dexter fue la más fácil de confirmar. Las radiografías tomadas esa misma mañana del cráneo hallado en el bosque presentaban unas fracturas idénticas a las de las radiografías realizadas durante el examen post mórtem del mecánico. Lo sospechábamos, pero ahora ya era oficial: Willis Dexter no podía ser el asesino porque había fallecido en un accidente de tráfico seis meses antes.
Quedaba en el aire la cuestión de a quién pertenecía el cuerpo hallado en su tumba.
Pocas cosas hacían dudar que fuera Noah Harper, pero para estar seguros necesitábamos algo más que coincidencias superficiales como la edad o la raza. Por desgracia, no había informe post mórtem ni historial dental para usar como referencia. Si bien la erosión de las articulaciones de la cadera y el tobillo que yo había detectado en el cadáver del féretro podían explicar la característica cojera de Harper, en su historial médico no había ninguna radiografía para confirmarlo. Obviamente, dentista y seguro médico eran lujos que un ladrón de medio pelo no podía permitirse.
Si al final logramos identificar a Harper fue gracias a las fracturas de infancia en el húmero y el fémur. De ésas sí había radiografías, y aunque el esqueleto estuviera envejecido y gastado, las líneas de falla producidas por el cierre de los huesos permanecían inalterables.
Para cuando hube confirmado las identidades de ambos conjuntos de restos, empezaba a ser tarde. Summer se había marchado un par de horas antes y Paul había llamado diciendo que la reunión se había alargado, por lo que al final no le daría tiempo a volver a pasar por la morgue. Sus prioridades estaban muy claras: volver a casa con su mujer encinta en vez de trabajar a deshoras. «Un hombre sabio».
Me hubiera gustado seguir trabajando, pero el día había sido agotador, tanto emocional como físicamente. Aparte, no había comido nada desde el desayuno. Por más que quisiera recuperar el tiempo perdido, el modo de conseguirlo no era muriendo de inanición.
Después de cambiarme llamé a Mary para saber cómo se encontraba Tom, pero tenía el teléfono apagado, así que supuse que todavía debía de estar con él. Llamé directamente a cuidados intensivos, donde una amable enfermera me informó de que seguía estable, es decir que no había habido cambios. Cuando estaba a punto de guardar el teléfono, me acordé del número que había copiado del móvil de Tom.
En todo ese rato no había vuelto a pensar en él. Tras desearle buenas noches al anciano negro que estaba de turno en la recepción, me dirigí hacia la salida de la morgue y volví a llamar.
El número estaba ocupado.
Por lo menos, aquello quería decir que había alguien en casa. Empujé las pesadas puertas de cristal y salí del edificio. La noche empezaba a caer sobre el recinto del hospital, esparciendo un brillo dorado sobre el cielo vespertino. Volví a intentarlo. Esta vez se oyó el tono de llamada. Reduje el paso, esperando que alguien contestase. «Vamos, descuelga».
Nadie descolgó. Frustrado, terminé la llamada. Al apartarme el móvil del oído, percibí una suerte de eco distante.
Un teléfono estaba sonando.
Dejó de sonar antes de que pudiera saber de dónde provenía. Esperé, pero no se oía más que el trino de los pájaros y el lejano rumor del tráfico. Convencido de estar dándole más importancia de la cuenta a algo que con toda probabilidad no era más que una coincidencia, marqué el número de nuevo.
Un timbre solitario quebró el silencio del atardecer.
A unos treinta metros, medio oculta tras unas matas sin podar, había una cabina de teléfono. No había nadie usándola. Como no acababa de creerme que aquello no fuera pura casualidad, corté la llamada. El timbre cesó.
Volví a marcar mientras me dirigía hacia la cabina. El teléfono comenzó a sonar de nuevo. El timbre aumentó de volumen, medio tiempo por detrás del que sonaba en el auricular de mi móvil. Esta vez esperé a encontrarme a pocos pasos antes de colgar.
Se hizo el silencio.
Se trataba de una cabina abierta, expuesta a los elementos. Las matas habían crecido alrededor de tal modo que la cabina casi se confundía con el ramaje. Entonces comprendí por qué cada vez que llamaba me daba ocupado o no respondía nadie. Los hospitales son de los pocos lugares donde todavía hay teléfonos públicos; desde ellos los visitantes llaman a sus familiares o solicitan un taxi. Sin embargo, nadie se molestaría en descolgar si oyera sonar uno.
Entré en la cabina sin tocar el teléfono. Era indudable que alguien había telefoneado a Tom desde ahí la noche anterior, pero no acertaba a comprender por qué. No hasta que eché un vistazo al camino por el que había llegado. Entre las enmarañadas ramas de los matorrales se veía perfectamente la entrada de la morgue.
Y a todo el que saliera.