El dentista estaba tendido exactamente en la misma posición que la última vez. Seguía tumbado boca arriba, con esa inmovilidad de la que sólo son capaces los muertos. En otros aspectos, sin embargo, sí había cambiado. La carne se había secado al sol, la piel y el pelo se desprendían del cuerpo como un abrigo indeseado. Unos cuantos días más y todo el tejido blando quedaría reducido a los pertinaces tendones; poco después no restarían más que los imperecederos huesos.
Me había despertado con un molesto dolor de cabeza y lamentando la última copa de vino de la noche anterior. El hecho de recordar lo que había ocurrido antes no me hacía sentir mejor. Mientras me duchaba me pregunté qué debía hacer hasta tener noticias de Tom. La respuesta estaba clara.
No me apetecía seguir haciendo turismo.
El aparcamiento estaba casi vacío cuando llegué al centro. Todavía estaba oscuro, y al ponerme el peto el frío matutino me provocó un escalofrío. Saqué el teléfono y pensé si era mejor apagarlo o dejarlo encendido. En general lo apagaba antes de cruzar la verja —se me antojaba algo así como una falta de respeto perturbar el silencio del interior con llamadas telefónicas—, pero si Tom llamaba, quería enterarme. Estuve a punto de ponerlo en vibración, pero entonces me habría pasado la mañana esperando su zumbido revelador. Además, siendo realistas, lo más lógico era que Tom no llamase hasta haber hablado con Gardner.
Resolví, pues, apagarlo y guardarlo.
Me eché la bolsa al hombro y me dirigí a la entrada. Pese a lo temprano de la hora, no era el primero. Dentro había ya una mujer vestida con el uniforme quirúrgico y un grupo, de estudiantes a juzgar por el aspecto, que iba charlando hacia la arboleda. Me saludaron amistosamente y siguieron su camino.
Cuando desaparecieron, el bosque quedó en silencio. Aparte del trino de los pájaros, era como si fuera el único ser vivo del lugar. El sol todavía no había atravesado los árboles, y hacía fresco. La parte baja del peto se manchó de rocío al subir la cuesta arbolada que conducía hasta el cuerpo del dentista. La jaula de malla protectora me permitía observar, entre otras cosas, cómo se descomponía el cuerpo sin la intervención de insectos ni carroñeros. Como investigación no era muy original, pero era un fenómeno que nunca antes había observado. Por lo demás, la observación directa siempre es preferible a fiarse del trabajo ajeno.
Como habían pasado unos cuantos días, se imponía comprobar los cambios ocurridos. Entré en la jaula por la puertecilla, saqué la cinta métrica, el calibrador, la cámara y el bloc de notas de la bolsa y me puse manos a la obra. Me costó lo mío; el dolor de cabeza me producía unos pinchazos molestos en los ojos y cada dos por tres me distraía pensando en el teléfono. En un momento dado me di cuenta de que había tomado dos veces la misma medida. «Vamos, Hunter, concéntrate. Has venido para esto», pensé sacudiendo la cabeza irritado.
Intenté no pensar en otras cosas y me puse a trabajar en serio. Durante un rato me olvidé del dolor de cabeza y del teléfono y me sumí en el microcosmos de la putrefacción. Observada con frialdad, nuestra disolución física no es distinta a otros ciclos naturales. Y, al igual que cualquier otro proceso, para su plena comprensión se necesita estudio.
Poco a poco volvieron a surgir las molestias. Notaba cierta rigidez en el cuello, y cuando hice una pausa para flexionarlo me di cuenta de que tenía calor y estaba entumecido. El sol ya estaba lo bastante alto como para pasar entre los árboles, y sentí que empezaba a sudar bajo el peto. Consulté el reloj y comprobé, para mi sorpresa, que era casi mediodía.
Salí de la jaula y cerré la puerta detrás de mí. Al desperezarme, noté un crujido en el hombro que me hizo cerrar los ojos. Me quité los guantes y, justo cuando me disponía a sacar una botella de agua de la bolsa, me fijé en mis manos. Tenía la piel pálida y arrugada de tanto rato con los guantes de goma puestos. No era inusual, pero por alguna razón aquella imagen hizo aflorar algo en mi subconsciente.
Fue una sensación de reconocimiento idéntica a la que había tenido el día anterior en Steeple Hill, e igual de escurridiza. Decidí no concederle mayor importancia y bebí un trago de agua. Al guardar la botella me pregunté si Tom habría hablado ya con Gardner. Por un instante me rondó la tentación de conectar el teléfono para ver si tenía algún mensaje, pero logré resistir. «No te distraigas. Termina antes lo que estás haciendo».
Era más fácil decirlo que hacerlo. Sabía que era muy probable que Tom me hubiera llamado, y eso me impedía concentrarme. Negándome a desistir, realicé las últimas mediciones con una escrupulosidad casi perversa y no me marché sin antes verificarlas y anotarlas en mi cuaderno de campo. Cerré la jaula de malla detrás de mí y me encaminé hacia la salida. Cuando llegué junto al coche, me quité el peto y los guantes y lo guardé todo en el maletero antes de encender el teléfono.
Sonó al instante, advirtiéndome de que tenía un mensaje. Se me hizo un nudo en el estómago de pura impaciencia. Lo había recibido poco después de llegar al centro. Al pensar que me había perdido la llamada de Tom por apenas unos minutos sentí un golpe de rabia.
Sin embargo, el mensaje no era suyo. Era de Paul, que había llamado para decirme que Tom había sufrido un infarto.
No somos conscientes de lo mucho que confiamos en el contexto. Definimos a las personas en función de cómo las vemos habitualmente, pero cuando las sacamos de ese entorno para colocarlas en un ámbito y situación distintos, la mente se extravía. Lo que antes era familiar se vuelve extraño y perturbador. Me costó reconocer a Tom.
Le habían introducido un tubo de oxígeno en la nariz y tenía una botella de suero conectada al brazo mediante un catéter sujeto con tiras de esparadrapo. De su cuerpo partían varios cables conectados a un monitor donde unas silenciosas líneas ondulantes indicaban su ritmo cardíaco. La bata del hospital dejaba al descubierto sus brazos pálidos y esqueléticos, de músculos gastados como los de los ancianos.
De anciano era también la cabeza de piel grisácea y facciones hundidas que reposaba sobre la almohada.
El infarto lo había sorprendido en la morgue la noche anterior. Se había quedado trabajando hasta tarde, intentando recuperar el tiempo perdido en Steeple Hill por la mañana. Summer había ido a ayudarlo, pero a las diez Tom le había dicho que se marchara a casa. La muchacha había ido a cambiarse cuando de repente oyó un ruido en una de las salas de autopsias. Entró corriendo y se encontró a Tom semiinconsciente en el suelo.
—Fue una suerte que Summer todavía estuviera ahí —me dijo Paul—. Podría haberse quedado horas tirado en el suelo.
Él y Sam salían de urgencias cuando llegué, pestañeando bajo la brillante luz del sol. Sam caminaba tranquila y seria, con ese andar solemne y pesado de las embarazadas. Paul, por el contrario, presentaba un aspecto ojeroso y abatido. Se había enterado de lo ocurrido tras una llamada de Mary desde el hospital esa misma mañana. A Tom le habían practicado un bypass de urgencia por la noche y seguía inconsciente en cuidados intensivos. La operación había ido todo lo bien que podía ir dadas las circunstancias, pero siempre quedaba el peligro de que el ataque pudiera repetirse. Los próximos días iban a ser decisivos.
—¿Se sabe algo más? —pregunté.
—Ha sido un infarto fulminante —dijo con un encogimiento de hombros—. Si no hubiera estado tan cerca de urgencias, quizá no se habría salvado.
—Pero se ha salvado —dijo Sam apretándole el brazo—. Están haciendo todo lo que pueden. Por lo menos el TAC ha sido satisfactorio, así que dentro de lo que cabe está bien.
—¿Le han hecho un TAC? —pregunté sorprendido, ya que los escáneres no forman parte del protocolo de diagnóstico en casos de infarto.
—En un principio los médicos pensaban que podía tratarse de una embolia —explicó Paul—. Cuando ingresó no sabía lo que le había pasado. Por lo visto creía que a quien le había ocurrido algo era a Mary y no a él. Estaba muy nervioso.
—Vamos, cariño, apenas estaba consciente —insistió Sam—. Además, ya sabes cómo es Tom. Seguramente estaba preocupado por cómo lo encajaría Mary.
Paul asintió, pero noté que seguía preocupado. Yo también lo estaba. La confusión podía deberse a una falta de oxígeno en el cerebro o a un coágulo provocado por un fallo cardíaco. El TAC no había detectado indicios de embolia, pero aun así había motivos para preocuparse.
—Ojalá hubiese estado aquí ayer —dijo Paul con el rostro visiblemente lleno de arrugas.
—No habrías podido evitarlo —dijo Sam frotándole el brazo—. No se puede hacer nada. Son cosas que pasan.
«Pero esto no debería haber pasado». No dejaba de hacerme reproches desde que me había enterado de la noticia. Si me hubiera mordido la lengua en vez de provocar a Hicks, quizás el patólogo no se habría obstinado en excluirme de la investigación. Podría haber asumido parte del trabajo de Tom, quizás incluso podría haber detectado los indicios que presagiaban la inminencia del infarto y haber hecho algo.
Pero no había sido así, y ahora Tom estaba en cuidados intensivos.
—¿Cómo está Mary? —pregunté.
—Intentando asimilarlo —dijo Sam—. Ha pasado aquí la noche. Me he ofrecido para quedarme a hacerle compañía, pero creo que prefiere estar a solas con él. Puede que más tarde llegue su hijo.
—¿Puede?
—Si se permite dejar lo que está haciendo en Nueva York —dijo Paul con amargura.
—Paul… —cortó Sam a modo de advertencia, y esbozando una sonrisa en dirección a mí añadió—: Si quieres entrar a saludar, estoy segura de que Mary te lo agradecerá.
Sabía que Tom no estaba en condiciones de recibir visitas, pero quise verlo de todos modos. Al ir a entrar, sin embargo, Paul me detuvo y me dijo:
—¿Podrás pasarte después por la morgue? Tenemos que hablar.
Le dije que sí. Al instante caí en que en ese momento él era el director en funciones del Centro de Investigación Antropológica. La promoción había llegado como un balde de agua fría.
El olor a antiséptico me asaltó nada más entrar en la zona de urgencias. El corazón se me aceleró al recordar mi convalecencia en el hospital, pero intenté no pensar en eso. Mis pasos chirriaban sobre el suelo de resina de los corredores que conducían a la unidad de cuidados intensivos donde Tom estaba ingresado. Estaba en una habitación individual. En la puerta había un ventanuco a través del cual pude ver a Mary sentada junto a la cama. Golpeé suavemente en el cristal. Al principio pareció no oírme, pero luego levantó la vista y me vio.
Parecía haber envejecido varios años desde la cena de la otra noche, pero al levantarse de la cabecera de la cama vi que su sonrisa conservaba la calidez de siempre.
—David, no hacía falta que vinieras.
—Acabo de enterarme. ¿Cómo está?
Ambos hablábamos con susurros, aunque era difícil que pudiéramos molestar a Tom. Mary hizo un gesto vago en dirección a la cama.
—El bypass ha salido bien. Pero está muy débil. Y existe el peligro de un segundo ataque… —Se interrumpió. Tenía los ojos húmedos y relucientes. Armándose de valor, continuó—: Pero ya sabes de qué pasta está hecho Tom. Es fuerte como un roble.
Sonreí con una tranquilidad que en realidad no sentía.
—¿Ha recobrado la conciencia en algún momento?
—No del todo. Se ha despertado hace un par de horas, pero no ha aguantado mucho. Todavía parecía confundido sobre quién está en el hospital. He tenido que decirle que yo estaba bien —dijo con una sonrisa trémula que traslucía su nerviosismo—. Ha dicho algo sobre ti.
—¿Sobre mí?
—Ha pronunciado tu nombre, y eres el único David que conozco. Creo que quería que te dijese algo, pero sólo he entendido una palabra. Algo así como: «español» —dijo esperanzada—. ¿Te dice algo?
«¿Español?» Parecía una prueba más de la confusión de Tom. Intenté que la consternación no se me notara en la cara.
—No se me ocurre qué puede ser.
—Quizá no lo he entendido bien —dijo Mary con tristeza. Luego miró hacia la cama, evidentemente con la esperanza de ver si su marido volvía en sí.
—Será mejor que me vaya —dije—. Si hay algo que pueda hacer…
—Cuento contigo. Gracias. —Hizo una pausa y arrugó el ceño—. Casi se me olvida. ¿Llamaste a Tom anoche?
—¿Anoche? No. Hablé con él por la tarde, pero serían las cuatro. ¿Por qué?
—Oh, nada, supongo —dijo con un gesto vago—. Summer dice que oyó sonar su móvil antes de padecer el infarto. Me preguntaba si habías sido tú, pero da igual. No sería nada importante. —Me dio un abrazo rápido—. Le diré que has venido. Se pondrá contento.
Volví sobre mis pasos y regresé afuera. Después del opresivo silencio de la UCI, un poco de sol sabía a gloria. Levanté la cara hacia la luz y tomé una bocanada de aire fresco para liberar mis pulmones del olor a enfermedad y antiséptico. Me avergonzaba admitirlo incluso ante mí mismo, pero no podía negar que era un gran alivio volver al aire libre.
De camino al coche, pensé en las palabras de Mary. ¿Qué era lo que Tom había dicho? «Español». Cavilé intentando hallarle algún sentido para descartarlo como un síntoma más de su desorientación, pero por más que lo intenté no se me ocurrió qué podía significar ni por qué habría querido que Mary me lo comunicase.
Hasta que arranqué el coche no dejé de darle vueltas al asunto y recordé la otra cosa que Mary me había dicho.
Me preguntaba quién podía haber telefoneado a Tom a esas horas de la noche.
La sartén se ha quedado sin agua. Ves las volutas de humo que salen de ella y oyes el silbido que indica que la comida empieza a quemarse. Hasta que el humo se acumula sobre los fogones no te levantas de la mesa. El chile está negro y silba del calor. Debe de oler a rayos, pero tú no hueles nada.
Ojalá fueras igual de inmune a otras cosas.
Levantas la sartén pero la dejas caer de nuevo al quemarte la mano con el mango. «¡La hostia puta!» Con la ayuda de un trapo viejo la apartas del fogón y la acercas al fregadero. El vapor deja escapar un pitido al contacto con el agua fría. Contemplas el estropicio, aunque en verdad te da absolutamente lo mismo.
Ya nada importa.
Todavía llevas puesto el uniforme, pero ahora está arrugado y manchado de sudor. Otra pérdida de tiempo. Otro fracaso. Y eso que has estado muy cerca. Por eso te cuesta tanto digerirlo. Hiciste la llamada vigilando oculto entre las sombras, mientras el corazón te latía desbocado. Te preocupaba que los nervios pudieran delatarte, pero por supuesto no fue así. El secreto está en caer sobre ellos de improviso, en hacerles perder el equilibrio y que no puedan pensar con claridad. Todo salió según lo planeado. Fue tan sencillo que resultó casi patético.
Pasaron los minutos pero seguía sin aparecer. Entonces llegó la ambulancia. Viste impotente cómo los paramédicos entraban en el edificio y salían con aquella figura inmóvil amarrada a la camilla. Luego la introdujeron en el vehículo y partieron.
Fuera de tu alcance.
No es justo. Precisamente cuando te hallas al borde de la conquista, en la apoteosis de tu superioridad, te arrebatan el triunfo. Tantos planes, tantos esfuerzos, y ¿para qué?
Para que Lieberman te la juegue.
«¡Joder!»
Arrojas la sartén, que se estrella contra la pared dejando un rastro de agua y tiras matamoscas que oscilan de un lado para otro. Te quedas de pie con los puños apretados, jadeante y deseoso de dar rienda suelta a tu furia, porque cuando se te pase sólo quedará el miedo. Miedo al fracaso, miedo al paso siguiente. Miedo al futuro. Porque, admitámoslo, ¿qué frutos han dado el sacrificio de todos estos años? Fotografías sin valor. Imágenes que únicamente prueban lo cerca que has estado, testimonios de uno y mil fiascos.
Lágrimas de impotencia te queman los ojos. Se suponía que esta noche debía compensar de algún modo la desesperación acumulada tras tantas decepciones vividas junto a la cubeta de revelado. Hacerte con Lieberman habría sido un descargo en ese sentido. Habrías demostrado que eres mejor que esos falsos profetas que se las dan de sabelotodos. Te merecías eso al menos, pero también te lo han arrebatado. ¿Qué te queda? Nada.
Sólo el miedo.
Te asalta una imagen de la infancia y cierras los ojos. Todavía hoy puedes sentir el horror. El frío de aquella gran sala donde todo resuena calándote los huesos mientras caminas hacia la puerta. Y entonces el hedor. Tu sentido del olfato desapareció hace años, pero aún lo recuerdas, como el hormigueo fantasmal de una extremidad amputada. Te detienes; la imagen te sobrecoge. Hileras de cuerpos pálidos e inertes, desprovistos de sangre y de vida. Sientes en el cuello la presión de la mano del viejo, indiferente a tus lágrimas.
«¿No querías ver un muerto? ¡Toma, mira! No tiene nada de especial, ¿a que no? A todos nos llegará la hora, queramos o no. A ti también. Fíjate bien, porque así terminaremos todos. Al final no somos más que carne muerta».
El recuerdo de aquella visita te provocó pesadillas durante años. Te mirabas la mano, veías los huesos y tendones recubiertos por una fina capa de piel y empezabas a notar un sudor pegajoso. Te fijabas en la gente que te rodeaba y volvías a ver los cuerpos pálidos dispuestos en hilera. A veces te veías reflejado en el espejo del baño y te imaginabas que eras uno de ellos.
Carne muerta.
Creciste con el trauma de aquella certeza. Luego, a los diecisiete años, viste cómo la vida —la luz— se extinguía en los ojos de aquella mujer agonizante.
Fue entonces cuando advertiste que, después de todo, eras algo más que carne muerta.
Fue una revelación, pero con los años cada vez se te hizo más difícil sostener aquella creencia. Te empleaste a fondo por refrendarla con pruebas, pero cada fracaso no hacía más que socavarla. Después de tanto trabajo y de tantos preparativos, después de todos aquellos riesgos, te resulta demasiado difícil encajar el fiasco de esta noche.
Te limpias los ojos y te acercas a la mesa de la cocina, donde descansa la Leica a medio desarmar. Habías empezado a limpiarla, pero incluso ese placer ha quedado reducido a cenizas. Coges el objetivo con apatía y le das vueltas en la mano.
La idea surge de la forma más inesperada.
Según va cobrando forma, te invade una gran excitación. ¿Cómo es posible que hayas pasado por alto algo tan obvio? ¡Ha estado ahí todo el tiempo, plantado ante tus narices! No deberías haber olvidado que te guía un fin más alto. Te has olvidado de lo crucial, te has dejado distraer. Lo de Lieberman estaba destinado al fracaso, pero era necesario intentarlo.
Y es que de no ser por eso, tal vez no habrías caído en que se te está brindando una ocasión única.
Vuelves a sentir el poder y la fuerza. Piensas en lo que debes hacer. Eso es, lo notas. Todo aquello por lo que has trabajado, todos los desencantos sufridos, todo obedecía a una razón. El destino arrojó a una mujer agonizante a tus pies, y ahora ha vuelto a intervenir.
Silbando una melodía desafinada, empiezas a quitarte el uniforme. Lo has llevado puesto toda la noche. No hay tiempo de llevarlo a la lavandería, pero puedes frotarlo y plancharlo.
Para lo que te propones, necesitas lucirlo en las mejores condiciones.