En el coche reinaba un silencio no del todo cordial, pero tampoco incómodo. No me apetecía hablar, y a Jacobsen no parecía importarle. Mi malhumor se había aplacado un poco, pero los últimos rescoldos aún no se habían apagado.
Me puse bien la camisa. Todavía sentía el calor y la incomodidad del pinar. El sol había convertido el habitáculo del coche en un horno, pero por fin el aire acondicionado estaba empezando a ganar la batalla. Me quedé mirando por la ventanilla con cara de pocos amigos mientras dejábamos atrás una sucesión de almacenes y locales de comida rápida: cristal, ladrillo y hormigón sobre el telón de fondo de las montañas. Me sentía más fuera de lugar que nunca. Ese no era mi sitio. «Y está claro que no eres bienvenido».
Después de todo, tal vez sería mejor adelantar el viaje de vuelta.
—Aunque no le guste, el doctor Hicks lleva parte de razón —dijo Jacobsen apartándome de mis cavilaciones—. El doctor Lieberman es asesor autorizado del TBI, y usted no.
—Sé cómo se trabaja en el escenario de un crimen —dije dolido.
—No lo dudo, pero no es su capacitación lo que aquí se discute. Si el caso va a los tribunales, no podemos arriesgarnos a que el abogado de la defensa alegue que no hemos seguido el procedimiento —dijo mirándome con franqueza con sus ojos grises—. Debería saberlo.
Sentí que mi soberbia se derrumbaba. Tenía razón. Estaba en juego algo más que mi orgullo.
—El doctor Lieberman está enfermo, ¿verdad?
La pregunta me pilló desprevenido.
—¿Por qué lo dice?
—Mi padre sufría del corazón —dijo sin apartar los ojos de la carretera—. Me recuerda a él.
—¿Qué le ocurrió?
—Murió.
—Lo lamento.
—Hace años —dijo zanjando el tema.
Su rostro revestía una inexpresividad estudiada, pero aun así me dio la impresión de que se arrepentía de haberme confiado ese dato. Me sorprendió su atractivo. Ya me había fijado antes, por supuesto, pero sólo desde un punto de vista académico, como quien admira la forma y factura de una estatua de mármol.
A solas con ella en el coche, sin embargo, pude apreciarlo a la perfección. Se había quitado la chaqueta, y su camisa de manga corta dejaba a la vista los músculos bien tonificados de sus brazos. La única nota discordante con su elegante traje de ejecutiva era la pistola, que seguía enfundada al cinto. Podía oír el roce de la falda en las piernas al pisar los pedales, oler el fresco aroma de su piel. Debía de ser jabón aromático, porque era demasiado sutil para ser perfume.
Aquel descubrimiento repentino empezaba a ponerme nervioso. Aparté los ojos de sus labios carnosos y fijé la mirada al frente, en la carretera. Seguramente Jacobsen me habría partido un brazo si hubiera sabido lo que estaba pensando. «O te pegaría un tiro».
—¿Se sabe algo más de Irving? —pregunté intentando pensar en otra cosa.
—Seguimos buscando.
«En otras palabras: no».
—El doctor Lieberman dice que es probable que los restos del bosque correspondan a Willis Dexter —dijo recuperando el tono impersonal.
—Eso parece. —Describí las fracturas del hueso frontal y le dije que encajaban con las lesiones de Dexter—. Supongo que tiene sentido. Alguien intercambió los cuerpos y abandonó el cadáver de Dexter en el bosque, donde nadie lo encontraría a menos que peinaran el recinto.
—Pero quien lo hizo sabía que eso iba a ocurrir en cuanto encontráramos el cuerpo que había en la tumba. Es evidente que también quería que encontráramos a Dexter.
«Primero Loomis, luego los restos no identificados del féretro y ahora Dexter». Era como si el rastro de los cadáveres nos llevara de uno al otro.
—Tiene que ser alguien con acceso a Steeple a Hill —dije—. ¿Han averiguado algo más de ese tal Dwight Chambers que según York había trabajado para él?
—Seguimos en ello —dijo Jacobsen aminorando antes de detenernos ante un semáforo—. ¿Está seguro de que los dientes que ha visto eran de cerdo?
—Al cien por cien.
—¿Y cree que los dejaron ahí deliberadamente?
—No se me ocurre otro motivo. Estaban junto a la caja torácica, justo donde debía de estar la cabeza antes de que los carroñeros encontraran al cuerpo. Ninguno de los dientes presentaba marcas de daño o de desgaste, y si hubieran tenido tejido gingival los animales los habrían roído, lo que sugiere que ya estaban limpios cuando los dejaron ahí.
Jacobsen frunció ligeramente el entrecejo.
—Pero ¿qué sentido tiene?
—A mí no me lo pregunte. Puede que haya querido exhibirse otra vez.
—No le sigo. ¿Por qué exhibirse dejando dientes de cerdo?
—Los premolares del cerdo se parecen mucho a los molares humanos. A menos que uno sepa lo que está buscando, es fácil confundirlos.
—O sea que el asesino quiere demostrarnos que está al tanto de detalles de ese tipo —dijo dejando de arrugar el ceño—. Como con las huellas que deja en los escenarios del crimen. No sólo nos está poniendo a prueba, sino que se jacta de lo listo que es.
Detrás de nosotros alguien hizo sonar el claxon para avisarnos de que el semáforo ya estaba en verde, y Jacobsen dio un respingo. Arrancó con nervios, y yo me giré hacia la ventanilla para que no se percatase de mi sonrisa.
—Parece saber tanto como un especialista. ¿Quién puede tener acceso a esa clase de información? —prosiguió recuperando la compostura.
—No es ningún secreto. Cualquiera con…
Me quedé callado.
—¿Con formación forense? —dijo Jacobsen, terminando por mí.
—Eso es —admití.
—¿Alguien que haya estudiado antropología forense?
—O arqueología forense, o patología. Cualquiera relacionado con una docena de disciplinas forenses distintas. Cualquiera que se tome la molestia de leer los manuales puede dar con esa clase de información. Eso no significa que haya que empezar a señalar a los profesionales del sector.
—Yo no señalo a nadie.
Esta vez se hizo un silencio de lo más incómodo. Busqué la manera de romperlo, pero Jacobsen desprendía un aura que anulaba toda posibilidad de retomar la charla. Me quedé mirando por la ventanilla. Me sentía agotado y abatido. Los coches pasaban por nuestro lado, brillando bajo el sol de primera hora de la tarde.
—Usted no se toma demasiado en serio la psicología, ¿verdad? —preguntó de repente.
Habría sido mejor no contestar, pero lo pensé demasiado tarde.
—Creo que en ocasiones se le da demasiada importancia. Es una herramienta útil, pero no infalible. El perfil de Irving lo demuestra.
—El profesor Irving se dejó llevar por el hecho de que ambas víctimas eran hombres y estaban desnudas —dijo ella levantando el mentón.
—¿Usted no lo considera significativo?
—Que sean varones, no. Y creo que usted y el doctor Lieberman dieron en el clavo al explicar por qué estaban desnudos.
El comentario me confundió, pero enseguida vi a qué se refería.
—Un cuerpo desnudo se descompone antes que uno vestido —dije, molesto conmigo mismo por no haber caído antes en ello.
Ella asintió y tuvo el detalle de no hacer comentarios acerca de mi azoramiento.
—Y tanto el cuerpo de Terry Loomis como los restos exhumados estaban más descompuestos de la cuenta. Parece razonable suponer que los desnudaron por motivos parecidos.
«Otra oportunidad para que el asesino siembre la confusión y saque a relucir su ingenio».
—De todos modos, tenía que desnudar el cuerpo exhumado para introducir las agujas —dije—. Una vez colocadas, seguro que no se arriesgó a manipularlo más de lo necesario, lo que explica por qué no se tomó la molestia de volver a vestirlo. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que todas las víctimas sean varones.
—Las que conocemos, quiere decir.
—¿Cree que aparecerán más?
Al principio pensé que había preguntado más de la cuenta. Jacobsen no respondió, y entonces recordé que tampoco tenía por qué; a fin de cuentas, yo ya no formaba parte de la investigación. «Vete acostumbrando. Ahora eres un simple turista».
Ya casi había renunciado a la pregunta cuando se decidió a responder.
—Estoy especulando, pero coincido con el profesor Irving en que sólo hemos encontrado las víctimas que el asesino quiere que encontremos. Viendo la brutalidad y la confianza con que actúa, parece casi seguro que debe de haber más. Nadie alcanza ese grado de… sofisticación, a falta de una palabra mejor, de buenas a primeras.
No se me había ocurrido antes. Era una idea preocupante.
Jacobsen bajó la visera del coche al tomar una curva en que el sol venía de cara.
—Sean cuales sean los planes del asesino, diría que no dependen de las características físicas de las víctimas —continuó—. Tenemos a un agente de seguros blanco de treinta y seis años, un negro de cincuenta y tantos y, probablemente, un psicólogo de cuarenta y cuatro sin relación aparente entre ellos. Eso sugiere que nos enfrentamos a un oportunista que caza a sus víctimas de forma aleatoria. No creo que haga distingos por motivos de sexo.
—¿Qué me dice de Irving? A él no lo eligió al azar, fue premeditado.
—El profesor Irving fue la excepción. No creo que formara parte de los planes del asesino hasta que apareció en televisión, pero después de eso actuó de inmediato. Lo que nos dice algo importante.
—¿Aparte de que es un lunático peligroso?
Sus rasgos quedaron suavizados por una sonrisa fugaz.
—Aparte de eso. Todo lo que sabemos hasta ahora nos dice que se trata de alguien que medita y planea sus acciones de forma meticulosa. Las agujas fueron introducidas en el cuerpo seis meses antes de dejar las huellas de Dexter en la cabaña. Eso demuestra que es un ser metódico, ordenado. Pero lo que le ha ocurrido al profesor Irving demuestra que tiene otra faceta, una faceta impulsiva e inestable. Cuando le tocan el ego, no puede contenerse.
Noté que había dejado de fingir que Irving podía no ser otra víctima.
—¿Y eso es bueno o es malo?
—Ambas cosas. Quiere decir que es impredecible, lo que lo hace aún más peligroso. Pero si actúa de forma impulsiva, tarde o temprano cometerá un error —dijo Jacobsen entrecerrando los ojos por culpa del reflejo del sol en los coches de delante—. Tengo las gafas de sol en la chaqueta, ¿podría acercármelas?
La chaqueta estaba doblada con cuidado en el asiento trasero. Me di la vuelta y alargué el brazo para cogerla. El tejido estaba impregnado de un olor delicado, y al revolver sus bolsillos sentí una extraña sensación de intimidad. Encontré un par de gafas de aviador y se las acerqué. Nuestros dedos se rozaron al cogerlas; tenía la piel fresca y seca, pero debajo latía un calor oculto.
—Gracias —dijo poniéndoselas.
—Hace un momento ha mencionado los planes del asesino —dije retomando la conversación—. Si no recuerdo mal, dijo usted que busca reconocimiento, que es un… ¿cómo era? ¿Un «narcisista maligno»? ¿No explica eso sus motivos?
Jacobsen inclinó ligeramente la cabeza. Cuando no se le veían los ojos, su rostro se volvía aún más inescrutable.
—Eso explica hasta dónde está dispuesto a llegar, pero no por qué mata. Tiene que tener algún motivo, algún resquemor patológico que intenta aliviarse. Si no es el sexo, ¿qué puede ser?
—Quizá simplemente disfruta infligiendo dolor —sugerí.
Jacobsen sacudió la cabeza. Su ceño fruncido era visible otra vez por encima de las gafas.
—No. Tal vez disfrute con la sensación de poder que eso le da, pero es más que eso. Hay algo que lo impulsa a hacer lo que hace, pero todavía no sabemos qué es.
El sol desapareció de forma abrupta tras una camioneta negra que acababa de colocarse junto a nosotros. Aquel monstruo rodante con ventanillas tintadas permaneció a nuestro lado un instante y acto seguido nos adelantó. Apenas nos había rebasado cuando de pronto se cambió a nuestro carril. Llevado por el instinto, clavé los pies en el suelo y me encogí como si fuéramos a colisionar. En ese momento Jacobsen pisó levemente el freno y se desplazó al carril adyacente con la suavidad de quien ejecuta una coreografía.
Fue toda una exhibición de pericia al volante, tanto más impresionante cuanto que Jacobsen no pareció inmutarse. Lanzó una mirada de fastidio a la camioneta mientras ésta se alejaba, pero no le dio mayor importancia.
El incidente, sin embargo, rompió el encanto. Después de lo ocurrido, Jacobsen volvió a mostrarse distante, ya fuera porque meditara acerca de algo que se había dicho o por haber hablado más de la cuenta conmigo. Sea como fuere, no había tiempo de seguir conversando. Nos aproximábamos al centro de Knoxville. Mi ánimo iba decayendo a medida que nos acercábamos. Jacobsen me dejó en el hotel haciendo gala una vez más de una reserva a prueba de bomba. Sin ni siquiera quitarse las gafas, hizo un leve movimiento de cabeza y arrancó dejándome sobre la acera con los músculos agarrotados de pasar tanto tiempo agachado en el pinar.
No sabía qué hacer. Ignoraba si quedaba excluido también de la morgue y no me apetecía llamar a Tom para preguntárselo. Tampoco estaba de humor para ir al centro, por lo menos no hasta haberme hecho a la idea de cómo estaban las cosas.
Estando ahí de pie bajo el reluciente sol de la primavera, rodeado por el ir y venir de la gente, cobré plena conciencia de lo que había ocurrido. Durante el tiempo que permanecí con Jacobsen había sido capaz de negar la evidencia, pero no podía posponer más el momento de afrontarlo.
Por primera vez en toda mi carrera, había sido expulsado de una investigación.
Después de ducharme y cambiarme de ropa, salí a comprar un bocadillo y me lo comí a la vera del río, mientras veía pasar los vapores cargados de turistas. El agua tiene algo que inspira serenidad. Es como si tañera una nota oculta en nuestro subconsciente, como si despertara la memoria genética del vientre materno. Tomé una bocanada de ese aire ligeramente pantanoso mientras observaba una bandada de gansos que volaba río arriba e intentaba convencerme de que no estaba harto de todo. En rigor, no debía tomarme como una afrenta personal lo ocurrido en el cementerio. Había tenido la desgracia de cruzarme en el camino de Hicks, había sufrido el daño colateral de un conflicto profesional que en nada me incumbía. Me dije a mí mismo que aquello no iba en detrimento de mi prestigio. No me hizo sentir mejor.
Una vez hube comido, vagué sin rumbo por las calles a la espera de que sonase el teléfono. Había pasado mucho tiempo desde la primera vez que había estado en Knoxville y la ciudad había cambiado, aunque seguía habiendo tranvías y la bola dorada del Sunsphere seguía destacando inconfundible en el perfil de la ciudad.
No estaba de humor para rutas turísticas. El teléfono, obstinado en su silencio, era como un peso muerto en mi bolsillo. Estuve tentado de llamar a Tom, pero sabía que no iba a servir de nada. En cuanto pudiera me llamaría.
Era última hora de la tarde cuando por fin hablé con él. Al disculparse por lo ocurrido por la mañana me pareció cansado.
—Es Hicks, que le ha dado por armar la pataleta. Mañana volveré a hablar con Dan. Cuando las aguas hayan vuelto a su cauce estoy seguro de que me dará la razón. En cualquier caso, no hay razón alguna para que dejes de trabajar conmigo en la morgue.
—¿Y qué vas a hacer mientras tanto? —pregunté—. No puedes asumir todo esto tú solo. ¿Por qué no dejas que Paul te ayude?
—Hoy Paul está fuera de la ciudad. Pero estoy seguro de que Summer podrá echarme una mano.
—No hagas esfuerzos. ¿Ya has ido al médico?
—No te preocupes —dijo, dándome a entender por el tono de voz que no valía la pena gastar saliva—. Siento mucho todo esto, David, pero todo se arreglará. Tú de momento procura descansar.
Poco más podía hacer. Decidí dedicar el resto de la tarde a intentar divertirme. «No te vas a morir por distraerte un poco». Los bares y cafés habían empezado a llenarse de oficinistas que paraban a tomar algo de camino a casa. El murmullo de las risas y las conversaciones resultaba tentador, y, dejándome llevar por un impulso, entré en un bar con una terraza de madera con vistas al río. Encontré una mesa junto a la balaustrada y pedí una cerveza. Disfrutando del último sol de la tarde, contemplé el Tennessee, cuyas invisibles corrientes formaban ondas y remolinos sobre la gélida superficie.
Poco a poco, sentí que empezaba a relajarme. Cuando terminé la cerveza no vi motivos que me impelieran a marcharme, así que pedí la carta. Pedí un plato de linguine con frutos de mar y una copa de zinfandel de California. Sólo una, me prometí, recordándome que al día siguiente debía levantarme temprano, fuera o no a ayudar a Tom. Sin embargo, para cuando me hube terminado el delicioso plato con ligero aroma a ajo, dejó de parecerme un argumento de peso.
Pedí otro vaso de vino. El sol se puso tras los árboles, pero el aire, pese al avance del atardecer, seguía siendo templado. Las luces eléctricas que iluminaban la terraza atrajeron a las primeras palomillas de la noche. Zumbaban y chocaban contra el cristal, su vaga silueta recortándose contra los globos blancos. Intenté recordar si había visitado ese tramo de río durante mi primera estancia en Knoxville años atrás. Era de suponer que sí, pero no lo recordaba. Por entonces vivía de alquiler en un sótano en otra zona —más barata— de la ciudad, en la frontera del barrio antiguo, cada vez más aburguesado. Cuando salía solía frecuentar los bares de la zona en vez de los de la orilla del río, más caros.
Al pensar en eso empecé a evocar recuerdos. De forma inopinada recordé el rostro de una muchacha con la que salí durante un tiempo: Beth, una enfermera del hospital. Llevaba años sin pensar en ella. Sonreí, preguntándome dónde andaría ahora, a qué se dedicaría, y si alguna vez se acordaría de aquel estudiante británico al que conoció.
Poco después volví a Inglaterra. Y semanas más tarde conocí a mi mujer, Kara. Su recuerdo y el de nuestra hija me produjo una inevitable sensación de vértigo, pero ya estaba acostumbrado y logré que no me afectase más de la cuenta.
Cogí el móvil, que estaba sobre la mesa, y abrí la lista de contactos. El nombre de Jenny saltó ante mis ojos aun antes de iluminarse en la pantalla. Pasé varias opciones hasta que apareció «Eliminar» y puse el pulgar sobre el botón. Luego, sin llegar a pulsarlo, cerré el teléfono y lo guardé.
Apuré la copa de vino e intenté que mis pensamientos se apartaran del derrotero que estaban tomando. Los sustituí por la imagen de Jacobsen sentada en el coche, con sus tonificados y bronceados brazos al descubierto bajo la camisa blanca de manga corta. Pensé que no sabía nada acerca de ella. Ni su edad, ni de dónde era, ni dónde vivía.
En lo que sí me había fijado era en que no llevaba alianza.
«Oh, déjalo ya», pensé.
Pero no pude reprimir una sonrisa al pedir otra copa de vino.
Fuera está anocheciendo. Tu hora favorita. El punto de transición entre dos extremos: el día y la noche. El cielo y el infierno. La cúspide de la rotación terrestre, ni una cosa ni otra, pero con el potencial de ambas. Si todo fuera tan fácil.
Cepillas con cuidado el objetivo de la cámara y a continuación lo frotas suavemente con una gamuza hasta que el vidrio esmerilado luce como un espejo. Inclinas el objetivo hacia la luz para asegurarte de que no queda ni una mota de polvo que pueda empeñar su perfecta superficie. No ves nada, pero lo pules de todos modos, por si acaso.
La cámara es tu posesión más preciada. La vieja Leica ha trabajado a pleno rendimiento desde que la compraste y nunca te ha decepcionado. Sus imágenes en blanco y negro tienen siempre una claridad cristalina, una precisión y un grano tan fino que es como si pudieras entrar en ellas. Si aún no has encontrado lo que buscas, no es por culpa de la cámara.
Intentas convencerte de que esta noche será como las demás, pero sabes que no es cierto. Hasta ahora has trabajado siempre al amparo de la oscuridad, y si has podido actuar impunemente, es porque nadie sabía de tu existencia. Ahora eso ha cambiado. Por más que hayas sido tú quien ha decidido, quien ha elegido salir de las sombras, sabes que eso lo altera todo.
Para bien o para mal, te has comprometido. No hay vuelta atrás.
También es cierto que lo tienes todo planeado. Nunca habrías tomado este camino sin un plan de escape. Cuando llegue el momento podrás deslizarte de nuevo entre las sombras, como antes. Pero primero hay que ver qué ocurre. La recompensa puede ser incalculable, pero el riesgo también lo es.
No puedes permitirte cometer errores.
Te esfuerzas por creer que, ocurra lo que ocurra hoy, el plan general no cambia; que, al margen de lo que acontezca, tu trabajo continuará. Pero no es cierto. La verdad es que esta vez hay mucho en juego. Odias admitirlo, pero los fracasos anteriores te han pasado factura. Necesitas esto, necesitas confirmar que no has malgastado todos estos años.
Tu vida entera.
Terminas de limpiar el objetivo de la cámara y te sirves un vaso de leche. Deberías comer algo para aplacar los ácidos de tu estómago, pero tienes un nudo en las tripas. Hace un día o dos que la leche está abierta, y la telilla que se ha formado indica que posiblemente se haya cortado. Esta es una de las ventajas de no percibir el olor ni el gusto de nada. Te la bebes de un trago, mirando como la silueta de los árboles se recorta contra el cielo a través de la ventana. Cuando posas el vaso vacío sobre la mesa de la cocina, te fijas en que sus paredes manchadas de leche adquieren una traslucidez fantasmal bajo la creciente oscuridad.
La idea te agrada: un vaso fantasma.
El entusiasmo se diluye enseguida. Esta es la parte que más detestas: la espera. De todas formas, ya no queda mucho. Miras al otro lado de la habitación, donde el uniforme cuelga de la puerta, visible apenas entre las sombras cada vez más profundas. Visto de cerca, se nota que no es auténtico, pero por lo general la gente no se fija tanto. Repara en el uniforme apenas unos segundos.
No necesitas más.
Te sirves otro vaso de leche y miras a través del sucio cristal de la ventana mientras los últimos rayos de luz se desvanecen en el cielo.