Tom me llamó a la mañana siguiente, antes de salir del hotel.
—El TBI ha encontrado restos humanos en Steeple Hill. —Hizo una pausa—. Estos no estaban enterrados.
En lugar de coger dos coches, Tom pasó a recogerme por el hotel. Esta vez no discutimos sobre la conveniencia o no de acompañarlo, sino que acordamos de forma tácita que no intentaría hacerlo todo él solo. Me pregunté cuál debía de ser su estado de ánimo después de la noche anterior, si acaso se arrepentía de habernos anunciado su jubilación. De ser así, lo disimuló de forma ejemplar.
—Bueno… ¿Y qué tal te sientes? —pregunté cuando arrancaba.
—La jubilación no es el fin del mundo —dijo encogiéndose de hombros—. La vida sigue, ¿no? En eso estábamos de acuerdo.
Esta vez, cuando llegamos a la entrada con la pintura descascarillada de Steeple Hill el sol ya había salido. Los espesos pinares que rodeaban el recinto parecían impenetrables, como si la noche siguiera agazapada entre sus apretados troncos.
Frente a las puertas del cementerio había un grupo de policías de uniforme que impedía el paso a los periodistas reunidos en el exterior. Por lo visto se había corrido la voz del hallazgo. Sumado a la noticia de la exhumación, los medios habían acudido como tiburones a la sangre. Mientras Tom frenaba para mostrar su identificación, uno de los fotógrafos se agachó para sacarnos una foto a través de la ventanilla del coche.
—Dígale que por diez dólares también se la firmo —gruñó Tom, entrando en el recinto.
Pasamos junto a la tumba exhumada y aparcamos delante del edificio principal. El tanatorio de Steeple Hill parecía construido en la década de los sesenta, cuando el optimismo estadounidense se extendió incluso a la industria funeraria. El edificio, un bloque seudovanguardista de planta baja con el techo plano, aspiraba, sin mucho éxito, al estilo de Frank Lloyd Wright. Los ladrillos de vidrio de colores que formaban una de las paredes junto a la puerta estaban sucios y resquebrajados, y el edificio en general se veía desproporcionado, aunque sería incapaz de decir por qué. Del techo surgía una torre, incongruente como un sombrero de bruja puesto encima de una mesa. En lo alto se alzaba una cruz metálica que parecía hecha con dos vigas oxidadas soldadas la una con la otra.
Gardner estaba fuera del tanatorio, hablando con un grupo de forenses vestidos con petos blancos llenos de mugre. Al vernos, vino hacia nosotros.
—Por atrás —dijo sin preámbulos.
Al rodear el lateral del tanatorio cayó como de la nada una cortina de agua que llenó el aire de gotas plateadas. Cesó tan repentinamente como había empezado, y sobre las hojas y los arbustos se formaron pequeños prismas de luz que reflejaban el arco iris. Seguimos a Gardner a través de un estrecho sendero de grava que, a medida que avanzaba, se hacía más angosto y se llenaba de maleza. Cuando llegamos al seto que ocultaba la parte trasera, el sendero era poco más que un surco en la hierba.
Si la parte delantera del tanatorio se veía descuidada, la parte trasera de Steeple Hill presentaba un estado lamentable. Una triste zona utilitaria conducía a un patio interior invadido de herramientas oxidadas y contenedores vacíos. Delante de la puerta trasera, el suelo estaba lleno de colillas de cigarrillo aplastadas que parecían gusanos de color blanco. Todo era abandono y decadencia, y presidiendo la escena, las moscas, que excitadas revoloteaban sobre los desechos.
—Es la entrada al depósito —dijo Gardner haciendo un gesto con la cabeza—. Los forenses todavía no han tocado nada, pero la Agencia de Protección Medioambiental no está muy contenta con las medidas higiénicas de York.
Cuando nos acercamos a la puerta, oímos voces. Dentro, pude ver a Jacobsen con la barbilla levantada en ademán desafiante junto a tres hombres que le sacaban una cabeza. Supuse que dos de ellos serían los funcionarios de la Agencia de Protección Medioambiental que Gardner acababa de mencionar. El tercero era York. Hablaba casi a gritos, con voz trémula de excitación y un dedo en el aire.
—¡… un atropello! ¡Este es un negocio respetable! No pienso tolerar sus insinuaciones…
—Nadie está insinuando nada, caballero —interrumpió Jacobsen, en tono educado pero firme—. Esto forma parte de una investigación por homicidio, así que por su propio bien es mejor que colabore.
Al director de la funeraria los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Es que está sorda? ¡Ya le he dicho que no sé nada! ¿Se da cuenta del daño que le está haciendo a mi reputación?
Era como si no fuera consciente del miserable estado del lugar. Al vernos, interrumpió su perorata.
—¡Doctor Lieberman! —gritó corriendo hacia nosotros—. Señor, le agradecería que me ayudara a deshacer un pequeño malentendido. De profesional a profesional: ¿puede explicarles a estos señores que yo no tengo nada que ver con todo esto?
Involuntariamente, Tom dio un paso atrás al verse abordado por el director de la funeraria.
—Señor York, el doctor Lieberman está aquí a petición del TBI —dijo Gardner colocándose entre ambos—. Vuelva adentro y la agente Jacobsen le…
—¡No, no pienso irme! ¡No voy a quedarme de brazos cruzados mientras ustedes arrastran por el barro el buen nombre de Steeple Hill!
La luz de la mañana permitía ver que York llevaba un traje arrugado y mugriento, así como restos de caspa grasienta en el cuello de la camisa. Iba sin afeitar y un poco de pelo gris asomaba en la parte baja de los carrillos.
Jacobsen se colocó al otro lado, de modo que entre ella y Gardner tenían rodeado al director de la funeraria. En comparación con el desaseado aspecto de éste, la agente parecía fresca como la menta. Incluso logré apreciar un olor a jabón y a perfume ligero.
Su voz, sin embargo, era rotunda, y sus gestos, enérgicos.
—Tendrá que volver adentro, caballero. Los señores de la Agencia de Protección Medioambiental todavía tienen que hacer algunas preguntas.
York se dejó llevar hacia el interior del edificio, mirándonos por encima del hombro.
—¡Esto es una conspiración! ¡Una conspiración! Se creen que no sé lo que ocurre, ¿verdad? ¿Verdad?
Su voz llegó a nosotros como un eco, mientras Gardner se llevaba a Tom hacia un lado.
—Lamento el espectáculo.
Tom sonrió, aunque parecía algo sobresaltado.
—Está algo molesto.
—Nada comparado con lo que le espera.
Gardner nos llevó hacia unos árboles situados detrás del depósito del tanatorio. La funeraria daba a un pinar de notables dimensiones. Entre los troncos colgaba una cinta de precinto y entre las ramas acerté a ver a varias personas vestidas de blanco.
—Uno de los perros ha encontrado unos restos ahí —dijo Gardner—. Están esparcidos, pero todo apunta a que pertenecen a un mismo individuo.
—¿Humanos? —preguntó Tom.
—Eso parece. Al principio no estábamos seguros porque están bastante corroídos. Luego hemos encontrado un cráneo, de modo que parece que todo encaja. De todos modos, después de lo del Tri-State no pondría la mano en el fuego.
No era de extrañar. El crematorio Tri-State de Georgia había saltado a los titulares del mundo entero en 2002, al descubrirse un cráneo humano en sus terrenos en el transcurso de una inspección. El cráneo era la punta de un lúgubre iceberg. Por motivos que nunca llegaron a esclarecerse, el propietario llevaba tiempo conservando cadáveres destinados a la cremación. Más de trescientos cuerpos aparecieron hacinados en los sótanos del local o apilados unos sobre otros en los bosques de los alrededores. Algunos, incluso, se encontraron en la casa del propietario. Con todo, a pesar de la gravedad de lo ocurrido en el Tri-State, su caso presentaba una diferencia importante con respecto al nuestro.
Y es que ninguna de las víctimas del Tri-State había sido asesinada.
Gardner nos acompañó hasta la linde del bosque, donde había una mesa de caballete repleta de mascarillas y ropa de protección. Pocos metros más allá, los árboles formaban una muralla casi impenetrable.
El agente del TBI miró a Tom con gesto dubitativo, como si en ese momento se preguntase para qué lo había hecho venir.
—¿Seguro que quieres hacerlo?
—He estado en sitios peores.
Tom ya había empezado a abrir un paquete de petos desechables. Gardner no parecía muy convencido, pero en cuanto reparó en mí la preocupación desapareció de su rostro.
—Entonces adelante.
Esperé hasta que Gardner volvió al depósito.
—Tiene razón, Tom. Esto va a ser desagradable.
—No te preocupes por mí.
El énfasis en su tono de voz me hizo entender que no valía la pena perder el tiempo discutiendo. Me puse el peto, los guantes y los chanclos, y cuando Tom estuvo listo nos adentramos en el bosque.
Nos envolvió el silencio, como si de pronto el mundo exterior se hubiera esfumado. El temblor de las hojas de los pinos producía un sonido inquietante, como si los muertos del cementerio susurrasen. En el suelo, la pinaza formaba una espesa estera como de fibra de coco salpicada de pinas caídas. Después de ver las deplorables condiciones en que se encontraba la funeraria, el límpido olor a pino que penetraba a través de la mascarilla era un reconfortante alivio.
Pero duró poco. Bajo los pinos, el aire era espeso y parecía estancado, como si hasta ahí no llegase la brisa. Casi de inmediato, mientras nos abríamos paso entre las ramas bajas en dirección a los agentes vestidos de blanco, empecé a sudar.
—¿Qué han encontrado? —preguntó Tom, intentando disimular los jadeos.
Se hacía difícil identificar a alguien bajo el grueso equipo protector y las mascarillas, pero aun así reconocí al tipo corpulento de la cabaña. «¿Lenny? No, Jerry». Tenía la cara roja y sudada, y el peto, sucio de hojas y corteza de pino.
—Menudo día nos espera —dijo resollando, al tiempo que se ponía en pie—. Tenemos un cráneo, restos de caja torácica y unos cuantos huesos más. Están muy dispersos, incluso los más grandes. Por ahí atrás hay una verja, pero en el estado en que está cualquiera podría atravesarla a dos o a cuatro patas. Además, estos putos árboles nos están haciendo la vida imposible.
—¿Han encontrado ropa?
—No, pero sí algo que parece una vieja sábana. Puede que envolviera un cuerpo.
Dejamos al agente y nos dirigimos hacia los restos que teníamos más cerca. Cual campo de golf mal cuidado, el suelo del bosque estaba sembrado de banderitas, cada una de las cuales señalaba un hallazgo distinto. La más cercana marcaba unos restos de pelvis. Se encontraban debajo de un árbol, por lo que para verlos tuvimos que agacharnos sobre la resbaladiza alfombra de la pinaza. Miré a Tom, esperando que todo aquello no fuera demasiado para él, pero con la mascarilla tapándole buena parte de la cara no resultaba fácil saberlo.
La pelvis estaba roída hasta tal punto que se hacía difícil saber si correspondía a un varón o a una mujer, pero el fémur que había al lado podía darnos alguna pista, pues aunque ambos extremos del hueso estaban mordidos y desgastados por dientes de animal, por su tamaño era evidente que pertenecía a un hombre.
—Menudo hueso —dijo Tom, poniéndose en cuclillas para examinarlo—. ¿Qué estatura crees que debía detener su propietario?
—Más de metro ochenta. ¿Cuánto medía Willis Dexter?
—Metro ochenta y cinco. —Tom sonreía a través de la mascarilla, seguramente porque pensaba lo mismo que yo. Todo apuntaba a que habíamos encontrado al hombre que debía haber sido enterrado en Steeple Hill—. Bien, veamos qué más hay.
Al pasar entre los árboles nos llovían hojas, y más de una vez nos arañamos con las ramas. Tom no daba muestras de molestia, pero aquello le iba a pasar factura. El sudor me resbalaba por la cara, y de tanto andar agachado empezaba a sentir calambres. El olor a pino se había vuelto repulsivo, y debajo del peto la piel empezaba a picarme. A pocos metros de la pelvis se encontraban los restos de lo que en algún momento había sido una sábana. La tela, sucia y rasgada, estaba marcada con una banderita de color distinto para diferenciarla de los restos humanos. Al lado, parcialmente camuflada por la pinaza, estaba la caja torácica. Una columna de hormigas se afanaba sobre ella en busca de los últimos restos de carne, que era más bien poca. Los huesos hacía tiempo que habían sido descarnados, y le faltaban tanto el esternón como varias costillas menores.
—Parece que fue aquí donde arrojaron el cuerpo —comentó Tom mientras yo tomaba fotografías—. La dispersión sigue un patrón bastante típico. Yo diría que es obra de los animales y no de un desmembramiento.
La naturaleza no tolera el desperdicio, por eso cuando un cadáver queda expuesto se convierte enseguida en fuente de alimento para la fauna local. Perros, zorros, aves y roedores —incluso osos en algunas partes de Estados Unidos— acuden al banquete para arrancar y llevarse todo lo que pueden. El torso, sin embargo, suele ser demasiado grande para la mayoría de los carroñeros, por eso lo más habitual es que lo devoren in situ. De aquí que la caja torácica señale, por regla general, el lugar donde el cuerpo yacía en origen.
Tom observó la punta de una de las costillas y me indicó que me acercase.
—¿Ves esto? Marcas de sierra.
Como la mayoría de los otros huesos, la costilla había sido roída. Sin embargo, entre las marcas de los dientes se hacían visibles unas finas estriaciones que formaban líneas paralelas en el borde del hueso.
—Por el aspecto parece una sierra de arco. De las que se usan en las autopsias —dije.
El procedimiento habitual en una autopsia consiste en serrar la caja torácica a ambos lados del esternón, para así retirarlo y acceder a los órganos que hay debajo. A veces se emplean sierras manuales, pero con una eléctrica suele ser más rápido.
Eso podía explicar aquellas marcas.
—Parece cada vez más claro que hemos dado con Willis Dexter, ¿no crees? —dijo Tom, incorporándose—. Varón, estatura correcta, cortes de autopsia en las costillas. Además, la ropa de Dexter se quemó en el accidente. A falta de familiares que proporcionaran ropa nueva, lo más probable es que lo envolvieran en la sábana con la que salió de la morgue. La escala temporal también encaja. Como los huesos no tienen musgo ni líquenes, deben de llevar aquí menos de un año. A mí me parece que…
De repente emitió un jadeo y se encorvó agarrándose el pecho. Enseguida le quité la mascarilla y tuve que contener mi miedo al ver la palidez cérea de su rostro.
—¿Dónde tienes las pastillas?
—Bolsillo lateral… —acertó a decir con la boca contraída en una mueca.
«¡No deberías haber dejado que lo hiciera!», me recriminaba en mi interior mientras le rompía el peto. Si perdía el conocimiento en un lugar como ése… En el muslo del pantalón había un bolsillo abotonado. Lo abrí pero no encontré las pastillas.
—No están aquí —dije con toda la calma de que fui capaz.
Tenía los párpados contraídos de dolor, y sus labios habían adquirido un tono azulado.
—Camisa…
Palpé el bolsillo de la camisa y noté una forma dura y plana. «¡Gracias a Dios!» Saqué el pastillero, desenrosqué la tapa y extraje una tableta. Tom la tomó con mano temblorosa y se la colocó debajo de la lengua. Durante unos segundos no ocurrió nada, luego empezaron a relajársele las facciones.
—¿Estás mejor? —pregunté. Tom asintió, demasiado exhausto para hablar—. Descansa un par de minutos.
Se oyeron unas pisadas y enseguida apareció Jerry, el forense corpulento.
—¿Va todo bien?
Antes de que me diera tiempo a contestar, sentí la mano de Tom apretándome el brazo.
—Sí. Sólo necesito tomar un poco de aire.
El agente no parecía muy convencido, pero de todos modos nos dejó solos. En cuanto se hubo marchado, Tom volvió a desplomarse.
—¿Puedes caminar? —pregunté.
—Creo que sí —dijo respirando de forma irregular.
—Vamos, te sacaré de aquí.
—Ya me apaño yo. Tú continúa.
—No voy a dejarte…
Volvió a aferrarme el brazo. Sus ojos reflejaban una silenciosa súplica.
—Por favor, David.
No me agradaba la idea de dejarlo salir del bosque por su propio pie, pero insistiendo sólo habría conseguido que su inquietud aumentara. Eché un vistazo a los troncos que nos separaban de la linde, intentando calcular la distancia.
—Iré despacio —dijo adivinándome el pensamiento—. Y te prometo que en cuanto salga descansaré.
—Tiene que verte un médico.
—Acaba de hacerlo —dijo esbozando una sonrisa—. No te preocupes. Tú acaba con esto.
Contemplé con el corazón en un puño cómo se dirigía hacia la salida del bosque, avanzando despaciosamente como un anciano. Esperé hasta que llegó a la linde y se perdió bajo la luz del día tras el espeso ramaje, y entonces fui con Jerry, que estaba examinando un objeto del suelo que podría haber sido o no un fragmento de hueso. Cuando me acerqué, levantó la vista.
—¿Se encuentra bien?
—Es el calor. Antes ha dicho que había encontrado un cráneo, ¿verdad? —dije cambiando de tema.
Me acompañó hasta el pie de una cuesta, donde había otra banderilla y, junto a ésta, la blanca curva de un cráneo humano medio enterrado entre la pinaza. Le faltaba la mandíbula y estaba del revés, como un cuenco de marfil sucio. Su estructura pesada sugería que pertenecía a un varón, y se observaban líneas de fractura que partían de la zona delantera del hueso frontal. La clase de herida que resulta del impacto con un objeto duro y plano.
Por ejemplo el parabrisas de un coche.
Con eso di por hecho que los restos pertenecían a Willis Dexter, en cuyo caso seguramente su examen no aportaría grandes novedades. Estaba casi seguro de que el mecánico había fallecido en un accidente de tráfico, y no asesinado. Su única conexión con los crímenes era que el asesino se había apropiado de su féretro y su tumba. Si hubiéramos podido determinar que le faltaba una de las dos manos, o incluso algún dedo, al menos habríamos podido explicar cómo habían llegado sus huellas a la cajita del carrete tanto tiempo después de su muerte. Pero no se habían encontrado carpos ni falanges y, dada la extensión del bosque, parecía poco probable hallarlos en el futuro. Los carroñeros se habían ensañado demasiado con los restos, y aunque no se hubieran comido los huesos más pequeños, éstos podían estar en cualquier parte.
—Se han dado el viaje en balde, ¿eh, jefe? —dijo Jerry con voz animada mientras yo fotografiaba el último hallazgo, una costilla devorada hasta la mitad de su tamaño original—. Aparte de que son restos humanos, no hay mucho que añadir. Y eso podríamos habérselo dicho nosotros. En fin, si ha terminado, nos gustaría empezar a meter todo esto en cajas y bolsas.
Qué indirecta tan poco sutil. Estaba a punto de marcharme cuando reparé en otra banderita.
—¿Qué hay ahí?
—Unos cuantos dientes. Debieron de caerse cuando le arrancaron la mandíbula.
No habría sido nada extraño. Los carroñeros suelen empezar por la cara, por lo que habría sido fácil que los dientes se hubieran desprendido de la mandíbula. Faltó poco para que ni siquiera me molestara en acercarme. Tenía calor, estaba cansado y quería ver qué tal estaba Tom. Pero la experiencia me ha enseñado a no dar nada por descontado.
—Será mejor que vaya a echar un vistazo —dije.
La banderita estaba clavada entre las raíces de un pino bajo, no muy lejos del lugar donde se hallaba la caja torácica. Hasta que no estuve prácticamente encima no vi las piezas de marfil sucio. Eran cuatro molares cubiertos de tierra y difíciles de distinguir entre la hojarasca. Que hubieran dado con ellos daba fe de la meticulosidad con que se había realizado la búsqueda. Sin embargo, al examinarlos me pareció como si algo no acabara de encajar.
Cuando descubrí lo que era me olvidé al instante del calor y la incomodidad.
—Ya le he dicho que sólo eran unos cuantos dientes. ¿Ha terminado ya? —preguntó Jerry mientras yo tomaba fotografías.
Sus indirectas eran cada vez más claras.
—¿También han sacado fotografías de esto?
Me miró como si el simple hecho de preguntarlo bastase para tomarme por idiota.
—Doctor, tenemos fotografías para parar un tren.
—Yo sacaría unas cuantas más de todos modos —dije levantándome—. Van a necesitarlas.
El agente se quedó mirándome y yo me fui hacia la salida del bosque. El sudor me corría por la espalda cuando dejaba atrás la claustrofóbica bóveda de pinos y me quitaba la mascarilla. Me desabroché el peto, me agaché para cruzar el precinto y miré en derredor buscando a Tom. Estaba un poco más allá, charlando con Gardner y Jacobsen a la sombra del seto. Tenía buen aspecto, pero mi alivio sólo duró hasta que vi que Hicks estaba con ellos. Entonces me di cuenta de que estaban discutiendo.
—¡… la investigación sin valor jurídico! Lo sabes tan bien como yo.
—Eso es ridículo. Estás haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Tom.
—¿Conque estoy haciendo una montaña? —dijo Hicks levantando la barbilla, y al hacerlo el sol reverberó sobre la calva cabeza del patólogo—. Veremos si el juez también «hace una montaña» cuando desestime el caso de homicidio porque el perito ha dejado que su ayudante campee por la escena de un crimen sin supervisión. Un ayudante que posiblemente ni siquiera se encuentre en el país cuando esto llegue a los tribunales.
No era difícil deducir de quién estaban hablando. Cuando llegué se quedaron todos en silencio.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté a Tom. Lo primero era lo primero.
—Bien. Sólo necesitaba un poco de agua.
Ya de cerca, puede ver que todavía estaba pálido, aunque tenía mucho mejor aspecto que antes. Por su mirada entendí que era mejor no mencionar el ataque delante de los demás.
—¿Hay algún problema? —pregunté dirigiéndome a Gardner.
—¡Ya lo creo que hay un problema! —interrumpió Hicks, que pese a la indignación, parecía estar disfrutando.
—Creo que será mejor discutir esto en otro momento —sugirió Gardner con prudencia.
Pero el patólogo no estaba dispuesto a transigir.
—No, esto hay que arreglarlo ahora. Esta es una de las investigaciones de asesinato en serie más importantes que ha habido en este estado en años. No podemos arriesgarnos a que un aficionado lo eche todo por la borda.
«¿Aficionado?» Intenté mantener la boca cerrada y templar los nervios. Dijera lo que dijera, sólo conseguiría empeorar más las cosas.
—David es tan competente como pueda serlo yo —dijo Tom, a quien le faltaban energías para discutir.
—¡Eso es irrelevante! —repuso Hicks señalándolo con el dedo—. No debería haber estado merodeando a solas por el escenario del crimen. ¿Y usted qué, Gardner? ¿Piensa permitir la entrada al primero que pase a partir de ahora?
Gardner tenía apretados los músculos de la mandíbula, pero ese último comentario había hecho mella en él.
—Lleva parte de razón, Tom.
—¡A la mierda, Dan! ¡David nos está haciendo un favor!
Había oído suficiente. Era evidente cuál iba a ser el desenlace.
—Está bien. No quiero complicar las cosas.
Tom estaba dolido; Hicks, en cambio, apenas podía contener su satisfacción.
—Sin rencor, doctor… Hunter, ¿verdad? Estoy seguro de que es usted un profesional respetado en su país, pero estamos en Tennessee. Esto no es de su incumbencia.
No me atrevía a decir nada. Jacobsen observaba a Hicks con una expresión inescrutable. Gardner, por su parte, parecía desear que la discusión terminase de una vez por todas.
—Lo siento, David —dijo Tom con impotencia.
—No importa —dije tendiéndole la cámara. Sólo quería irme de ahí. Desaparecer—. ¿Podrás encargarte de lo demás?
No quería decir más delante de los otros, pero Tom entendió a qué me refería. Asintió con un gesto rápido y compungido. Yo me di la vuelta y entonces recordé lo que tenía que decirle.
—Deberías echar un vistazo a los dientes que han encontrado. No casan con el resto del cuerpo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Hicks.
—Porque son de cerdo.
Bastó para hacerlo callar. En los ojos de Tom se encendió una chispa de curiosidad.
—¿Premolares?
Asentí con la cabeza, sabiendo que me entendería. Pero fue el único. Hicks se quedó mirándome como si se oliera una estratagema.
—¿Está diciendo que han encontrado dientes de cerdo? ¿Y qué coño pintan ahí?
—¿Por qué me lo pregunta? Yo sólo soy un aficionado —respondí.
Como pulla no era especialmente mordaz, pero no pude reprimirme. Mientras me marchaba vi que Tom sonreía y que algo semejante a un atisbo de sonrisa se asomaba también a los labios de Jacobsen.
De todos modos eso no me hizo sentir mejor. Mientras deshacía mis pasos en dirección a la parte delantera del tanatorio, tiré con tanta fuerza de la cremallera del peto que terminé rasgándolo. Me despojé de él y lo lancé a una papelera de plástico medio llena de equipo usado. Cuando me quité los guantes resbalaron unas gotas de sudor que, al caer en la tierra, formaron unas salpicaduras de color oscuro semejantes a las de un cuadro vanguardista. Tenía las manos blancas y arrugadas por culpa del látex impermeable, y por un instante tuve una sensación de déjà vu.
«¿Qué es esto? ¿A qué me recuerda?»
Pero estaba demasiado furioso para darle vueltas. Además, acababa de venirme a la cabeza una preocupación más prosaica: había ido hasta ahí en el coche de Tom. Después de mi salida triunfal, me encontraba aislado.
«Oh, estupendo». Tiré los guantes a la papelera y saqué el móvil sin pensar que ni siquiera tenía el teléfono de ninguna agencia de taxis local. Y aunque lo hubiera tenido, no los habrían dejado entrar en el cementerio.
Maldije para mis adentros. Podía esperar a que Tom terminase, pero mi orgullo no me lo permitiría. «Muy bien. Caminaré». Sabía que era un exceso de obstinación por mi parte, pero estaba de tan mal humor que me daba lo mismo, así que me dirigí hacia la entrada.
—¡Doctor Hunter!
Al darme la vuelta vi que era Jacobsen, que venía por el sendero en dirección a mí. El sol le daba de cara, obligándola a entrecerrar los ojos para no deslumbrarse. Al hacerlo, se le formaban pequeñas patas de gallo en los ángulos de sus ojos grises, lo cual le daba un aspecto burlón, casi humorístico, que suavizaba sus facciones.
—El doctor Lieberman ha dicho que no ha traído usted su coche. ¿Cómo piensa volver a la ciudad?
—Ya me las arreglaré.
—Lo llevo.
—No, gracias. —No estaba de humor para aceptar favores.
Jacobsen se apartó un mechón de cabello de la cara y se lo metió limpiamente tras la oreja mientras me miraba con una expresión indefinible.
—Yo que usted no iría caminando, y menos con toda la prensa apostada ahí fuera.
No había pensado en eso. El enfado remitió y empecé a sentir que estaba haciendo el ridículo.
—Voy por mi coche —dijo Jacobsen.