10

Poco a poco fuimos formándonos una idea de lo ocurrido. Irving vivía en Cades Cove, un precioso enclave al pie de las Smoky Mountains. Todas las mañanas antes del desayuno salía a pasear con su perro, un labrador negro, por el sendero del bosque que se extendía detrás de su casa. Formaba parte de la rutina de Irving, como él mismo había dicho en más de una ocasión durante las entrevistas que tan gustosamente concedía.

Como casi todas las mañanas, la asistenta había llegado a la casa hacia las nueve y había encendido la cafetera para que, a la vuelta de Irving, su café de tueste francés favorito estuviera a punto.

Sólo que esa mañana no había vuelto. La asistenta —la tercera en dos años— había intentado llamarlo al móvil, sin obtener respuesta. Viendo acercarse la hora del almuerzo y que seguía sin dar señales de vida, había decidido recorrer el sendero. A menos de un kilómetro de la casa se había cruzado con un agente de policía que estaba hablando con una pareja de ancianos con un Jack Russell que ladraba muy excitado. Al pasar a su lado oyó que le estaban diciendo al agente que su terrier había encontrado un perro muerto. Un labrador negro.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que, después de todo, tal vez el profesor no iba a volver para el almuerzo.

Al peinar la zona, se encontró una barra de acero manchada de sangre cerca del cuerpo del labrador, y las huellas halladas en el barro junto al perro apuntaban a un forcejeo. Sin embargo, a pesar de las múltiples huellas, ninguna de ellas estaba lo bastante bien definida como para sacar moldes.

En cuanto a Irving, seguía sin haber ni rastro.

—No sabemos con seguridad qué le ha ocurrido —admitió Gardner—. Creemos que en la barra sólo hay sangre del perro, pero hasta que no la procesen en el laboratorio no podremos estar seguros.

Estábamos en uno de los despachos de la morgue, al fondo del corredor de las salas de autopsias. La sala, angosta y sin ventanas, era de lo más anodina. Gardner había acudido a petición de Tom. Esta vez lo acompañaba Jacobsen, serena y distante como de costumbre, que lucía una falda gris carbón por la rodilla con chaqueta a juego. Menos por el color, el traje era igual al azul que llevaba la vez anterior. Me pregunté si tendría el armario lleno de trajes idénticos en todos los tonos neutros del espectro.

Nadie había mencionado el motivo real de la reunión, pero todos sabíamos exactamente por qué estábamos ahí. Pese a ese tácito silencio, la tensión en el exiguo despacho era palpable. Mi presencia ya no suscitaba irritación en Gardner, que se contentaba con lanzarme miradas de fastidio. Parecía más agobiado que de costumbre, y las arrugas de su traje marrón parecían ir conjuntadas con las de su cara, como si la gravedad ejerciera una mayor presión sobre él que sobre el resto de los presentes.

—Alguna teoría tendrás —dijo Tom, sentado detrás del escritorio.

Por su expresión inquieta era evidente que él ya se había formado la suya. Era el único que estaba sentado. Había otra silla delante de la mesa, pero nadie la había ocupado. Los demás estábamos de pie, y la silla, libre como a la espera de un visitante rezagado.

—Puede que Irving haya sido víctima de un ataque fortuito, pero todavía es pronto para decirlo. Por el momento no podemos descartar nada —dijo Gardner.

Tom empezaba a exasperarse.

—En ese caso, ¿dónde está el cuerpo?

—Seguimos rastreando la zona. Puede ser que lo hayan herido y haya escapado. El perro ha sido encontrado en una zona boscosa a casi un kilómetro de la carretera más próxima. Es una distancia considerable para recorrerla con un adulto cargado al hombro, pero es la única manera en que podrían haberse llevado a Irving. Por ahora sólo hemos encontrado pisadas y surcos de bicicleta.

—Podría ser que lo hubieran obligado a ir por su propio pie a punta de pistola o de cuchillo.

—¿A plena luz del día? —dijo Gardner sacando la barbilla—. Poco probable. Pero como ya he dicho, no podemos descartar nada.

—Dan —dijo Tom mirándolo—, ¿cuánto hace que nos conocemos?

El agente del TBI se revolvió con un gesto incómodo.

—No lo sé. ¿Diez años?

—Doce. Y es la primera vez que intentas joderme.

—¡No es cierto! —replicó Gardner con gesto hosco—. Hemos venido como gesto de cortesía…

—¡Vamos, Dan, sabes lo que ha ocurrido tan bien como yo! ¿Esperas que me crea que si Irving ha desaparecido a la mañana siguiente de haber hablado pestes de un asesino en serie en televisión ha sido por pura coincidencia?

—A falta de pruebas, no pienso sacar conclusiones precipitadas.

—¿Y si desaparece otro miembro de la investigación? ¿Entonces también serán conclusiones precipitadas? —En todos los años que hacía que conocía a Tom nunca lo había visto tan alterado—. Por todos los demonios, Dan, una persona resultó herida aquí ayer, quien sabe si de gravedad, ¡y ahora esto! Soy responsable de mis colaboradores. ¡Si alguno de ellos está en peligro, quiero saberlo!

Gardner, en vez de contestar, me lanzó una mirada elocuente.

—Estaré en la sala de autopsias —dije dirigiéndome hacia la puerta.

—De eso nada, David, tienes tanto derecho como yo a oír lo que aquí se diga —dijo Tom.

—Tom… —empezó Gardner.

—Le he pedido que sea mi ayudante, Dan. Si va a compartir el riesgo, tiene derecho a saber dónde se mete —replicó Tom cruzándose de brazos—. Sea lo que sea, se lo diré de todos modos, así que más vale que lo sepa por ti.

Ambos se quedaron mirándose. Gardner no parecía de los que se amedrentan, pero yo sabía que Tom tampoco iba a ceder. Miré a Jacobsen y comprobé que la situación la incomodaba tanto como a mí. Cuando se dio cuenta de que la estaba mirando, borró todo atisbo de emoción de sus facciones.

Gardner suspiró resignado.

—Diantre, Tom. Está bien, es posible que haya una conexión. Pero la cosa no es tan simple. Algunos de los alumnos de Alex hace tiempo que se quejan de su comportamiento. Alumnas, mejor dicho. La universidad siempre ha hecho la vista gorda porque es una celebridad en su campo y puede obtener una plaza en cualquier otro centro del estado. Hasta que una alumna lo acusó de acoso sexual y se desató la tormenta. La policía metió las narices, y por lo visto la universidad decidió deshacerse de él antes de verse salpicada por alguna denuncia.

Recordé el descaro con que Irving había flirteado con Summer e incluso con Jacobsen, pese a haberla dejado públicamente en evidencia. No me sorprendía saber que no eran las únicas. Por lo visto, no todas caían derretidas a sus encantos.

—¿Insinúas que ha puesto tierra de por medio? —preguntó Tom con incredulidad.

—Como ya he dicho, estamos considerando todas las posibilidades. El caso es que Irving no sólo tenía pendiente esa causa por acoso. El fisco lo estaba investigando por evasión de impuestos derivados de sus libros y apariciones en televisión. Se enfrentaba a una multa de un millón de dólares, puede que incluso a una pena de prisión. En cualquier caso, estaba al borde de la ruina profesional y económica. Podría ser una buena ocasión para desaparecer del mapa.

Tom se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo.

—Pero entonces ¿para qué matar al perro?

—La gente hace cosas peores por mucho menos. Además, hemos encontrado numerosas huellas en la barra con la que han matado al perro de Irving. Al procesarlas hemos comprobado que encajan con las de un ladrón de poca monta llamado Noah Harper. Un delincuente profesional, con un amplio historial de robos de coches y asaltos a viviendas.

—Y si tenéis un sospechoso, ¿por qué estáis tan preocupados? —preguntó Tom.

—Para empezar porque hasta ahora Harper sólo había cometido delitos menores. Aparte de eso, resulta que lleva casi siete meses desaparecido. Faltó a su última cita con el agente de la condicional y desde entonces nadie le ha visto el pelo. Sus cosas estaban en el apartamento y dejó el alquiler pagado hasta final de mes.

—¿Era afroamericano? —pregunté—. ¿Entre cincuenta y sesenta años, medio cojo?

Fue difícil no sentir cierta satisfacción ante la sorpresa de Gardner.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque creo que está en la sala de autopsias.

Su rostro se arrugó aún más al oír esto.

—Tendría que habérmelo imaginado —dijo descontento consigo mismo.

Jacobsen nos miraba ora a uno ora al otro con gesto vacilante.

—¿Se refiere al cuerpo que estaba en la tumba de Willis Dexter? ¿Ese es Noah Harper?

—Las fechas cuadran —admitió Gardner—. Sólo que si Harper está muerto, ¿cómo han llegado sus huellas hasta el arma con que han matado al perro de Irving?

—Puede que de la misma manera que las de Willis Dexter llegaron a la cabaña —sugirió Tom.

Se hizo el silencio mientras reflexionamos sobre eso. Cabía la posibilidad de que, después de todo, Willis Dexter no hubiera fingido su muerte y que el asesino se hubiera apropiado de su cuerpo y sus huellas. Pero en el caso que teníamos entre manos eso era imposible.

—¿Le falta alguna de las manos al cuerpo que había en el ataúd de Willis Dexter? —preguntó Jacobsen.

—No —respondí—. Y tampoco los dedos.

—Podría ser que de buen principio alguien hubiera puesto las huellas de Dexter y Harper en la cajita y la barra de acero —apuntó Tom.

—En el caso de la cajita es posible. Las huellas de Dexter estaban manchadas con un aceite mineral con el que se fabrican la mayoría de aceites de bebé. No hay forma de saber cuánto tiempo llevaban ahí —dijo Gardner—. Pero las huellas de Harper estaban en la sangre de la barra, que sólo llevaba ahí unas horas.

—Entonces el cuerpo del ataúd no puede ser el de Noah Harper. Es imposible —insistió Jacobsen.

Nadie dijo nada. La lógica le daba la razón: si las huellas habían aparecido esa misma mañana, era imposible. Pero a juzgar por el rostro de los allí presentes, nadie las tenía todas consigo.

Tom se quitó las gafas y se puso a limpiarlas. No sabría decir por qué, pero sin ellas presentaba un aspecto más cansado y vulnerable.

—David, diles qué más hemos encontrado.

Gardner y Jacobsen escucharon en silencio mientras les hablaba de los capullos y la náyade de libélula que habíamos hallado en el féretro, y del hioides intacto y los dientes rosados del cuerpo exhumado.

—Todo apunta, pues, a que Terry Loomis y el tipo del ataúd fueron asesinados de la misma forma —dijo Gardner cuando hube terminado. Y dirigiéndose a Tom añadió—: ¿Crees que los dientes rosados pueden deberse a estrangulación?

—Considero más probable la hipótesis del ahogamiento —asintió Tom en tono ligeramente irónico, mientras yo intentaba contener la sonrisa. No aludió al comentario burlón que Gardner me había hecho en la cabaña, pero era evidente que no lo había olvidado—. De no ser por la abundante pérdida de sangre y las heridas del cuerpo de Loomis, no habría ninguna duda.

—Las salpicaduras de la cabaña parecían auténticas —dijo Gardner frotándose la nuca—. Pero no hay modo de saber si la sangre era de Loomis hasta que tengamos los resultados de ADN.

—Eso tardará semanas —dijo Tom.

—Dímelo a mí. Cuando pasan estas cosas añoro los tiempos en que sólo se comprobaba el grupo sanguíneo. Al menos sabríamos si los tipos de sangre coinciden. Bendito progreso —dijo en un tono que dejaba muy clara su opinión al respecto—. Llamaré al laboratorio. El caso tiene preferencia, pero veré si hay manera de acelerar un poco las cosas.

No parecía muy convencido. El examen de ADN permite realizar cotejos e identificaciones con mucha mayor precisión que el sistema antiguo, pero en contrapartida el proceso se alarga hasta la exasperación. Lo mismo ocurre al otro lado del Atlántico: en más de una ocasión me he encontrado con agentes de policía británicos quejándose de que los laboratorios se demoran mucho más de lo que se ve en las películas o en televisión. En el mundo real, aunque se tramiten por la vía rápida, los resultados pueden tardar varios meses.

Tom examinó las lentes de las gafas y se puso otra vez a limpiarlas.

—Todavía no has contestado a mi pregunta, Dan. ¿Deberíamos preocuparnos?

—¿Qué quieres que te diga, Tom? —exclamó Gardner levantando las manos—. No puedo leerle el pensamiento a este tipo; no sé qué es lo próximo que se propone. Ojalá lo supiera. De todos modos, aunque él sea el responsable de la desaparición de Irving, eso no significa que el resto de personas que están trabajando en el caso corran peligro. Lamento muchísimo lo de Irving, pero admitámoslo: le encantaba darse publicidad. Con sus apariciones en televisión podría haber atraído a una legión entera de psicópatas, no sólo al nuestro.

—Entonces ¿debemos seguir trabajando como si nada hubiese ocurrido?

—Sería lo más razonable. Si creyera que existe un peligro real, créeme, os pondría a todos escolta las veinticuatro horas. Tal como están las cosas estoy seguro de que, obrando con prudencia y sentido común, no hay motivo para preocuparse.

—¿«Prudencia y sentido común»? —repitió Tom crispado—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Que no aceptemos caramelos de desconocidos?

—Quiere decir que no salgas a pasear el perro por el bosque a solas —replicó Gardner—, que no pasees solo de noche por calles oscuras. Vamos, Tom, ¿te lo deletreo?

«No, no hace falta», pensé, acordándome del susto que me había dado el guardia de seguridad la noche anterior. Quizás en el futuro sería mejor aparcar en lugares menos aislados.

—Muy bien, pues prudencia y sentido común —acató Tom, aunque por el tono cabía deducir que no estaba conforme. Luego se puso las gafas y añadió—: ¿Qué posibilidades crees que hay de encontrar a Irving?

—Tenemos a todos nuestros efectivos en ello —dijo Gardner, mostrándose de nuevo circunspecto.

Tom no lo presionó. Todos sabíamos de sobra cuáles eran las posibilidades de volver a ver a Irving.

—¿Vas a traerme a otro experto en perfiles?

—Lo estamos considerando —dijo Gardner con cautela—. No hemos desestimado el perfil del asesino que nos dio Irving, pero también estamos considerando segundas opiniones. A Diane se le ha ocurrido una teoría muy interesante.

Los colores acudieron al rostro, por lo demás impasible, de Jacobsen. El rubor es uno de los reflejos más difíciles de dominar. Supongo que para alguien como ella, acostumbrada a fingir compostura, debía de resultar exasperante.

—Con el debido respeto hacia el profesor Irving, en mi opinión ni los asesinatos tienen una motivación sexual ni el asesino tiene que ser por fuerza homosexual —empezó—. Creo que el profesor Irving se dejó influenciar por el hecho de que ambas víctimas eran varones y estaban desnudas.

Eran las mismas observaciones que había hecho cuando el profesor había ido a ver el cuerpo de Terry Loomis en la cabaña, pero en aquella ocasión Irving la había reprendido por atreverse a discrepar. Por el bien del profesor, deseé que Jacobsen estuviera en lo cierto.

—Entonces ¿cuál es su explicación? —preguntó Tom.

—Todavía no la tengo. Pero los actos del asesino sugieren que su móvil no es sexual —dijo dirigiéndose a Tom en plano de igualdad, ya sin reticencias—. Tenemos dos escenarios y dos juegos de huellas pertenecientes a dos individuos que muy posiblemente estén muertos. Luego están las agujas hipodérmicas insertas en el cuerpo hallado en la tumba de Willis Dexter, a la espera de que lo exhumásemos. El asesino se vanagloria, nos ronda para demostrarnos quién es el que manda. No le basta con matar, quiere reconocimiento. Coincido con el profesor Irving en que los asesinatos son prueba de un narcisismo patológico, pero yo iría aún más allá. La psiquiatría no es mi territorio, pero me parece que el asesino reúne todos los rasgos distintivos del narcisista maligno.

—Tendrá que perdonarme —dijo Tom, inexpresivo—, pero no tengo la menor idea de lo que eso significa.

Jacobsen se había desatado y ya no sentía vergüenza.

—Todos los narcisistas están obsesionados consigo mismos, pero los narcisistas malignos ocupan el escalafón más alto. La obcecación patológica consigo mismos les provoca delirios de grandeza y hace que necesiten ser reconocidos y admirados. Están convencidos de ser especiales y quieren que el resto de la gente también se dé cuenta. Y lo más importante: también son sádicos sin conciencia. No necesariamente sienten placer con el dolor que infligen, pero les fascina la sensación de poder y se muestran indiferentes al sufrimiento que provocan.

—Parece la descripción de un psicópata —observé.

—No del todo —dijo Jacobsen volviendo sus ojos grises hacia mí—, aunque comparten algunas características. Los narcisistas malignos son capaces de una crueldad extrema, pero también pueden sentir admiración e incluso respeto por otras personas, siempre y cuando el objeto de su respeto posea lo que ellos consideran unas características «idóneas», generalmente cierto nivel de éxito o de poder. Según Kernberg…

—Creo que podemos pasarnos sin las notas al pie, Diane —cortó Gardner.

A Jacobsen le molestó el comentario, pero continuó:

—Resumiendo, creo que nos las vemos con alguien que necesita demostrar su superioridad, tanto a sí mismo como a nosotros. Tiene una espina clavada y cree que su talento y su auténtica valía están subestimados. Esto explicaría los extremos a los que ha llegado y por qué ha reaccionado de esta manera a los comentarios del profesor Irving en televisión. Es posible que no sólo esté furioso porque lo han infravalorado en público, sino porque otra persona le está robando el protagonismo.

—Eso asumiendo que nuestro hombre sea el responsable de lo que le ha ocurrido a Irving —puntualizó Gardner, amonestándola con la mirada.

—Hablas como un abogado de las narices, Dan —dijo Tom sin perder la serenidad. Luego se quedó mirando a un punto indefinido y, golpeándose el mentón distraídamente con un dedo, preguntó—: ¿Y qué hay de los empleados de la funeraria? ¿Todos tienen coartadas para la desaparición de Irving?

—Lo estamos comprobando, pero para ser francos me cuesta creer que alguno de ellos esté detrás de todo esto. Sólo hemos encontrado a dos que trabajaran ahí cuando tuvo lugar el funeral de Willis Dexter, y ambos tienen más de setenta años.

—¿Y qué me dices de York?

—Asegura que estaba en su puesto de trabajo desde las cinco de la mañana. Y antes de que me lo preguntes: no, no hay nadie que pueda corroborarlo —dijo Gardner, en el tono de quien se halla acorralado en una esquina.

—Menuda sorpresa —murmuró Tom—. ¿Alguna pista del empleado misterioso al que decía haber contratado?

—¿Dwight Chambers? Seguimos buscándolo.

—O sea que no.

Gardner suspiró.

—York sigue siendo sospechoso. Pero sea quien sea quien anda detrás de todo esto, es demasiado listo para atraer toda la atención sobre sí mismo. Estamos registrando Steeple Hill de arriba abajo, y mañana a esta hora toda la prensa estará ahí. Pase lo que pase, el negocio de York está muerto y enterrado. —Sonrió al reparar en ese último comentario—. Y no pretendía hacer un juego de palabras.

—Por lo que he visto tampoco tenía mucho futuro. —La luz se reflejó en las gafas de Tom al levantarse éste de detrás de la mesa—. Puede que York prefiriera ahorrarse la agonía.

«O puede que tan sólo sea otra víctima», pensé para mis adentros.

Estaba oscureciendo cuando me puse en camino hacia la tranquila calle flanqueada de árboles donde vivían Tom y Mary. Aquella noche habría vuelto a quedarme trabajando hasta tarde de no ser por la invitación a cenar; después de las interrupciones que habíamos tenido, me pesaba tener que irme. La sensación no duró mucho; en cuanto salí de la morgue por la tarde y vi la luz del sol, sentí que la tensión soltaba sus dedos de acero de mi nuca. No había caído en ello hasta entonces, pero, después de lo ocurrido a Kyle el día anterior, la desaparición de Irving me había turbado más de lo que pensaba. La idea de cenar y tomar algo entre amigos se me antojaba el antídoto ideal.

Los Lieberman vivían en una encantadora casa de estructura de madera pintada de color blanco algo apartada de la calle. Parecía no haber cambiado desde la última vez que la había visto, a excepción del majestuoso roble centenario que dominaba el jardín delantero. En mi anterior visita estaba en la flor de la vida; esta vez, en cambio, estaba decaído, y la mitad de sus amplias ramas, muertas y desnudas.

Mary me recibió en la puerta y hasta se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla.

—¡David! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!

Había envejecido mucho mejor que su marido. El tono de su cabello rubio rojizo era más claro pero todavía conservaba parte de su color natural, y aunque tenía arrugas, su rostro irradiaba salud. No son muchas las mujeres que a los sesenta años todavía se ven bien en vaqueros, pero Mary era una de ellas.

—Gracias, qué detalle —dijo al tiempo que tomaba la botella de vino que traía—. Pasa al cuarto de estar. Sam y Paul aún no han llegado, y Tom está hablando por teléfono con Robert.

Robert era su único hijo. Trabajaba en una agencia de seguros y vivía en Nueva York. Nunca había llegado a conocerlo y Tom tampoco hablaba mucho de él, pero me daba la impresión de que no mantenían una relación muy plácida.

—Tienes buen aspecto —dijo Mary acompañándome al salón—. Mucho mejor que la semana pasada.

Había cenado con ellos la primera noche. Parecía haber pasado una eternidad.

—Será el sol —dije.

—Sea lo que sea te sienta bien.

Abrió la puerta del cuarto de estar. En realidad era una vieja galería llena de frondosas plantas y sillas de ratán con cojines. Mary me hizo sentarme en una de ellas con una cerveza y se excusó para terminar de preparar la cena.

El ventanal de la galería daba al jardín trasero. Con la oscuridad no acerté a ver más que la enhiesta silueta de los árboles, recortada contra las luces amarillas de la casa de al lado. Era un buen barrio. En una ocasión Tom me había dicho que él y Mary habían estado a punto de arruinarse con la adquisición de aquella propiedad semiabandonada en los años setenta, pero que nunca se habían arrepentido.

Di un sorbo a la cerveza fría y me sentí un poco más libre de la tensión. Recosté la cabeza y pensé en cómo había ido el día. Había sido otra jornada llena de contratiempos: primero la noticia de Irving y luego la visita de Gardner y Jacobsen, que no me habían dejado enfrascarme en mi labor. Por la tarde había tenido otra interrupción al recibir los análisis de aminoácidos y ácidos grasos volátiles de los tejidos de Terry Loomis. Tom había venido a la sala de autopsias donde yo estaba procesando los restos de la víctima del féretro.

—Bien, estábamos equivocados —había dicho sin preámbulos—. Según mis cálculos, la hora de la muerte confirma la declaración del encargado de la cabaña. Loomis sólo llevaba muerto cinco días, y no siete como pensábamos. Toma, dime qué te parece.

Me entregó un folio con números. A primera vista parecía que Tom tenía razón, claro que él nunca se equivocaba en ese tipo de cálculos.

—Parece correcto —dije devolviéndoselos—. Pero entonces no entiendo qué ha pasado.

—Yo tampoco —dijo; seguía revisando los cálculos con el ceño fruncido, como si los resultados lo hubieran disgustado—. Aun admitiendo que el calefactor estuviera encendido, nunca había visto un cuerpo en tan avanzado estado de descomposición después de sólo cinco días. ¡Pero si hasta había pupas, por el amor de Dios!

Las larvas de moscarda tardan seis o siete días en pasar al estadio de pupa. Aun cuando Tom y yo hubiéramos errado el cálculo de la hora de la muerte, las moscas no deberían haber alcanzado aquella fase de desarrollo al menos hasta el día siguiente.

—Sólo pueden haber llegado hasta ahí de una manera —dije.

—Veo que tú también has estado pensando. Dime.

—Alguien tiene que haber introducido los gusanos en el cuerpo. —Sólo así se explicaba el estado del cadáver de Terry Loomis. Con larvas adultas el proceso se habría acortado, ya que así se descontaba el tiempo que tardan los huevos en eclosionar—. El proceso no se habría acelerado mucho, quizá doce horas, veinticuatro a lo sumo. Pero teniendo en cuenta las heridas abiertas en el cuerpo quizá fuera suficiente.

Tom asintió.

—Sobre todo con el radiador encendido para aumentar la temperatura. Además, en el cuerpo había demasiadas larvas teniendo en cuenta que las puertas y ventanas de la cabaña estaban cerradas. Es evidente que alguien quiso acelerar el proceso natural. Una maniobra inteligente, aunque no veo con qué propósito, aparte del de enturbiar las aguas durante un par de días.

También yo me había planteado ese punto.

—Quizá le bastara con eso. ¿Recuerdas lo que ha dicho Diane Jacobsen? El tipo que ha hecho esto quiere demostrar algo. A lo mejor aprovechó la ocasión para enseñarnos lo listo que es.

—Podría ser —dijo Tom con una sonrisa meditabunda—. Aunque habría que preguntarse cómo ha aprendido estas cosas, ¿no crees?

La pregunta era inquietante.

Seguía dándole vueltas cuando Tom entró en la galería. Acababa de afeitarse y cambiarse de ropa, y su rostro conservaba todavía ese color engañosamente saludable que sigue a las duchas calientes.

—Lo siento. Era nuestra llamada mensual —dijo. Me sorprendió la amargura que había en su voz. Sonrió como dándose cuenta y se dejó caer sobre una de las sillas suspirando—. ¿Mary te ha ofrecido algo de beber?

—Sí, gracias —dije levantando la cerveza.

Asintió con la cabeza, pero todavía parecía tener la mente en otras cosas.

—¿Va todo bien? —pregunté.

—Sí —dijo golpeando de mala manera el brazo de la silla—. Es Robert. Tenía que venir de visita dentro de un par de semanas, pero parece que no va a tener tiempo. A mí me da un poco lo mismo, pero Mary tenía muchas ganas de verlo, y ahora… En fin. Ten hijos para eso.

Tom se dio cuenta de lo inoportuno del comentario al acordarse de mi situación. Había sido un desliz sin malicia, pero pareció aliviado cuando el timbre anunció la llegada de Sam y Paul.

—Perdón por el retraso —dijo Paul mientras Mary los acompañaba a la galería—. Se me ha pinchado una rueda de camino a casa y no había manera de lavarme el aceite de las manos.

—Bueno, ya estáis aquí. Samantha, te veo radiante —dijo Tom, levantándose para darle un beso—. ¿Cómo te encuentras?

Sam se sentó en una silla de respaldo alto, no sin dificultades debido al abultado vientre. Llevaba el cabello rubio recogido en una cola, y su rostro tenía un aspecto fresco y saludable.

—Impaciente. Como Junior no se dé prisa, pronto tendremos unas palabras.

—Antes de que te des cuenta estarás llevándolo al colegio —comentó Tom echándose a reír.

Su humor había mejorado con la llegada de la pareja, y cuando nos sentamos a cenar el ambiente era de lo más agradable y relajado. Fue una cena sencilla e informal —salmón al horno con patatas asadas y ensalada—, pero Mary cocinaba tan bien que parecía una fecha señalada. A la hora de servir los postres —tarta de melocotón caliente con helado—, Sam se inclinó hacia mí.

—¿Qué tal estás? Pareces menos tenso que la última vez que nos vimos —dijo en voz baja para que los demás no la oyeran.

Se refería a la noche del restaurante, cuando me había parecido oler el perfume de Grace Strachan. Había sido pocos días antes, pero era como si hubieran transcurrido semanas. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces.

—No, supongo que estoy más tranquilo —dije sonriendo—. Para ser sincero, me encuentro bastante bien.

—Sí, eso parece —dijo ella tras observarme un instante, y dándome un apretón en el brazo volvió a enfrascarse en la conversación principal.

Terminada la cena, Mary y Sam desaparecieron en la cocina para preparar café, rechazando nuestros ofrecimientos para ayudarlas.

—Sabéis tan bien como yo que queréis hablar de trabajo, y Sam y yo tenemos cosas más interesantes de que discutir.

—Seguro que se ponen a hablar de bebés, ¿apostamos? —dijo Tom cuando ellas se hubieron marchado, y frotándose las manos añadió—: Bueno, yo voy a tomarme un bourbon. ¿Quién me acompaña? Tengo una botella de Blanton y necesito una excusa para abrirla.

—Un culín —dijo Paul.

—¿David? Si lo prefieres, también hay whisky escocés.

—Bourbon está bien, gracias.

Tom se dirigió al mueble bar y sacó unos vasos y una peculiar botella rematada con un caballo en miniatura y un jockey.

—Hay hielo, pero si voy a la cocina a buscarlo, Mary me cantará las cuarenta por beber. Tomo nota de que tú también lo desapruebas, David.

En realidad yo no iba a decir nada. A veces la abstinencia es más perjudicial que beneficiosa. Tom nos tendió un vaso a cada uno y levantó el suyo.

—A su salud, caballeros.

El bourbon era suave, con retrogusto de caramelo quemado. Bebimos, saboreándolo en silencio. De pronto, Tom carraspeó.

—Ya que estáis aquí los dos, hay algo que me gustaría que supierais. En realidad a ti no te concierne, David, pero prefiero que lo sepas tú también.

Paul y yo intercambiamos una mirada. Tom observaba su bourbon pensativo.

—Ambos sabéis que mi plan era jubilarme a finales de verano. Pues bien, he decidido no esperar tanto.

—Es una broma —dijo Paul dejando su vaso.

—Ya va siendo hora —se limitó a decir Tom—. Siento que tengáis que enteraros así, pero… En fin, no es ningún secreto que últimamente no ando bien de salud. Y tengo que pensar en qué es lo más justo para Mary. Se me ha ocurrido que finales de mes sería una buena fecha. Es sólo unas pocas semanas antes de lo previsto, y además, el centro no se va a paralizar sin mí. Me da la impresión de que el próximo director va a ser alguien muy capaz.

Ese último comentario iba dirigido a Paul, que pareció no darse por aludido.

—¿Se lo has dicho a alguien más?

—Sólo a Mary. La semana que viene se celebra una reunión del claustro de profesores. Pensaba anunciarlo entonces, pero quería que tú lo supieras antes.

Paul parecía desconcertado.

—Caramba, Tom. No sé qué decir.

—¿Qué tal: «feliz jubilación»? —dijo Tom con una sonrisa—. No es el fin del mundo. Aparte, seguro que seguiré haciendo labores de asesor. Quién sabe, quizás hasta me dé por el golf. Vamos, nada de caras largas. Hagamos otro brindis.

Tomó la botella de Blanton y rellenó nuestros vasos. Yo tenía un nudo en la garganta, pero sabía que Tom no quería que nos pusiéramos sentimentales, así que alcé mi copa y dije:

—Por los nuevos comienzos.

—Amén a eso —dijo entrechocando su vaso con el mío.

Su anuncio me dejó un regusto agridulce para el resto de la velada. Cuando Mary y Sam se reunieron de nuevo con nosotros, la esposa de Tom sonreía pero en sus ojos brillaban las lágrimas. Sam, en vez de intentar ocultar las suyas, abrazó a Tom con tanta fuerza que éste tuvo que apartarse para no aplastarle el vientre.

—Me alegro por ti —dijo Sam enjugándose los ojos.

Tom exhibió una amplia sonrisa y empezó a explicarnos los planes que tenían él y Mary; mientras hablaba estrechó la mano de su esposa entre las suyas. Sin embargo, por debajo de aquel entusiasmo latía una tristeza que ninguna celebración podía disfrazar. Tom no sólo estaba a punto de dejar el trabajo.

Era el final de una época.

Me sentí más feliz que nunca de haber aceptado la oportunidad de ayudarlo en la investigación. Tom había dicho que sería nuestra última oportunidad de trabajar juntos, pero lo que yo no sabía era que no volvería a trabajar con nadie. Me pregunté si, al proponérmelo, él mismo debía de ser consciente de ello.

Mientras volvía al hotel, justo después de medianoche, lamenté no haber sabido apreciar la oportunidad que se me había presentado. Decidido a dejar de lado toda reticencia, resolví aprovechar al máximo la ocasión de trabajar con Tom mientras me fuera posible. Un día o dos más y todo habría terminado.

Al menos eso fue lo que pensé. Debí temerme que las cosas no iban a ser tan fáciles.

Al día siguiente hallaron otro cadáver.

Las imágenes se forman poco a poco y emergen como fantasmas sobre la hoja de papel en blanco. La lámpara derrama una luz de color rojo sangre por la estrecha habitación mientras esperas el momento adecuado; entonces retiras la hoja de contactos de la cubeta de revelado y la hundes en la de paro antes de pasarla por el líquido fijador.

Ya está. Perfecto. Aunque no te das cuenta, silbas suavemente, con una exhalación entrecortada y casi silenciosa que no se atiene a ninguna melodía en particular. Aunque falta algo de espacio, te gusta estar en el cuarto oscuro. Es como estar en la celda de un monje: todo es paz y meditación, un mundo en sí mismo. Cuando te bañas en su transformadora luz carmín te sientes lejos de todo y capaz de devolver a la vida las imágenes trasplantadas al brillante papel fotográfico.

Así es como debe ser. Jugar a que el TBI y sus supuestos expertos den vueltas como pescadillas que se comen la cola es un esparcimiento grato a tu ego, y Dios sabe que bien te mereces algún capricho después de todos los sacrificios que has hecho. Pero no debes perder de vista que eso no es más que un pasatiempo. Lo principal, el trabajo de verdad, tiene lugar en esta pequeña habitación.

Nada es más importante que esto.

Te ha costado años llegar hasta aquí, años aprendiendo por la vía del ensayo y el error. Adquiriste tu primera cámara en una casa de empeños, una vieja Kodak Instamatic que, a causa de tu inexperiencia, ignorabas que no se ajustaba a tus necesidades. Con ella podías capturar el instante, pero ni mucho menos los detalles. Era demasiado lenta, demasiado borrosa, demasiado poco fiable. Ni de lejos te permitía la precisión y el control necesarios para tus propósitos.

Desde entonces has probado otras. Durante una temporada te entusiasmaste con las cámaras digitales, pero, por cómodas que sean, sus imágenes carecen —y aquí sonríes para tus adentros— del alma de la película. Los píxeles no tienen la profundidad, la resonancia que tú buscas. No importa cuan alta sea la resolución o lo reales que sean los colores, no son más que una aproximación impresionista a su asunto. La película, en cambio, capta parte de la esencia, una transferencia que va más allá del proceso químico. Una fotografía real es obra de la luz, pura y simple: un pincel de fotones que deja su impronta en el lienzo de la película. Existe entre fotógrafo y asunto un vínculo físico que requiere discernimiento y pericia. Si la imagen pasa demasiado tiempo en la solución química, se oscurece y se arruina. Si pasa demasiado poco, se queda en un pálido embrión, arrancado de forma prematura. Sí, sin duda la película es más problemática y exigente.

Pero nadie dijo que la búsqueda había de ser fácil.

Porque eso es lo que es: una búsqueda. Tu Santo Grial particular, sólo que en tu caso sabes a ciencia cierta que lo que buscas existe. Lo has visto. Y si lo has visto una vez, puedes volver a verlo.

Al retirar la hoja de contactos mojada de la cubeta de fijador —con cuidado, ya te salpicaste líquido en los ojos una vez— y enjuagarla con agua fría, sientes el nerviosismo habitual. Ha llegado el momento de la verdad. Cuando regresaste, tu hombre ya estaba listo; el miedo y la espera, como de costumbre, habían provocado en él una tensión asfixiante. Aunque tratas de no hacerte demasiadas ilusiones, no puedes reprimir cierta impaciencia al examinar las brillantes hojas para ver el resultado. La emoción mengua a medida que compruebas cada una de las imágenes en miniatura, desechándolas una tras otra.

Borrosa. No. No.

¡Inútil!

En un arrebato, rompes el contacto por la mitad y lo arrojas a un lado. Acto seguido arremetes contra las cubetas de revelado y las tiras al suelo derramando el líquido por todas partes. Levantas la mano dispuesto a barrer las estanterías repletas de botellas, pero en ese momento recuperas el control. Te encuentras en el centro del cuarto con los puños cerrados, y el esfuerzo que tienes que hacer para contenerte es tal que te entran palpitaciones.

El olor del líquido de revelado invade el pequeño cuarto. El ataque de furia se disipa al ver el desorden. Contra tu voluntad, empiezas a recoger algunos de los pedazos de papel, pero al final desistes. Eso puede esperar. Los reactivos que utilizas son muy potentes y parte del líquido te ha salpicado el brazo. Empieza a escocerte, y sabes por experiencia que si no te lo lavas, terminará quemándote.

Cuando sales del cuarto te sientes más calmado, el disgusto empieza a remitir. A estas alturas ya sabes lo que es y que de nada sirve atormentarse. Aún queda mucho por hacer, mucho por preparar. Al pensar en esto recuperas el brío. El fracaso siempre resulta frustrante, pero hay que ver las cosas con perspectiva.

Siempre hay una próxima vez.