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La piel.

El mayor de los órganos del cuerpo humano y también el más inadvertido. Representa una octava parte del total de masa corporal y en la mayoría de los adultos cubre un área de aproximadamente dos metros cuadrados. Desde el punto de vista estructural, la piel es una obra de arte, un nido de capilares, glándulas y nervios que nos regula y protege. Es nuestro interfaz sensorial con el mundo exterior, la barrera donde acaba nuestra individualidad, nuestro ser.

Parte de esa individualidad pervive incluso tras la muerte.

Al morir el cuerpo, las enzimas que la vida mantenía a raya encuentran vía libre, devoran las paredes de la célula y derraman su contenido acuoso. El fluido aflora a la superficie, se acumula en las capas dérmicas y hace que éstas se destensen. Piel y cuerpo, que hasta entonces formaban dos partes integrales de un conjunto, empiezan a separarse. Se forman ampollas. Porciones enteras se deslizan y se desprenden del cuerpo como un abrigo indeseado en un día de verano.

Aun tras convertirse en una cutícula muerta, la piel conserva rasgos de su estado anterior. Es capaz de contar historias y encubrir secretos.

Siempre y cuando sepamos cómo mirar.

Earl Bateman estaba tendido boca arriba, con el rostro vuelto hacia el sol. En lo alto, los pájaros revoloteaban en el cielo azul de Tennessee, despejado a excepción de la vaporosa estela de un avión, que poco a poco iba disipándose. Earl siempre había tenido debilidad por el sol. Le encantaba notar su ardor sobre la piel tras un largo día de pesca y la manera en que su brillo mudaba el aspecto de todo cuanto tocaba. Si de algo no iban escasos en Tennessee, era de sol; Earl, sin embargo, era originario de Chicago, y los fríos inviernos habían impreso en sus huesos un escalofrío permanente.

Al trasladarse a Memphis en los años setenta, Earl encontró aquella humedad cenagosa más de su agrado que las ventosas calles de su ciudad natal. Naturalmente, un dentista con una pequeña consulta, mujer y dos hijos pequeños que cuidar no podía pasar fuera de casa todo el tiempo que hubiera querido. Con todo y con eso, se sentía a gusto. Disfrutaba hasta el calor sofocante de los veranos de Tennessee, en los que las brisas parecían de franela caliente y las noches se apagaban en el irrespirable bochorno del viejo apartamento donde Kate y él vivían con los chiquillos.

Las cosas habían cambiado desde entonces. La consulta había prosperado y hacía tiempo que habían cambiado el apartamento por hogares mejores y más grandes. Desde hacía dos años, él y Kate vivían en una casa de nueva planta con cinco habitaciones en un barrio acomodado, con una amplia y espesa parcela de césped donde su creciente prole de nietos podía jugar a salvo de cualquier peligro y en la que los primeros rayos de sol de la mañana se fragmentaban en diminutos arco iris bajo el rocío de los aspersores.

Fue ahí, en el césped, mientras sudaba y maldecía intentando cortar una rama muerta del viejo laburno, donde tuvo el infarto. Dejó la sierra clavada en la rama y acertó a dar unos cuantos pasos en dirección a la casa antes de derrumbarse de dolor.

En la ambulancia, con una máscara de oxígeno sujeta sobre la cara, estrechó con fuerza la mano de Kate e intentó sonreír para tranquilizarla. Una vez en el hospital, el consabido ir y venir de personal médico, el frenético sonido de las agujas al romper el precinto y el pitido intermitente de las máquinas. Fue un alivio comprobar que por fin se hacía el silencio. Poco después, tras firmar los formularios preceptivos, esa inevitable burocracia que nos acompaña desde que nacemos, Earl fue dado de alta.

En ese momento se encontraba tendido bajo el sol primaveral. Estaba desnudo, tendido sobre un bastidor de madera que sobresalía por encima de la alfombra de césped y hojas. Llevaba ahí más de una semana, lo suficiente para que la carne se hubiera derretido, dejando huesos y cartílagos a la vista bajo la piel momificada. Unos cuantos mechones de cabello seguían pegados a la parte posterior del cráneo, cuyas cuencas vacías contemplaban el cielo azul cerúleo.

Terminé de tomar medidas y salí de la jaula de malla que protegía el cuerpo del dentista de pájaros y roedores. Me sequé el sudor de la frente. Era última hora de la tarde y, aunque la estación apenas principiaba, hacía calor. Este año la primavera se estaba tomando su tiempo, los brotes pesaban y estaban hinchados. En una semana o dos, su aspecto sería espectacular, pero por el momento los abedules y arces de los bosques de Tennessee seguían aferrados a sus retoños, como si se resistieran a soltarlos.

La ladera de la colina donde me encontraba no tenía nada de especial. Aunque no carente de atractivo, resultaba mucho menos espectacular que las imponentes crestas de las Smoky Mountains, que se alzaban en la distancia. Sin embargo, lo que despertaba estupor entre la gente que visitaba la zona era un aspecto totalmente distinto de la naturaleza. Por todas partes se repartían cuerpos humanos en distintos estados de descomposición. Los había en el sotobosque, a pleno sol y tendidos a la sombra; los más recientes, hinchados debido a los gases de la descomposición; los más antiguos, resecos como el cuero. Algunos yacían ocultos a la vista, sepultados o encerrados en el portamaletas de un coche. Otros, como el que yo acababa de pesar, estaban cubiertos con mallas o redes metálicas y dispuestos como las piezas de muestra de una macabra instalación artística. Sólo que la razón de ser de ese lugar era mucho más seria y mucho menos pública.

Guardé el equipo y el bloc de notas en la bolsa y flexioné la mano para evitar el agarrotamiento. Una delgada línea blanca me cruzaba la palma de la mano ahí donde la carne había quedado abierta hasta el hueso, seccionando limpiamente la línea de la vida. Muy apropiado, pues aquel cuchillo que por poco había acabado con mi vida el año anterior había dado un vuelco a mi existencia.

Me cargué la bolsa al hombro y me enderecé. Al levantar el peso noté una levísima punzada en el abdomen. La cicatriz de las costillas estaba curada y dentro de unas cuantas semanas podría dejar ya los antibióticos que había estado tomando los nueve últimos meses. Si bien seguiría siendo proclive a infecciones el resto de mi vida, podía darme con un canto en los dientes por haber perdido tan sólo el bazo y una sección del intestino.

Lo más difícil estaba siendo acostumbrarme a la otra pérdida.

Dejé que el dentista siguiera pudriéndose lentamente, rodeé un cuerpo hinchado y oscuro medio oculto entre los matorrales y tomé un estrecho sendero de tierra que serpenteaba entre los árboles. Agachada al lado de un cadáver medio escondido junto al tronco de un árbol caído había una joven mujer negra vestida con una bata y unos pantalones grises de cirujano. Con la ayuda de unas pinzas recogía larvas del cuerpo y las colocaba en una serie de frascos con cierre de rosca.

—Hola, Alana —dije.

Ella levantó la vista y me sonrió, sujetando las pinzas en el aire.

—Hola, David.

—¿Tom está por aquí?

—La última vez que lo vi estaba donde las placas. Vigila por donde pisas —añadió cuando ya me iba—. Hay un fiscal de distrito en el prado.

Levanté la mano en señal de agradecimiento y seguí adelante por el sendero. Este corría paralelo a una verja metálica que circundaba aquella hectárea de bosque. La verja estaba rematada con alambre de espino y protegida por una segunda valla de madera. La única forma de entrar o salir era a través de una gran cancela sobre la que había un letrero en el que se leía «Centro de Investigación Antropológica» en austeras letras negras, pero el lugar era más conocido por otro nombre menos protocolario.

Para la mayoría era sencillamente la Granja de Cuerpos.

La semana anterior estaba aún en el vestíbulo embaldosado de mi piso de Londres con las maletas hechas. Fuera, el pálido amanecer primaveral dejaba oír un dulce coro de pájaros. Aun estando seguro de haberlo dejado todo listo, repasé mentalmente la lista de cosas que debía comprobar: ventanas cerradas, cartero avisado, hervidor de agua desconectado. Estaba tenso e intranquilo. No era ni mucho menos la primera vez que emprendía un viaje, pero aquél era distinto.

Al término de ese viaje no habría nadie esperándome.

El taxi se estaba retrasando, y aunque disponía de tiempo de sobra para tomar el avión, consultaba una y otra vez el reloj. Mi atención se desvió unos metros, hacia el suelo de baldosas victorianas. Aparté la mirada, pero no a tiempo de impedir que el ajedrezado suscitase en mi recuerdo una asociación de ideas recurrente. Hacía tiempo que ya no había sangre en la zona de la entrada ni en la pared. El recibidor había sido pintado de blanco mientras yo aún permanecía en el hospital. Ningún indicio físico recordaba lo que ahí había ocurrido el año anterior.

De repente sentí claustrofobia. Me llevé las bolsas afuera, intentando no forzar demasiado el abdomen. El taxi llegó justo cuando cerraba la puerta principal. Esta se cerró tras de mí dando un sólido portazo que resonó como una sentencia irrevocable. Me di la vuelta sin echar la vista atrás y me encaminé hacia el taxi, que esperaba despidiendo bocanadas de humo de gasóleo.

Dejé el taxi en la estación de metro más cercana y tomé la línea de Piccadilly hasta Heathrow. Todavía no era hora punta, pero en el vagón ya había personas que se evitaban mutuamente la mirada con esa indiferencia instintiva de los londinenses.

«Me alegro de marcharme», pensé impaciente. Era la segunda vez en mi vida que sentía la necesidad de irme de Londres. A diferencia de la primera, cuando huí con la vida hecha pedazos tras la muerte de mi mujer y mi hija, esta vez sabía que volvería. Sólo necesitaba escaparme una temporada, poner tierra de por medio con los últimos acontecimientos. Además, llevaba meses sin trabajar y tenía la esperanza de que ese viaje me sirviera para volver a adaptarme al ritmo de las cosas.

Y para averiguar si seguía siendo capaz de desempeñar mi trabajo.

No había mejor lugar para averiguarlo. Hasta poco antes, el centro de Tennessee era único en su especie, el único laboratorio de campo al aire libre en todo el mundo donde los antropólogos forenses utilizaban cadáveres reales para estudiar la descomposición y registrar las pistas esenciales que en un momento dado pudieran señalar cuándo y cómo se había producido una muerte. Recientemente se habían abierto centros de factura similar en Carolina del Norte y también en Texas, una vez superadas las reticencias iniciales por miedo a los buitres. Incluso había oído hablar de uno en la India.

Pero daba igual cuántos pudiera haber: para la mayoría de la gente el centro de investigación de Tennessee seguía siendo la Granja de Cuerpos. Se encontraba en Knoxville, era una sección del Centro de Antropología Forense de Universidad de Tennessee y yo había tenido la fortuna de formarme ahí al comienzo de mi carrera. Habían pasado varios años desde mi última visita. Demasiados, a juicio de Tom Lieberman, su director y antiguo profesor mío.

Sentado en la sala de embarque de Heathrow, mientras observaba la lenta y silente danza de los aviones a través de los ventanales de cristal, me preguntaba cómo sería volver ahí. Durante los meses de dolorosa recuperación tras salir del hospital —y durante el período subsiguiente, más doloroso si cabe— la promesa de ese mes de viaje se había convertido en mi meta, en un nuevo comienzo, tan necesario como el aire.

Emprendido el camino, por primera vez me preguntaba si acaso no habría depositado demasiadas esperanzas en él.

Después de hacer una escala de dos horas en Chicago, tomé mi vuelo de enlace; los últimos coletazos de una fuerte tormenta rezongaban aún cuando el avión aterrizó en Knoxville. Enseguida clareó, y para cuando hube recogido el equipaje el sol empezaba a abrirse paso entre las nubes. Al salir de la terminal del aeropuerto para recoger el coche que había alquilado, respiré hondo, paladeando aquella desconocida humedad que impregnaba el ambiente. Las carreteras exhalaban vapor y desprendían ese penetrante olor a asfalto húmedo. En contraste con los cumulonimbos negriazulados que poco a poco se iban retirando, la lluvia confería una viveza deslumbrante a la verde exuberancia de los campos que rodeaban la carretera.

A medida que me acercaba a la ciudad me sentía más animado. «Todo saldrá bien».

Apenas transcurrida una semana, ya no estaba tan seguro. Seguí la pista, que rodeaba un claro en el que se levantaba un gran trípode de madera semejante al armazón de un tipi. Debajo había una plataforma con un cuerpo tendido a la espera de ser levantado y pesado. Abandoné el sendero y —recordando la advertencia de Alana— crucé el claro hasta un lugar donde había, clavadas en el suelo, varias placas de hormigón que por su geometría destacaban en medio del bosque. Debajo había sepultados restos humanos que formaban parte de un experimento destinado a comprobar la eficacia de los georradares en tareas de localización de cuerpos.

Unos metros más adelante había un tipo alto y larguirucho vestido con pantalones chinos y sombrero de explorador que fruncía el ceño mientras examinaba de rodillas el indicador de un tubo que sobresalía del suelo.

—¿Qué tal va? —pregunté.

En vez de levantar la vista, el tipo siguió observando el tubo a través de sus gafas de montura metálica, dándole golpecitos con el dedo.

—¿A que parece fácil detectar un olor tan fuerte? —dijo a modo de respuesta.

El timbre de las vocales revelaba que sus raíces estaban en la Costa Este y no en Tennessee, donde el acento sureño tiende a arrastrarlas. Desde que lo conocía, Tom Lieberman vivía consagrado a la búsqueda de su Santo Grial particular, consistente en analizar molécula a molécula los gases resultantes de la descomposición con el fin de identificar el olor de la putrefacción. Cualquiera que haya encontrado un ratón muerto bajo el armario de su casa sabe que ese olor existe, y de hecho permanece por largo tiempo aun cuando el olfato humano ya ha dejado de detectarlo. Es posible adiestrar a perros para que sigan el rastro de un cadáver al cabo incluso de años de que éste haya sido enterrado. Tom partía de la hipótesis de que debía de ser posible desarrollar un instrumento que cumpliera esa misma función, facilitando así la localización y recuperación de los cuerpos. Pero como todo en esta vida, una cosa era la teoría y otra la práctica.

Se levantó soltando un gruñido que tanto podía indicar frustración como satisfacción.

—Muy bien, ya he terminado —dijo, haciendo un gesto de dolor al oír el crujido de las rótulas.

—Voy a la cafetería a comer algo. ¿Me acompañas?

Tom compuso una sonrisa de envidia y empezó a guardar el equipo.

—Hoy no. Mary me ha preparado unos bocadillos. Pollo con brotes de judías o alguna de esas porquerías tan saludables. Antes de que me olvide, estás invitado a cenar este fin de semana. Se le ha metido en la cabeza que necesitas una comida como Dios manda —dijo haciendo una mueca—. Dice que tienes que alimentarte. En cambio a mí sólo me da comida de conejo. ¿Te parece justo?

Sonreí. Su mujer era una cocinera excelente, y él lo sabía.

—Dile que acepto encantado. ¿Te echo una mano con el equipo? —pregunté mientras se colgaba la bolsa de lona al hombro.

—No, no hace falta.

Sabía que Tom no quería que hiciera esfuerzos. Mientras caminábamos despacio hacia la cancela vi que el peso de la bolsa lo dejaba sin aliento. Cuando lo conocí, Tom tenía ya unos cincuenta años y estaba encantado de poder ayudar a un joven antropólogo forense británico. Pero de eso hacía más tiempo del que hubiera querido, y los años transcurridos habían dejado huella. Esperamos que la gente sea siempre tal cual la recordamos, pero eso, por supuesto, es un imposible. Aun así, había sido chocante ver cómo había cambiado Tom en ese tiempo.

Aún no había hecho público cuándo dejaría su cargo de director del Centro de Antropología Forense, pero todo el mundo sabía que lo más probable era que renunciara antes de finales de año. Dos semanas antes el periódico local había publicado un artículo sobre él que tenía más de homenaje que de entrevista. Si bien aún conservaba aquel aspecto de antiguo jugador de baloncesto, la edad traicionera había añadido cierta decrepitud a una constitución ya de por sí delicada. Tenía las mejillas hundidas, lo cual, sumado a las entradas, le daba un aire ascético y preocupantemente frágil.

Lo que no había cambiado era el brillo de su mirada ni su humor ni su fe en la naturaleza humana, intacta pese a llevar toda una vida escarbando en su lado más oscuro. «Tampoco tú has salido incólume», pensé acordándome de la profunda estría oculta debajo de mi camisa.

Tom tenía su coche familiar en el aparcamiento junto al centro. Nos detuvimos frente a la cancela y antes de salir nos quitamos los guantes protectores y los chanclos que todavía llevábamos puestos. Al cerrarse la barrera detrás de nosotros, nada parecía sugerir lo que había del otro lado. Los árboles que la brisa hacía susurrar detrás de la verja parecían normales e inocuos con sus ramas desnudas teñidas de verde con renovada vida.

Ya en el aparcamiento, saqué el móvil del bolsillo y lo encendí. Aunque ninguna normativa me lo impedía, me incomodaba perturbar la paz y la calma del interior del centro con llamadas telefónicas. De todos modos tampoco esperaba ninguna. Todos los que podrían haberse puesto en contacto conmigo sabían que estaba fuera del país, y la persona con la que más deseaba hablar no iba a llamarme.

Guardé el teléfono mientras Tom abría el maletero y colocaba la bolsa dentro. Hacía ver que respiraba sin dificultad, y yo fingía no darme cuenta.

—¿Te acerco hasta la cafetería? —preguntó.

—No, gracias, iré andando. Necesito hacer un poco de ejercicio.

—Tu disciplina es admirable. Me avergüenzas. —Se interrumpió al sonarle el móvil. Lo sacó y miró la pantalla—. Perdona, tengo que atender esta llamada.

Lo dejé que contestara y me dirigí hacia la salida del aparcamiento. Aunque las instalaciones se encontraban en el campus del Centro Médico de la Universidad de Tennessee, eran completamente independientes de ésta. Camufladas tras los bosques de los alrededores, constituían un mundo aparte. Los modernos edificios y las zonas verdes del concurrido hospital eran un hervidero de pacientes, estudiantes y personal médico. En un banco había una enfermera que se reía junto a un joven con vaqueros; una madre regañaba a una niña que lloraba, y un hombre de negocios mantenía una animada discusión telefónica por el móvil. La primera vez que estuve ahí me costó asimilar el contraste entre la sigilosa putrefacción del interior de la verja y la bulliciosa normalidad del exterior. Ahora apenas lo notaba.

El tiempo hace que nos acostumbremos a casi todo. Subí unas escaleras y tomé el camino que llevaba hasta la cafetería, notablemente satisfecho al constatar que el ritmo de mi respiración normal prácticamente no se había alterado. Apenas había avanzado cuando oí unos pasos corriendo detrás de mí.

—¡David, espera!

Me di la vuelta. Un hombre de mi misma edad y estatura venía corriendo por el camino. Paul Avery era uno de los miembros prominentes del centro y en muchos círculos se lo consideraba ya el sucesor natural de Tom. Especialista en biología ósea humana, poseía unos conocimientos enciclopédicos, y sus enormes manos de gruesos dedos eran tan hábiles como las de un cirujano.

—¿Vas a almorzar? —preguntó al llegar junto a mí. Tenía el pelo ensortijado, de un color entre negro y azulado, y la sombra de la barba le oscurecía el mentón—. ¿Te importa si te acompaño?

—En absoluto. ¿Cómo está Sam?

—Está bien. Esta mañana ha quedado con Mary para ir de tiendas de bebés. Me temo que la tarjeta de crédito debe de estar sacando humo.

Sonreí. No conocía a Paul antes de mi llegada aquí, pero tanto él como Sam, su mujer, que estaba embarazada, se habían desvivido por que me sintiera como en casa. Sam estaba casi al final del tercer trimestre; era su primer hijo, y aunque Paul se empeñaba en mostrarse impasible, ella no hacía el menor amago de ocultar su emoción.

—Me alegro de que hayamos coincidido —continuó—. Uno de mis doctorandos acaba de comprometerse, así que esta noche saldremos unos cuantos a celebrarlo. Será una cosa tranquila, cena y unas copas. ¿Por qué no vienes?

Vacilé. Apreciaba el ofrecimiento, pero la idea de salir con un grupo de desconocidos no me seducía.

—Sam también viene, y Alana, no todos serán extraños —añadió Paul al advertir mis reticencias—. Vamos, será divertido.

No se me ocurrían motivos para negarme.

—Pues… de acuerdo. Gracias.

—Estupendo. Te recogeré a las ocho en tu hotel.

Desde la carretera un coche hizo sonar el claxon. Nos dimos la vuelta y vimos que el vehículo de Tom se detenía junto al bordillo. Bajó la ventanilla y nos hizo señas para que nos acercásemos.

—Acaban de llamarme de la Oficina de Investigación de Tennessee. Han encontrado un cuerpo en una cabaña de montaña cerca de Gatlinburg. Parece interesante. Paul, si no estás ocupado, había pensado que tal vez querrías acompañarme a echarle un vistazo.

Paul sacudió la cabeza.

—Lo siento, esta tarde tengo un compromiso. ¿No puede ayudarte alguno de los estudiantes de posgrado?

—Supongo que sí. —Tom me miró con un brillo de entusiasmo en los ojos. Antes de que despegara los labios ya sabía lo que iba a decir—. ¿Qué me dices, David? ¿Te apetece hacer un poco de trabajo de campo?