Prólogo

LA torre se vino abajo de un solo golpe. Se hizo trizas en infinidad de esquirlas de cristal negro. El llano quedó totalmente cubierto, y todos perdieron la visión por unos instantes.

Más tarde, el polvo acabó posándose, y la mirada vagó a través de un espectáculo inimaginable. La Roca ya no estaba. Había estado allí casi cincuenta años, había oscurecido la existencia de los Perdedores, que seguían hacinados entre sus ruinas, e iluminado la esperanza de los Victoriosos. Ya no obstruía la mirada, que se perdía hasta el horizonte.

Muchos gritaron de alegría. Los repulsivos gnomos, los humanos indignos, los esclavos de las Tierras Libres bramaron con una sola voz.

Yeshol —el mago, el Asesino— lloró.

Después, simplemente, se consumó la matanza.

Hombres y gnomos, caballeros y rebeldes se arrojaron impetuosamente sobre los supervivientes y los masacraron sin piedad.

Yeshol cogió la espada de un soldado caído y luchó sin esperanza. No quería sobrevivir en un mundo sin el Tirano, y sin Thenaar.

El último resto de sol, en el cielo, era rojo. El crepúsculo lo sorprendió solo entre un montón de cadáveres, con el arma todavía en la mano.

En su caso, el destino había decidido de otro modo. Aún estaba vivo. Y por fin era de noche. Su noche.

Huyó, anduvo varios días oculto, pero nunca demasiado lejos de la Roca. Vio como los vencedores hacían prisioneros, jactándose mientras tomaban posesión de aquella tierra.

Muy poco antes, unos días tan sólo, Aster les había prometido que los Días de Thenaar estaban próximos, que el mundo se inundaría de sangre y que sobrevendría un nuevo comienzo.

—Y entonces, llegará la época de los Victoriosos —había concluido Aster con su voz ligera.

—Sí, Maestro.

Ahora, sin embargo, el único hombre en quien Yeshol había creído estaba muerto. Su Guía, su Maestro, El Elegido.

Juró venganza, mientras los vencedores pasaban con carros repletos de despojos de la Roca: los filtros y venenos del laboratorio, los valiosos manuscritos, que Aster amaba más que a su propia vida.

Disfrutad de ello mientras podáis, porque mi Dios es implacable.

Salió de su último escondite. Tenía que huir, escaparse, y así salvar el culto de Thenaar, reconstruir la potencia de los Victoriosos, recomenzarlo todo desde el principio. Tenía que buscar a los hermanos que se habían librado del exterminio.

Pero antes, aún una última cosa.

Caminó por el llano con los pies descalzos. Las esquirlas de cristal negro se clavaron en ellos y empezaron a sangrar.

Llegó al corazón de la Roca. Aunque no hubiera quedado más que un fragmento de muro, sabía que estaba allí, conocía de memoria la planta del edificio.

El trono estaba hecho pedazos en el suelo. El asiento era casi todo astillas, pero el respaldo se alzaba todavía majestuoso de la tierra. No había ni rastro de Aster.

Lo acarició. Sus manos recorrieron las molduras y tropezaron con un jirón de tela manchado de sangre. Sus dedos lo aferraron. Yeshol podía reconocerlo incluso en la oscuridad. Su traje. El que Aster llevó el día de la caída.

La reliquia que buscaba.