33

Fuga por el desierto

LA gran puerta se cerró tras ellos con un ruido sordo. Sí, estaba fuera. ¡Fuera!

Se apoyó un instante en la pared.

Sintió un toque en la espalda.

—¿Estás bien?

Lonerin estaba increíblemente tranquilo y lúcido.

—Vamos.

Iniciaron la fuga por la estepa que se extendía frente al templo. Tendrían que ir todo lo de prisa que pudieran, y poner toda la distancia que les resultara posible entre la Casa y ellos antes de que amaneciera.

Dubhe estaba entrenada, y logró correr a buen ritmo durante una hora aproximadamente, pero Lonerin empezó a experimentar síntomas de fatiga mucho antes. Respiraba cada vez con mayor dificultad y no coordinaba sus movimientos. Ella aminoró la marcha.

—Mejor que camines, o no podrás continuar. Vamos, prueba a ir un poco más despacio.

El mago obedeció, aunque a regañadientes. Estaba totalmente exhausto.

—No… no puedo… más…

—¿A qué hora se despiertan los Postulantes?

Lonerin sacudió la cabeza.

—No lo sé con exactitud… no hay sol… allí abajo… y además…

—Vale, entonces ¿cuánto tiempo antes de que se llene el refectorio para el desayuno?

—Creo que… unas dos horas…

Dubhe miró el cielo. Cinco horas hasta que despertasen, y supuestamente unas seis o siete hasta que diera comienzo la cacería. Sólo disponían de seis horas para desaparecer sin dejar rastro. A pie no podrían conseguirlo, sobre todo dadas las condiciones en que se encontraba Lonerin.

—Sígueme.

El chico no se hizo de rogar.

Estaba claro que no quería convertirse en una carga. Dubhe se percató. Por lo demás, hasta el momento era ella quien había llevado a cabo la mayor parte del trabajo, tanto a la hora de descubrir los planes de Yeshol como de escapar de la Gilda.

—Discúlpame —le dijo de pronto Lonerin—, pero el adiestramiento de los magos no incluye carreras a campo traviesa.

Su voz traslucía cierta amargura.

—No te preocupes. ¿Sabes cabalgar?

Lonerin asintió, más bien sorprendido.

* * *

No tardaron demasiado en llegar a la granja. Dubhe había pasado por delante un par de veces durante el último mes, cuando había ido a buscar a Jenna. Nunca se había fijado demasiado. Además, no era más que uno de tantos caseríos desolados en los límites de la Tierra de la Noche. Pero cuando vio a Lonerin jadeando a consecuencia de la carrera, se le encendió una luz en la cabeza.

—Camina todo lo despacio que puedas —le susurró Dubhe, y él asintió con la misma cara de perplejidad de antes.

Se arrastraron por el suelo, moviéndose con cautela. Avanzaron hasta que estuvieron pegados a las caballerizas. En el exterior había un perro que dormitaba enroscado. Sería difícil hacer lo que pretendían sin despertarlo.

—¿Puedes dormir a quien quieras?

—Sí.

Dubhe señaló al perro.

—¿Y a ése también?

—Sí.

Al decirlo, Lonerin puso una voz extraña.

Dubhe se lo quedó mirando.

—¿A qué esperas? ¡Hazlo!

—No estoy muy seguro de que lo que estás haciendo sea una buena idea…

Dubhe suspiró ruidosamente. Después de lo que le había visto hacer, se había formado una idea algo distinta de él.

—¿Acaso crees que tenemos otra opción?

—No… pero esta gente de aquí, vive de sus caballos…

—Quieres decir que cuando estemos a salvo, si algún día llegamos a estarlo, se los devolverás, ¿no es eso?

Dubhe estaba perdiendo la paciencia, y Lonerin ya no se atrevió a rechistar.

Alzó dos dedos de la mano y recitó una extraña letanía en una lengua que ella no había oído nunca.

—Vamos —dijo al cabo de un momento.

Dubhe miró al perro. No parecía haber cambiado nada.

—¿Estás seguro?

—Puede que a ti no te lo parezca, pero soy un buen mago.

Había un matiz de resentimiento en su voz; la reprimenda de antes debió de haberlo ofendido.

Dubhe sacudió levemente la cabeza. Lonerin ya se había puesto en movimiento, y ella lo siguió de cerca.

Había cuatro caballos. No estaba mal para unas cuadras tan modestas. No debía de ser gente tan humilde, después de todo. Estuvo tentada de comentarlo en voz alta, pero no lo hizo. Lonerin no se lo merecía. La había salvado de Rekla, de no ser por él no habrían logrado salir de su reclusión.

Eran rocines, desde luego no se trataba de caballos de carreras, pero bastaría con que resistieran una noche cabalgando. Por lo demás, la Gilda no tenía la menor idea de la dirección que tomarían. Dubhe se acercó al caballo que le pareció el menos viejo de los cuatro. Le acarició el morro y el animal se despabiló lentamente. La chica sintió una especie de inquietud que le ascendía desde lo más profundo de su estómago, como una tenaza que le oprimía las vísceras. Tuvo que inspirar profundamente.

Lonerin se volvió.

—¿Seguro que va todo bien?

—Sí, debe de ser por la carrera de antes.

Él había escogido bien, su caballo tenía buen aspecto.

—No tenemos tiempo de ensillarlos, tendremos que cabalgar a pelo.

Lonerin se agarró instintivamente a la crinera. Posiblemente nunca había montado así.

—De acuerdo.

—Pero primero…

Dubhe inspeccionó la cuadra. Necesitaba proveerse de comida, era algo ineludible. Había una especie de altillo y la muchacha se subió. Aquel lugar le recordaba su casa de Selva. Encontró manzanas, unos pedazos de carne y queso.

«Dubhe, ve a la despensa y tráeme unas manzanas».

La voz de su madre le llenó los oídos, vívida y presente, como si se encontrara allí, a un paso de ella. Sacudió la cabeza, como hacía siempre que quería ahuyentar un pensamiento molesto, y robó todo cuanto pudiera serles de utilidad para el viaje.

Bajó, y dispuso todas las provisiones enrolladas en la capa. Cuando subieron a los caballos, Dubhe sintió una extraña fatiga.

«Estoy demasiado cansada, no es normal», pensó, pero apartó aquella sensación de su mente. Aunque así fuera, la prisa los acuciaba, al igual que los sicarios de la Gilda, dispuestos a todo con tal de volver a echarles el guante.

Salieron de la cuadra a toda velocidad, y cuando pasaron junto al perro éste ni siquiera movió un músculo.

Se lanzaron a galope tendido mientras un perfumado viento primaveral les azotaba la cara.

—¡Tenemos que correr al máximo, o no lo conseguiremos! —gritó ella, y Lonerin se pegó a la cruz del caballo. Estrechó convulsamente las piernas en torno a los flancos del animal y se agarró a las crines con las manos crispadas.

* * *

Cabalgaron a rienda suelta durante toda la noche, llevando a sus monturas casi al límite. Al principio siguieron un recorrido errático. Era cierto que de ese modo tendrían que invertir más tiempo, pero la Gilda era muy buena siguiendo rastros, y ellos, por desgracia, habían dejado bastantes. Era mejor mantenerlos engañados un poco más.

Los sorprendió el alba. Dubhe nunca se habría imaginado que serían capaces de dejar atrás la Tierra de la Noche en tan pocas horas, de modo que casi se sintió esperanzada cuando vio como el cielo cambiaba de color en lontananza.

Estaban cerca de la frontera y la noche perpetua ya empezaba a ceder el paso a los primeros rayos de sol. Ante ellos se extendía la vasta planicie de la Gran Tierra.

—¿Adónde hemos de dirigirnos?

Dubhe había oído hablar del Consejo de las Aguas, pero el lugar donde se reunían se mantenía en secreto.

—A Laodamea, yo trabajo para el Consejo de las Aguas. Cuando lleguemos, te diré el lugar exacto al que vamos.

Eso significaba que debían atravesar toda la Gran Tierra: un desierto.

Agua. Dubhe se maldijo. Tendría que haber pensado en ello, pero la noche anterior se había sentido tan trastornada, tan fuera de sí… Mientras pensaba en aquellas desoladas extensiones de la Gran Tierra, se notó la boca seca, y seguía jadeando, como si aún estuviera sin resuello a causa de la carrera. Pero aquello no tenía el menor sentido.

—Tenemos que desviarnos y dirigirnos al Ludanio, al río.

* * *

Llegaron a la orilla del río al amanecer. En otras Tierras el sol ya debía de haber salido. Donde ellos se hallaban, casi en los límites entre la Gran Tierra y la Tierra de la Noche, todo permanecía inmerso en una suerte de sempiterno crepúsculo.

Se detuvieron y se apearon del caballo. A Lonerin le costó algún tiempo volver a sostenerse erguido sobre sus piernas. Esbozó una sonrisa mientras miraba, incómodo, a Dubhe.

Ella le sonrió a su vez. Bajó de su montura y, para su sorpresa, las piernas le fallaron y cayó de bruces al suelo.

Lonerin acudió en su ayuda.

Dubhe se incorporó apoyándose en el flanco del rocín, que en ese momento aprovechaba para abrevar. Lo sintió cuando ya había logrado ponerse en pie. Una punzada de dolor le cortó la respiración; le zumbaban los oídos, y en aquel zumbido podía distinguirse un aullido lejano. Se llevó la mano al pecho.

—Dubhe, ¿qué te pasa?

Lonerin le sujetó un brazo, pero apartó la mano de golpe. Le subió la manga a toda prisa.

—Maldita sea… —murmuró Dubhe entre dientes.

Tenía el brazo caliente, y en su piel el símbolo palpitaba ostensiblemente.

—¿Cuándo te tomaste la poción?

Dubhe trató de recordarlo. Sintió un nuevo pinchazo y una violenta inquietud que trató de reprimir como buenamente pudo.

—Hace cinco días, exactamente.

Era demasiado pronto para sentirse mal.

—Lonerin, no debería sentirme así… no puede ser a causa de la maldición…

—En efecto, no es sólo por eso.

Empezó a llenar la cantimplora que Dubhe le había pasado.

—¿Qué quieres decir?

El mago se volvió hacia la muchacha.

—Existen pociones que provocan cierto grado de adicción. No sé exactamente qué tipo de poción te han dado, pero recuerdo un par de ellas que se ajustarían a tu caso, y ambas ocasionan este tipo de problemas.

Dubhe sentía que la cabeza le daba vueltas, y un arranque de ira inflamó de golpe sus mejillas.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que cuando no tomas el brebaje, tu cuerpo es incapaz de combatir la maldición. Te has habituado a la poción, tu cuerpo no puede contrarrestar los efectos del sello, que, además, tal como ya te dije, han seguido acentuándose.

Dubhe lanzó un grito al cielo y cayó de rodillas.

—Malditos…

Alzó la cabeza y miró con vehemencia a Lonerin.

—Pero tú sabes preparar la poción, ¿no es así? Eres un mago, y además, ésa era parte del trato.

El rostro del chico no dejaba traslucir la menor esperanza.

—Sé cómo se prepara, pero no dispongo de los ingredientes.

Dubhe se abalanzó furiosa sobre él, le sujetó la garganta con una mano y lo derribó. Se detuvo justo a tiempo. La Bestia había alzado la voz. Rodó junto a él y se tendió en el suelo.

—Es el fin… —musitó—. La estoy sintiendo… no podré controlarlo…

Lonerin se puso en pie y recobró el aliento. Sin duda se había dado un buen golpe.

—Debemos apresurarnos. Tenemos los caballos, escaparemos a toda velocidad y llegaremos antes de que sea demasiado tarde.

—No lo conseguiremos nunca… los animales están cansados…

—Si te vuelves peligrosa te adormeceré, como al perro, pero sumiéndote en un sueño más profundo, y te llevaré a Laodamea.

Dubhe se volvió hacia él y lo miró con tristeza.

—No necesito que me consuelen en vano. Dime la verdad. ¿Hay posibilidades?

Lonerin sostuvo su mirada.

—Te lo juro.

Infundía seguridad.

—Has cumplido tu parte del pacto. Ahora me toca a mí.

Ella se puso en pie.

La Bestia seguía allí, acechando, pero resultaba agradable poder contar con alguien de repente.

* * *

El paisaje se fue transformando lentamente ante sus ojos. El sol apareció en todo su esplendor a medida que el terreno iba aplanándose y se volvía cada vez más desolado. Era la Gran Tierra. Si azuzaban un poco los caballos podrían recorrerla entera en cuatro o cinco días. No obstante, mientras durase la travesía estarían totalmente al descubierto, desprotegidos frente a cualquier ataque. Seguir un rastro en aquella extensión desolada de piedras y tierra batida era a todas luces fácil.

Lonerin trató de ahuyentar aquellos pensamientos. En su misión no había lugar para las vacilaciones. Tenía que creer en su cometido, creer hasta las últimas consecuencias, o todo se vendría abajo. Además, nunca habría imaginado que lograría salir de la Gilda sano y salvo y, sin embargo lo había conseguido.

Miró a Dubhe. Todo el mérito había sido suyo: tanto haber descubierto los planes de Yeshol, una tarea que en realidad le correspondía a él, como que hubieran conseguido huir. La observó: tenía la cabeza inclinada y la expresión concentrada. Había estudiado en profundidad los sellos y otras formas de Magia Prohibida, y conocía los efectos de algunas pociones. Ella estaba sufriendo, y mucho. Trataba de mantener el control, pero le suponía un terrible esfuerzo. Crispaba compulsivamente las manos sobre la crinera del rocín.

—¿Voy a morirme? —le preguntó de pronto, mientras el sol descendía lentamente sobre la extensión que estaban atravesando.

—No. Pero ¿qué dices?

Ella lo miró. En el fondo de sus ojos podía entreverse el horror que habitaba en sus entrañas, el monstruo que trataba de poseerla.

—¿Qué pasaría si no me tomase la poción, si no llegásemos a tiempo?

—Te sentirías mal, eso no lo negaré… pero llegaremos.

No quería darle mayores explicaciones. Ya se sentía bastante culpable desde la noche en que se conocieron, cuando, sin demasiados preámbulos, le había dicho que estaba destinada a una muerte segura, una muerte horrible.

—Te doy pena, pero no necesito tu piedad. ¡Sólo necesito que seas sincero conmigo en todo momento!

Lonerin se estremeció, pero no dejó traslucir su inquietud.

La mirada de la chica se había endurecido.

—No necesito la piedad de nadie. ¡Lo que necesito, por el contrario, son tus conocimientos, el maldito filtro que sólo tú sabes preparar, o que uno de esos grandes magos que conoces me libere para siempre del sello!

Guardó silencio y trató de sosegarse.

Lonerin suspiró.

—Depende de cuál sea la poción, tendrás que tomarla siempre, y a intervalos cada vez más cortos. ¡Ésa es la verdad! Si no la tomas, el sello estallará en toda su violencia. Y morirás.

Ella no se alteró lo más mínimo.

—¿Y de cuánto tiempo disponemos?

—Una semana como máximo.

Dubhe dejó escapar una sonrisa teñida de amargura.

—Ya te he dicho qué vamos a hacer, puedo retardar los efectos, durmiéndote, pero estarás como muerta. De este modo podemos alargar el tiempo al menos un par de días.

Le lanzó una intensa mirada.

—¿Y si alguien nos ataca? ¿Y si la Gilda llega mientras yo estoy dormida?

—Yo me haré cargo de la situación.

Estalló en una amarga carcajada.

—No sabes nada de ellos.

De pronto, Lonerin se sintió furioso. Aquella chica menuda, con cara de niña que había crecido demasiado de prisa, despertaba en él toda suerte de reacciones encontradas. Aunque siguiera siendo una desconocida para él, sentía que algo los unía.

—No me subestimes. Además, estoy en deuda contigo, y no pararé hasta que te haya resarcido.

* * *

Cayó la noche, gélida. La Gran Tierra era un lugar extraño, con un clima muy particular. Las antiguas crónicas decían que había sido una zona de esplendorosa belleza antes de que Aster se apoderase de ella, y que siempre reinaba una eterna y suave primavera. Ahora no era más que un inmenso desierto pedregoso, frío durante todas las estaciones del año.

Se detuvieron. Dubhe sacó todo cuanto había cogido de las caballerizas donde robaron los caballos y dividió las provisiones con parquedad.

—Tendremos que apañarnos con esto para todo el viaje.

Su voz sonaba ligeramente ronca. Todos los músculos de su cuerpo empezaban a tensarse como si fueran presa de espasmos; Lonerin era consciente de ello.

Comieron en silencio. El chico se sentía compungido por el destino de su compañera de viaje. Siempre había sido una persona capaz de sentir el dolor de los demás en sus propias carnes; aquella exasperada sensibilidad que lo caracterizaba había sido precisamente la causa de que se iniciase en la magia. Sentía la necesidad de ser útil, de hacer algo. Sentirse impotente le corroía las entrañas, y en ese momento se veía del todo impotente.

Se echaron en el suelo, y Lonerin le cedió su capa a Dubhe.

—No te hagas el caballero conmigo. De mujer, sólo tengo la apariencia —se mofó ella.

—Ya que estás indispuesta, es justo que al menos no pases frío.

—Ya te he dicho que no quiero tu piedad.

—No es piedad, es gratitud.

Dubhe se ruborizó ligeramente y extendió la mano.

—Todo esto sólo lo estoy haciendo por mí.

—Nadie te obligaba a llevarme contigo. Gracias. Hallaré el modo de compensártelo.

La noche transcurrió tranquila y silenciosa. El cielo era de una belleza inquietante. Sólo en el desierto podían verse tantas estrellas.

Lonerin se puso a pensar en Aster, que pudo contemplar todas las noches aquellas vistas desde su torre. Se hallaban en el centro de lo que había sido su imperio. En el suelo aún había esquirlas de su palacio, que el viento había esparcido por toda la Gran Tierra. Y ahora iba a volver, anulando todo cuanto Sennar y Nihal habían hecho para derrotarlo. Aquellos cuarenta años transcurridos desde su muerte serían borrados, como si nunca hubieran existido. Lonerin se preguntó por qué les había tocado vivir tiempos tan oscuros. ¿Por qué el dolor siempre acababa cerniéndose sobre el Mundo Emergido? Evocó la muerte de su madre, el odio contra el que él luchaba todos los días, y pensó en la Bestia que Dubhe llevaba en su interior, tan parecida a sus demonios personales y, sin embargo, mucho más terrible. Y entre aquel marasmo de pensamientos oscuros, sin saber cómo, también emergió la imagen de Theana. Aún conservaba en la boca el sabor de su beso. Era la única esperanza de felicidad, de paz, que había tenido en toda su vida. Acarició la bolsita que llevaba bajo la túnica, en cuyo interior guardaba el mechón de la chica. En su corazón brilló un destello de serenidad.

* * *

Los días pasaron lentos y terribles, igual que su viaje.

El alba se alzaba desde una desigual extensión de piedras, el crepúsculo descendía sobre aquel mismo paisaje, el itinerario discurría a través de un páramo desolado, y cada día parecía igual al anterior. Los caballos estaban exhaustos y a punto de desfallecer, pero Dubhe y Lonerin también estaban extenuados. La única señal de que transcurría el tiempo era el cambio que aquélla iba experimentando lentamente. Él veía cómo su expresión mudaba de hora en hora, su piel se cubría con una leve capa de sudor y fruncía las cejas esforzándose por mantener el control.

Y, entretanto, también pensaba en lo que le esperaba, en el Consejo, en lo que dirían acerca de lo que Dubhe había descubierto. Dohor siempre había sido un peligro inminente, eso lo sabían todos, pero en cualquier caso era un hombre, y siempre se podría ajustar cuentas con él. No así Aster. Aster era una pesadilla que había sido alumbrada por el pasado. Aster era imparable. ¿Qué podían hacer contra él? ¿Y si Yeshol ya lo había invocado? ¿Y si su viaje estaba condenado al fracaso desde el principio?

—¿Estás preocupado?

Dubhe hablaba poco. Daba la impresión de que hacerlo le suponía un gran esfuerzo, y Lonerin respetaba su dolor tratando de dirigirle la palabra lo menos posible. Sin embargo, de vez en cuando cruzaban algún comentario. De algún modo, aquel viaje silencioso y solitario los estaba aproximando.

—Sí.

—Yo también —confesó Dubhe, esbozando una sonrisa.

—Perdona, me imagino que tú ya debes de tener otros problemas…

—A mí Aster también me da miedo —lo interrumpió ella—. El Tirano también puede atemorizar a alguien como yo.

Eso era algo acerca de lo cual Lonerin no había reflexionado aquellos días. Dubhe era una asesina, un sicario. Resultaba difícil de creer, con aquella cara de niñita y aquel cuerpo de joven mujer en flor.

—¿Hace mucho que ejerces ese trabajo?

—Empecé a adiestrarme a los nueve años. Pero, en realidad, antes de entrar en la Gilda nunca había practicado de verdad todo cuanto me habían enseñado. Me dedicaba a robar, fundamentalmente.

Él se había iniciado en la magia a los ocho años. Justo después de que muriera su madre. No había hallado otro camino para sobrevivir. Al principio se trataba de odio puro y duro, y de una promesa de terrible venganza proyectada al futuro. Y después llegó Folwar.

—¿Cómo recibiste el adiestramiento de los Asesinos?

Temió haber sido inoportuno.

—Cuando era pequeña, cometí un asesinato. Maté accidentalmente a un compañero de juegos. A los que son como yo, la Gilda los llama Niños de la Muerte.

En otras circunstancias, Lonerin se habría quedado helado ante una revelación de aquella naturaleza. Pero en ese momento no fue así.

En ese momento, ni siquiera una cosa como aquélla podía asombrarlo. Le pareció extraordinario que la chica —a pesar del dolor que la maldición le infligía— pudiera explicarle con tanta facilidad la historia resumida de su iniciación. Al final se volvió hacia él y le ofreció una sonrisa tensa, que traslucía su sufrimiento.

—Se me hace muy extraño hablarte de todo esto. No son cosas que me guste contar a nadie.

Él sonrió.

—Nos pasamos el día compartiendo la vida y la muerte, ¿no te parece?

Ella le respondió con una fresca sonrisa, truncada de pronto por una punzada de dolor que la obligó a doblarse.

Lonerin detuvo inmediatamente el caballo.

—¿Va todo bien?

A Dubhe le costaba respirar más que antes, y una extraña expresión deformaba su rostro.

—Alguien…

* * *

Lo sintió de pronto, mientras estaba contándole al mago cosas que jamás le había explicado a nadie. Casi había llegado a sentirse tranquila durante unos instantes, y entonces llegó el violento zarpazo de la Bestia, aquella llamada feroz en sus oídos, ensordecedora.

Lonerin corrió hacia ella; su voz le llegó como proveniente de un abismo, extraña, carente de consistencia.

—¿Va todo bien?

—Alguien…

No logró decir nada más. Había un enemigo, lo percibía con una claridad absoluta y, al mismo tiempo, oía aquel canto de muerte que tan familiar le resultaba y que tanto la aterrorizaba. La Bestia estaba despierta.

Empujó a Dubhe con una mano, hasta casi hacerla caer del caballo. Su voz sonaba débil como un eco en el viento.

—¡Vete o no respondo de mí!

Ni siquiera lo miró para cerciorarse de que la había comprendido. Sentía cómo su autocontrol se evaporaba, y en ese instante sólo deseaba sangre.

Sin embargo, advirtió confusamente que los pies del chico habían tocado suelo y estaban pisando las piedras. La había entendido.

Se concentró, cerrando los ojos, tal vez aún pudiera controlarse, reencontrarse. Entornó la mirada, y entre los remolinos de polvo apareció una figura negra, con un puñal en la mano. El resto del mundo desapareció, y sólo quedó un hombre armado frente a ella. La Bestia se apoderó de su cuerpo, y empezó la carnicería.

* * *

Lonerin se había alejado, pero no demasiado, sólo lo justo para no estar al alcance de la ira de Dubhe. Al principio se preguntó de qué podría depender, después vio una figura negra frente a ellos, no muy lejos. Había vivido poco en la Gilda, pero sí lo suficiente para reconocer a un Asesino.

Era un muchacho, y sonreía con arrogancia. Dubhe, por el contrario, temblaba encima de su caballo, jadeaba, y sus músculos, por lo general tan estilizados y elásticos, se hinchaban bajo su piel.

—¡Os he encontrado! ¿Adónde pensabais que ibais? ¡Thenaar tiene ojos en todas partes!

Dubhe permaneció en el caballo, sin moverse. De modo que fue el Asesino quien realizó el primer movimiento.

Saltó hacia la muchacha, tan rápido que su pirueta pareció irreal. Dubhe bajó de su montura de un salto y cayó directamente sobre él. Era más delgada y baja, pero parecía que habría de dominarlo igualmente. Lonerin vio por un lado el cuchillo alcanzándola de refilón en un costado, y por el otro, la sangre densa y negra irrumpiendo con violencia desde la herida.

—¡Dubhe!

Ambos rodaron por el suelo apenas un instante, y entonces ella le saltó encima, como si no estuviera herida, y sacó el puñal.

El joven yacía debajo, y ella lo mantenía en el suelo, bloqueando todos sus movimientos con una sola mano. Estaba aturdido, pero aun así trató de liberarse sin demasiada convicción. Ella gritó —fue un grito que no tenía nada de humano—, y le clavó el puñal con una violencia inaudita. Se lo hundió en el pecho hasta la empuñadura, lo extrajo y volvió a clavárselo, una vez, y otra. La sangre salía a borbotones, y él gritaba y se agitaba. Dubhe lo mantenía sujeto con mano de acero, y el Asesino no tuvo escapatoria.

Lonerin estaba paralizado. Fue un ensañamiento, el festín de un monstruo. Dubhe estalló en una carcajada soez. Su rostro estaba poseído por una alegría demencial, procaz.

Él habría querido escapar, pero no tenía capacidad de reacción. Porque Dubhe estaba allí, en alguna parte, oculta en aquel cuerpo que ya no le pertenecía, y no podía dejarla.

Ella se apartó del cadáver del chico, y empezó a olfatear el aire.

Lonerin lo cazó al vuelo. Su innata sangre fría acudió en su ayuda. Enlazó las manos, cerró los ojos y comenzó a recitar la fórmula. Era una lucha contra el tiempo.

Oyó que Dubhe se acercaba pisando con fuerza, oyó su grito de animal hambriento. Siguió recitando la fórmula, a voz en cuello, mientras notaba como la energía mágica fluía fuera de su cuerpo a través de sus manos unidas.

Entonces sintió una explosión de dolor, como nunca antes había experimentado. Ella. El puñal… ¡Se lo había clavado! El aire no circulaba a través de su garganta, pero a pesar de ello pudo recitar la última palabra de su fórmula, y dirigió su grito directamente a Dubhe.

Sintió cómo la mano que lo había herido disminuía la fuerza que ejercía sobre el puñal, aún clavado en su hombro. Abrió los ojos, no sin dificultad. Por un instante su mirada se encontró con la de Dubhe, que finalmente había vuelto a la normalidad y expresaba un horror indecible.

—Sálvame… —logró musitar con un hilo de voz, y cayó a sus pies, dormida.

Pese a todo, Lonerin suspiró aliviado. Se examinó la herida. Milagrosamente, había recibido la puñalada en la zona superior del hombro y, aunque perdía sangre, el corte no parecía ni profundo ni grave. A continuación comprobó el estado de Dubhe. Estaba herida en un costado, pero aquella herida también parecía más bien superficial. No sin esfuerzo, pudo examinarla con mayor atención. No había ningún órgano afectado. Sólo se veía la piel lacerada a causa de un gran corte.

En cualquier caso, no tenían demasiados motivos para estar alegres. Ambos habían salido bastante mal parados, y aún faltaban dos días de camino hasta Laodamea. Además, sería propio de necios pensar que aquél era el único Asesino que andaba tras su pista. Probablemente sólo fuera el que estaba más cerca.

Y los dos caballos habían huido en el fragor de la lucha.

Lonerin se sentía perdido y confuso. Las terribles imágenes de Dubhe transfigurada saturaban su mente y el dolor palpitaba cruelmente en su espalda. Y además, había perdido las piedras mágicas con las que podría ponerse en contacto con el Consejo de las Aguas.

Alzó los ojos. No había nubes, el sol resplandecía, y además… había algo muy importante, había buitres. Una pareja, a gran altitud en el cielo. Sin duda se habían sentido atraídos por el olor de la sangre. Nunca habría recurrido a aquel encantamiento con los buitres, pero no le quedaba otro recurso.

Llamó a uno de ellos empleando una sola palabra, que pronunció imperiosamente. Aquella simple fórmula ya lo dejó algo fatigado. Estaba muy débil.

El pájaro se posó frente a él, dócil, y lo miró a los ojos durante unos segundos. Se mantenía a la espera, inmóvil.

Lonerin pronunció otras dos palabras, y estuvo a punto de desvanecerse. Si seguía así, se quedaría sin energía para curar a Dubhe.

«Ya pensaré en ello más tarde».

El buitre seguía sin moverse.

—La Gilda quiere resucitar a Aster introduciéndolo en el cuerpo de un semielfo. Recurrirá a una Magia Prohibida. Estamos en la Gran Tierra, me acompaña una aliada, cerca de la frontera con la Tierra del Agua.

Lonerin cerró la fórmula con las señas del lugar adonde el ave tenía que llevar la noticia y la palabra de despedida. El buitre batió las alas y echó a volar.

¿Cuál sería el siguiente paso? Tenían que ponerse en marcha.

«Sálvame».

Dubhe le había dicho: «Sálvame».

No estaba en su mano liberarla de la esclavitud, pero sacarla de allí antes de que muriese desangrada, o de que la Bestia volviera a despertarse, apoderándose para siempre de su mente, era algo que él sí podía y debía hacer.

Examinó de nuevo la herida de la chica. Ya no estaba en condiciones de realizar un sencillo sortilegio de curación.

Se quitó la capa y la usó para extraer una larga banda de tela. Cogió la cantimplora, que aún seguía llevando en bandolera, usó un poco de agua para lavar la herida de Dubhe y empezó a vendársela.

Concluida aquella operación, descansó un poco y bebió. Trató de vendarse el hombro pero sólo lo logró a medias. En realidad, lo más importante era detener la hemorragia, aunque únicamente fuera en parte.

En cuanto reunió las fuerzas suficientes, decidió que era hora de partir. Procuró no mirar el cadáver que yacía en el suelo, cargó a Dubhe sobre su espalda y se puso en pie con gran trabajo.

Caminar le suponía un esfuerzo descomunal, pero lo intentó. Sentía un dolor punzante en el hombro y las piernas apenas lo sostenían debido al cansancio. Pero él siguió adelante. Al menos tenía que intentarlo, por él mismo y sobre todo por Dubhe, que ahora dependía únicamente de él.

Pensó en Theana, en si volvería a verla alguna vez.

Recorrió la desolada planicie hasta el atardecer, exprimiendo sus fuerzas hasta la última gota, arrastrándose cuando no podía avanzar de otro modo.

El crepúsculo fue espléndido, y cuando el sol abandonó definitivamente la tierra, lo hizo proyectando un maravilloso rayo verde, de una tonalidad que Lonerin jamás había contemplado hasta entonces.

Sonrió. Dubhe le había hablado de él, una noche.

—Ya había estado aquí con mi Maestro, cuando aún me hallaba en los comienzos de mi carrera. Una noche que estaba triste, contemplé el espectáculo más fantástico del mundo: el rayo verde en el crepúsculo. ¿Lo has visto alguna vez?

En cuanto anocheció se detuvo. Dejó a Dubhe en el suelo y la cubrió con lo que quedaba de su capa. Se palpó la herida. Como era de esperar, las vendas estaban empapadas. No habían logrado detener la hemorragia.

En ese momento tuvo la certeza de que ya no vería amanecer al día siguiente.