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El comienzo de la historia
El pasado XI
Querida Dubhe:
Sé muy bien que te resultará imposible comprender lo que he hecho. Te conozco mejor que nadie, y tú lo sabes, por eso entiendo cómo te sientes, cuánta perplejidad y cuánto dolor te está provocando mi acto. He escrito estas líneas precisamente para explicártelo. No te pido que me perdones ni me arrepiento de lo que he hecho. Era necesario. Te pido, por encima de todo, que cierres este capítulo de tu vida, que cojas mi recuerdo y mis enseñanzas y te libres de ellos, que los olvides, y que empieces a vivir, como hacías tiempo atrás en Selva.
Estoy cansado, Dubhe, inmensamente cansado. La gente me considera joven, no tengo demasiados años, pero yo siento que me pesan hasta lo indecible. Siento que tengo siglos de edad, estoy agotado. He hecho todo cuanto he podido; si siguiera viviendo, no añadiría nada a la historia de mi vida. Simplemente continuaría arrastrándome, y te arrastraría a ti conmigo. Éste es el primer motivo por el que he decidido morir. Ya no podía más. Ése es el precio que pagamos los asesinos, Dubhe. Aquellos que son como nosotros, que no han conocido otra cosa en la vida, que han visto cómo otros escogen por ellos y los inducen a llevar una existencia que detestan, mueren un poco con cada homicidio. Eres extremadamente joven, pero sé que tú ya has descubierto esa verdad; cargamos con el peso del homicidio, y al final ese peso se vuelve insoportable.
No sólo lo he hecho por cansancio. También lo he hecho por la Gilda. La otra noche maté a un viejo compañero de la Casa. Nos conocíamos desde niños, y es posible que yo lo odiase, y que él me odiase a mí, pero crecimos juntos. Lo he matado porque quería llevarte con él, y tú no te mereces tener el mismo destino que yo. Pero no se asesina impunemente a un miembro de esa secta. Habrían ido a por mí en tropel, no me habrían dejado en paz, nos habrían buscado allí adonde hubiéramos ido. Yo ya no soy capaz de librar esa batalla. No puedo volver a disputar mi alma con la Gilda. Pero si me voy, si muero, serás libre de huir sin el lastre que yo supondría para ti. Te buscarán, sin duda, pero les resultará más difícil. Porque ellos a mí me conocen muy bien, pero a ti no. Si yo me voy, tú serás libre.
Dubhe, has sido lo mejor de estos últimos años. Cuando te encontré, estaba desesperado. No hacía ni un año que había dejado la Gilda. Me resultó muy difícil marcharme. Estuve muchísimos años con ellos, sin conocer otra cosa que el homicidio y el culto a Thenaar. Nací de una de las sacerdotisas de la Gilda, y nunca conocí a mis padres. Fui criado por los Asesinos con la única finalidad de convertirme en un arma, y durante largos años, desde la infancia hasta la madurez, hice todo cuanto me dijeron, pues tenía la convicción de que sus enseñanzas eran verdaderas, sacrosantas.
Matar me proporcionaba placer, me hacía sentir fuerte, y no echaba de menos la vida de una persona normal. Para mí, en la Gilda estaba todo cuanto necesitaba.
El hechizo se rompió por culpa de una mujer. En la Gilda no existe el amor, pero la estirpe de los Asesinos debe continuar.
Ella también era una sacerdotisa. Una sacerdotisa sólo existe para un único fin: ofrecer hijos a Thenaar. Cuando se vuelve infértil a causa de la edad, es sacrificada. Hasta que llega ese día, cada dos años ha de traer un hijo al mundo. Si no lo logra, es asesinada.
Era una chica más bien común, no tenía nada de particular. La Gilda estaba llena de mujeres mucho más hermosas, más despiadadas, más eficientes. Antes de estar conmigo había tenido dos hijos que le fueron arrebatados de su seno en cuanto nacieron. No se quejaba, sabía que ése era su destino. El segundo llegó tras un parto muy difícil, el sacerdote le dijo que era un milagro que pudiera seguir teniendo hijos. Ella no se lo dijo a nadie.
No sé por qué, pero me enamoré de ella. Era ingenua, tal vez fue por eso. Era inocente, una cualidad que yo nunca había poseído, que ni siquiera conocía.
Había matado cuando era una niña, antes de convertirse en sacerdotisa, pero a pesar de ello seguía manteniendo una especie de pureza que me fascinaba. Hicimos el amor por primera vez, y a partir de entonces me derretía cada vez que la veía pasar por la Casa, con su talante soñador y su aire distraído. Ella también me amaba, con tal dulzura y gentileza que aún me resultaba más fascinante.
Al cabo de un mes seguía sin quedarse embarazada; tampoco lo consiguió al siguiente, ni al otro… Transcurrieron cuatro meses sin que se quedara encinta, aunque nos veíamos casi cada noche. Al principio no le dábamos importancia, incluso lo preferíamos así. Cuanto más tiempo retrasase su embarazo, más tiempo podríamos estar juntos. No obstante, el Supremo Guardián habló conmigo y me dijo que una sacerdotisa que no diera hijos no servía para nada, y que si no se quedaba embarazada durante los dos meses siguientes, tendría que matarla.
Nos embargó la angustia. Hicimos el amor desesperadamente, temiendo que cada vez fuera la última, pero transcurrieron los dos meses de plazo y ella no se quedó encinta. Me confesó lo que el sacerdote le había vaticinado un año antes y, entre llantos, se dijo a sí misma que estaba perdida, que todo se había acabado. Por mi parte, sabía a qué atenerme. Tendría que matarla yo, tal como dictaban las normas de aquel lugar.
Decidimos huir. En realidad fui yo quien decidió por los dos. Ella se sentía ligada a aquel lugar por un incongruente sentimiento de gratitud. Era una Niña de la Muerte, su madre había muerto de parto y la Gilda la había recogido cuando aún era un bebé, y no tenía a nadie en el mundo.
La convencí, y tracé un plan muy detallado. Resultaba extraño hasta qué punto el amor había cambiado mis expectativas, se podría decir que estaba echando por la borda todas mis convicciones sobre la Gilda y el homicidio. Ya no quería ser un Victorioso, ya no quería hacer ofrendas a Thenaar. Sólo quería vivir en paz, con ella.
Huimos de noche. No resulta fácil escapar de la Gilda, en absoluto, pero nosotros lo intentamos igualmente. Sin embargo, ella no se sentía bien, no sabría decir exactamente qué le pasaba. Mientras huíamos se cayó, y ellos se le echaron encima de inmediato. No sé qué me sucedió. Cada vez que pienso en ello me pongo enfermo, y mi angustia aumenta con el tiempo. Mis pies fueron más fuertes que mi corazón. Me escapé. No me detuve para salvarla. Mis malditos pies me llevaron lejos de ella, y me condujeron a una vida de miseria.
Más tarde traté de rescatarla, intenté salvarla. Encontré su cadáver entre otros cadáveres, en la fosa común donde la Gilda arroja a sus víctimas. Dejé que muriera, ¿comprendes? La única mujer a la que había amado. La dejé morir por miedo, por desear una estúpida libertad de la que nunca he llegado a disfrutar.
Cuando te encontré, hacía un año que había sucedido. No quería a nadie a mi lado, como bien sabes. Ya había empezado a morir. Estar contigo me ha dado la fuerza para sobrevivir hasta hoy. Durante mucho tiempo has sido mi finalidad, y mi esperanza. Aun así, volví a equivocarme. Mi vida entera es un error, y siempre han acabado pagándolo las personas a las que he amado. Nunca debería haberte llevado conmigo. Tendría que haberlo comprendido por el modo en que me miraste cuando te salvé la primera vez, y todas las demás veces que me has mirado con adoración. Pero yo sentía una necesidad infinita, intolerable, de ti. Necesitaba tu vida para que despertara la mía, necesitaba que me adorases para sentir que aún le importaba a alguien.
Adiestrarte, pervertir tu conciencia, ha constituido un pecado imperdonable, algo que no debería haber hecho jamás. Te he obligado a matar, te he legado mi destino de muerte, lo he cargado sobre tus espaldas, únicamente para no sentirme solo en mi dolor, únicamente para invocar un fantasma.
Cada vez que te miraba, me recordabas a ella. Cuando eras pequeña, eras la hija que ella y yo no logramos tener, la niña que tal vez nos habría permitido estar juntos. Más tarde, en tus ojos he visto sus ojos, en mi mente cada vez se parecían más. Y cuando veía que me amabas, cuando además me lo decías, yo volvía a pensar en ella, y a mi mente acudían unas ideas terribles. Creo que te amo. La amo a ella a través de ti. Y ése es otro motivo por el que debo marcharme.
Yo soy tus cadenas, Dubhe, soy tu ruina. Y tú has de ser libre, como antes de que me encontraras. Sin embargo, me dices que lo soy todo para ti, que sin mí estás perdida. Olvida que me amas, habrá otros hombres a los que amarás más y que sabrán amarte por lo que eres, y no por lo que ven en ti.
Ahora me estoy muriendo, y las cosas vuelven al lugar que les corresponde. Te devuelvo tu libertad, te restituyo tu condición de persona normal. Por eso he querido que fueras tú quien lo hiciera, y por eso he puesto la hoja de terciopelo en la cataplasma. Quería que fuera tu mano la que causara mi muerte, que fueras tú, a quien tanto amo. Recuerda este horror toda tu vida. No quiero que seas un sicario. Ahora pensarás que no tienes elección, que es la única cosa que sabes hacer, pero ¡eso no es cierto, no lo es! Júramelo, Dubhe, júrame que no lo harás nunca. No es trabajo para ti. El destino no existe, Dubhe, ni mucho menos.
Dubhe, te lo ruego, es mi último deseo, si te conviertes en sicario acabarás como yo, devorada por el cansancio, muerta por dentro, y un día tú también buscarás una hierba que te procure una muerte rápida e indolora.
Halla el modo de que la Gilda encuentre mi cadáver. Han de saber que estoy muerto. Tú, por el contrario, huye, cambia de vida y utiliza otro nombre. Durante algún tiempo es mejor que te muevas continuamente, para que pierdan tu rastro, pero al cabo de poco podrás establecerte en algún lugar, empezar de cero.
Confío en ti, me voy serenamente porque sé que saldrás adelante; sólo con que lo desees, sólo con que cortes los vínculos, saldrás adelante.
Olvídame, Dubhe, olvídame y perdóname, si puedes.
SARNEK
* * *
DUBHE está en la cueva. Tiene la carta abierta sobre las piernas. Primero la ha leído de un tirón, acariciando las páginas que el Maestro había tocado, resiguiendo con el dedo su caligrafía. Todo cuanto le queda de él. Después ha releído algunas partes una vez y otra.
Ya no le quedan lágrimas con que llorar. Las ha vertido todas sobre el cuerpo del Maestro, gritando una y otra vez «¿Por qué?», a él y al cielo. Desde las alturas no ha llegado respuesta alguna, ninguna paz, sólo un soledad sin límites.
No comprende. Ahora ya se sabe de memoria aquellas palabras y, sin embargo, no comprende. Aquel gesto desesperado que le ha arrebatado lo único que le quedaba, le parece incomprensible. La desesperación, el sentimiento de culpa, son cosas que siente vagamente. Sólo una cosa le ha quedado del todo clara: no ha bastado con ser una excelente alumna, ni con amarlo tanto, hasta el punto de adorarlo. No ha logrado convertirse en el motivo para que se quedara. El Maestro ha preferido morir a permanecer con ella, no ha logrado conservarlo a su lado.
Piensa en su vida, en su padre, que murió, en su madre, que prefirió olvidarla, en Gornar, que ahora debe de ser un montón de huesos bajo tierra, en el Maestro. Una infinita estela de sangre se extiende a través del arco de sus años de vida. Sólo ha habido desventuras y dolor para aquellos que la han querido, la han formado, y la han ayudado. Rin también murió, y con él todos los del campa mento.
El Maestro ha dicho que no existe el destino, pero entonces ¿qué es todo cuanto ha acontecido, sino destino? ¿Qué es este dolor infinito, esta imposibilidad de sacudirse la muerte de encima?
«Haz lo que él te ha dicho».
Aturdida por el dolor, un poco muerta ella también, sigue las indicaciones del Maestro. Al anochecer, cubierta con la capa y con la cara totalmente oculta por la capucha, acarrea su cuerpo hasta cerca de Makrat. Lo deja junto a las murallas. Alguien lo verá, se apiadará de él y le dará sepultura. Se correrá la voz, todos sabrán que ha muerto. La Gilda también lo sabrá. Y ella desaparecerá.
No sabe qué hará con su vida. Vuelve a la cueva y permanece allí largo tiempo sin ganas de hacer nada.
Todo está exactamente igual que la noche en que él murió. La cataplasma con la que ella misma lo mató aún sigue sobre las vendas. Se ha convertido en un amasijo negruzco y seco que el viento dispersa lentamente por el suelo de la caverna. Está su ropa. Sus flechas, cuchillos, el arco, el puñal. Todo su mundo ha quedado allí. Todo está tan terriblemente vivo que Dubhe no puede creer que el Maestro se haya ido para siempre, que no podrá volver a verlo nunca más.
Pasa largas horas tendida, presente y pasado se confunden. Todo ha vuelto a ser como la noche después de que muriera Gornar.
A veces desearía, cuando menos, ser capaz de odiarlo. Siente que no le faltarían motivos. A fin de cuentas la ha abandonado y, no contento con ello, de algún modo la ha obligado a matarlo. Sin embargo, no lo consigue. Su amor por él ha permanecido intacto en el fondo de su estómago, en su corazón, en su cabeza. Y existe odio, ciertamente, aunque Dubhe se odia más bien a sí misma. Seguro que habría podido hacer alguna cosa, pero no hizo nada.
Con todo, aun estando sumida en el cansancio más extremo, tanto físico como moral, la vida sigue palpitando bajo la espesa capa del dolor. Tal vez a Dubhe le gustaría combatir aquel instinto, querría tumbarse allí, en la cueva donde el Maestro respiró por última vez, y abandonarse ella también. Pero no puede, aquel latido tenaz es más fuerte que cualquier otra cosa, resulta imparable.
Y así, un día tiende la mano hasta un paquete sucio de tierra, que descansa en un rincón y que no se había vuelto a abrir en mucho tiempo. Mareada y con mano temblorosa lo abre, coge el queso y lo mordisquea entre lágrimas.
La vida ha sido más fuerte. Resulta duro de aceptar. Habrá más dolor, Dubhe lo sabe; tal vez, como dijo el Maestro, será como morir poco a poco, pero lo suyo no son los atajos, ni el consuelo fácil. Ella piensa seguir adelante, hasta el final.
* * *
Se queda en la cueva unos días más. El Maestro le recomendó que se moviera, pero no sabe qué hacer. Seguirá viviendo, pero ¿cómo?
El Maestro también le aconsejó que abandonara aquella senda, le dijo «Recuerda este horror toda tu vida», y en su cabeza esas palabras pasan a convertirse en una orden. Lo recordará. Por lo demás, sería imposible olvidarlo. Y escapará, vivirá como una vagabunda. No volverá a tocar su puñal, lo tira, se enfunda el del Maestro y jura sobre su sangre que nunca lo usará.
Y ahora ¿qué puede hacer? No lo sabe. Camina. Por el momento no hace otra cosa. Abandona la casa que ha compartido con él, recorre las aldeas, se dirige al sur. Ya no quiere volver a la Tierra del Sol, que tanto dolor le ha causado siempre.
Sus botas van cubriéndose de polvo, su mochila va vaciándose poco a poco. Se acaba el dinero, y de pueblo en pueblo el hambre va en aumento. Mira la fruta en los puestos, mira por las ventanas de las posadas. Tiene hambre. No sabe qué hacer.
Llega un día en que sus tripas hacen más ruido de lo habitual, y aquel salvaje deseo de vivir que la impulsa se hace sentir con más intensidad que nunca. De modo que, al caer la noche, se cuela en la despensa de una posada. Escala la pared y entra por la ventana. No hace el menor ruido. Su cuerpo recuerda el adiestramiento, y pone en práctica todo cuanto le enseñó el Maestro. Entra en la despensa y come, se abalanza sobre la comida con voracidad, y también se lleva provisiones. Cuando sale ya está a punto de amanecer.
De algún modo, el camino ya está trazado. Primero en un pueblo, luego en otro, y después en las ciudades. Dubhe comprende. No sabe hacer otra cosa. Entrar furtivamente en las casas, en las posadas, en los edificios, y robar. No es algo que le guste, pero tampoco puede decir que le desagrade. Simplemente, no tiene elección. Vivirá como una vagabunda, tratará con todas sus fuerzas de rehuir su destino en la Gilda, y robará. El Maestro se había equivocado. Para poder vivir tendrá que recordar sus enseñanzas, ponerlas en práctica. Y así, comienza la historia.