31
El fin
El pasado X
EL primer homicidio parece haber obrado una suerte de encantamiento. Desde ese día el tiempo transcurre con mayor rapidez, consumiendo la candela de una existencia que ella percibe como más feliz.
Desde aquella noche no ha vuelto a matar, tal como le prometió el Maestro, pero todo ha cambiado, de algún modo. Sigue ayudándolo, hace tratos con los clientes, prepara las armas, pero con una conciencia más dolorosa.
Dubhe ha tomado el dinero que le ofreció el Maestro. Se ha comprado un excelente libro de botánica, lo ha leído con placer. A veces siente una extraña y sutil repugnancia al tenerlo entre sus manos. Las imágenes del hombre que ha matado vuelven con violencia a su mente, y las náuseas paralizan su garganta por unos instantes. Cuando eso sucede, le basta con pensar en el Maestro, y todo pasa. Desde aquella noche, Dubhe piensa en él constantemente. Durante mucho tiempo no ha sabido cómo llamar a esa sensación que le atenaza el estómago cuando piensa en el Maestro. Ahora sabe lo que es. Lo ha entendido todo cuando la ha besado, el primer beso de su vida.
Dubhe ha tenido una educación totalmente distinta de la de las otras muchachas de su edad, y entre sus intereses nunca han estado las muñecas, los juegos o cosas como el amor. Pero ella también ha leído alguna que otra balada, por las noches, a escondidas del Maestro, y ha fantaseado sobre aquellas historias. Sus sentimientos hacia Mathon murieron junto con su vieja vida, pero bastante a menudo, antes de dormirse, sueña que encuentra a alguien de quien se enamora, un homicida como ella, posiblemente.
Ahora, de pronto, ha comprendido que ese hombre es el Maestro.
A veces siente un irresistible deseo de volver a besarlo, una vez, y otra, y de decírselo todo, de preguntarle si él también la quiere, si también él la ama. Pero siempre se acaba reprimiendo. En parte porque él, desde aquel día, no se ha permitido ningún otro gesto de ternura hacia ella; en parte porque tiene miedo. Mientras no le diga nada, todo estará en suspenso, y podrá seguir mirándolo con ojos fervientes, y soñar con que un día se convertirá en su esposa. Si, por el contrario, se lo dijera, él le respondería cualquier cosa, tal vez un «no», y todo acabaría en un instante. Y ella no quiere. Quiere seguir así, amándolo sin pedirle nada a cambio, para siempre.
El Maestro ha empezado a darle dinero por su trabajo.
—Si quieres ser una persona independiente tienes que aprender a administrar tu dinero.
—No estoy muy segura de querer ser independiente, Maestro…
En realidad, sigue temiendo que la abandone, ahora que en realidad ya no es su alumna.
El Maestro hace un gesto de contrariedad.
—Tonterías, más tarde o más temprano deberás y querrás hallar tu camino.
Durante todo aquel período vive ofuscada por su amor hacia el Maestro. En su vida no hay lugar para nadie más. Todo gira alrededor de aquel único tema, todos los demás sentimientos son engullidos por esa pasión sin límites, que la hace sentir como aturdida a todas horas, que priva de contorno y nitidez todo cuanto la rodea.
Él está como siempre, tal vez más frío de lo habitual, aunque Dubhe no quiere admitirlo. Sus ojos la evitan, tiene la mirada triste cada vez más a menudo. Muchas noches ni siquiera se entrena. Más bien suele quedarse delante de la ventana, mirando la oscuridad que reina en el exterior. En verano pasa buena parte de las noches en la orilla de la playa, se limita a mirar cómo el océano asalta la costa y a continuación se retira, siguiendo un ritmo que nadie puede romper. Parece un hombre infinitamente cansado.
Dubhe querría cargar con ese cansancio, con esa tristeza, que su amor fuera capaz de sacarlo de la postración, y darle paz por fin, pues siente que la necesita. Pero es simplemente imposible. Siempre hay algo entre ellos, un muro que los separa, algo que ella no sabe cómo llamar, pero que le produce un dolor infinito.
Así transcurren los días uno tras otro, como las cuentas de un collar. Hasta el día en que alguien aparece en el umbral de su casa.
* * *
Es un día tranquilo, y Dubhe está entrenándose en la arena. Nunca ha dejado de hacerlo, aunque sepa que nunca será un sicario: le gusta poner a punto su cuerpo, y por lo demás ha de estar en forma para poder ayudar correctamente al Maestro.
Es otoño, y sopla un agradable viento fresco que le cosquillea el rostro, lo cual aún hace que el ejercicio resulte más grato. Está meditando, sentada sobre la arena, con las piernas cruzadas, cuando oye unos pasos rítmicos, apenas perceptibles. Abre los ojos por instinto: una figura oscura se recorta contra el cielo de un gris uniforme. Es un hombre delgado, vestido totalmente de negro. Lleva una camisa con las mangas más bien anchas, un chaleco de piel con botones de un azul muy vivo, pantalones más bien pesados y botas altas. En el cinturón, bien a la vista, tiene un largo puñal, también negro.
El hombre mira a Dubhe con insistencia, le sonríe. A ella no le gusta, hay algo terrible y amenazador en aquella sonrisa. El hombre ni se aleja ni se acerca, se limita a mirarla, sin dejar de sonreírle y, entonces, se va tal como ha llegado.
Por la noche, Dubhe sigue sintiéndose inquieta por aquel encuentro. No sabe exactamente lo que la ha asustado, pero se fía mucho de su sexto sentido. Querría hablar con el Maestro, pero no sabría exactamente qué decirle. Por eso guarda silencio, y espera que el desconocido no vuelva más, que sólo se haya tratado de un encuentro fortuito y sin importancia.
* * *
En los días sucesivos Dubhe sigue estando inquieta. Durante los entrenamientos no logra concentrarse, está muy tensa y a punto de estallar. El Maestro lo ha notado.
—¿Hay algo que te preocupe?
Ella alza la mirada fingiendo sorpresa. En realidad se esperaba aquella pregunta.
—Nada.
—Di más bien que no quieres hablar de ello.
—No existe nada de lo que no hablaría contigo, y tú lo sabes.
Eso es cierto.
—Seguro que hay cosas que no me dirías nunca.
Dubhe se sonroja. Se pregunta si el Maestro sabe lo que en realidad le oculta.
—Todo el mundo tiene secretos —sentencia él, y deja escapar un suspiro de alivio.
Espera que la cosa haya acabado allí, pero al día siguiente continúa sintiéndose inquieta, incluso más que antes. Se dice que no tiene motivos para ello, que debe tranquilizarse.
A media mañana llaman a la puerta.
Es un período de inactividad en el trabajo y, por suerte, tanto Dubhe como el Maestro se encuentran en casa. Sin embargo, y como siempre, es ella quien abre.
Se pone rígida al instante. Ante ella está el hombre de la otra vez, con la misma sonrisa maligna dibujada en el rostro.
—Hola, Dubhe. Busco a Sarnek.
Dubhe ni siquiera se pregunta cómo sabe su nombre. Se concentra sólo en el segundo. Sarnek.
La sonrisa en la cara del hombre se amplifica.
—Según parece lo he encontrado.
Dubhe vuelve la cabeza y ve al Maestro a su espalda. Tiene el rostro contraído por la ira y sostiene el puñal con la mano, cuyos nudillos están blancos de estrechar la empuñadura con tanta fuerza.
—¿Qué quieres? —dice entre dientes.
El hombre sigue sonriendo.
—Veo que estás más bien tenso… el cuchillo no es necesario. Como puedes apreciar, yo no lo he sacado.
Pese a aquellas palabras, el Maestro sigue blandiéndolo.
—Apártate, Dubhe.
La chica no se lo hace repetir dos veces. El ambiente se ha vuelto glacial de pronto, y tiene miedo.
—Te repito que guardes el puñal. No he venido a hacerte ningún daño.
—Me disculparás si no te creo.
—Desde luego, estás en tu derecho; no obstante, tú y yo hemos estado juntos durante años. ¿No podrías aceptar mi palabra en nombre de los viejos tiempos?
—La Gilda no tiene palabra.
—Si hubiera querido matarte a ti o a la niña, ya lo habría hecho, ¿no crees? En cambio, he llamado a tu puerta, con el cuchillo y todas las demás armas en su sitio. ¿No te parece una declaración de buenas intenciones?
El Maestro permanece inmóvil durante algún tiempo; mira fijamente al hombre, pero sigue empuñando el puñal, listo para utilizarlo. Deja pasar unos instantes más y finalmente se relaja y depone el arma.
—Te lo repito, ¿qué quieres?
—Hablar contigo.
—No tengo nada que decirte.
—Yo en cambio, sí… Te traigo el perdón.
El Maestro sonríe con sorna.
—No lo necesito para nada.
—¿Eso crees? No obstante, todos estos años no has hecho otra cosa que huir, señal de que temes el castigo.
El Maestro aprieta los dientes.
—Ve al grano.
El hombre sonríe casi benevolente.
—Ése es también mi deseo.
Entra en la casa. Dubhe lo mira con temor. Él le devuelve una mirada oblicua, cargada de extraños sobreentendidos que ella no logra captar.
—Dubhe, vete afuera.
La chica se vuelve de golpe hacia el Maestro.
—¿Por qué?
—¡Porque tengo cosas que hacer! —estalla enfurecido—. Deja de cuestionar mis órdenes, ¿está claro? Yo soy el Maestro, y tú la estúpida alumna. Haz lo que te digo sin rechistar.
Dubhe se siente humillada ante aquel arrebato de furia, pero no le queda más remedio que marcharse.
—¡No quiero verte por aquí antes de un par de horas!
Ella asiente, se detiene en la puerta y finalmente la cierra tras de sí.
Hace siete años que Dubhe vive con el Maestro. Lo han compartido todo, durante esos siete años siempre han dormido juntos, han comido juntos, han pernoctado en habitaciones de posadas, cuevas y casas inverosímiles. Ella lo ama, es el centro de su universo. Y, sin embargo, en siete años nunca ha sabido cómo se llama. Para ella siempre ha sido únicamente el Maestro.
Ahora, de repente, llega un hombre extraño, al que el Maestro odia, alguien de la Gilda, si no ha entendido mal, y lo llama por su nombre: Sarnek. Dubhe juega con un dedo en la arena, y escribe obsesivamente aquel nombre. Sarnek. Sarnek. Un desconocido sabía su nombre y ella no. ¿Qué querrá de ellos? ¿Quién es? ¿Por qué el Maestro la ha echado para hablar con él, y además con tanta brusquedad? No, no el Maestro. Sarnek.
Se pone en pie de un salto. Se siente furiosa, traicionada, y tiene miedo. Corre hacia el mar.
En la arena quedan escritas unas palabras.
«Amo a Sarnek».
* * *
—Basta de protocolo y de chácharas inútiles.
Sarnek y el hombre están bebiendo una infusión sentados el uno frente al otro. Éste parece relajado; Sarnek, en cambio, está tenso, con la mano próxima a la empuñadura del puñal.
—Sigues siendo el de siempre, Sarnek. Dicen que los años y las experiencias cambian a las personas, pero creo que en tu caso no es cierto.
—Dime qué quieres y vete.
—Ya te lo he dicho. La Gilda quiere perdonarte.
—No me lo creo.
—No somos vengativos, míralo así.
—Habéis tratado de darme caza todos estos años, ¿creías que no me había dado cuenta? He tenido que pasar hambre para evitar que me echarais el guante. Sólo pequeños trabajos, manteniendo siempre un perfil bajo…
—Cuando te marchaste sabías que sería así.
—Sé perfectamente que para vosotros soy una vergüenza, una desafortunada mancha en vuestro inmaculado plan. ¿Me equivoco, o sigo siendo el único que ha logrado escaparse en vuestras propias narices?
Sarnek exhibe una sonrisa feroz, y el otro no parece encajar demasiado bien el comentario.
—El pasado, pasado está, y no nos interesa. Ahora ya eres un Perdedor a todos los efectos, y Thenaar te recompensará como mereces por haberlo traicionado. El lugar que les corresponde a los que son como tú es el más oscuro rincón del infierno.
—No trates de amenazarme con tus embustes de fanático.
El hombre hace chocar la taza contra la mesa, y un poco de infusión se vierte en la madera.
—Si continúas así no me iré nunca, y eso no es lo que quieres, ¿verdad?
—Vamos, continúa.
El hombre vuelve a recuperar el control de sí mismo.
—Como te estaba diciendo, no nos interesas. Para nosotros estás perdido definitivamente. No te equivoques; si te hemos estado buscando por todas partes estos años no era para convencerte de que regresaras sino para matarte.
—Me halagas, sinceramente. ¿Y qué es lo que ha cambiado entretanto?
—La jovencita.
Sarnek cambia repentinamente de expresión. La sonrisa se extingue y recupera el semblante feroz.
—Mantenla al margen de todo esto.
El hombre finge no haberlo oído.
—Ella es una Niña de la Muerte, lo sabes. Está indisolublemente ligada a Thenaar. Por si ello no bastase, tú la has adiestrado según nuestros métodos. Y ahí la tienes, marchitándose… quince años, y aún no ha empezado a ejercer como sicario.
—Mantenla al margen —brama Sarnek—. Ella no es vuestra, es mía.
El hombre se ríe sarcástico, y responde:
—Ya decía yo que no cambiarás nunca… Las mujeres siempre han sido tu perdición…
Rápido como el rayo, Sarnek le aferra el cuello con una mano.
—Cállate.
El hombre no deja de reír, pero alza una mano en señal de paz. Sarnek lo suelta.
—¡No puedes negar la evidencia! Ni siquiera un descreído como tú puede dejar de verlo: Dubhe pertenece a Thenaar. ¿Acaso no reconoces el plan que ha trazado el destino? ¿El modo en que se aproximó al homicidio, cómo te encontró…?
—Mera coincidencia. Ni siquiera la quería a mi lado…
El hombre hace un gesto contrariado.
—Te niegas en redondo a razonar. De acuerdo, tengo claro que abandonaste la fe hace mucho tiempo, y que no tiene el menor sentido tratar de convertirte de nuevo. Entonces, lleguemos a un acuerdo. La Gilda te perdona a cambio de que nos entregues a Dubhe.
Sarnek sonríe amargamente.
—Ni lo sueñes.
—No tienes mucho donde elegir, Sarnek. Si no la entregas, eso querrá decir que tendré que volver aquí, matarte y llevármela. Fin de la historia.
—Inténtalo… te aseguro que no te va a resultar fácil, ni mucho menos. Siempre he sido mejor sicario que tú.
—Sabes que cuando la Gilda programa la muerte de alguien, no hay ninguna esperanza. Si no nos entregas a Dubhe, la cogeremos nosotros, y tú tendrás un final que ni siquiera eres capaz de imaginar…
—¡No! No permitiré que le pongáis la mano encima, ni la abandonaré al mismo tormento que yo tuve que sufrir.
Sarnek le lanza al hombre una mirada cargada de odio, y éste parece inquietarse por fin.
—Dispones de dos días para pensarlo. Después volveremos.
Se pone en pie.
—Piénsalo bien, Sarnek —insiste—. Tu fuiste un Victorioso, sabes de cuántos modos podemos hacer morir a una persona.
Acto seguido, sale por la puerta sin despedirse y deja a Sarnek solo, sentado a la mesa, retorciéndose las manos de la rabia.
—¡Maldición… maldición!
* * *
El Maestro corre por la playa y alcanza a Dubhe en la orilla. La muchacha sabe inmediatamente que ha sucedido algo grave.
—Prepara el equipaje, nos vamos mañana por la mañana.
—¿Qué ha pasado? —le pregunta ella con temor.
—Haz lo que te digo y basta. Ya tendrás tus malditas explicaciones cuando sea el momento.
Dubhe obedece, prepara sus cosas. Por la noche el Maestro sale.
—Si no regreso, escapa. No vuelvas a usar tu nombre ni el mío, ¿está claro? Olvida todo cuanto te he enseñado y comienza una nueva vida. Pero, sobre todo, utiliza un nuevo nombre.
¡Dubhe se asusta muchísimo!
—¿Por qué me dices esto? ¿Qué ha pasado?
—Tranquilízate, tengo que hacer un trabajo.
Ella le echa los brazos al cuello y lo abraza con fuerza.
—¡Tengo miedo, tengo miedo! ¡No vayas!
Está llorando.
Él también la abraza.
—No te preocupes, todo irá bien.
—Tú eres todo cuanto tengo, lo eres todo, y ahora me dices «Si no vuelvo…».
Solloza y lo mira a los ojos tratando de refrenar las lágrimas.
—No me dejes, te lo suplico, no me dejes, yo… yo te…
Él la interrumpe apoyando un dedo en sus labios.
—No lo digas. No lo digas… Volveré al alba.
Es una noche horrible. Dubhe la pasa en pie. No sabe qué hacer para serenarse, llora, trata de sobreponerse, se pega a la ventana. Su hatillo y el del Maestro están sobre la mesa. Lleva la capa puesta.
—Maestro, Maestro… —murmura cuando ya ha caído la noche.
Las horas transcurren pesada, perezosamente; las estrellas parecen clavadas en sus posiciones. Cuando llega el alba, lo hace con desgarradora lentitud, tiñendo el cielo de un blanco lechoso. Con la luz llega la angustia. No hay ni rastro del Maestro. ¿Qué hará si él no vuelve? ¿Qué hará si está muerto? Ni siquiera se atreve a pensar en ello, en esa palabra. Ella también moriría. ¿Qué razón tendría para vivir?
Y, por fin, cuando el cielo ya ha empezado a teñirse de una tonalidad rosa pálido, Dubhe divisa una figura, una figura que le resulta inconfundible.
Se precipita fuera de la cabaña, lo llama por su nombre, ese nombre que el día antes ni siquiera conocía, y se le echa al cuello, llorando. Ambos caen sobre la arena.
Él le acaricia la cabeza afectuosamente.
—Todo está bien, todo está bien.
Cuando se incorporan, Dubhe observa que está manchado de sangre.
—¿Qué ha pasado?
Él sacude la cabeza.
—La mayor parte no es mía.
Pero hay una herida, Dubhe la ve de inmediato, en el brazo.
—Apenas una tontería.
Es un corte. El Maestro está pálido, sudado.
—Yo te la curaré.
—Te he dicho que es una tontería.
—Podría infectarse. Conozco unas hierbas… te curaré.
El Maestro se rinde ante aquellos ojos brillantes de lágrimas.
* * *
Dubhe prepara la mixtura y se la esparce con cuidado por el brazo. Es un corte irregular y profundo; casi se ve el hueso, y ha sangrado bastante. Nunca ha curado heridas de esa naturaleza, pero confía en sus conocimientos de botánica y en lo que ha leído en los libros. Desinfecta el brazo, cose con aguja e hilo y después le aplica el emplasto curativo. Es la primera vez que lo hace, pero ha leído mucho sobre el tema. Él no profiere ni un lamento. Mira el suelo con expresión cansada. No se dicen nada, pero Dubhe sabe que no es necesario. Ha vuelto con ella. Está segura de que el hombre de negro no volverá a molestarlos, está muerto. Cuando por fin ambos están ante dos escudillas de leche, intercambian algunas palabras:
—Aquel hombre de la Gilda ya no es un problema, pero tenemos que marcharnos igualmente.
Dubhe lo mira extasiada. Después de la noche de pánico que ha pasado, no puede creer que él esté allí.
—Como quieras, Maestro.
—Lo que he hecho es muy grave… demasiado grave…
—Todo irá bien mientras estés conmigo —le dice ella, sonriente.
Él también sonríe, pero su sonrisa es triste.
—Nos iremos por la noche.
Parten con las estrellas. Los acoge un cielo frío y despiadado. El Maestro está débil, Dubhe se ha dado cuenta, pero él insiste en seguir andando.
—He matado a un miembro de la Gilda. No me darán tregua. Tenemos que poner toda la tierra de por medio que podamos entre nosotros y ellos.
Dubhe se muerde el labio.
—Pero ¿qué quería?
—Yo abandoné la secta hace años, para ellos soy un traidor. Quería matarme y llevarte con él.
Dubhe baja la mirada. Así pues, era a ella a quien buscaban. Ella y su maldito destino. Lo sabe, es una Niña de la Muerte, es por eso por lo que la reclaman. ¿Acaso nunca cesarán las desgracias que su nacimiento ha acarreado?
* * *
El viaje es largo y agotador, sin interrupciones. Están dirigiéndose hacia la Tierra del Sol, a una nueva casa, según ha dicho el Maestro. El hombre está extenuado, tiene la frente caliente y Dubhe le suplica que hagan un alto.
—Nos va la vida en ello, estúpida muchachita, ¿es que no quieres entenderlo?
El Maestro está nervioso, tal vez a causa del dolor, o de la fiebre. Entonces Dubhe aprieta el paso, hasta el agotamiento. Comprende que lo único que puede hacer es llegar lo antes posible.
Pero entretanto ve cómo el Maestro se consume, la herida tiene muy mal aspecto, y no sabe qué hacer, está desesperada.
—¡Maestro, la herida empeora, se ha infectado, así no vas a poder conseguirlo! ¡Tenemos que parar!
El Maestro no escucha, sigue adelante, con la fiebre cada vez más alta y el paso incierto.
Avanzan, noche tras noche. El paisaje cambia, y Dubhe, aliviada, siente que la meta está próxima. Ya no están tan lejos de Makrat.
El Maestro es quien la guía, aunque está muy mal. Se adentran en el bosque, y acaban en una cueva. En el interior sólo hay un jergón.
—Es aquí —dice el Maestro, con la respiración entrecortada.
—¡Esto no es una casa! —protesta Dubhe—. ¡Aquí no puedes quedarte!
—Es perfecto. Estoy cansado, no me vengas con pamplinas. Aquí al lado debería haber un torrente, ve a buscarme agua.
Dubhe corre hasta el riachuelo, coge el agua y se la lleva. Se pasa la tarde buscando comida y preparándole emplastos curativos.
No parecía una herida especialmente grave y, sin embargo, ha empeorado.
—Maestro, ¿por qué me has hecho esto, por qué? ¿Por qué te tienes que ver así?
Él se limita a sonreír sin responder. Parece más tranquilo. Le acaricia la cabeza a menudo.
—Estos últimos años no sé qué habría hecho sin ti.
Dubhe se vuelve de golpe, con los ojos llenos de lágrimas.
—Yo sin ti no existo, Maestro, ¿lo entiendes? ¡Te quiero, te amo!
Él sigue sonriendo.
—Tonterías, tonterías… —murmura.
Después de cenar, lo embarga un sueño ligero y reparador. Dubhe lo vela toda la noche.
* * *
La chica pasa los siguientes días totalmente consagrada al Maestro. Va hasta Makrat, que no está demasiado lejos, a buscar comida, le prepara un lecho limpio, le da medicinas.
—Cuando salgas, cúbrete bien y asegúrate de que nadie te siga —le recomienda él todos los días, incluso en el delirio de la fiebre.
—Ese hombre está muerto, Maestro, nadie puede seguirnos.
—La Gilda tiene ojos y orejas en todas partes.
Dubhe se entrega en cuerpo y alma a la preparación de las curas, y al cabo de una semana, por fin, el Maestro da señales de mejoría. Ella no cabe en sí de gozo tras comprobar que finalmente la fiebre remite. Está extenuada de miedo y de cansancio, pero es feliz, y sonríe al Maestro.
—Eres toda una sacerdotisa —bromea él, y ella sonríe por primera vez desde que el hombre de negro irrumpió en sus vidas.
Durante los días siguientes se produce una mejoría gradual. El Maestro está muy cansado, pero se recupera. Probablemente, el arma que lo hirió debía de estar ligeramente envenenada, por eso el proceso de curación ha sido tan lento y laborioso.
Son días alegres. Para Dubhe suponen un retorno a la vida. Pronto todo será como antes, incluso mejor, porque ya hace unos días que el Maestro se muestra mucho más afectuoso con ella. No sabe qué es lo que ha cambiado, tal vez el hecho de haber estado tan cerca en un momento tan difícil, o tal vez se deba a lo que le confesó. Porque Dubhe lo recuerda perfectamente, le ha dicho que lo ama. Él le respondió que era una tontería, pero no lo parece, viendo cómo se comporta. De repente comienza a imaginarse un futuro para ambos, empieza a fantasear.
Sin embargo, el Maestro no está tan tranquilo como parece. Abandona a menudo el lecho para hacer un reconocimiento de los alrededores.
—Tienes que quedarte en la cama, o no te curarás nunca —le recrimina ella cuando a veces llega y se lo encuentra de pie.
—Estoy bien, no me hagas de madre.
Un día lo sorprende mientras escribe algo, y en cuanto la ve lo esconde todo de prisa y corriendo. Ella no le pregunta nada.
El Maestro está preocupado a todas horas por si alguien los ha seguido, por si saben dónde se encuentran. Es su obsesión.
—¿Estás segura de que nadie te ha seguido?
—Segurísima.
—Yo puedo vigilar los alrededores, pero el resto…
—No tienes que vigilar nada, ni siquiera los alrededores, sólo debes curarte.
Dubhe sigue aplicándole el ungüento. Lo prepara con sus propias manos todas las noches.
Una noche como cualquier otra, le está esparciendo el preparado por el brazo. Entonces nota que la herida está abierta en un punto.
—Maestro, ¿por qué no te portas bien, aunque sólo sea unos días? La herida está abierta, ¿qué has hecho? —le pregunta ella con voz reprobatoria.
Se espera una respuesta airada, porque al Maestro no le gusta que lo riñan así. Sin embargo no se enfada. Simplemente responde que no ha hecho nada, que más bien se ha dedicado a descansar.
Dubhe procede cuidadosamente, esparce una capa más densa de ungüento allí donde la herida ha vuelto a abrirse, y después lo venda todo. Desde ese momento hay algo que deja de ir bien. Nota que el brazo del Maestro se contrae de una forma rara. Se detiene a comprobar que no se trate de una simple impresión. Pero no es así, el brazo sufre leves temblores.
—Maestro, ¿qué pasa?
Él sigue sonriendo, pero está anormalmente pálido.
—Tiéndeme.
El corazón de la chica parece a punto de explotarle en el pecho, y empieza a latir furioso.
—¿No te sientes bien? ¿Qué tienes?
Mantiene la sonrisa, pero sus dientes empiezan a castañetear.
—No te preocupes, se te pasará en seguida.
Dubhe siente un temor lejano, desconocido, que la llena de horror.
El Maestro tiembla cada vez más fuerte, hasta el punto de que le cuesta hablar.
—Se me acaba el tiempo. En tu almohada hallarás una carta. Léela y haz lo que te digo.
—¿Qué pasa, qué pasa?
Dubhe empieza a llorar. Reconoce aquellos síntomas. Aparecen en su libro de botánica, el que compró con el dinero de su primer homicidio.
—Perdóname. —El Maestro tiene la voz rota, fragmentada—. Era necesario que muriese, y no he hallado otro modo.
La hoja de terciopelo. Uno de los venenos que utilizaba para sus homicidios. Siente tal horror que ni siquiera puede llorar.
—Está todo en la carta. —Las palabras suenan inconexas, confusas.
Dubhe a duras penas logra pronunciar su nombre, y le pregunta por qué, una y otra vez.
El Maestro está sufriendo, lo lee en su cara.
«¡No, no, no!».
—Si yo… me buscarían… siempre… procura… encuentren… cuerpo…
Dubhe lo abraza con todas sus fuerzas, gritando su desesperación frente a aquel gesto que no comprende, que no puede aceptar de ningún modo.
El cuerpo del Maestro se estremece bajo su abrazo. Siente como va quedándose más frío, más rígido cada vez.
El Maestro cierra los ojos y aprieta los labios; una vez más logra pasarle desmañadamente una mano por el cabello, acariciándoselo con torpeza. Ella lo abraza aún más fuerte.
«¡No, no, no!».
Y entonces, como él mismo ha dicho, todo acaba en poco tiempo. Su cuerpo se relaja, la respiración deja de ser trabajosa y se extingue en una última y suave espiración.
Dubhe permanece allí, abrazada a él, sin poder reunir el coraje suficiente para moverse, desesperadamente sola.