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El rostro en la esfera
SEGURA de sí misma, Dubhe enfiló el camino que ya conocía. El corredor que conducía a la biblioteca estaba al lado de la gran estatua de Thenaar, en la sala central del segundo nivel.
Se introdujo en la galería y empezó a recorrerla.
Fue a dar con dos grandes puertas talladas, de ébano. Miró distraídamente las molduras. Parecían relatar una historia, y en cuanto identificó, entre muchas figuras, la de un niño de inquietante belleza, comprendió a qué historia se referían: aquellos batientes mostraban la vida de Aster, reconstruida amorosamente por algún maestro artesano. También aparecía Yeshol en aquella epopeya, representado como un siervo humilde y devoto, el más cercano al enviado del dios Thenaar y a su sufrimiento.
Las puertas estaban cerradas con una gran cerradura de bronce de aspecto muy sólido. Dubhe volvió a arrodillarse y hurgó en sus bolsillos. Extrajo el útil que necesitaba, dándole de nuevo las gracias a Jenna por su gentileza.
La operación resultó más laboriosa que antes, y le llevó más de un cuarto de hora de esfuerzo y sudor. El sonido de la ganzúa actuando sobre los tambores le parecía que podía oírse hasta en el piso superior.
Finalmente el último tambor también se rindió, chirriando a modo de capitulación con el característico clac. Dubhe se incorporó, apoyó la mano en el friso y empujó el batiente. La puerta se abrió sin dificultad, y sin un solo gemido, perfectamente engrasada.
El interior estaba completamente oscuro. La luz del corredor apenas lograba iluminar los primeros metros de un suelo revestido de gruesas losas de piedra. Cerró la puerta tras de sí, y la vela sólo alcanzó a iluminar una pequeña parte de la sala, que debía de ser bastante grande. En el centro había una recia y resplandeciente mesa de ébano. Dubhe se acercó a las paredes. Estaban perforadas por un sinfín de pequeños pasillos muy cortos que conducían a otras estancias. Entre una abertura y la otra vio las consabidas estatuas monstruosas. Allí no había ni la sombra de un libro. Habría que adentrarse en las salas laterales, pero la construcción parecía un auténtico laberinto.
Dubhe exhaló un corto suspiro. No tenía muchas alternativas.
Enfiló el primer pasillo que se abría a lo largo de la pared que había a su derecha. Fue a parar a otra pequeña sala que albergaba una única estantería muy grande, repleta de libros. Sin embargo, eran distintos de los que había visto en la habitación de Yeshol —aquéllos eran todos negros y de aspecto siniestro: éstos, en cambio, tenían colores más variados—, pero coincidían en que eran todos viejos y se veían desgastados por los años, decrépitos, semidestruidos. Las cubiertas estaban confeccionadas con piel y terciopelo, y alguno de aquellos manuscritos sólo constaba de una simple hoja de pergamino doblada muchas veces. Y entonces, Dubhe comprendió que no se trataba de una simple biblioteca, sino del simulacro de un viejo edificio que ya se había perdido, el cadáver momificado de otra biblioteca que ya existía antes de que Nihal destruyese la Roca. Rememoró la primera vez que pasó por la Gran Tierra, años atrás, con el Maestro, el polvo negro que inundaba aquel llano, y pensó en Aster. Aquellos libros venían de allí, de la Roca, de la biblioteca secreta del Tirano.
De repente, la casa adquiría otro aspecto. Le pareció un mausoleo dedicado a un culto insano, una tumba para el espíritu de Aster.
Examinó los títulos de los libros. Historia, casi todos inocuos libros de historia. Algunos los conocía, porque el Maestro los había mencionado. Otros incluso los había leído. Libros de mitología élfica. Dubhe no imaginaba que Aster tuviera intereses tan inofensivos.
Avanzó sala por sala, al tiempo que trataba de recordar por dónde iba pasando. Le parecía reconocer vagamente la planta de la edificación. Las salas podían tener dos, tres o cuatro pasillos, cada uno de los cuales conducía a una nueva sala. Basándose en el número de salas de cada tipología, Dubhe no tardó en reconstruir el mapa general: las salas estaban reunidas en grupos de grandes cuadrados, casi aislados por completo los unos de los otros. Cada uno contaba con dos únicas salas que daban al salón principal, y cada una de esas dos, excepto las de los cuadrados más externos, conducía a su vez al cuadrado adyacente. Así, cada cuadrado sólo podía estar conectado al otro de dos modos: el salón principal y una sola sala del cuadrado precedente. No era un plano especialmente intrincado, sino que, al contrario, se regía por una lógica rigurosa.
Sala tras sala, Dubhe iba desplazándose de un tema a otro. Química y alquimia, lenguas muertas, física, magia élfica. Cuando llegó a la sala de botánica no pudo evitar entretenerse un poco, observando los libros amontonados hasta el techo. Había obras raras que recordaba haber oído mencionar alguna vez, y la tentación que sintió de coger uno de aquellos libros y hojearlo fue realmente grande. Sin embargo, no había llegado hasta allí para eso. Era preferible dejar el menor número de pistas posible y, en consecuencia, abrir sólo los libros que pudieran conducirla a la resolución del misterio. De modo que resistió la tentación, pero siguió repasando los estantes uno por uno, casi en actitud de adoración.
Había oído hablar de grandes bibliotecas, sabía que en Makrat se encontraba la que se consideraba la más grande de su era, toda ella ubicada en una gran torre, y también había oído fabulaciones relativas a la de Enawar, la antigua ciudad arrasada por Aster. En su opinión, la que tenía ante sí no desmerecía a las otras dos.
Se preguntaba si existiría alguna que contuviera tal cantidad de libros antiguos o dados por perdidos, de tomos raros, muchos de ellos incluso autógrafos. Probablemente, Aster había saqueado la biblioteca de Enawar y la había llevado a las entrañas de la tierra, allí donde sólo él, y nadie más, pudiera acceder a todo aquel conocimiento.
También había anaqueles vacíos, destinados evidentemente a libros que Yeshol aún no había encontrado. Eran como órbitas sin ojos, contrastaban con la exuberancia de los otros estantes.
De vez en cuando Dubhe se introducía en alguna sala llena de libros muy distintos, negros como los de la alcoba del Supremo Guardián. Allí se detenía más tiempo, investigando todos los títulos, uno por uno. Eran libros de Magia Prohibida escritos en distintas épocas y por diferentes autores. Podían encontrarse desde tomos muy, muy antiguos, de los que apenas quedaba alguna página desvaída, hasta libros bastante modernos.
Dubhe cogió alguno. Reconoció aquellos cuyo título había leído unas horas antes en el catálogo. Allí estaban. Se sentó en el suelo. Alguien tendría que leerse alguno para tratar de averiguar qué ocultaba Yeshol. De hecho, empezaba a intuir la verdad, pero le parecía absurda, monstruosa. Ni siquiera sabía si una cosa como la que estaba imaginándose podría llegar a ser factible mediante la magia. Ciertamente, Aster había empleado espíritus durante la Gran Guerra, Dubhe había oído hablar de ello muchas veces, pero también sabía con certeza que éstos eran meros recipientes vacíos que el mago que los había invocado llenaba a voluntad, obligándolos a combatir. Lo que ella estaba pensando era muy distinto. Sabía que Aster era poderoso. Que había desarrollado considerablemente la Magia Prohibida, una extraordinaria y terrible herencia que por fortuna nadie había recogido, y que ahora estaba toda concentrada allí, en la biblioteca subterránea. Tal vez él hubiese hallado el modo de hacer lo que Dubhe suponía, tal vez él mismo le había indicado a su siervo predilecto, Yeshol, cómo llevar a cabo el que probablemente fuera su sueño más oculto.
Como era de esperar, leyó acerca de las posesiones de cuerpos.
Las almas están íntimamente vinculadas al cuerpo, de una forma connatural. Hay sacerdotes que siempre han sostenido lo contrario, afirmando que el alma es independiente en varios grados de la materia, llegando incluso a proclamar la total disyunción entre carne y espíritu. No son más que doctrinas falaces propias de sacerdotes embusteros para atraer al pueblo, y así tenerlo sujeto con la fuerza de la superstición y de la credulidad. Sólo la magia, el estudio riguroso y sistemático de la esencia del espíritu y de la materia, puede conducir a la verdad. Pues bien, es necesario que el aprendiz desconfíe de las falsas religiones que quieren sojuzgar la mente e impedir que acceda a la verdad. Y que, por encima de todo, se encomiende sin rémoras a la realidad de la magia.
El espíritu de una zorra no podría existir en otro lugar que no fuese el envoltorio material de lo que llamamos «zorra». La materia es un molde al que el alma da vida, pero el molde a su vez imprime su propio sello al espíritu, y lo determina para siempre. Así, la materia influye en el espíritu, y éste permanece conectado a la materia hasta la muerte, que separa artificiosamente aquello que Thenaar creó como una unidad. En consecuencia, el espíritu de una zorra no puede vivir en el de un lobo y viceversa, so pena de dispersarse y destruirse a los pocos instantes.
El espíritu de una mujer es muy distinto del de un hombre, y el sexo es una materia que, por encima de muchas otras, imprime su sello en las realidades espirituales. Rehasta intentó desunir el espíritu de una mujer de su carne, lo cual, como el aprendiz ya debe de saber, no es inviable, y trató de insuflarlo en el cuerpo vacío de un hombre muerto, pero el experimento no llegó a buen puerto, y el alma enloqueció, abandonando este mundo para siempre.
Existen distintos grados de intolerancia entre materia y espíritu. Un espíritu femenino no sobrevive en el cuerpo de un hombre, pero el espíritu de un niño, hasta cierto punto, puede sobrevivir en el espíritu de un viejo. Sin embargo, las uniones de este tipo siempre resultan falaces; el espíritu no tarda en perder las ganas de vivir, el cuerpo se deteriora rápidamente y la muerte sobreviene en pocas horas.
Las razas, por el contrario, no se toleran entre sí, de suerte que el espíritu de un gnomo nunca podrá sobrevivir ni siquiera unos instantes ocupando el de un ser humano o una ninfa. Los espíritus de los semielfos, en cambio, al participar de la esencia de los elfos y de los humanos, pueden hallar amparo durante algún tiempo en los cuerpos humanos, si bien la supervivencia es, en cualquier caso, muy poco fiable, y apenas dura unos días.
Dubhe sentía calambres en los brazos. La imagen cada vez más vívida de un monstruoso ritual comenzaba a materializarse a medida que iba leyendo sobre magos que hablaban de espíritus insuflados en cuerpos ajenos y otras abominaciones por el estilo. Siguió inspeccionando más salas. A menudo volvía a hallarse en la sala central, lo cual le proporcionaba la certeza de saber que aún no se había extraviado. Estaba empezando a perder la noción del tiempo. Aquel lugar no sólo era un laberinto espacial, sino que, de algún modo, también inducía a confundir el transcurso de las horas y de los minutos. Más tarde o más temprano Yeshol saldría de su estudio del primer nivel y bajaría hasta allí. Tenía que apresurarse.
Decidió detenerse únicamente en las salas de los libros prohibidos. Había muchas, y trataban de un sinfín de temas, como era de esperar, pero ella procuró restringir su búsqueda únicamente a aquellas que tratasen de resurrección y encarnación.
Leyó mucho, y hojeó con cierta sobreexcitación aquellos tomos tan antiguos:
Las investigaciones que he realizado me han llevado a la convicción de que la muerte no es, ni mucho menos, algo definitivo, tal como los hombres comunes la perciben, sino que, por el contrario, podemos vincular nuestro espíritu a nuestro mundo, impidiéndole cruzar las puertas del más allá. Hace algún tiempo descubrí una fórmula que permite atrapar el espíritu de un muerto y vincularlo a un lugar o a un objeto…
Los espíritus así evocados obedecen cualquier orden, porque carecen de voluntad. No se trata, por lo tanto, de una resurrección propiamente dicha, sino de una evocación por medio de la cual el mago es capaz de reproducir en nuestro mundo una imagen del espíritu difunto…
Continuó. Aún no había dado exactamente con lo que buscaba.
Estaba absorta en sus pensamientos cuando reparó en que llevaba mucho tiempo sin regresar a la sala central. Intentó localizar una de las salas laterales del núcleo en que se hallaba, a fin de dar con la salida lo antes posible. Al fin la encontró, no sin dificultad. Pero algo no encajaba. La estructura del conjunto era distinta.
Recorrió diferentes salas, volvió sobre sus propios pasos. No había nada que hacer. La simetría de las otras estancias no se hallaba en éstas. Al fin dio con la sala central. Memorizó el camino y volvió atrás. Sin duda, había salas de más en aquella zona.
¡Cómo agradeció en ese momento el adiestramiento que había recibido del Maestro…! Era capaz de recordar sin problemas las estancias que ya había visitado, de modo que pudo dirigirse sin demora hacia las salas nuevas. En una de las cámaras laterales percibió que estaba cerca de la meta. Había un arco de color rojo oscuro que daba acceso a lo que parecía ser otra sala.
En el arquitrabe podía leerse ASTER, escrito con unos caracteres muy trabajados. Dubhe entró en tromba. En aquella sala los anaqueles estaban repletos de rollos de pergamino, y aquí y allá podía distinguirse algún que otro volumen encuadernado. Todas las obras eran autógrafas de Aster. Los papiros no llevaban ninguna indicación, estaba claro que Yeshol se los conocía al dedillo. Dubhe escogió aleatoriamente, pero era como buscar una aguja en un pajar. Trataban de los temas más dispares, en muchos casos sin la menor relación con la Magia Oscura, sino con otras ramas del saber: alquimia, geografía, usos y costumbres de los pueblos del Mundo Emergido; al parecer, no había tema en el que Aster no estuviera interesado.
Faltaban algunos pergaminos, y los huecos no estaban polvorientos como la armazón de las estanterías, sino lustrosos: debía de hacer poco que habían retirado los rollos. Sin embargo, Dubhe no los había visto en el estudio de Yeshol, lo cual indicaba que debía de existir otro lugar donde el Supremo Guardián trabajaba además de en sus aposentos, posiblemente entre aquellas mismas paredes.
Siguiendo su ronda, llegó a una sala que estaba casi vacía, salvo por un pedestal de caoba situado en el centro. Era un atril, pero no había nada encima, el libro que debería descansar en su superficie no estaba. La muchacha pensó al instante en el grueso libro negro que Yeshol llevaba bajo el brazo la última vez que lo vio.
Al fondo de la sala había una puerta más bien discreta. Dubhe se acercó. La madera estaba deslucida y su cerradura era más bien sencilla. No perdió el tiempo. Trasteó con la ganzúa durante unos segundos, y la puerta se abrió dócilmente.
El interior también estaba oscuro, pero parecía más bien pequeño; la vela lo iluminó sin problemas. Era una nueva sala, con más estantes, aunque había muchos libros descansando en el suelo o sobre un recio escritorio totalmente cubierto de pergaminos. Había una silla, un candelero y nada más.
Se abalanzó con avidez sobre las hojas. Con toda seguridad, aquella pieza debía de ser el segundo estudio de Yeshol, el más secreto.
La misma caligrafía menuda que ya había visto en el otro estudio atestaba las páginas, pero en este caso los apuntes resultaban mucho más confusos. Había frases incompletas, breves notas y signos de exclamación por todas partes.
El espíritu puede ser forzado a ocupar espacios angostos.
Se precisa algo que haya pertenecido al cuerpo de la persona. Cabellos, uñas. Aunque sean fragmentos pequeños. Raramente tejidos.
La pena es la perdición eterna. Para sí y para el alma que ocupa el cuerpo elegido.
¡Fracaso, fracaso! ¡Thenaar, intercede para evitar que todo se pierda!
Había un libro encuadernado en terciopelo azul; tenía el aspecto de un diario. Dubhe se enfrascó profundamente en su lectura. Y se le heló la sangre.
4 de septiembre
Aún estoy buscando la pieza más fundamental. Todo parece estar en su sitio, pero el último tomo, el que contiene la parte más importante del ritual, el que permitirá juntar las piezas que hasta el momento he logrado reunir con tanto esfuerzo, aún no ha aparecido. Dohor ha lanzado a sus hombres por todo el Mundo Emergido, pero todavía no ha obtenido nada. Oh, Thenaar, ¿por qué nuestro proyecto ha de depender hasta tal punto de un descreído?
18 de septiembre
Ya no puedo esperar más. Thenaar sabrá perdonar mi inquietud, todo cuanto hago sólo lo hago por él. He decidido intentarlo, aunque no conozca a fondo el ritual. No es del todo seguro, pero no temo por mi integridad. Merece la pena sacrificarla en aras de este gran Proyecto. Lo único que me ha permitido sobrevivir durante estos largos años de exilio ha sido esta gran esperanza. Lo intentaré, está decidido. Debo, DEBO saber si mis esperanzas son vanas, o si realmente todo cuanto hago tiene un fundamento.
3 de octubre
¡¡¡Fracaso, FRACASO!!! Este siervo inútil ha fracasado en su objetivo, Thenaar, este humilde esclavo te ha decepcionado, Mi Señor. ¡Me atormenta la idea de que todo se haya perdido, por culpa mía, y de mi impaciencia! Rezo con toda mi alma para que aún haya esperanza.
15 de octubre
Sigue vagando suspendido entre este mundo y el otro. Oigo cómo me implora que le dé forma, que lo haga volver a nosotros para así poder consumar su gran obra. Ahora, por fin, puedo. Dohor me ha traído la última pieza, el Libro Negro. Es extraordinario. El genio de Aster no conoce límites. Estoy descuidando todas mis obligaciones para poder leerlo, no salgo de mi estudio. Por fin lo tengo todo claro.
23 de octubre
He dado orden de que busquen al semielfo. Según me han dicho, aún sigue con vida, aunque nadie sabe dónde se halla. En cualquier caso, mis Asesinos lo encontrarán, no me cabe la menor duda. Sin él, sin su cuerpo, no podré dar comienzo al ritual. Era justamente eso lo que faltaba, un cuerpo. Fracasé porque no le proporcioné al espíritu nada en lo que pudiera encarnarse. Cuando pienso en la angustia de los meses pasados, en mi poca fe, siento vergüenza de mí mismo. Debería haber sabido, Thenaar, que tú provees a tus hijos de todo cuanto necesitan para que alcancen la victoria.
4 de noviembre
Prosigue la búsqueda, aunque por desgracia está resultando infructuosa. El hombre al que buscamos no aparece, no ha dejado el menor rastro. Sin embargo, la reina Aires habla de él en sus memorias. No pararemos hasta dar con él.
Todas las noches bajo a verlo a la cámara subterránea, a contemplar cómo fluctúa su espíritu, a deleitarme con su presencia, de nuevo entre nosotros, aunque sea una presencia falaz, incorpórea. Pero pronto dejará de ser así.
Dubhe reaccionó. La cámara subterránea. Ahí estaba la respuesta definitiva. Pero ¿dónde podía encontrarse? Cerró el diario, volvió a depositarlo sobre la mesa procurando dejarlo exactamente como estaba, y al momento se puso a buscar la cámara.
Posiblemente, Yeshol era el único que conocía la existencia de aquella cámara subterránea, así que era más que probable que pudiera accederse a ella desde su estudio. No había puertas, pero tal vez diera con alguna pared doble, algún pasadizo oculto…
Se afanó en registrarlo todo, pero la búsqueda duró poco. Estaba claro que Yeshol se sentía seguro en aquel estudio al fondo de la biblioteca, pues el pulsador que Dubhe estaba buscando, pequeño y redondo, se hallaba justamente debajo del escritorio.
En cuanto accionó el pulsador, la pared con estantes situada tras el escritorio se deslizó sobre unos goznes invisibles y se abrió a una escalera estrecha y empinada. Dubhe descendió lentamente, conteniendo la respiración. La cámara estaba allí, al pie de la escalera. Era apenas una pequeña caverna húmeda y mohosa. Las paredes lucían complejos pentáculos y símbolos mágicos rojos de sangre.
Había un pedestal en el centro, con dos velas encendidas delante. Era un altar. Sobre él había una urna de vidrio, y en su interior una esfera de un tono azul pálido que remolineaba como animada por algún tipo de movimiento interno.
Dubhe se quedó inmóvil en el silencio perfecto de aquel lugar saturado de insano misticismo, de blasfema adoración. ¿Acaso aquello era su espíritu, invocado desde no se sabía dónde? ¿Tal vez aquélla fuera el alma a la espera del cuerpo de un semielfo?
Dubhe se acercó temblorosa y miró la esfera. Al principio le pareció totalmente informe, sólo un globo fluido y latescente. Pero en cuanto sus ojos fueron habituándose a aquella luz pálida, entrevió el secreto de aquel objeto: había un rostro que remolineaba en su centro, un rostro de contornos imprecisos, un rostro cuya expresión podría definirse como sufriente. Aunque confuso, resultaba reconocible. Era un niño, inquietantemente guapo: ojos grandes, rizos vaporosos que enmarcaban un óvalo facial casi perfecto y sutilmente redondeado, con unas largas y agraciadas orejas puntiagudas. Era idéntico a las estatuas que había diseminadas por todas partes en la Casa.
Aster.
Dubhe se llevó la mano al rostro y retrocedió. El niño parecía observarla con ojos líquidos, y su mirada no era iracunda, no expresaba poder. Traslucía una tristeza insondable. Sintió que aquella mirada la aspiraba.
Un ruido imprevisto interrumpió el hilo de sus pensamientos. Oyó un portazo, a lo lejos. Alguien había entrado en la biblioteca. Horrorizada, Dubhe subió la escalera a toda velocidad, volvió al estudio y cerró la puerta de nuevo.
Estaba en una ratonera. Si se quedaba allí, quedaría atrapada.
Salió por la puerta, la cerró de prisa y corriendo y, con manos temblorosas, trató de volver a dejar la cerradura como estaba. Dio gracias a los cielos de que fuera tan fácil de manipular. Ya le llegaba el eco de unas voces en la distancia.
—¿Ya has vuelto a dejarte esa maldita puerta abierta? ¿Cuántas veces tendré que decirte que lo que hay aquí dentro es más valioso que cualquier otra cosa? No existe nada en este mundo que valga más que esta biblioteca, y has de ser cuidadoso, ¿está claro?
Era la inconfundible voz de Yeshol.
Dubhe se pegó a la pared instintivamente, pero sabía muy bien que no iba a servirle de nada.
«La biblioteca es grande, puede ir a cualquier parte, tranquilízate».
Sí, pero en aquella sala estaba el pedestal, y aquella puerta; si estaba realmente destinado a albergar el grueso libro negro, Yeshol iría directamente hacia ella.
—Disculpadme…
—Otros tres días de penitencia, y la próxima vez te aseguro que no seré tan piadoso, ¿está claro?
Efectivamente, se dirigían hacia ella. Yeshol y su joven ayudante.
La chica se trasladó a la habitación lateral y se situó junto a la estantería, en la línea de la puerta. Rezó para que el hombre no pasase de allí. Avanzaba a grandes zancadas.
—Dohor ha preguntado por vos.
—Nos vimos hace poco.
—Me ha dicho que os recuerde que quiere ser informado permanentemente, y que tiene la impresión de que vos no lo estáis haciendo.
—Me citaré con él, entonces. Maldito descreído… sus méritos son innegables, pero esa arrogancia suya resulta en verdad irritante.
Iban derechos hacia ella.
Pasó a la otra sala, corriendo y haciendo el menor ruido posible.
Oyó que los pasos se detenían.
—¿Excelencia…?
Siguió un silencio interminable.
—Nada… me había parecido… nada, en cualquier caso.
Los pasos se reanudaron. Ella se desplazó otras dos salas, con mayor lentitud. Las voces seguían llegándole, pero más atenuadas.
—No quiero ser molestado en toda la noche, ¿está claro? Y tú también debes marcharte cuanto antes.
Dubhe volvió a avanzar, hasta que por fin alcanzó la sala principal. Su respiración era entrecortada. Corrió hacia la puerta. Aún estaba entornada. Un regalo del azar. La abrió con delicadeza y salió.
Cuando emergió de entre las dos estatuas en la sala de las piscinas se sintió casi a salvo. A salvo de Yeshol, pero no de lo que había descubierto: el rostro en la esfera, el espíritu de Aster, dispuesto a sumir de nuevo el Mundo Emergido en el terror.
De pronto, se llevó la mano al rostro y sintió la piel suave bajo las yemas de sus dedos: eran sus facciones. La poción había dejado de surtir efecto. Debía de haber transcurrido mucho tiempo, la sala de las piscinas estaba casi vacía por completo y en las galerías circundantes reinaba el silencio.
Se tapó la cara con la capucha, tanto que ésta casi le impedía ver, y echó a correr de nuevo.
Se cruzó con algún Asesino, pero iba tan de prisa que nadie le prestó atención. Llegó a la sala de los Postulantes y se detuvo de golpe. El centinela estaba allí, adormilado pero aún lo suficientemente despierto para oírla llegar, sentado ante la entrada de la sala. Dubhe profirió una maldición.
Se quedó pegada a la pared. Tenía la mirada fija en aquel hombre, pero su mente cabalgaba a rienda suelta. Los más siniestro relatos de su infancia acerca del Tirano y los Años Oscuros afloraban vívidos, llenando su mente de muertes y estragos. Ciertamente, los suyos no eran tiempos de paz. En sus diecisiete años de vida había asistido a más de una carnicería y, sin embargo, presentía que nunca había sido como entonces, cuando Aster aún era el soberano absoluto de casi todo el Mundo Emergido. Aquellos tiempos representaban el infierno. Pensó en cuán cerca de ella se hallaba el espíritu de aquel monstruo, volvió a visualizar el momento en que las miradas de ambos se encontraron. No era más que un niño, pero cuánto horror le había inspirado su inocencia, su aparente desesperación.
Por fin, el hombre se desperezó, se puso en pie y se marchó dando respingos.
Dubhe se precipitó en el interior de la sala. Se inclinó sobre Lonerin y lo sacudió con firmeza.
Ahora no lo cogió desprevenido. Debía de estar sumido en un sueño poco profundo, pues abrió los ojos y la miró con lucidez.
Al instante le preguntó qué había sucedido. Estaba preocupado.
—Quieren volver a Aster a la vida —dijo ella de un tirón.
Lonerin se quedó sin habla. Clavó la mirada en ella durante unos instantes, como si aún tratara de comprender lo que acababa de decirle, se puso rígido y se esforzó por mantener el control.
—¿Cómo?
—Han invocado a su espíritu, lo he visto en una cámara secreta, bajo nuestros pies. Ahora están buscando un cuerpo donde introducirlo.
Lonerin la miraba con determinación. Él también tenía miedo, pero lo mantenía a raya.
—Debemos notificarlo al Consejo.
Dubhe asintió.
—Huiremos esta noche. De inmediato. Lonerin, si encuentran a esa persona, al semielfo, todo se habrá acabado, ¿lo entiendes?
—Sí, perfectamente, pero ¿cómo saldremos de aquí? ¿Tienes alguna sugerencia?
—Juntos.
Lonerin la miró sin acabar de comprender.
—No nos hallamos lejos del templo, dentro de un rato ya será de madrugada. Con una pizca de suerte no nos toparemos con nadie de la Casa. Saldremos por la puerta principal.
Lonerin asintió al instante. A Dubhe le sorprendió el aplomo y la determinación que demostraba en un momento como aquél.
Se puso en pie y se echó por encima una capa negra idéntica a la de los Victoriosos, aunque más vieja y descolorida. Cubierto con aquella prenda podía pasar prácticamente por un Asesino.
—Vámonos —murmuró.
No fue difícil salir de la sala. Allí todos dormían a pierna suelta, nadie se movió. Una vez fuera, no obstante, de pronto su situación sería mucho más comprometida.
—Haz lo que yo haga —le susurró Dubhe.
Avanzaron pegados a la pared. El corredor estaba débilmente iluminado. No había nadie a la vista. Lo tomaron y corrieron hasta el final. Tampoco había nadie.
Ambos respiraban trabajosamente, pero Lonerin se mantenía tranquilo, concentrado.
La muchacha echó un vistazo al siguiente corredor. El corazón le latía con violencia. Estaba a punto de abandonar la Gilda. Estaba a punto de recuperar su libertad. Con la excitación del momento, aún no había pensado en ello.
Siguieron corriendo. Llegaron al corredor central. Al fondo estaba la escalera que conducía al exterior, al templo. Dubhe se asomó y se quedó paralizada.
—¿Qué pasa? —preguntó Lonerin con un hilo de voz.
—Rekla —murmuró ella.
—¿Quién?
—Una Guardiana que me conoce.
Se volvió hacia el mago.
—Cúbrete el rostro con la capucha, camina con decisión y mantén la cabeza gacha, ¿está claro?
Ella también se caló la capucha, procuró encorvarse y se envolvió por completo en la capa. Inspiró profundamente, dio media vuelta y empezó a caminar en dirección opuesta a la que tendría que haber seguido.
Oyó los pasos discretos de Lonerin tras de sí, y a continuación un denso silencio, en el que apenas se distinguían los sigilosos pasos de su enemiga.
«Lonerin hace demasiado ruido al caminar», se dijo.
Sintió cómo la mujer daba grandes zancadas.
—¿Qué hacéis vosotros aquí?
Dubhe se detuvo. No podía hacer otra cosa. Se volvió lentamente.
—Volvemos del templo, hemos ido a rezar.
La voz de Lonerin sonaba segura, firme.
Rekla asintió.
—Entiendo, un propósito realmente loable. Sólo por eso no os castigaré aunque estéis deambulando a una hora tan intempestiva.
Lonerin inclinó la cabeza, y Dubhe se apresuró a seguirlo.
La Guardiana pasó por en medio de ambos y prosiguió su camino.
—Síguela —musitó la chica.
Anduvieron tras ella a paso lento, entraron en un corredor y se detuvieron.
Lonerin se apoyó en la pared. Dubhe lo oyó suspirar.
—He de reconocer que has tenido sangre fría —le dijo.
Probablemente él sonrió, pero la chica no pudo verlo porque la capucha oscurecía su rostro.
Salieron del corredor y volvieron a ir de inmediato al templo.
Lo atravesaron a toda velocidad.
Ya casi lo habían conseguido. Dubhe abrió la puerta con decisión. Un cielo densamente estrellado les dio la bienvenida.
No se volvió. No se entretuvo. Cruzó la puerta y oyó el apresurado andar de Lonerin tras ella. Estaban fuera, para siempre.