29

Retazos de verdad

AQUELLA noche Dubhe acompañó a Lonerin a su dormitorio. Por primera vez vio el lugar donde vivían los Postulantes. La pestilencia de aquellos cuerpos hacinados era insoportable. Pensó que, realmente, aquel chico tenía que aborrecer a la Gilda para arriesgar su vida y humillarse hasta aquel punto con tal de destruirla. Lo miró mientras entraba en la sala y pensó que en realidad ambos se parecían. Lo retuvo.

—Vendré a buscarte yo. No salgas de aquí.

Lonerin la miró desconcertado.

—¿Por qué?

—Porque eres un Postulante, no sabes moverte bien, y si empezaras a dar vueltas por la Casa darían contigo en seguida. Sólo contactarás conmigo en caso de que el sacrificio sea inminente, pero creo que eso no sucederá hasta dentro de tres o cuatro meses.

Lonerin asintió sin mucha convicción.

—Como quieras… ¿cuándo volveremos a vernos?

—Dentro de una semana, como máximo.

Dio media vuelta y regresó tan rápido como pudo a su aposento.

De nuevo en soledad, apagó su única vela, que se había quedado encendida, y se acostó con la ropa puesta. Trató de controlar la respiración, pero estaba muy agitada.

Nunca se había llegado a creer que la Gilda pudiera librarla de la maldición; estaba convencida de que tratarían de mantenerla todo el tiempo posible en su estado actual, porque así era débil y podían someterla a chantaje. Por el contrario, nunca había dudado de que existiera una cura, ni de que ésta consistiera en tomar la poción que le administraba Rekla.

Sin embargo, no era así. La única solución que había vislumbrado se había desvanecido.

Ciertamente, era posible que Lonerin le hubiera mentido, pero no tenía motivos para hacerlo. Además, la Gilda tenía infinitas razones para ocultarle la verdad. No, Lonerin había dicho la verdad. Lo sabía. No había mejorado, al contrario; la Bestia alzaba cada vez más a menudo la cabeza, la oía jornada tras jornada, cada vez con más intensidad. Pensar en la inutilidad de todos aquellos meses le dolió como un puñetazo en el estómago, y estuvo al borde del llanto. La angustia de aquel período, el embrutecimiento al que había tenido que rebajarse, el sacrificio de aquel hombre… todo había sido en vano, todo era fruto de un terrible engaño.

Pero ahora lo sabía. Ya no cabía la menor duda. Hallaría el modo…

Destruiría aquel lugar, mataría a Yeshol y enterraría bajo una montaña de escombros el culto de Thenaar y de Aster.

* * *

La noche siguiente decidió que ya era hora de tomar la iniciativa. Lo primero que había que hacer era hallar los alojamientos de los Guardianes: si la Gilda estaba tramando algo, y Dubhe tenía firmes sospechas de ello, las respuestas sólo podían encontrarse allí.

Así pues, entrada ya la noche, envuelta en su capa de rigor, volvió a la Sala Grande. La cabeza volvía a darle vueltas y la Bestia del abismo le susurraba persuasiva, pero no iba a permitir que nada la detuviera.

Como ya hiciera la noche anterior, se dirigió a las dos piscinas. Volvió a dar con el pequeño espacio situado entre las dos estatuas. Allí, la oscuridad era casi total. Dubhe se agachó para entrar en aquella especie de tronera y habituar sus ojos a la falta de luz. Al principio todo estaba oscuro, pero al cabo de un rato empezó a distinguir vagamente la silueta de algo que tenía delante. Se trataba de otra escultura, tal como había dicho Sherva, pero no se parecía a la del templo. A un lado se apreciaba la sombra difusa de dos alas; de la cabeza parecía sobresalir una especie de pico y el cuerpo era más bien alargado, posiblemente de serpiente.

Dubhe recorrió la superficie brillante y lisa de la figura, examinándola con los dedos, y lo hizo poniendo mucha atención. Palpó cada saliente, presionó las pequeñas oquedades, tiró de los resaltes y de todo cuanto tuvo a mano, pero fue inútil. No parecía que hubiera nada capaz de activar un mecanismo.

Pasaron las horas sin resultados, hasta que se dio cuenta de que se había hecho tarde. Entonces, unas leves pisadas rompieron el silencio. Apenas tuvo tiempo de reparar en que el ruido no provenía de la sala, sino de detrás de la estatua, exactamente del lugar al que pretendía acceder. Era un rumor de pasos que subían una escalera.

Dio un salto, salió del nicho en que se encontraba y corrió a ocultarse a otra zona en sombra.

Vio con toda claridad cómo la representación del basilisco giraba sobre sus propios cimientos y se abría a un pequeño espacio iluminado. Surgió una figura. Era un Guardián, con los botones del chaleco verdes. Sintió cómo se acrecentaba su rabia. Estaba a un paso de su objetivo pero no había manera de acceder a él.

Volvió a la noche siguiente y fue más de lo mismo. Estaba segura de que la noche anterior no había pasado nada por alto, pero lo examinó todo de nuevo, desde el principio. No había nada que hacer. La estatua era absolutamente sólida, inamovible.

Dubhe se distanció de ella hasta donde le fue posible, tratando de no salirse de la celdilla. Se sentía terriblemente frustrada. Estaba tan furiosa que lo habría destruido todo. Entre otras cosas, a fuerza de permanecer encorvada le dolían las rodillas y la espalda, y todo aquel olor a sangre, cuando ya habían pasado cuatro días desde la última vez que tomó la poción, le hacía sentirse propensa a perder el control.

Recurrió a la vista. Aquella opción le parecía de lo más estúpida, con toda aquella maldita oscuridad reinante, pero lo intentó igualmente. Estaba desesperada. Lo había probado todo. La estatua la miraba burlona, con el pico abierto profiriendo algo que, probablemente, el artesano pretendió hacer pasar por un grito horripilante, aunque a ella en ese momento le parecía más bien una mueca ridícula… ¡El pico! No había mirado dentro de él.

Lo hizo. El pico estaba abierto, la lengua sobresalía apenas. Probó a tocarla. No se movía. Quizá había vuelto a equivocarse…

Intentó presionar más a fondo, con rabia, hasta tocar la garganta del fantástico animal, y entonces… se oyó un clic.

Tuvo que echarse atrás de inmediato, hasta el punto de que un pliegue de la capa casi se queda atrapado en la puerta giratoria.

Detrás de la estatua había una escalera de caracol, tal como se había imaginado. El espacio era estrecho y estaba débilmente iluminado por un par de antorchas.

Sonrió victoriosa, pero sólo por un momento. Bajó los peldaños lentamente. La escalera era muy parecida a la que, desde el templo, permitía acceder a la Casa, pero más húmeda e insalubre. El único aspecto positivo era que, a medida que bajaba, el olor a sangre se atenuaba.

Fue a dar a una sala oval no muy grande. A un lado estaba la consabida estatua de Thenaar, junto con la igualmente insustituible efigie de Aster. El ambiente era opresivo, y al momento Dubhe se sintió muy incómoda. Podían descubrirla en cualquier momento, y entonces sería el fin, para siempre.

Trató de no pensar en ello. Debía concentrarse en su propia misión, cualquier distracción marcaría la diferencia entre vivir y morir.

Miró a su alrededor. Había cinco corredores que no se diferenciaban en nada de los del piso superior de la Casa. Todo era como en los alojamientos de los Asesinos, pero más pequeño.

Decidió que había que recorrerlos todos.

Le dio un vuelco el corazón al acordarse de que uno conducía directamente al aposento de Yeshol. Se quedó petrificada cuando en la puerta leyó SUPREMO GUARDIÁN. Casi se quedó sin respiración.

Sin duda, al otro lado de aquella puerta se encontraban todas las respuestas que Lonerin deseaba, pero cruzarla en ese momento constituiría una locura. Seguramente, el mero hecho de estar plantada allí ya era peligroso. Dio media vuelta.

Recorrió uno a uno los otros corredores, y se detuvo al final del tercero.

Vio un cartel que decía: GUARDIANA DE LOS VENENOS.

Ahí estaba. El lugar que tanto había buscado, la habitación que podría salvarla. Rekla estaba allí, dormía dentro, o tal vez a aquellas horas aún estuviera encerrada en su laboratorio. Ya, el laboratorio. No había ni rastro de él. Tal vez estuviera en otra ala, o tal vez, simplemente, se accediera directamente desde la habitación de la Guardiana.

Siguió, y frente al último corredor había una sorpresa esperándola: conducía a la biblioteca. Dubhe ni sospechaba de su existencia. Nadie le había hablado de ella. Se preguntó si aquél también sería un lugar interesante para visitar. Quizá allí se custodiaba el misterio de la certidumbre de Yeshol en el próximo advenimiento de Thenaar.

Dubhe, indecisa, se detuvo unos segundos ante el umbral. Podría intentar echar un vistazo, pero la puerta estaba cerrada y primero tendría que forzarla, operación que requería herramientas especiales que en ese momento no estaban a su alcance. Además, la noche ya llegaba a su fin y debía volver a su habitación.

Estaba a punto de marcharse cuando oyó un ruido.

Se ocultó rápidamente tras la estatua de Thenaar. Jadeaba. Realmente, le había ido de muy poco.

Exhaló un lento suspiro y se asomó por la estatua.

Entonces vio a Yeshol que volvía justamente de la biblioteca, con el rostro tenso pero como iluminado de alegría y un libro bajo el brazo. Dubhe trató de ver qué libro era, pero le resultó imposible. Sólo logró distinguir que era negro, con unas gruesas cantoneras de cobre en las esquinas. En la cubierta había un complicado pentáculo rojo.

Lo vio desaparecer en dirección a sus aposentos. ¡No la había visto ni oído! Prefirió no entretenerse más y regresó por donde había llegado. El problema surgió cuando se encontró frente a la pared de ladrillos que había al final de la escalera. ¿Qué podía hacer?

Sintió que le faltaba el aire. La pared no presentaba ninguna hendidura, todos los ladrillos eran idénticos. Había caído en la trampa como un ratón. El tiempo seguía corriendo, y no habría de transcurrir mucho hasta que uno de los Guardianes se despertase y saliese.

Palpó la pared con las manos. Tamborileó con los puños encima de cada ladrillo tratando de oír un sonido distintivo, y pegó la oreja a la pared. Todo parecía estar en su sitio.

Su desesperación aumentaba, pero Dubhe luchaba por mantenerla a raya. Optó por emplear la fuerza. Empezó a presionar los ladrillos.

Nada que hacer. Se dejó caer de espaldas sobre el muro. Tenía mil secretos que indagar, pero ya no llegaría a tiempo. Al cabo de una hora, tal vez dos, alguien la encontraría.

«¡No, maldita sea, no!».

Si no se trataba de la pared, entonces debía de ser cualquier otra cosa. Miró a su alrededor febrilmente. No había asideros, pulsadores, nada. Sólo la antorcha…

Se detuvo.

Cogió el soporte de la antorcha. Quemaba, pero no lo bastante para no poder tocarlo. Lo sujetó con firmeza y tiró. La pared se abrió por fin. Dubhe se abalanzó hacia la abertura. Recorrió velozmente el camino en sentido contrario y volvió a su habitación. No se sintió mínimamente segura hasta que se metió en la cama. Se tendió en la oscuridad, con los ojos abiertos.

Tenía que reflexionar sobre algo, algo importante…

Por lo que había visto, Yeshol no dormía por las noches, y permanecía en la biblioteca hasta altas horas de la madrugada. ¿Por qué?

¿Y qué era ese libro que llevaba bajo el brazo?

La noche siguiente se vio obligada a mantenerse inactiva. Tenía que hablar con Lonerin.

Lo fue a buscar a su dormitorio, de madrugada. Fue tan silenciosa al acercarse a él que nadie se percató de su presencia, ni siquiera el muchacho, que seguía durmiendo a pierna suelta.

En cuanto le tocó un hombro, se llevó un buen sobresalto y se incorporó de golpe.

—Tranquilo —le susurró ella.

—Eres tú… estaba teniendo una especie de pesadilla y…

—No hay tiempo para sueños —zanjó Dubhe, y lo puso al corriente de su incursión nocturna.

Lonerin lo escuchó todo con mucha atención.

—¿Y el próximo movimiento? —preguntó al final.

—Entrar en los aposentos de Yeshol.

Lonerin puso unos ojos como platos.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Durante el día, él casi siempre se encuentra trabajando en su estudio del primer nivel, así que la habitación estará vacía. En cualquier caso, sólo es cuestión de estudiar sus movimientos. Pero yo me he de buscar un buen motivo para ausentarme de mis clases diarias. Aquí es donde entras en juego.

Lonerin redobló la atención.

—Poseo bastantes conocimientos de botánica, y sé que las hierbas son la base de vuestros filtros. Necesito que me digas cómo preparar una poción que modifique mi aspecto.

—No tengo muy claro tu plan…

—Tú me darás la fórmula, y yo saldré a procurarme los ingredientes. Puedo hacerlo, porque me han encargado una misión que debo llevar a cabo durante este mes. Saldré, cogeré lo que necesite, volveré bajo otro aspecto, no importa cuál, porque llevaré la capucha bien calada. Lo importante es que sea muy distinta de ahora, digamos que mis facciones serán masculinas. Regresaré a la Casa, volveré allí abajo y entraré en la habitación del Supremo Guardián.

Lonerin la miró con una mezcla de admiración y desasosiego.

—Es muy arriesgado…

—Estoy condenada a muerte. Arriesgaré cuanto sea necesario.

Su voz sonaba gélida, cortante, segura.

—De acuerdo. Yo también debería asumir este riesgo…

Dubhe alzó una mano.

—Dime la poción.

—No tengo con qué escribir…

—La recordaré. Tengo muy buena memoria, forma parte del adiestramiento.

Lonerin se lo indicó todo con precisión, detalló ingredientes y cantidades. No resultaba fácil de memorizar, pero Dubhe sabía que podría conseguirlo. Cuando él hubo acabado, hizo ademán de levantarse. El chico la retuvo.

—Describe el libro que Yeshol llevaba consigo.

—Era un tomo grueso y viejo, con adornos de cobre medio carcomidos por el óxido y un gran pentáculo rojo en la tapa.

Lonerin reflexionó, taciturno.

—¿Lo conoces?

—No lo sé, pero por tu descripción es un libro de Magia Prohibida. Suelen ser libros bastante antiguos, y se dice que la biblioteca del Tirano estaba atestada de ejemplares como ése.

Dubhe sintió un escalofrío helado descendiendo por su espalda.

—¿Crees que era antiguo?

—No lo sé… diría que mucho… y muy estropeado, sobre todo.

Se hizo el silencio. Dubhe sabía que tenía que irse, que el riesgo de ser descubierta aumentaba cada minuto que pasaba allí dentro. Pero había algo que debía decir, lo sabía:

—La Gilda adora a Aster como su profeta.

Lonerin abrió unos ojos como platos, inquieto.

—¿Qué?

—Según ellos, Aster era un emisario de Thenaar, el más grande, y todo el horror que dejó tras de sí no fue más que un intento de culminar los tiempos en que habría de producirse el advenimiento del Dios Negro. En la Casa hay estatuas suyas por todas partes.

Lonerin estrechó con más intensidad el brazo de Dubhe. Profirió una maldición.

—La otra noche no te lo dije… no me acordé…

—No importa… no importa…

La miró, apesadumbrado.

—Debes marcharte de inmediato. Tengo la impresión de que las cosas están mucho peor de como se imaginan en el Consejo.

* * *

Al día siguiente de buena mañana, avisó a Rekla de que no estaría en toda la jornada.

—Debo ver a mi fuente. Puede que no vuelva esta noche.

La Guardiana se encogió de hombros, sarcástica.

—Estás tardando demasiado, y lo sabes. Aquí hay algo raro, pero quiero creer en tu inteligencia. Faltan diez días, y si no lo consigues ya sabes lo que te espera.

Dubhe cerró los puños, se tragó su rabia.

—No temas, sé cuál es mi deber.

—Eso espero.

Salió a toda prisa, consciente de que apenas le quedaba tiempo. Un día para esclarecer el misterio. Y aún tenía que preparar el filtro.

Le habría resultado muy cómodo contar con Tori, pero no tenía tiempo de ir a la Tierra del Sol para que él le preparase lo que necesitaba. Así que se conformó con una pequeña herboristería en una aldea cercana. Por lo demás, las plantas que necesitaba eran bastante comunes.

Más difícil resultó dar con la extraña piedra que Lonerin le había dicho que debía usar, una especie de artefacto mágico bastante frecuente entre los hechiceros. La adquirió en un comercio que vendía instrumental mágico.

—¿Ya está consagrada? —preguntó, tal como le había indicado Lonerin.

El comerciante masculló un «sí».

Finalmente se detuvo en una espesura cercana al templo. Encendió un fuego y preparó los distintos ingredientes. Nunca había hecho magia, hasta entonces sólo había preparado venenos. Para mezclarlo todo usó la ampolla que siempre llevaba consigo y que, en principio, debía contener la sangre de las víctimas.

La poción tenía un color verdusco pálido y era insólitamente densa. No tenía ni idea de qué aspecto adquiriría en caso de que saliera bien, Lonerin no se lo había dicho. Finalmente añadió la piedra, la poción hirvió unos segundos, adquirió una coloración rosada y se volvió transparente de golpe.

Se la bebió toda de un sorbo, sin pensarlo.

No sintió nada. Ni un hormigueo, ni una sensación de malestar. Sólo el sabor a hierbas de aquel brebaje.

«No ha funcionado… y ahora ¿qué?».

Había llevado consigo un pedazo de acero bien reluciente, el único sucedáneo de espejo que tenía en la Casa. Se miró, temerosa.

Vio a un hombre más bien joven, sin afeitar, pelirrojo. Se sobresaltó. Sin embargo, Lonerin ya se lo había dicho: «Haría falta un encantamiento para adoptar una forma precisa. Así, sólo con la ayuda de la piedra de Aule, adquirirás un aspecto que no puedo predecir. Tal vez una persona que conozcas, o un recuerdo. Es un hechizo de auténtico principiante, un mago experto nunca recurre a estos deficientes filtros tan poco controlables».

Le tembló la mano y ocultó el espejo en el regazo.

No era exactamente como el Maestro, pero se le parecía mucho. Lo reconoció en cuanto vio su figura en el acero, y aunque muchos detalles no coincidiesen, su memoria los había corregido y le había devuelto la imagen de aquel hombre al que tanto amó, y que lo fue todo para ella.

Cuando entró en el templo se sintió casi como una profanadora, al hacerlo con aquel aspecto tan similar al del Maestro. En cualquier caso, era por una buena causa.

Cruzó el templo despreocupadamente, se ciñó la capa alrededor del cuerpo y se sumergió en las galerías de la Casa.

No había mucha animación. Ya había transcurrido una buena parte de la mañana y todos estaban ocupados en sus propios quehaceres. Aquellos que tenían una misión habían salido, los que, en cambio, no tenían ninguna, estaban rezando o, más probablemente, ejercitándose en el gimnasio. Otros meditaban en sus aposentos. Mejor así: cuanta menos gente se encontrase, menos explicaciones tendría que dar.

Pasó por delante del estudio de Yeshol en el primer nivel. El joven ayudante que servía al Supremo Guardián en las horas de trabajo estaba ante la puerta, señal de que el viejo estaba dentro. Dubhe se regocijó en su fuero interno.

La Sala Grande estaba medio vacía. Algunos rezaban, ni siquiera había Guardianes a la vista. Dubhe desapareció rápidamente en la oscuridad que reinaba entre las piscinas, abrió la puerta con gran aplomo y desapareció escaleras abajo.

El corazón empezó a latirle con más fuerza en cuanto puso el pie en el segundo nivel. Se demoró en el último peldaño de la escalera de caracol. No se oía el menor ruido. Probablemente no había nadie, tal como ella esperaba.

Recorrió la sala en unas pocas zancadas y, con aparente naturalidad, enfiló el corredor que conducía a la habitación de Yeshol.

Tenía la puerta ante sí, cerrada, inviolable. El misterio estaba tan cerca… justo al otro lado.

Dubhe se quedó quieta. Una vez más, dejó que su oído se concentrase en captar hasta el más mínimo ruido. No oyó nada, ni vibraciones en el suelo, ni crujidos, ni otros sonidos por el estilo. Aquel nivel parecía estar realmente vacío. Había llegado la hora.

Se arrodilló sacó una pequeña ganzúa medio oxidada, un regalo de Jenna. La asaltó la imagen del chico escuálido y agotado vagando por la ciudad, pero la ahuyentó de su mente, mientras su mano introducía con precisión el alambre en la cerradura.

Unas gotas heladas de sudor resbalaron por su frente. Movió las manos con cautela. Giró la ganzúa cuidadosamente. Ésta hizo un clac. El primer cilindro estaba fuera.

Se enjugó con la mano una gota de sudor que se le había quedado prendida en la ceja derecha. Seguía reinando el silencio. Continuó. Hubo otro clac. El segundo estaba fuera.

Estaba a un paso de la habitación. El tercero dio más trabajo, pero al final también cedió con un clac.

Estaba dentro. En plena oscuridad, Dubhe sacó una vela que llevaba consigo y la encendió. Miró a su alrededor. La estancia no era distinta del alojamiento de cualquier otro Asesino. La cama de siempre, con el único lujo de un colchón de hojas secas, un arcón y una estatua de Thenaar. Al lado también había una representación escultórica de Aster, y lo curioso era que ambas efigies eran del mismo tamaño. Evidentemente, Yeshol sentía una particular devoción por el Tirano.

Aparte de aquel detalle, sólo había otras dos cosas que diferenciaban aquella estancia de las demás: unas voluminosas estanterías atestadas de libros y un escritorio en un rincón.

Dubhe se acercó de inmediato a la mesa. Había muchas hojas dispersas, una pluma y un pergamino.

La letra era más bien diminuta y grácil y las hojas estaban saturadas de palabras. También había algún dibujo.

Dubhe trató de leer:

Dos tomos sobre las criaturas artificiales, biblioteca de Aster, de un ropavejero de la Tierra de la Noche.

Páginas sueltas de la Magia Oscura élfica, tratado escrito por Aster de su puño y letra, de Arlor.

La perversión de las almas, en dos tomos encuadernados, Biblioteca de Aster, de Arlor.

Donaciones, por tanto. Libros recibidos de otros, casi todos provenientes de la biblioteca de Aster, escritos por él y catalogados allí. A menudo habían sido entregados a cambio de trabajos, y entonces se indicaba el tipo de trabajo realizado y la víctima.

Echó un vistazo a los papeles. Había obras cuyo donante estaba indicado con un simple «él». Se trataba exclusivamente de obras cedidas a cambio de un homicidio.

Dubhe leyó:

Consejero Faranta

Superintendente Kaler

Reina Aires

Homicidios ilustres, conocidos por Dubhe, terribles, y cuyo ordenante sólo podía ser uno: Dohor. Ningún otro podía ser el misterioso «él». Así pues, las palabras de Toph eran ciertas: Dohor había vendido su alma a la Gilda.

En la última hoja había una anotación en una caligrafía que parecía distinta. En realidad se trataba de la misma letra de antes, la de Yeshol, con toda probabilidad, pero algo más temblorosa, confusa, como si la hubiera escrito alguien embargado por una gran emoción.

La posesión de los cuerpos y la inmortalidad, escrito por Aster de su puño y letra, de Él, Thevorn.

El título no prometía nada bueno. Sin embargo, fue otra cosa la que llamó la atención de Dubhe. ¡Thevorn! Ella había robado en su casa. ¿Eran ésos los famosos documentos que había tenido que robar? Aunque se trataba de pergaminos, no de un libro. Tal vez fuesen páginas sueltas. Pero, sobre todo, ¿qué pintaba la Gilda en todo aquello? ¿Había alguna pieza más en juego?

Recapituló mentalmente. El robo en casa de Thevorn coincidía con su primera indisposición. ¿Sería ése el nexo? Dohor; ¿Dohor tenía algo que ver con su maldición?

Un abismo de hipótesis se abrió ante ella, al tiempo que la embargaba un extraño temor. Se sobrepuso. No tenía tiempo de enfrascarse en especulaciones. No en ese momento. Por encima de todo, tenía que averiguar lo que Lonerin le había pedido.

Se puso a revisar los ejemplares que había en los estantes. No eran más que una infinita sucesión de apuntes que Yeshol había ido tomando a lo largo de los años. Incluían toda la vida de Aster, reunida en cinco compactos tomos.

Dubhe hojeó a toda velocidad las páginas, leyó algún fragmento. La adoración mística que el Supremo Guardián había profesado por Aster —y probablemente seguía profesando— emergía en toda su terrorífica grandeza. La forma casi divinizada que tenía de hablar de él, el arrobamiento con que exaltaba su intelecto, su grandeza, su sufrimiento, el amor que traslucía al describir su condición física…

Otros libros eran tratados de Magia Prohibida, fórmulas que en su totalidad parecían girar en torno a los mismos obsesivos temas: la inmortalidad y la resurrección de los muertos.

Había referencias a algunos tomos de la biblioteca, y solía aparecer otro tema recurrente: la posesión de los cuerpos. Dubhe sabía que Aster había creado a los Fammin, los pájaros de fuego, los dragones negros, gracias a la magia, pero no sabía exactamente cómo.

Tal vez se tratase de alguna forma de posesión, ¿quién sabe?

Pero la respuesta no estaba allí. Se hallaba en los libros que yacían en la biblioteca, la misma biblioteca que Yeshol había creado recopilando con infinita paciencia todos los volúmenes que Aster había reunido en la suya, emprendiendo una obra de reconstrucción de un patrimonio perdido. Allí era donde residía el misterio de la inmortalidad tras el que, al parecer, andaba Yeshol, junto con la solución a los nuevos enigmas que aquella estancia había planteado.

Dubhe se levantó de la mesa. Pegó el oído a la puerta. Sólo oyó un silencio sepulcral. Salió bien envuelta en su capa, volvió a cerrar la puerta tras de sí y dejó la cerradura como estaba.

Sólo le faltaba dirigirse donde con toda certeza residía la verdad.