28
La primera vez
El pasado IX
DESDE que Dubhe ha tomado la decisión, se siente más segura. Los vínculos con el pasado han sido definitivamente cortados, por fin su camino está trazado. Tras el encuentro con su madre cree haber comprendido que ya no hay elección posible. Se sorprende a sí misma al pensar que tal vez todo está realmente establecido desde el principio. El destino. El suyo es matar, convertirse en una asesina y entregarse por completo al Maestro, su única certeza en un mundo regido por el caos.
Y así, emprende un nuevo viaje, nuevas casas y nuevas tierras. Parten la misma noche de la decisión.
—Me gustaría cambiar de aires… —ha dicho ella tímidamente.
El Maestro la ha mirado.
—¿No estás segura de tu decisión?
Dubhe se ha apresurado a sacudir la cabeza.
—No, no, no es eso… es que… resulta difícil… ya que voy a empezar una nueva vida, ¿por qué no hacerlo…?
Al principio han vagado por la Tierra del Sol, un año entero viajando por pueblos y aldeas. Pero ninguna vez se han topado con Selva. Tal vez ya no exista, tal vez no ha existido nunca y sólo vive en los recuerdos de Dubhe. Aquella vida le parece tan lejana, y ella misma tan distinta de entonces, que a duras penas logra darle consistencia a sus recuerdos.
Después han regresado a casa, en la Tierra del Mar. Cuando Dubhe vuelve a ver el océano, siente que el corazón se le expande. Corre por la fina arena hasta el rompiente, como la primera vez, y, como la primera vez, el mar está tempestuoso.
No ha cambiado nada, la casa también se encuentra exactamente en el mismo lugar donde estaba. El mundo del Maestro es éste, un mundo que no cambia, sino que siempre permanece idéntico a sí mismo. Ella cambia considerablemente, ella es la única cosa que se mueve en un horizonte físico. Lo descubre cuando vuelve a meterse en la cama.
Recordaba una cama amplia, cómoda, y ahora se encuentra con un jergón estrecho, en el que sólo logra entrar si dobla ligeramente las rodillas.
Ha crecido, su cuerpo ha cambiado. Lo ve, lo siente y le cuesta reconocerlo. Las caderas son más anchas, las piernas más largas, los pechos se le han inflado de golpe, sin previo aviso. Es la mujer que hay en ella, pugnando por salir, es su condición femenina que una vez al mes llama a la puerta.
A veces se gusta. Se mira en el agua de la tina y se encuentra bonita, con el rostro de niña y los pechos turgentes. Se pregunta ruborizada si podría llegar a gustarle al Maestro, si aquella feminidad suya que apenas despunta podría atraerlo. Si alguna vez tuviera que casarse o amar a alguien, sólo podría ser a él.
Ahuyenta esos pensamientos sacudiendo con fuerza la cabeza, y las gotitas que salen despedidas de su cabello golpetean la superficie del agua y el suelo de alrededor. Porque a veces no quería ser mujer. No quería tener ningún sexo, sólo de ese modo podría servir de verdad y en plenitud al Maestro. Desearía ser como él, cambiar hasta convertirse en su imagen. Letal, elegante como él, eso es lo que le gustaría, pero su cuerpo se lo impide, es un muro que la separa de la persona que más ama.
Y mientras la naturaleza sigue su curso y los años la modelan, el adiestramiento también continúa dando sus frutos. Dubhe ahora ya acompaña siempre al Maestro, y nota que él confía en ella. Los venenos ya los prepara siempre ella y también muchos contratos corren de su cuenta. Únicamente los trabajos de la Tierra del Sol, que aún siguen surgiendo, están por completo en manos de Jenna. Y de vez en cuando viajan allí para un trato provechoso.
Dubhe lo presiente, sabe que el momento se acerca. Pronto le tocará matar a ella. A veces piensa en el tema, en cómo será, qué sentirá. Lo ha visto hacer muchas veces, tantas que ese asunto ahora ya carece de sentido para ella. Pero hacerlo en primera persona es otra cosa, lo tiene claro. Y además está Gornar, que para ella constituye un recuerdo imborrable, una herida que siempre sangra.
Se atreve a asistir a un homicidio, pero no puede mirar al muerto a los ojos. No es capaz. Está segura de que si mirase aquellas pupilas en el último instante de vida se vería a sí misma y a Gornar, y se sentiría inapelablemente condenada.
Piensa en ello. Siempre piensa en ello.
Y entonces llega la acción, de pronto, inesperadamente, tanto para el Maestro como para ella.
Se trata de un trabajo como tantos otros. Lo hará el Maestro, como siempre, y como ya es habitual ella se encarga del contrato.
* * *
Se cita con el hombre en una ciudad próxima. Llueve sin tregua. La capucha de su capa ha resistido un rato, pero ahora está empapada, y cuando entra en la posada donde ha quedado con el hombre para hablar del trabajo, siente escalofríos en la espalda. Tal vez sean los primeros síntomas de una congestión, o tal vez el habitual temor que siente cada vez que acude a negociar la muerte de alguien.
El hombre que tiene delante es bajo, y él también parece asustado. Tiene la cabeza pequeña y calva, y un rollizo cuerpo de niño.
Habla de prisa, ansioso, y mira a su alrededor constantemente.
—No seáis tan circunspecto —le dice Dubhe con su habitual frialdad—. Si os comportáis así, atraeréis todas las miradas.
No hay nada que hacer. Su toque de atención aún lo ha puesto más tenso.
Le cuenta una historia de venganzas en la que Dubhe pronto se pierde. Son minucias entre pequeños potentados, unos estúpidos feudatarios que tratan de hacerse la cama los unos a los otros, al sur, cerca de la frontera, allí donde la guerra ya campa a sus anchas. El hombre es el emisario de un mando intermedio que quiere desquitarse de otro de su mismo rango, y se ha cansado de esperar a que la guerra haga el trabajo por él.
—El hombre que tu amo ha de matar parece tener siete vidas como los gatos, y además es un cobarde, siempre está en la retaguardia, nunca combate en primera línea…
Dubhe se siente aturdida por aquel agitado parloteo, por la mezquindad de todas aquellas historias de pequeños rencores, por todos esos homúnculos convencidos de que podrán hacerse grandes gracias al homicidio.
«Y que haya que asesinar a alguien por semejantes memeces…».
—Decidme lo que tengo que hacer.
El hombre le dice cuándo y cómo.
—Seiscientas carolas.
Usa la técnica habitual, en la que el hombre cae como un pardillo. Finalmente, Dubhe sale del local con un retrato de su víctima y un nuevo trabajo para el Maestro.
* * *
Por la noche se lo cuenta todo al Maestro. El encuentro, la negociación, el trabajo.
—El hombre en cuestión está a una jornada de aquí. Ha dejado el campo de batalla por un permiso, según me ha dicho ese fulano.
El Maestro se rasca la barbilla, pensativo.
—Yo diría que lo primero que hay que hacer es ir al lugar donde se encuentra. Me informaré sobre sus movimientos, y es posible que haya que entrar en contacto con algunos de sus siervos.
—Habrá que partir mañana. El permiso dura una semana, disponemos de poco tiempo y tendremos que espabilarnos.
—Me parece una excelente idea.
Dubhe sonríe. Desde hace algún tiempo, el Maestro tiene en cuenta sus sugerencias y deja prácticamente en sus manos todas las averiguaciones. Se siente orgullosa de esa confianza, y está contenta de poder serle de utilidad, después de todo cuanto ha hecho por ella.
* * *
Durante los días sucesivos Dubhe se lanza de lleno al trabajo.
El Maestro y ella se hospedan en una posada; se presentan como padre e hija, aunque el posadero los había tomado por pareja. El Maestro casi se ha enfadado ante tal insinuación, ella se ruboriza y hasta cierto punto se siente halagada. Por lo demás, el Maestro tampoco es mucho mayor que ella, seguro que no lo bastante para ser su padre.
Se pasa los días explorando, vigilando la casa de la víctima y siguiendo sus movimientos. Informa escrupulosamente al Maestro de todo cuanto averigua. Él sólo toma las riendas de la situación al final, y da los últimos retoques.
Una noche, le explica la estrategia:
—Le tenderé una emboscada en el bosque. Me he puesto de acuerdo con el cochero de la víctima. Lo conducirá a un paraje cercano, un lugar aislado. Y cuando haya acabado, mataré también al cochero.
Dubhe se queda estupefacta al oír la noticia. Conoce a aquel hombre, ha hablado varias veces con él mientras investigaba.
—¿Por qué el cochero? A fin de cuentas, ¿no te ha ayudado?
Dubhe advierte nada más pronunciarla cuan estúpida ha sido su pregunta. En efecto, el Maestro la mira directamente a los ojos por un instante, y Dubhe ya conoce esa mirada de grave reproche.
—¿Qué te tengo dicho?
Dubhe baja la mirada.
—Ya… es un testigo.
* * *
Salen cuando la noche ya está densa y oscura. Dubhe mira al cielo. No hay luna. Los trabajos de esa naturaleza requieren poca luz.
Se arrebuja en la capa. Tal como le sucede siempre que acompaña al Maestro, experimenta muchas emociones distintas, opuestas. Excitación, miedo, remordimiento. Y en todos los casos se siente como aturdida.
Se apostan entre los arbustos.
Ambos utilizan los mismos movimientos elegantes y silenciosos. Apenas hacen ruido.
La espera transcurre al ritmo de los gestos precisos y tranquilos del Maestro. Dubhe le pasa las flechas, él extrae el puñal, lo vuelve a envainar.
Pasan los minutos, o tal vez son horas, Dubhe no sabría decirlo. Se levanta un viento que hace susurrar el follaje. Eso los ayuda: a mayor ruido, menos posibilidades de ser oídos.
Finalmente, perciben el paso de los caballos sobre las hojas secas.
La chica apoya la mano en el puñal. Es una simple precaución, una precaución a la que ahora ya está habituada, y que toma desde que empezó a ayudar al Maestro.
Él está listo, con el puñal, ya desenvainado, en la mano.
Entonces el sonido se hace más fuerte, el carruaje acelera, y se oye una voz lejana, confusa.
—Pero ¿qué…?
Inesperadamente, el carruaje pasa por delante de ellos. Dubhe ve que los caballos se le echan encima, jadeantes, con los ollares dilatados. Está oscuro, pero gracias a sus ojos adiestrados los distingue sin problema.
«Están demasiado cerca» piensa, e instintivamente se pone rígida. Justo cuando parece que van a echársele encima, el vehículo gira, frena.
El Maestro salta, sin pronunciar una palabra.
Dubhe ve como abre la puerta del carruaje con violencia. Logra distinguir al hombre que hay en el interior, y percibe sus ojos, su débil brillo en la noche.
—¡No! —trata de gritar, pero el Maestro es rápido, lo reduce, y Dubhe ya no ve nada. Sólo oye un ruido de pies que patean la madera. Una sensación de náuseas le atenaza las vísceras. Ya ha visto morir de ese modo a muchos hombres, pero no logra mantenerse fría. Se irrita consigo misma y con su debilidad.
Cuando el Maestro sale, el puñal está rojo y chorrea sangre. El cochero ha permanecido en su puesto todo el tiempo, mirando el vacío que se abre ante sí.
Dubhe ha aprendido a olfatear el terror y siente que el hombre tiene miedo, las venas de su cuello están hinchadas, la mandíbula contraída.
El Maestro va hacia él, que tiembla ostensiblemente.
—Has hecho tu trabajo —le dice, y Dubhe sabe que es para tranquilizarlo.
Todo sucede en un instante. El hombre salta del pescante y se precipita al interior de bosque. El Maestro salta a su vez, pero no logra cogerlo.
—¡Dubhe! —grita.
Su cuerpo responde antes que su cabeza. Se lanza. Insospechadamente ágil. Rápida. No hay espacio para el miedo, ni para ninguna otra cosa. Todo sucede demasiado rápido.
Sus manos corren hacia los cuchillos, los dedos los sujetan con ligereza, a continuación efectúa el lanzamiento, preciso. El hombre es una imprecisa mancha oscura que corre delante de ella. Dubhe ni siquiera sabe qué está haciendo, no tiene tiempo de pensar.
Y entonces, oye un grito ahogado, y la realidad vuelve a recuperar sus contornos.
«Lo he atacado —se dice, repentinamente incrédula—. Lo he asesinado».
El Maestro corre hacia el cochero, puñal en mano. Se detiene. No hace nada. Se vuelve hacia donde está ella.
—Lo has matado.
Aquellas palabras suenan extrañas en el silencio del bosque. Dubhe permanece congelada en su puesto.
«Lo he asesinado».
No es capaz de pensar en otra cosa. En su mente, oye el último grito del hombre, el silbido de los cuchillos lanzados.
Se levanta mecánicamente, va hacia el lugar donde se encuentra el Maestro.
«Lo he asesinado».
El cochero yace boca abajo sobre una alfombra de hojas. La sangre brilla en el suelo. Su cara queda oculta, pero es como si Dubhe pudiera verla. Tiene los ojos de Gornar.
—Tu primer homicidio, Dubhe. Ahora ya eres un sicario.
Se queda inmóvil, con los brazos pegados a los costados. Tendría que sentir alguna cosa, probablemente, pero no siente nada. Alza los ojos. Sobre su cabeza ve la pálida luz de infinidad de estrellas.
«Cuántas…».
Aparta la mirada del hombre. Siente cómo las lágrimas ascienden hasta sus ojos. Entonces, el Maestro entra en su campo visual, y todo se detiene.
—Lo has hecho muy bien.
* * *
Ya es algo más de medianoche cuando llegan a casa. Tema zanjado. Como si no hubiera sucedido nada.
—Te daré la mitad del dinero, te lo mereces —le dice el Maestro. Dubhe lo escucha distraída. Pero todo carece de importancia. Tiene la sensación de estar viéndolo todo a través de un cristal. Lejano. Inútil.
Y después se queda sola en su habitación, sin ningún otro velo entre ella y lo que ha sucedido.
Ha pasado, de repente, y de un modo bastante distinto de como se lo esperaba.
El Maestro la ha elogiado. Ha hecho aquello para lo que había nacido, lo ha hecho instintivamente. Y además lo ha hecho bien. Sin embargo no siente satisfacción, sólo una desolación a la que no sabe qué nombre poner. El destino se ha cumplido. De ahora en adelante siempre será así. Buscar trabajo, negociar y asesinar, y otra vez vuelta al principio, en una espiral que la deja sin respiración.
Sale afuera, a pesar del fuerte viento que sopla y de que el aire presagia lluvia. Se dirige hacia el pozo, caminando con esfuerzo. La ventolera la azota violentamente. Levanta y sumerge las manos en el agua. Está helada. Se la echa por la cara, y vuelve a meter las manos, otra vez, y otra, y otra, hasta que pierde la sensibilidad, hasta que se siente los dedos raros, y como si miles de alfileres le perforaran el rostro.
—Gornar… Gornar…
Nota dos manos estrechándole los hombros, y las aparta con rabia.
El Maestro está en pie ante ella. Aunque reina la oscuridad, puede percibir que está triste. No se atreve a acercarse a él.
—Yo no quería matar a Gornar… —murmura, y siente que está a punto de enloquecer.
—Vuelve adentro.
—¡No quería matarlo!
El Maestro le sujeta una mano con fuerza y la atrae hacia sí.
—Vuelve adentro —repite con la voz entrecortada. Y ella se echa a llorar.
El Maestro la lleva a casa, la acomoda ante la chimenea, la envuelve en su capa. Sin embargo, el frío está en todas partes, la acosa: en su primera noche de asesina no hay ninguna clase de calor que pueda templarla.
El Maestro deja que se desahogue, que libere la rabia, el dolor, el sentimiento de culpa.
Finalmente todo pasa. Tal vez vuelva; es más, lo hará con toda seguridad, pero llegado el momento, volverá a pasar.
—Siempre es así, tienes que saberlo.
La voz del Maestro es de nuevo como la de la noche anterior. Llena de dolor, comprensiva, con un matiz dulcemente cálido.
—Yo vengo de la Gilda. No había conocido otra cosa desde que nací entre aquellas condenadas paredes. Desde pequeño sólo me educaron para la muerte, me enseñaron que matar era justo, que se hacía por la gloria de un maldito dios cuyo nombre debería ser erradicado de la faz de la tierra. No conocía otra cosa en el mundo, no había nada más. A los doce años me ordenaron que perpetrase mi primer asesinato. Era uno de los nuestros, que había cometido un error de más. Allí funciona así. Si no eres bueno, mueres. Y yo creía que se trataba de algo justo, sacrosanto, para mí era un honor que me hubieran elegido.
Ríe casi imperceptiblemente, es una sonrisa amarga.
—No me costó mucho hacerlo. Estaba medio drogado con alguna de las sustancias que emplean. Sólo tuve que clavarle el puñal en el corazón. Sabía exactamente cómo. A los doce años sabía cómo matar a un ser humano, cómo hacerlo sufrir y cómo lograr que muriese en un instante.
Hace una pausa, suspira. Dubhe lo escucha.
—Cuando lo hice, no me pareció nada especial. Pero durante los días siguientes me atormentaba la imagen del muerto, lo veía estando aún vivo, y mirándome después de haberle clavado el puñal. Me perseguía. Me sentía sucio, pero por mucho que me lavase, siempre seguía habiendo sangre en mis manos, siempre.
Por un segundo parece que las lágrimas vayan a romper su voz, pero en cuanto prosigue, ésta vuelve a sonar fuerte como siempre, segura.
—Al cabo de un tiempo me sobrepuse. Uno se sobrepone siempre. Pero la primera vez querría haber muerto yo también.
Dubhe llora de nuevo.
—Pensaba que eso era lo que quería hacer, Maestro, creía incluso que había superado lo de Gornar, pero no es así… eso no sucederá nunca… nunca…
El Maestro la abraza con fuerza.
—Ahora comprenderás por qué no te quería a mi lado, ¿lo entiendes? Mi camino conduce a esto, y yo no quería que tuvieras que recorrerlo.
La estrecha contra sí. Dubhe se abandona en su pecho.
—Júrame que nunca volverás a hacerlo —musita él.
Son unas palabras que, hasta la noche anterior, Dubhe no habría querido escuchar jamás. Unas palabras que a ella le suenan a abandono y a soledad. Pero que ahora llegan como una bendición, casi imploradas. Sin embargo, aún tiene miedo.
—¡No me abandones, Maestro, no me abandones! Aprenderé a matar sin miedo, me volveré despiadada como tú quieres que sea, haré todo lo que tú quieras.
—¡Pero yo no lo quiero!
Su voz suena contundente, pero con un matiz de desesperación.
Se libera del abrazo, toma la cabeza de ella entre sus manos, la mira.
—No quiero que vuelvas a matar, no quiero que seas como yo.
Dubhe no sabe qué pensar. Lo único que desea en este mundo es el Maestro, y si ha de matar por él, y sentir el mismo horror que él, el mismo tormento cada vez, lo hará.
—¡Mírame! ¡Tú no quieres matar, y yo lo sé! Si pudieras estar conmigo sin tener que hacerlo, ¿qué escogerías?
No sabe qué responder exactamente.
—Yo quiero estar contigo… Tú siempre has estado conmigo. Quiero estar contigo por siempre…
—Pero ¿quieres matar? ¿Quieres seguir así día tras día hasta que mueras, como yo?
La mira con tal intensidad que Dubhe se siente totalmente desnuda ante sus ojos.
—¡No! ¡No quiero! ¡No quiero hacerlo! —confiesa entre lágrimas, abrazándolo con fuerza—. Pero ¡no me dejes!
—No lo haré… jamás… te quedarás conmigo, pero, te lo juro, ¡nunca más te verás obligada a hacer una cosa así!
Dubhe lo abraza con más intensidad, lo estrecha con todas sus fuerzas.
—Gracias, Maestro, gracias…
El Maestro la aparta de sí con delicadeza y acerca los labios a su frente, suavemente.
Y Dubhe, sin saber por qué, alza la cabeza esos pocos centímetros que faltan y, por unos instantes, sus labios se tocan. Y aunque para él haya sido un beso fraternal, el beso de un ser perdido a una criatura con la que comparte un oscuro destino, ella no siente lo mismo. Para ella es la llegada de un largo camino, de una adoración que ha ido creciendo con su cuerpo y que tiene una duración infinita, una isla de paz y dulzura en el mar de una noche que ha resultado demasiado amarga.
Pero sólo es un instante: el Maestro se retira casi de golpe. Aparta los labios y se limita a abrazarla de nuevo.
Dubhe siente su cuerpo distendido, pese a que el corazón le palpita desbocado. Pero ya no siente miedo ni remordimientos. Es algo nuevo y más dulce. Siente cómo la angustia se atenúa, lentamente. Y cómo llega el sueño.