27

El pacto

PARA Lonerin empezó un período duro, agotador. Los primeros días no hizo más que trabajar con gran diligencia, estudiando los lugares adonde le estaba permitido ir, observando cuáles eran las brechas en la vigilancia de los Asesinos.

Disponía de poquísimos espacios libres para moverse. Tenía a los Asesinos encima a todas horas, y el trabajo era extremadamente duro. El único momento en que la vigilancia se relajaba era por la noche. Siempre había un guardia con ellos, pero no era muy riguroso en su trabajo. Solía adormilarse, y de vez en cuando desaparecía. Y es que los Asesinos no debían de considerarlos demasiado peligrosos: eran hombres que ya habían perdido todo su nervio, previamente minados por las cuitas que los habían conducido hasta allí y más tarde sometidos al agotamiento de un trabajo sin tregua. Era probable que ni sospecharan que alguien pudiera infiltrarse de aquel modo. Lonerin decidió jugársela aprovechando aquella pequeña distracción.

La primera cosa que hizo fue buscar las piedras. Le resultaban imprescindibles. Sin ellas ¿cómo iba a comunicar sus descubrimientos al Consejo? La única posibilidad era huyendo de aquel lugar, una solución que le parecía demasiado complicada e incierta para poder ser puesta en práctica. Ciertamente, más tarde o más temprano tendría que escaparse, pero prefería que el éxito de la misión no dependiera de ese tema.

Buscó entre los cuerpos dormidos. Incluso preguntó a los que se habían despertado. No había ni rastro de las piedras.

—Todos los días, uno de nosotros limpia este lugar, pregúntale a él —le indicó un hombre.

Lonerin interrogó inmediatamente a la persona en cuestión, y sólo le dijo que tenía órdenes de tirarlo todo, y que así lo hizo con lo que simplemente le parecieron unas extrañas piedras.

A Lonerin se le secó la garganta. Se hallaba solo en la fortaleza del enemigo, todos los puentes con el exterior estaban cortados y el éxito de la misión dependía únicamente de que sobreviviera, lo cual era algo imposible de asegurar. Fue un golpe muy duro. Ya no tenía elección, debía lograrlo en poco tiempo y por fuerza tenía que salir vivo de allí. Se puso a indagar con ahínco, actividad que siempre realizaba durante las horas nocturnas, las más seguras.

En cualquier caso, moverse de noche también podía resultar peligroso. Los Postulantes llevaban ropas muy fáciles de reconocer, y ser sorprendido paseando por la Casa sin duda le acarrearía una muerte inmediata. Había que encontrar algo con lo que camuflarse.

Un día le sonrió la fortuna. La noche anterior había sido agitada para los Asesinos y la Casa parecía presa de un extraño frenesí.

—¿Qué pasa hoy? —le preguntó Lonerin a un Postulante.

—Uno de nosotros ha sido elegido, podrá ver cumplido su sueño —fue su respuesta.

En sus ojos había un brillo de envidia que dejó helado al mago. Pero sobre todo sintió una llamarada de odio incendiándole el estómago. Un sacrificio. Como su madre. Odiaba su fanatismo, que sabía mortal, el modo en que se regocijaban, porque sabía asimismo que la sangre que tanto los contentaba siempre era la de otros. Cuando el hombre se hubo marchado, se mordió el labio. Pensó que aquella noche sería mejor no dormir profundamente. Estaba casi seguro de que todos los Asesinos participarían en el sacrificio y, con un poco de suerte, también los Guardianes.

Lonerin permaneció despierto en su lecho, fingiendo que respiraba pesadamente y echando frecuentes vistazos a la puerta de entrada, donde se sentaba el guardia.

Fue tal como esperaba. Ya entrada la noche, llegó alguien.

—¿Puedo ir con vosotros?

—Por supuesto que sí, es un momento importante, y no sería justo que te lo perdieras por tener que vigilar a esta chusma.

—Menos mal, pensaba que tendría que pasarme toda la noche pudriéndome aquí.

El hombre se puso en pie, se colocó la capa y siguió a su compañero. Ése era el momento esperado. Probablemente, todos los Asesinos estarían en un mismo lugar, casi con toda seguridad en el templo. Dispondría de una gran libertad de movimientos.

En cuanto salió de la sala, Lonerin se sintió desnudo. Con su casaca de tela y su rostro demacrado, resaltaba como un pez fuera del agua en los cubículos vacíos.

Ante él se desplegó un laberinto de corredores. Resultaba extremadamente fácil perderse. Por suerte se había preparado para aquella salida. Llevaba consigo una brizna de heno. Cuando llegara el momento de volver, mediante un sencillo encantamiento, la utilizaría para saber qué dirección tomar y así poder regresar al dormitorio sin ser descubierto.

Aquella primera exploración dio sus frutos: descubrió que el ala destinada a los Postulantes estaba separada por completo de los espacios que frecuentaban los Asesinos. Había una planta entera que estaba dedicada por completo al cuidado de la Casa, como ellos lo llamaban.

Las cocinas ya las conocía, pero de la lavandería, por ejemplo, no sabía nada. Fue a parar allí por azar, y la suerte le sonrió: pudo hacerse con ropas negras.

Cogió una capa especialmente gastada que encontró en una pila de prendas viejas. Posiblemente su destino era la basura, y su desaparición no se notaría.

Salió de la lavandería y se dirigió con decisión hacia el refectorio. Ese camino lo conocía, ya que en más de una ocasión le había tocado servir la mesa.

Una vez llegado a su destino, recorrió la sala a buen paso, con la capucha bien calada sobre la cabeza, y llegó al otro extremo, desde donde partía un corredor. Los días anteriores lo había mirado expectante, como si por aquel oscuro lugar se filtrasen los secretos que había ido a descubrir.

Ya se había hecho tarde. Había pasado demasiado tiempo en la lavandería y en el ala de los Postulantes, y disponía de poco tiempo para echar un primer vistazo a la Casa. Sin embargo, sentía que debía ir allí. La ocasión era demasiado propicia.

Se adentró con prudencia en el corredor. Lo iluminaban algunas antorchas que desprendían una luz pálida, y parecía bastante húmedo. Su nariz percibía un aire mefítico, saturado de sangre. A ambos lados del corredor, y a intervalos regulares, se abrían unas puertas de madera cerradas a cal y canto. Sin duda, los alojamientos de los Asesinos. Era un auténtico laberinto, con multitud de corredores secundarios, pero Lonerin optó por seguir la galería principal, que era la más grande. Al fondo oyó el eco de un ruido, oscuro, que parecía surgir de la misma roca, haciéndola vibrar como si estuviera viva.

Prosiguió. A medida que avanzaba, el ruido se hacía más cambiante y terrible. Eran voces que chillaban al unísono, gritaban palabras que Lonerin no comprendía.

El corazón le dio un vuelco: se encontraba junto al lugar de la ceremonia, estaba seguro.

El corazón empezó a latirle desbocado, el recuerdo de su madre iba adueñándose poco a poco de su mente, y sus pies no podían detenerse.

Tuvo la sensación de que el corredor se prolongaba como por arte de magia, de que la meta estaba muy, muy lejana. Tal vez fuese inalcanzable. Era poco más que un punto de luz, rojo como una gota de sangre, al fondo de la vía que seguía recorriendo.

Apretó el paso, justo cuando los chillidos del gentío estaban haciendo temblar las paredes, saturando la sala y el corredor. Por fin llegó, y el rojo de la meta lo envolvió, lo engulló. Se detuvo.

Estaba en el extremo de una sala inmensa, una enorme caverna iluminada por una luz del color de la sangre, totalmente abarrotada de Asesinos. Se agitaban, presa de una especie de furor místico, y dirigían sus gritos a un determinado punto de la sala.

Era una enorme estatua de cristal negro. Thenaar. El Dios Negro. Había un hombre, encadenado, aunque desde aquella distancia apenas se le podía distinguir. Su pecho sangraba, y él iba desmoronándose lentamente sobre una piscina llena de un líquido rojo.

Unos pensamientos terribles empezaron a arremolinarse en la mente de Lonerin, al tiempo que unas náuseas brutales y apenas controlables atenazaban su estómago.

«Mi madre. Hizo esto por mí. Su cuerpo presentaba una herida en el pecho. La sangre de mi madre. A los pies de aquella estatua».

Se desplomó y gritó, sujetándose la cabeza entre las manos. Su alarido se confundió en el tumulto de la multitud.

Tenía los ojos muy abiertos, y se sentía superado por el horror. Quería huir, pero se estaba clavado en medio de aquel escenario.

Cuando la multitud emitió un chillido más agudo de lo habitual, Lonerin volvió en sí.

«¡Fuera!, ¡fuera!».

Huyó aterrorizado, sin pensar adónde se dirigía. Todos los corredores que atravesaba eran dramáticamente iguales, y el estruendo de la muchedumbre, el olor de la sangre, de la sangre de aquel hombre, lo perseguían por doquier. Recorrió un par de galerías sin salida, se extravió, sintió que se moría.

Se apoyó en la pared. Estaba desencajado, tenía que recobrarse. Sin embargo, los recuerdos no le daban tregua.

* * *

No sabe cómo ha acabado allí. Simplemente ha estado caminando con sus amigos, nada más.

—Hay un lugar terrible, que da miedo, no muy lejos del templo —había dicho uno, y decidieron ir, para demostrar quién era el más fuerte, y quién el más valeroso.

Lonerin ha ido todo el tiempo al frente del grupo. Los otros siempre lo miran como a un niño débil. Ha estado enfermo de fiebre roja, y su madre ha desaparecido. Desde entonces se ha convertido en uno de esos a los que hay que llevar entre algodones. Y él no quiere.

Está delante de todos y no sabe cómo ha llegado hasta allí. Ha caminado. Sólo sabe que sus pies se han detenido y que siente las piernas flojas.

—¿Es esto? —pregunta uno de los niños con voz trémula.

Nadie responde, porque todos saben que es aquello. Ése es el lugar terrible.

Hay huesos, muchos, sobresalen del suelo, y un olor a descomposición que se aferra a la garganta.

—No me gusta —dice otro.

Lonerin se siente en el deber de seguir adelante. No tiene otra opción. Sigue observando la blancura de los huesos en la negrura de la noche. Desciende por la colina y reprime un grito. No sólo hay huesos. Son muertos de verdad. Son cadáveres. Y además está aquel cadáver, la burda túnica de lino, negra de sangre, y el cabello despeinado sobre la tierra. Tiene una herida larga, profunda, en el pecho. Los ojos cerrados como si durmiese, el rostro sereno, pálido. Es ella.

Grita, grita, grita.

Al cabo de unos días, cuando haya recuperado la voz, se lo explicarán, delante de su tumba.

—Aquel que tiene algo que pedirle al Dios Negro, va al templo y ofrece su vida. De ese modo obtiene lo que desea. Eso fue lo que hizo tu madre.

* * *

Lonerin sacudió la cabeza, tratando de sobreponerse. Apartó las imágenes de su madre en la fosa común, intentó recuperar el control de sí mismo. Estaba empapado en sudor frío, temblaba como una hoja y el corazón parecía que fuera a salírsele del pecho. Sentía que habría podido matar. Sólo con que se hubiera topado con un Asesino, lo habría matado con sus manos, sin pensar en la misión.

«Tengo que volver atrás».

Pero el odio es un viejo amigo en cuyas manos resulta muy agradable abandonarse, y el odio volvía de nuevo en busca de nuevos espacios, emergía.

Lonerin lo neutralizó con la razón. Necesitaba invocar el sortilegio o nunca lograría volver al galpón.

Tomó la brizna entre las manos, pero se le cayó dos veces y tuvo que recogerla. El temblor de sus propias manos empezaba a asustarlo. También tuvo dificultades para recitar la fórmula. No la recordaba, y tenía la lengua como paralizada.

* * *

No habla. Lonerin lleva varios días sin hablar. Cuando gritó, su voz salió huyendo. Ahora debe de estar revoloteando sobre la fosa común, o tal vez sobre la pequeña tumba, con una lápida de madera desgastada, en la que sólo se lee el nombre. Anda perdida en alguna parte, lejos de su garganta.

—¿Por qué no hablas, eh, Loni? ¿Por qué?

* * *

Por fin lo logró. Un rayo azulado, muy débil, se materializó en aquella cargada atmósfera. Lonerin echó a correr.

Cuando llegó a la altura del refectorio empezó a respirar más tranquilo. Y en cuanto alcanzó la zona destinada a los Postulantes, sintió que finalmente había logrado salir de una pesadilla.

Se apoyó en la pared que tenía tras de sí. Una lágrima asomó por el vértice de uno de sus ojos. Una lágrima de dolor, de rabia, de impotencia.

* * *

Apenas acababa de llegar, cuando Dubhe se cruzó de inmediato con Rekla, que tenía los ojos brillantes.

—¿Cómo ha ido? ¿Lo has hecho?

—No estaba en Makrat.

La Guardiana cambió de expresión al instante.

—Hace una semana los nuestros lo vieron.

—Es evidente que entretanto se ha marchado.

Dubhe trató de alejarse de la mujer, pero ésta la retuvo ejerciendo una férrea presión sobre su brazo.

—Me haces daño…

—No te atrevas a burlarte de nosotros… no te atrevas… creía que te había quedado claro hasta qué extremo puedo llegar a ser cruel, sin embargo insistes…

Dubhe trató de mantener la calma.

—Te estoy diciendo la verdad. He vuelto porque en Makrat no estaba. He contratado a una especie de informador que lo investigará para mí.

—Si no es verdad ya sabes lo que te espera…

—Su Excelencia me dijo que dispongo de un mes para hacerlo. ¿Por qué me lo pides ahora? Aún me quedan veinte días.

Rekla le clavó una mirada despreciativa.

—Te lo repito: si mientes, dentro de veinte días te arrepentirás.

La soltó, y Dubhe tomó el corredor con ostentosa tranquilidad. No obstante, en su pecho se había desatado una auténtica tempestad. Su encuentro con Jenna le había hecho comprender que ya había tocado fondo. Ya no podía permanecer más tiempo allí dentro, a ningún precio. Estaba perdiendo su humanidad poco a poco.

La iniciación, el sacrificio, la petición de asesinar a Jenna eran etapas de un doloroso itinerario que estaba conduciéndola a la locura.

Tomó una decisión.

* * *

Reanudó las clases con Sherva, y fue condescendiente y aplicada durante toda la tarde, pero el Guardián no era de esos a los que se les podían ocultar según qué cosas.

—Lo has hecho muy bien, no lo niego, y aún diría más, mejor de lo que me esperaba —le comentó al final—. No me imaginaba que hubieras aprendido hasta el punto de poder mantenerte concentrada y activa incluso cuando tu mente está en otra parte.

Dubhe sabía que era el momento. Ya no se podía echar atrás.

Se situó frente a él, erguida; seguía respirando ruidosamente a causa de los ejercicios de la tarde.

—¿Y bien?

—Tienes que ayudarme.

Sherva se quedó desconcertado.

—No hay ningún juego que valga el precio que estoy pagando, ninguno, y, sin embargo, todavía no estoy preparada para dejar que me maten, para aceptar sin encolerizarme la suerte que Yeshol me ha reservado.

—Tal vez me hayas malinterpretado —empezó a decir Sherva con bastante cautela—. Mi actitud respecto al culto puede haberte llevado a engaño…

—Tú no eres como los demás, tú sólo te adoras a ti mismo.

Sherva parecía impresionado.

—Sí, puede que sea así…

—Sientes que sólo a ti te debes obediencia. Por eso me entenderás si te digo que necesito abandonar este lugar.

Sherva sacudió la cabeza.

—Llevo un montón de años en la Gilda, le debo mucho a este lugar…

—Y sólo continúas en este lugar porque crees que aún no has alcanzado el nivel que te permitirá matar a Yeshol —lo interrumpió Dubhe.

El hombre no dijo nada. Probablemente no se había imaginado que aquella chica fuera capaz de leer tan bien en su corazón.

—No te sorprendas. Soy joven, pero comprendo las cosas porque he visto mucho.

—El motivo por el que estoy aquí no tiene nada que ver con mi fidelidad a este lugar. Te lo advierto, no digas una palabra más sobre este tema.

—¿Y por qué? ¿Vas a denunciarme? Estoy desesperada. Antes que morir en esta ratonera de roca prefiero una muerte rápida.

Sherva se puso en pie.

—La clase ha terminado. Olvidaré todo cuanto me has dicho y, ahora, márchate.

Dubhe se mantuvo firme en su puesto, inmóvil.

—Márchate. Tú no conoces hasta qué punto puedo llegar a ser cruel. Márchate, por tu propio bien.

Dubhe no se rindió.

—En la Sala Grande hay un pasadizo, lo sé, pero no he conseguido encontrarlo. Dime sólo dónde está.

—No hay ningún pasadizo, te equivocas.

—Lo hay, y conduce a las habitaciones de los Guardianes.

Sherva frunció el rostro en actitud amenazante.

—¿Quieres obligarme a matarte?

—Eres el único en quien confío aquí dentro. Dime únicamente dónde está el pasadizo.

—Si alguien sale, es el fin, ¿comprendes? Nadie puede abandonar este lugar. No vuelvas a intentarlo.

—¿Tienes miedo de que te maten? ¿Eso es lo que temes?

—Tus truquitos no te valdrán conmigo… Quieres la poción para poder marcharte de aquí.

Dubhe cerró los puños y se mordió los labios.

—¡Tú no crees en Thenaar, tú no crees en los malditos rituales de este lugar, tú sólo quieres el poder para ti! Entonces, ¿por qué no quieres decírmelo, por qué? ¿Qué más te da lo que acabe siendo de este lugar? ¿O tal vez piensas que el día que Yeshol esté a tu alcance no va a llegar nunca?

Sherva se mantuvo impasible, gélido.

—Márchate.

No había funcionado. Ya no había nada más que decir. Dubhe agachó la cabeza y se dirigió hacia la puerta.

«Ya me las apañaré sola», se repetía, pero eso significaba perder tiempo, y su tiempo ya estaba agotándose.

—Entre los pies de la estatua, en medio de las piscinas, hay otra estatua, como en el templo.

La voz de Sherva apenas había sido un susurro, pero Dubhe se sobresaltó igualmente.

Se volvió y lo miró con gratitud, pero el rostro del Guardián del Gimnasio mantenía la misma dureza.

—Vete —musitó.

No tuvo que repetírselo dos veces.

* * *

Actuó de inmediato, aquella misma noche.

En cuanto estuvo segura de que en la Casa todos dormían, salió de su habitación y se movió con rapidez.

Tenía la sensación de que sus pies hacían demasiado ruido, le parecía que cada paso que daba producía un estruendo insoportable. Su corazón latía con demasiada fuerza, creía estar haciendo ruidos ensordecedores. Sabía que sólo era una impresión. Sherva la había adiestrado correctamente.

«Todo está saliendo bien… todo va bien…».

Se detuvo en el umbral de la sala, con el corazón en un puño. Dentro, todo estaba en calma. La estatua de Thenaar bañaba sus pies en la sangre.

Dubhe apartó la mirada de las piscinas. Eran un reclamo para la Bestia, que ya pateaba en la lejanía.

Entró con cautela y estuvo observando la imagen un buen rato. Siempre había creído que las dos piscinas estaban unidas, o que, en cualquier caso, los bordes de ambas se tocaban bajo las piernas de Thenaar, impidiendo el paso. Pero al mirar con atención, se percató de que había un pequeño espacio oscuro bastante difícil de distinguir. Era estrecho, y por fuerza había que arrimarse a la escultura para poder acceder, pero existía.

Le dio las gracias mentalmente a Sherva y siguió adelante. Tenía que encontrar la estatua que éste había mencionado, y a continuación el punto que había que presionar para accionar el mecanismo de la puerta. Sin embargo, el hecho de que el Guardián del Gimnasio hubiese citado el templo, la inclinaba a pensar que el punto de la estatua que había que manipular sería el mismo.

Avanzó mirando cuidadosamente dónde pisaba, concentrada, pero sin descuidar todo cuanto sucedía a su alrededor. Primero fue una vaga sensación de peligro, después un ruido, intenso, fruto de un descuido. Había alguien.

Su cuerpo reaccionó como una máquina.

* * *

Lonerin ya había vuelto dos veces más desde el sacrificio.

Pese a que aún se sentía afectado, tenía muy claro que no podía perder tiempo. Podían sacrificarlo en cualquier momento, así que debía entrar en acción.

Aquella noche también salió. Necesitaba acceder a las habitaciones de los Asesinos, y por eso había decidido dibujar un plano lo más detallado posible de aquel lugar y después volver a echar un vistazo a los dormitorios durante la mañana, si hallaba el modo de hacerlo.

En ese momento se encontraba en la sala donde se había celebrado el sacrificio, en el corazón de la noche. La cruzó a toda prisa. Sus pasos crujían sobre el pavimento y resonaban en la bóveda. Pero no le preocupaba. Además, a aquellas horas no había nadie.

Precisamente por eso se quedó de piedra cuando una mano fría lo agarró por la garganta y lo empujó contra la pared que tenía a sus espaldas, y fue entonces cuando vio el destello de un puñal.

Todo fue increíblemente rápido, tanto que ni siquiera tuvo tiempo de sentir miedo. El terror lo invadió después, incontrolable, y le derritió las piernas.

El puñal estaba a unos milímetros de su cuello y, un poco más lejos, una cara que Lonerin reconoció de inmediato. La muchacha del templo, la que vislumbró mientras esperaba a que lo aceptaran en la Casa.

—¿Tú? —exclamó ella con incredulidad, mientras la presión en la garganta del chico se distendía levemente. Lo había reconocido.

Fuera como fuese, Lonerin se sintió perdido. Estaba a punto de pedirle a la chica que le diera un final rápido.

Pero, inesperadamente, bajó el puñal.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Lonerin no pudo hablar. Tenía la boca completamente seca y sentía un hormigueo en las manos y en las piernas. Estaba aturdido, no comprendía.

La chica esperó unos instantes a que respondiera y miró a su alrededor, cautelosa.

—Aquí pueden vernos —concluyó.

Lo apartó del muro, lo hizo ponerse delante de ella y lo condujo presionándole la garganta con un brazo. No obstante, no le puso el puñal en la espalda.

—Muévete.

Atravesaron rápidamente la sala. Ella daba pasos rápidos pero silenciosos, mientras él arrastraba ruidosamente los pies por la piedra.

—¿Realmente necesitas hacer tanto ruido? —gruñó.

—Yo… —balbució Lonerin, que acababa de recuperar la voz.

—Rápido —zanjó ella, dando por acabada la frase.

Volvieron por los corredores, y luego tomaron una ramificación secundaria, hasta una puerta. La chica la abrió, no sin cierta dificultad, empujó a Lonerin al interior y cerró tras de sí.

Era un cuchitril oscuro y frío, con una cama y un arcón. Se hallaban en el cuarto de un Asesino. Lonerin tardó algún tiempo en valorar aquel extraordinario resultado que prácticamente le había caído del cielo.

La chica se agazapó en el suelo, a su lado.

—Habla en voz baja o nos oirán —murmuró—, y no intentes ningún truco.

Lonerin asintió al cabo de unos instantes. Aún estaba ofuscado. Ahora podía ver mejor a la muchacha, Era más joven que él, y era guapa. Sin duda sus rasgos eran los propios de una jovencita que estaba a punto de convertirse en mujer, pero su rostro tenía una expresión adulta, surcada a un tiempo por una especie de silencioso sufrimiento que inmediatamente le inspiró una mezcla de piedad y simpatía. Estaba más delgada que la última vez que la había visto, y más pálida, aunque también cabía la posibilidad de que en su primer encuentro no se hubiera fijado bien.

—¿Eres un Postulante? —La agradable voz de la chica interrumpió el flujo de sus pensamientos.

—¿Por qué me has traído aquí? ¡De todos modos, no pienso decirte nada!

La muchacha estaba contrariada. Guardó el puñal en la vaina.

—Muy bien. ¿Ahora te sientes más tranquilo?

Lonerin no sabía qué pensar. Podría tratarse de una trampa. Pero la chica, en lugar de pedir refuerzos, lo había llevado a su habitación. No tenía sentido.

—¿Por qué me has traído aquí? —repitió.

—Para comprender.

Él pensó que tal vez sería una buena idea pasar al contraataque.

—Y tú, ¿qué hacías allí? Los Asesinos no se dedican a ir por ahí a esas horas…

Había dado en el clavo. La chica se ruborizó ligeramente.

—Lo haremos así: yo contesto a tus preguntas, y tú a las mías. ¿Te parece bien?

Era la conversación más absurda y peligrosa que había tenido en su vida.

—Me parece bien.

Lo dijo sin pensar, deseando no haberse equivocado de respuesta.

—Tú no eres un Postulante normal, ¿a que no? Lo supe desde que te vi en el templo.

—¿Y en qué te basas para sacar esa conclusión?

—Los Postulantes auténticos no tienen ninguna razón para vivir, sólo el deseo que los mueve. Tú tenías los ojos llenos de cosas.

Lonerin empezó a sudar. La chica era aguda. Su puesta en escena había funcionado con todos los demás.

—¿Cómo te llamas?

—Lonerin. ¿Y tú?

—Dubhe.

La rapidez de su respuesta lo tranquilizó. Quizá no fuese una trampa.

—¿Y tú, entonces…? —inquirió ella—: ¿Qué hacías allí? ¿Y quién eres?

—Primero tú.

Dubhe compuso algo parecido a una mueca de contrariedad, pero empezó a hablar.

—Buscaba el pasadizo que conduce a los aposentos de los Guardianes. Sé que se encuentra en esa sala.

Lonerin no entendía nada.

—¿Los Guardianes?

—Los Asesinos de graduación superior, esos que llevan los chalecos con botones de colores.

En seguida acudió a su mente la imagen de los Guardianes que controlaban a los Postulantes.

—¿Por qué? ¿Acaso duermen en una zona separada?

—Exactamente.

—¿Y a qué viene tanta seguridad? ¿Eso significa que, en suma, no podéis moveros a vuestro antojo?

—No todos. Yo no.

—¿Y por qué?

Dubhe sonrió.

—Yo te he hablado de mí. Antes de continuar, dime algo de ti.

Lonerin empezó a sudar. ¿Qué debía hacer? ¿Hasta dónde podía hablar?

—Vengo del exterior, y estoy investigando.

El silencio subsiguiente fue más bien corto.

—¿Qué tipo de investigación estás llevando a cabo?

—Sobre la Gilda…

—¿Para quién trabajas?

Lonerin dudó. Se arriesgaba a mandarlo todo a paseo.

—No puedo decírtelo.

—Está bien… No tiene importancia, al menos por ahora. ¿Estabas buscando lo mismo que yo?

Así que eso era lo que quería, un intercambio de informaciones…

—Nunca había oído hablar de ese pasadizo que has mencionado.

La chica lo observó en profundidad, con mirada escrutadora.

—Escucha, yo no estoy aquí para encontrar pasajes secretos o cosas por el estilo, yo…

De repente, sentía que la verdad brotaba de su garganta. No entendía bien por qué, pero se fiaba de aquella chica, y eso le parecía algo inaudito. Era una desconocida que lo había descubierto mientras estaba haciendo algo terriblemente peligroso, y encima era su enemiga. Pero, a pesar de todo, se fiaba de ella.

—Soy un mago —reveló, dándose por vencido—. Estoy tratando de averiguar qué trama la Gilda. Sé que tiene algún plan entre manos, algo muy grande. Estoy recopilando información.

Dubhe asintió.

—¿Y quieres lograrlo haciendo de Postulante?

—¿Conoces otro modo?

La chica apoyó la espalda en la pared, y miró hacia arriba.

—No, de hecho no.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Lonerin estaba expectante.

—Yo no soy una Victoriosa. Te dejaré marchar y aquí se terminará todo. No me interesa cómo acabe este lugar; si desaparece, si se hunde, tanto mejor.

Había una extraña resignación en su voz, un dolor adormecido, el mismo que Lonerin percibió en su mirada la primera vez que la vio. No, no era una Asesina, no en el sentido que aquella palabra tenía allí abajo.

La chica reaccionó de golpe.

—¿Has dicho mago?

Lonerin asintió.

Ella lo miró unos instantes, y a continuación se subió una manga de la casaca y le mostró algo.

—¿Lo reconoces?

Lonerin cogió su brazo y lo expuso a la luz de la luna. Un poco por encima del codo había un gran símbolo rojo y negro. El chico lo miró con atención, le pasó los dedos por encima. No le costó reconocerlo. Se estremeció.

—Es un sello.

—Me han dicho que es una maldición.

Se le rompió la voz al decirlo.

Lonerin la miró a los ojos unos instantes. Tenía miedo.

—Existe una diferencia entre las maldiciones y los sellos. Las maldiciones no son encantamientos vinculados a la vida del mago que los pronuncia, sino simples sortilegios de bajo nivel; actúan una sola vez y pueden contrarrestarse con una magia más poderosa. Los sellos no.

—Conozco la diferencia, y, en cualquier caso, la teoría no me interesa. ¿Por qué dices que es un sello?

—Conozco este tipo de Magia Prohibida. Ninguna maldición deja símbolos en el cuerpo. Sólo los sellos poseen esta característica.

Dubhe retiró el brazo con brusquedad y se lo cubrió.

—Si quieres que te ayude, tienes que contármelo todo.

Ella siguió tapándose el brazo sin alzar la cabeza. Y cuando él menos lo esperaba, empezó a hablar de nuevo.

Le contó su historia, la historia de un engaño atroz, la historia de una larga agonía allí, bajo la roca, la historia de un monstruo sediento de sangre que estaba devorándole el alma lentamente.

—Quiero irme. Estar aquí me está matando. Aquí se superan todos los límites, y yo…

—Lo sé —murmuró Lonerin con los puños cerrados—. Lo sé.

—Quiero la poción —dijo ella—. Por eso estaba allí. Busco la habitación de la Guardiana de los Venenos para robarle la poción y marcharme. ¿Tú podrías conseguírmela?

Lonerin no la conocía y, sin embargo, sentía piedad por ella. Otra víctima de la Gilda…

—Te están engañando.

La chica alzó la cabeza de golpe.

—El sello no tiene cura. La poción que te dan mantiene los síntomas bajo control, pero el sello continúa actuando y desarrollándose. No lo están deteniendo.

—Te equivocas…

—No soy un experto en sellos, pero… no se rompen… y, sobre todo, no pueden curarse con una simple poción.

Dubhe estaba frente a él, petrificada. Con los brazos abandonados en el regazo, lo observaba con la mirada extraviada.

—Te equivocas… —repitió.

—En muy raras ocasiones han podido romperse —añadió él, compasivo—. Si el sello no ha sido impuesto por un mago muy poderoso, puede romperse, aunque con grandes dificultades. Aster, por ejemplo, rompió uno.

La sangre pareció volver a colorear las mejillas de Dubhe.

—Ahora bien, es algo muy difícil, que sólo compete a los grandes magos, exige un gran esfuerzo y no siempre funciona…

—¿Conoces a alguno?

Lonerin se interrumpió.

—¿Algún qué?

—A alguno de esos magos que saben hacer algo así.

No lo sabía. ¿Folwar?

—Tal vez…

—Si los encuentras, te daré lo que me pidas, cualquier cosa… llévame con ellos y haré cualquier cosa por ti.

Estaba desesperada.

—Yo… tengo una misión… y además… he de escapar…

—Investigaré para ti.

Lo había dicho impulsivamente, estaba claro, pero aun así parecía realmente convencida. No daba la impresión de ser una persona que hablaba en vano.

—¿Quieres que te diga lo que sucede entre estas paredes? Lo haré. Tengo más libertad de movimientos que tú, y te aseguro que sé investigar. De hecho, ése es mi trabajo. Descubriré lo que quieres saber, te sacaré de aquí, y tú, a cambio, me llevarás hasta alguien que sepa curarme.

De pronto, Lonerin se sintió incómodo. Su mirada implorante y aquella oferta, aquel cambalache de una vida a cambio de un trabajo que le correspondía realizar a él, le parecía casi inmoral. No estaba seguro de poder salvarla, pero ¿cómo negarse?

—No estoy seguro de poder salvarte —se sintió obligado a decirle.

—No importa, me basta con una esperanza remota y con la simple idea de poder abandonar este sitio.

Su abismal angustia y su determinación lo impresionaron.

—De acuerdo —murmuró.