26

Un encargo imposible

DUBHE ni siquiera pudo contar con el consuelo de unos días de descanso. La Casa era un lugar de acción palpitante, una maquinaria siempre en movimiento, y ella, aun siendo una simple ruedecilla, no podía sustraerse al movimiento general.

Tras una noche de llanto desconsolado en la soledad de su celda, el amanecer llegó implacable, y Rekla llamó a la puerta.

—Ya es la hora —la informó simplemente.

Dubhe caminó aturdida por los corredores, con la sensación de que allí dentro nada poseía una consistencia real. Se cruzaba con los mismos seres que el día anterior habían disfrutado con el sacrificio del Postulante, y sus caras no eran distintas de como solían ser, no parecían afectadas en lo más mínimo. Ella, en cambio, no lograba apartar de su vista las imágenes de la noche, y se sentía profundamente sucia por el mero hecho de haber presenciado algo de tal naturaleza.

Ya en las termas, se metió en el agua sin fuerzas, y flotó como un cadáver. De nuevo albergó la esperanza de que el agua pudiera limpiarla, purificarla. Pero no había modo de eliminar el horror.

En el refectorio se pasó un buen rato contemplando su escudilla, incapaz de reunir las fuerzas suficientes para sostener la cuchara.

—¿Y bien? ¿No piensas comer? —le preguntó la Guardiana.

Dio un par de sorbos a la leche y tomó un bocado de pan, para contentarla. Todo volvía a tener sabor de sangre.

En el templo no prestó atención a una sola palabra de cuanto dijo Rekla. Sólo era capaz de pensar que la Bestia estaba más cerca que nunca. La había oído rugir a lo lejos, la noche anterior, y algo en ella respondió a aquel grito, sin lugar a dudas. Eso era lo que la trastornaba. No estaba mejorando, todo lo contrario, y no sería porque todas las semanas no siguiese tomándose la poción, sino porque la Gilda hacía lo imposible por acercar cuanto podía su parte consciente a la Bestia. Si seguía allí, se acabaría acostumbrando. Al final ya no habría ninguna diferencia entre la Bestia y ella.

Volvió a ver al chico del templo. Flaco, demacrado, su rostro exhibía las marcas propias de quien pasa hambre. Lo miró mientras le servía en el plato la bazofia de costumbre, observó sus manos, les dedicó una larga mirada llena de terror y piedad, que a él tampoco debió de pasarle inadvertida. Él, a su vez, la miró casi consternado.

—Gracias —dejó escapar Dubhe, e inclinó la cabeza sobre la escudilla.

Ya lo veía muerto y, por algún motivo, aquella suerte de predicción la atormentaba. Aquella fugaz mirada en el templo la había impresionado, y había generado algún tipo de vínculo entre ambos. Ambos eran prisioneros.

Dubhe hacía lo que debía, rezaba cuando se lo decían, se adiestraba cuando tocaba, escuchaba a Rekla, pero en su interior reinaba el vacío, y tenía la sensación de que no podría soportarlo mucho más tiempo.

Sherva se dio cuenta de ello.

—No estás atenta.

Dubhe no le replicó, y se limitó a responderle con una mirada ausente.

—¿Es por la ceremonia?

Habría querido sincerarse, pero ahora ya sabía que ni siquiera él podía comprenderla. No era como los demás, eso estaba claro, pero compartía con la Gilda el fanatismo. Sólo cambiaba el nombre del culto. Él no adoraba a Thenaar, sino a sí mismo, a sus propias habilidades.

—¿Has reflexionado sobre lo que te dije?

—Aquí no me estoy salvando, ésa es la verdad… al contrario, cada día me hundo más…

—Si quisieras vivir de verdad, te rebajarías a hacer cualquier cosa. Pero aún estás aquí, y eso significa que ya has aceptado.

Aquella frase le ardió en las entrañas. Nunca aceptaría, nunca, no se sometería.

Al cabo de unos días retomó sus investigaciones, aún con más ahínco. Estaba desesperada y tenía que llegar a una conclusión lo antes posible. Se estaba consumiendo lentamente.

Probó a volver de nuevo a la Gran Sala, pero sólo con verla a lo lejos sintió unas náuseas insoportables. Era demasiado pronto.

Entonces se dedicó a inspeccionar la planta de la Casa. Registró cámara por cámara, recorrió todas las galerías en busca de pasadizos secretos, de itinerarios cuya existencia desconocía y que nunca había explorado.

Descubrió que no había habitaciones para Guardianas y Guardianes de alto rango. No lograba localizarlas, pese a sus exhaustivas inspecciones y a que estaba trazando un plano muy preciso de la Casa. Allí no estaban, era así de simple, y si no estaban, evidentemente era porque se encontraban en otro piso. Todo volvía a conducir a la sala maldita, aquella adonde ni siquiera se atrevía a entrar.

Más adelante, un buen día, Rekla anunció algo inesperado:

—Su Excelencia quiere verte.

Al instante Dubhe pensó en sus inspecciones, en sus pesquisas. Yeshol solía vanagloriarse de tener ojos en todas partes.

Temiéndose lo peor, llamó a la puerta del mismo despacho donde la había recibido unos meses atrás, en unos tiempos de libertad que ahora le parecían infinitamente lejanos.

El Supremo Guardián estaba en el lugar acostumbrado, inclinado sobre sus libros, escribiendo. Dubhe se quedó en la puerta, paralizada, y él siguió escribiendo, insensible a su presencia. Transcurrido un buen rato, dejó la pluma y la miró a los ojos.

—Siéntate —le ordenó con una gélida sonrisa.

Dubhe obedeció.

—¿Tienes miedo? —le preguntó sonriendo irónicamente.

Dubhe ya no tenía fuerzas ni para intentar replicarle.

—Mi vida está en vuestras manos.

Yeshol sonrió complacido.

—Veo que por fin me tratas con el debido respeto.

Dubhe guardó silencio.

—¿Qué tal te encuentras aquí?

—Sobrevivo.

—Ya… tal como te prometimos, ¿no?

Dubhe volvió a callar.

—Es inútil que trates de hacerte la sumisa, Dubhe, puedo leer en tu corazón. No estoy contento contigo, y no lograrás hacerme cambiar de idea con esta actitud diligente que estás adoptando.

—He hecho todo cuanto queríais… he obedecido, me he doblegado, he matado por vos, no comprendo por qué no estáis contento…

—Porque no abrazas nuestro culto. Rekla te observa atentamente, ni uno solo de tus gestos, de tus expresiones, se le escapa, ni a ella ni, con mayor razón, a mí.

—Ya os dije el primer día que estoy aquí para trabajar a vuestro servicio… los rezos los dejo para aquellos que crean en dioses.

—Y yo ya te he explicado con toda claridad que estar en la Gilda significa alabar a Thenaar. Al principio fui bastante condescendiente contigo; además, acababas de llegar… pero estaba seguro de que abrazarías nuestra fe, porque ya está radicada en ti, desde el día en que mataste al niño, desde que estabas en el vientre de tu madre. Entonces ya pertenecías a Thenaar.

Esta vez Dubhe le plantó cara.

—¡He hecho todo cuanto me habéis pedido, de principio a fin! ¡He pasado horas en el templo, he rezado, he participado en los rituales, todo! ¡Ya tenéis mi sangre, mis manos, me habéis arrebatado el alma a cambio de este sucedáneo de vida! ¿Qué más queréis?

Yeshol no se dejó impresionar. Permaneció inmóvil, con un ademán de dureza en el rostro.

—No quieres ceder a la gloria de Thenaar, no quieres que él haga de ti una Victoriosa.

Dubhe se dejó caer en la silla, angustiada.

—Tal vez tenga que decirle a Rekla que se esté unos días sin darte la poción.

Dubhe se sujetó la cabeza con las manos. Una pesadilla de la que era imposible salir, ésa era su vida, y sus investigaciones no eran más que una mera ilusión. Allí, frente a aquel hombre terrible y frío, no veía ninguna salida.

Y escogió, una vez más:

—Decidme qué queréis que haga, y yo lo haré.

—Una prueba de tu fidelidad al ideal, sólo eso. Un trabajo fácil para ti, me consta.

—¿Un trabajo? —inquirió.

—Exactamente.

Dubhe aún se sintió peor.

—Debes cortar los puentes, Dubhe…

Yeshol se puso en pie y empezó a pasear por el estudio dando amplias zancadas.

—Quiero que mates a ese jovencito, Jenna.

Dubhe se quedó helada.

—Va por ahí haciendo preguntas sobre ti y no me gusta, y además sé perfectamente que te está esperando ahí fuera, es tu último vínculo con el mundo, tras la muerte de Sarnek. Te recuerda a tu Maestro, el Traidor, te distrae de tu objetivo.

—Él no sabe nada…

—Te está buscando, y quien busca de ese modo, quien ama de ese modo, no se da por vencido hasta que no encuentra lo que anda buscando. Por eso lo quiero muerto.

Dubhe sacudía la cabeza obsesivamente.

—Pero no hay motivo…

—El motivo es que yo lo quiero así, que Thenaar lo quiere, y cuando Thenaar le exige algo a un Victorioso, jamás retrocede. Lo harás.

—No puedo hacerlo… no puedo… me pedís algo demasiado grande… yo…

—Date por muerta si no lo haces. No sé de qué me sirve un Asesino incapaz de adherirse a nuestro ideal.

A Dubhe le brillaban los ojos, seguía sacudiendo la cabeza.

—No tiene el menor sentido…

—Dubhe, no me obligues a ser malo, y sabes que puedo llegar a serlo mucho…

Ella se puso en pie de un salto.

—¡No! —gritó—. ¡Esto, realmente, ya es demasiado, excede todo límite! ¡Jamás lo haré!

Yeshol tampoco perdió los estribos esta vez.

—Entonces morirás, y no como tú crees…

De repente, unos hombres aparecieron en la puerta y la sujetaron por los brazos. Parecían haber surgido de la nada, Yeshol debía de haberles ordenado que estuvieran preparados. Dubhe los conocía, los recordaba con horror.

—Os lo ruego… —suplicó con un hilo de voz.

Un simple gesto de su mano fue todo cuanto obtuvo por respuesta. Se la llevaron de allí entre gritos.

* * *

Fueron unos días infernales. De nuevo en aquella celda oscura, otra vez completamente sola. La Bestia la arañó, la desgarró, se manifestó en todo su horror. Parecía más fuerte que antes, y el dolor era absoluto, puro. La pusieron cerca de la Gran Sala, donde el olor a sangre era más intenso. Nunca perdió la conciencia, y el tormento se le hizo infinito. Sería capaz de todo con tal de que concluyera. Todo lo demás, la prueba que le habían impuesto, el dolor del sacrificio, todo desaparecía tras el horizonte de su sufrimiento. Un día tras otro, Rekla aparecía en el umbral con la ampolla en la mano.

—Basta con poco, y tú lo sabes… basta con que digas sí.

Pero ese sí no brotaba de sus labios, no quería pronunciarlo. Jenna la había ayudado, Jenna la había protegido, Jenna la había besado y la amaba. Si algo quedaba de humano en ella, era el recuerdo de aquel muchacho. Precisamente por eso Yeshol quería que lo repudiase para siempre.

Resistió más de una semana, y le pareció que habían transcurrido años. Pero todo el mundo tiene su punto de ruptura, y ella ya había sobrepasado el suyo.

Al décimo día, con lágrimas en los ojos, murmuró un «sí», y la poción, que tan fresca le había parecido en la garganta, descendió ardiendo por su estómago, como un veneno.

«Hallaré la manera, sólo he de lograr que esto cese, hallaré la manera y no morirá…», se decía, pero sentía vergüenza de sí misma y de su debilidad.

Se presentó nuevamente en las dependencias del Supremo Guardián. Él estaba de pie junto a la librería y sonreía complacido.

—Has cedido, finalmente; yo siempre gano, Dubhe, nunca lo olvides. Hemos sufrido, hemos estado a punto de desaparecer, pero hemos sobrevivido, y muy pronto volveremos y lo haremos con mayor grandeza, ¿me comprendes? Y tú formas parte de este inmenso proyecto, de este inconmensurable plan que da sentido al mundo.

Dubhe cerró los puños y agachó la cabeza.

—Decidme las condiciones —murmuró.

—Tienes un mes de plazo. Además, quiero su cabeza, y una ampolla de su sangre para el dios, no me interesa cómo, hazlo según te parezca. Si no obtengo lo que quiero, te arrojaré a la más profunda de nuestras celdas, y te dejaré morir destrozada por la Bestia. Y no estarás sola. También morirán tantos Perdedores como días resistas.

Yeshol se rió con sarcasmo y le impartió una última orden:

—Y ahora, ve a rezar.

Dubhe salió de la estancia. No veía cómo solucionarlo. No tenía escapatoria.

* * *

Partió al amanecer, cruzó el templo apresuradamente, sin detenerse a mirar la gran estatua tras el altar. Se lo había comunicado a Rekla la noche anterior, y ella no puso objeciones.

—Díselo también a Sherva.

—Así lo haré.

Dubhe ya se había puesto en pie para marcharse, pero la Guardiana la retuvo.

—Suerte con tu misión, Dubhe, verás como, una vez la hayas concluido, te sentirás mucho mejor —le dijo, y sonrió.

En esa ocasión cogió un caballo. No quería tardar demasiado, y además deseaba alejarse de aquel lugar cuanto antes.

Forzó las etapas, lanzó a su montura a un galope frenético. No más de tres días, ésa era la duración que había programado para su viaje.

Se diría que estaba huyendo, cuando en realidad estaba emprendiendo el más triste de sus viajes.

Lo cierto era que aún no había decidido qué haría pero, por si acaso, se llevó consigo la ampolla. La había metido en un bolsillo secreto, oculta a la vista.

El sol la sorprendió a media mañana. Hacía meses que no lo veía, y le pareció templado y suave. La primavera estaba en el aire. En la Casa aún no había reparado en ello. La noche la engañaba incluso con las estaciones, y el olor de las flores, de la hierba fresca, no lograba penetrar en su habitación. Era como estar en una tumba. Sólo olor a cerrado y a muerte, a roca y a tierra.

La Tierra del Sol, su tierra natal, la impresionó por el verde brillante de sus prados. Los árboles estaban floridos, el aire olía bien. Se sentía sobrepasada por la emoción.

A los viejos recuerdos de su querido Maestro, cabía sumar los más recientes, aquellos dos años y pico que había pasado en soledad, ejerciendo de ladrona. Nunca le parecieron hermosos, pero los había pasado en libertad, y la libertad era un lujo que en esos días ya no podía permitirse.

Makrat era la de siempre, confusa, bonita y miserable, pero sobre todo grande, palpitante. Pasó por el mercado donde casi cinco años atrás había vuelto a ver a su madre. Ella ya no estaba, hacía tiempo que lo sabía.

Nunca hubiera pensado que la visión de esa localidad habría de causarle tanto dolor. Era como estar preso y mirar el mundo a través de los barrotes. Estaba en casa y, a la vez, se hallaba a millas y millas de distancia. Aún se sentía encadenada a su habitación, en la Casa.

Estuvo dando vueltas por ahí, sujetando el puñal bajo la capa. ¿Qué haría cuando viera a Jenna? ¿Cumpliría realmente lo que Yeshol le había ordenado? ¿Y si no lo hacía? Morirían otros inocentes, y de un modo mucho más atroz. Si quisiera, podría matar a Jenna sin que se diera cuenta, sin sufrimiento. Sería como un acto de piedad. Sacudió la cabeza, horrorizada. Finalmente se decidió.

«Sólo me acercaré hasta allí. Echaré un vistazo y basta, nada más».

Sabía dónde encontrarlo, conocía todos los lugares donde robaba, los sitios que frecuentaba, lo sabía todo de él. Ahora que lo había perdido, era consciente de que había sido su único amigo verdadero. Siempre había tratado de mantenerlo a distancia, de ahuyentarlo, pero había sido en vano.

Lo vio de lejos, delgado como siempre, con una raída capa marrón. Le bastó un solo vistazo para comprobar cuánto había cambiado, y se imaginó cómo había debido de sufrir durante aquellos meses.

«Quien ama de ese modo», había dicho Yeshol, y ahora Dubhe lo comprendía. Sintió una opresión en el pecho.

Estaba más pálido de lo habitual, y menos vivaracho. No estaba trabajando, parecía más bien que se dedicaba a callejear.

Dubhe lo siguió. Recuperó un antiguo placer, del que ya había disfrutado cuando dio con su madre: mirar a una persona querida que vive sin nuestra presencia. Lo seguía con afecto, observaba cómo realizaba sus actividades cotidianas, los gestos que tan bien conocía… Aquella familiaridad la enternecía y la emocionaba. Sin embargo, en algunos aspectos, no parecía el de siempre. Aquella forma de vagar como una alma en pena, aquel moverse por zonas que antes no frecuentaba, su modo de hablar, su humor melancólico. Todo cuanto el Supremo Guardián le había dicho era cierto: la estaba buscando.

Lo siguió cuando iba a cenar, y entró con él en una posada. Jenna comió frugalmente, en soledad. Llevaba consigo una hoja de papel, que puso sobre la mesa. Cuando el mesonero llegó con la sopa que había pedido, lo retuvo.

—¿Has visto a esta chica?

Dubhe se cubrió mejor con la capa y ocultó su rostro más a fondo en la capucha.

«¿Qué debo hacer?».

La noche descendió lúgubre sobre la ciudad; en el pasado, la oscuridad había sido el reino de Jenna. Era a esas horas tardías cuando más activo se mostraba, cuando siempre contactaba con sus clientes, llevaba a cabo sus trapicheos…

Ahora ya no. Ahora se limitaba a patear las calles con paso cansino, sin una verdadera meta que alcanzar.

Dubhe siguió su rastro a través de las tortuosas callejuelas, confundida entre una multitud cada vez menos compacta, mientras una luna gélida y metálica se alzaba sobre la ciudad.

Al final, ambos se quedaron solos: él con el paso exhausto y ruidoso; ella moviéndose como un gato, convertida en su sombra. Se ocultaba en los entrantes de las paredes, lo observaba. No tenía claro qué estaba haciendo.

«Vete o haz aquello que no quisieras hacer. En cualquier caso, decide tu destino, de una vez por todas…», se dijo, pero no se veía capaz.

Tal vez se distrajo, perdida en sus pensamientos, o tal vez quería ser descubierta realmente. Pisó en falso, sólo fue un segundo, pero Jenna debió de oírla.

Se volvió de golpe y fue lo bastante rápido para no darle tiempo a esfumarse como tan bien sabía hacer.

—¿Quién es? —Su voz sonaba insegura.

La vio casi de inmediato, y no tardó en reconocerla.

—¡Dubhe!

Su rostro se iluminó al instante, y corrió hacia ella.

Dubhe no supo qué hacer. Actuó instintivamente, como hacía siempre que tenía una misión.

«No tengo otra elección».

Sacó el arma y lo inmovilizó con el brazo libre contra la pared, comprimiéndole al mismo tiempo la garganta.

Él estaba atónito, la miraba con incredulidad.

Tenía el puñal en la mano, alzado por encima de su cabeza. Dubhe ya había localizado el punto donde iba a atacar; bastaría con descargar el brazo contra él y Jenna no se daría cuenta de nada.

—Dubhe…

Sonó como una amonestación, cargada de tristeza, a la que ella no pudo hacer oídos sordos.

Lo vio inerme bajo sus manos, fue como contemplar su cara por primera vez. Se apartó horrorizada y el puñal se escapó de entre sus manos.

—No puedo hacerlo… no puedo… —murmuró, se deslizó hasta el suelo, puso la cabeza entre las manos y lloró como una niña.

Por unos instantes, Jenna se quedó aturdido frente a ella, y a continuación él también se dejó caer y la abrazó.

* * *

—Te he buscado por todas partes, no he parado ni un instante desde que… —se ruborizó— desde la última vez que nos vimos.

Estaban en casa de él. No había cambiado demasiado, aparte de estar más descuidada. Estaban sentados a la mesa, frente a sendas escudillas de leche.

—No lograba aceptar que te habías ido, y la idea de no saber adónde me atormentaba.

Dubhe miró su escudilla. No sabía qué decir. Únicamente sentía vergüenza por haber llegado a creer, aunque sólo hubiera sido un instante, que podía matarlo.

Jenna permaneció en silencio durante un tiempo.

—¿Dónde te habías metido, Dubhe?

Ella se sorbió la nariz. Aún sentía los ojos brillantes, y le quemaban a causa de las lágrimas. Hacía un montón de tiempo que no lloraba tanto.

—No tienes muy buen aspecto que digamos… y además… ¿por qué me has atacado? ¿Ha sucedido algo?

¿Por dónde empezar? ¿Y qué podía decir, sin poner su vida aún en mayor peligro…?

—Ahora estoy en la Gilda.

El chico se quedó de piedra. Ella se quitó la capa y le mostró su nueva vestimenta: los pantalones negros, la casaca también negra, el chaleco.

—No es posible —murmuró él.

—Ya puedes creértelo. Me han ordenado que te mate.

Él se mostraba cada vez más incrédulo.

—¿Y tú lo habrías hecho?

Ella permaneció unos instantes en silencio.

—Jamás —susurró.

Jenna pareció recuperar algo de aplomo.

—La verdad es que no puedo creerte. Sarnek detestaba la Gilda, ¿no es así? ¡Había huido de ella, maldita sea! ¿Y tú no te has pasado estos últimos dos años viviendo a salto de mata precisamente para poder escapar de esos locos? ¿Y ahora qué haces? ¡Traicionas la memoria del Maestro, te olvidas de todo y te conjuras con esos malditos asesinos!

Las lágrimas volvieron a surcar las mejillas de la muchacha.

—No llores —le dijo él, atormentado.

—Quisiera explicártelo… pero es complicado… y además… no quiero que se te metan ideas extrañas en la cabeza… Yo…

—¿Te obligan a hacerlo?

Ella asintió.

—¿Recuerdas que antes de partir te dije que no me sentía bien? Es una enfermedad que me han inoculado ellos, y que sólo ellos pueden curar. Por eso me he unido a la Gilda.

—Pero… pero hay sacerdotes para las enfermedades, no me dirás que no hay ninguno capaz de…

Dubhe sacudió la cabeza, se descubrió el brazo y le mostró la marca.

—Es una maldición. Me la impusieron mediante un engaño, ¿comprendes? Me espera una muerte horrible si no me quedo con ellos, una muerte que yo…

—¿Tiene algo que ver con lo que sucedió en el claro del bosque?

El joven siempre había tenido una mente muy despierta.

—Sí.

Jenna guardó silencio un instante.

—Es imposible que alguien como tú pueda estar entre esos malditos, por aquello que te enseñó el Maestro y por aquello en lo que siempre has creído. Además lo leo en tu cara. Te estás… consumiendo.

Dubhe sacudió la cabeza.

—No tendría que habértelo explicado.

—¿Qué tontería es ésa…? ¿Y por qué, si puede saberse?

—Porque tienes la manía de salvarme, pero esta vez no puedes, nunca has podido, ¿lo entiendes? ¡Mi vida funciona así, no hay ningún asidero al que pueda agarrarme, hasta ahora no ha aparecido ninguno, lo único que puede sucederme es que caiga aún más bajo!

Estalló de nuevo en llanto.

—Quieren que te asesine porque no están satisfechos conmigo. No soy lo bastante despiadada, no creo lo bastante en su maldito dios. Por eso quieren que te mate, y si no lo hago me matarán a mí, y conmigo a muchos otros.

Jenna se puso rojo de ira y descargó un violento puñetazo sobre la mesa.

—¡Maldita sea! —gritó.

—Lo siento… —se disculpó ella— lo siento…

Él volvió a abrazarla, con pasión, y en esta ocasión Dubhe no trató de eludirlo, sino que también lo estrechó entre sus brazos.

* * *

Aquella noche durmió en casa del chico, como ya hizo cuando él le salvó la vida, tras el episodio del bosque. Se despertó pronto, y el sol inundándole la cara resultó una novedad sumamente agradable después de todos aquellos meses bajo tierra.

Jenna ya se había levantado y estaba preparando el desayuno.

Durante los primeros minutos posteriores a su despertar, Dubhe quiso deleitarse con aquella atmósfera casera. No hizo alusión al día anterior, bebió su escudilla de leche caliente con placer y comió con apetito su pan seco. Era su pequeño espacio vital preferido y quería disfrutarlo. Él fue quien rompió aquellos instantes idílicos.

—Quiero salvarte. No me importa que no me creas capaz, ni siquiera me importa que no quieras que te salven. Tú sabes lo que… en definitiva… lo que significas para mí.

Dubhe sonrió con tristeza.

—Si quieres salvarme, márchate y no te dejes ver.

—¿Qué?

—Ocúltate, abandona Makrat y desaparece de la circulación. Cambia de nombre, ve a alguna parte donde nadie te conozca. Les diré que te he buscado y no te encontré, y tal vez me concedan más tiempo…

Jenna miró fijamente su escudilla vacía.

—No serviría de nada… si te han dicho que o tú o yo… no creo que se dejasen engañar por una estratagema tan estúpida… o tú o yo, Dubhe; así pues, mejor que sea yo.

—Eso no lo digas ni en broma, ¿me has entendido? Ni en broma.

—¿Por qué? ¿Acaso tienes otra solución viable?

—La que ya te he dicho.

—No te librará de ese lugar infame.

—Estoy investigando.

—No puedo perderte de nuevo, no puedo quedarme mirando cómo regresas a ese infierno.

—Ya te he dicho que estoy investigando, y voy por el buen camino. Averiguaré dónde guardan la medicina, la robaré y huiré. Y entonces volveremos a vernos.

—No lo creo. Será como el día que te fuiste. ¡Desaparecerás en el horizonte y no volveré a verte nunca más!

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Tú eres mi único vínculo con la vida exterior, ¿comprendes? El único. Por eso nunca podrás perderme de verdad.

—Déjame que te ayude, por favor…

—Haz lo que te he dicho. No te estoy tomando el pelo, no estoy tratando de librarme de ti; haciendo lo que te he dicho me resultarás más útil que de cualquier otro modo.

A Jenna le costaba dar con las palabras adecuadas.

—Por ti hasta he dejado de robar, no he hecho otra cosa más que buscarte todo el tiempo… yo…

—Tienes que dejar de hacerlo. Por eso han dado contigo y me han encomendado este encargo. Desaparece, te lo ruego… cuando esté libre, hallaré el modo de volver a ti, te lo juro.

Jenna la miró, indeciso. No lo creía, no lo creería nunca, y ni siquiera Dubhe pensaba que llegaría a suceder realmente. Había ido demasiado lejos, aunque lograse escapar, nunca podría volver con él, salvo si ambos morían.

—Como quieras —cedió él—, pero si no vuelves, no te lo perdonaré nunca.

Dubhe sonrió con tristeza.

* * *

Se despidieron al anochecer.

—Partiré esta misma noche —le informó él—. Iré…

—No me lo digas. Prefiero no saberlo. Cuando esté fuera te buscaré, sabes que soy buena investigando.

—Ya… —asintió con una sonrisa.

Al instante recuperó su seriedad y la miró a los ojos.

—Desde el día que te besé, para mí no ha cambiado nada. Nunca cambiará. Te quiero.

Dubhe sintió una opresión en el pecho. Le gustaría amarlo, pero no podía, le resultaba imposible. Había amado una sola vez en su vida, y nunca más volvería a sucederle, lo sabía.

—Yo también te quiero —mintió, y le dio un beso en los labios, casto, breve—. Escápate, hazlo por mí.

—Lo haré —le garantizó él con emoción.

Dubhe dio media vuelta y, como siempre, al cabo de un instante ya había desaparecido.