25

La elección

El pasado VIII

LOS años han pasado rápido para Dubhe. Tras el primer homicidio, ha empezado a implicarse cada vez más en el trabajo del Maestro, y poco a poco se ha convertido en su ayudante a tiempo completo. Ha aprendido a utilizar multitud de armas, también a elaborar venenos, y alguna que otra vez el Maestro la ha enviado directamente a negociar con los clientes.

Dubhe ha crecido muy de prisa, y en seguida ha dejado atrás los juegos, las amistades y las ideas de la infancia. Su cuerpo ha cambiado, con el acicate del adiestramiento se ha vuelto fibroso y ligero, esbelto, ágil…

Ha visto mucho, en estos cuatro años, y también ha viajado. Primero a la Tierra de las Rocas, después a la Tierra del Fuego. El Maestro va allí adonde el trabajo lo lleva, cambiando de casa casi cada semana, y también cambiando a menudo de cliente. Primero los rebeldes, y ahora Forra y los suyos, sin descanso, vendiéndose al mejor postor.

—¿No deberíamos estar de parte de los que se rebelan, de los pobres? —pregunta Dubhe en una ocasión—. A fin de cuentas, creo que su causa es justa, y además Forra es cruel.

El Maestro casi parece enfurecerse.

—Lo nuestro es un oficio. El placer, el idealismo, son cosas que le son del todo ajenas, no tienen nada que ver con el homicidio puro y duro.

Dubhe nunca le ha hablado de ello, pero en su fuero interno siempre ha seguido pensando en el tema, a cada momento, desde el día en que se instalaron en aquella tierra abrupta y asfixiante, con pocos árboles y gran profusión de volcanes.

En la Tierra del Fuego su infancia se ha acabado definitivamente. Ha visto sangre y muerte por todas partes, y crueldades indecibles, ante las cuales el trabajo del Maestro no le parece tan terrible, aunque esté al servicio de los más fuertes contra los más débiles.

Los espectáculos a los que ha asistido le recuerdan a los relatos de los viejos sobre los Años Oscuros, acerca del Tirano y los Fammin, cuando aún no eran dóciles animales en desbandada, sino fieros asesinos.

También ha visto a Forra muchas veces: un hombre enorme que inspira pavor sólo con mirarlo, dotado de un rostro móvil, que en un instante puede pasar de la sonrisa más bondadosa a la mueca más cruel.

Lo ha visto en acción. Ha observado sus métodos, su ferocidad.

Están en un pueblo fronterizo, inmerso en la desolación de los Campos Muertos, no muy lejos de la Tierra de las Rocas. Dubhe observa las caras de sus habitantes y se pregunta cómo pueden ser rebeldes. Son gnomos, en su mayoría, y casi todos mujeres y niños, algún que otro viejo y un par de hombres heridos. Los rostros demacrados y pálidos de quien pasa hambre, y los ojos desbordados por una antigua y única resignación, que Dubhe ha visto en todas las víctimas del Mundo Emergido.

Forra los ha puesto en fila; es una mañana de sol resplandeciente, ensombrecida tan sólo por el humo de las bocas de los volcanes, y ordena a los suyos que los maten. A todos, sin distinción de sexo o edad.

Dubhe mira hasta el final, junto al Maestro. Allí, ese día, nace su odio hacia Forra, un odio que siempre llevará dentro.

Pero ese hombre no está solo. Dubhe ya había oído hablar de él. Dohor ha mandado a alguien. La gente habla de él en voz baja, unos lo compadecen, otros lo odian ferozmente. Se llama Learco, es el hijo de Dohor. Dubhe ha oído decir que tiene catorce años. Es un poco mayor que ella, y eso es algo que despierta su curiosidad.

Ese día lo ve. Al lado de Forra hay un joven, con cara de niño y esbelto cuerpo de adolescente. Tiene el pelo muy claro, de un rubio casi blanco, y los ojos verdes, muy luminosos. Está pálido. Tiene el rostro enjuto y anguloso, pero enmarcado en un bonito óvalo, casi perfecto. Viste una armadura bastante simple, lleva una hermosa espada en el costado y va a caballo. Aprieta compulsivamente las riendas con las manos y exhibe un comportamiento digno en apariencia.

Dubhe lo mira un buen rato. Son los dos únicos jóvenes que están observando la escena. Todos los demás de su edad o más pequeños yacen muertos en el suelo o lloran a la espera de ser ajusticiados. Son dos supervivientes.

Él tampoco aparta la vista, Lo observa todo, como impasible. Pero Dubhe logra ver algo que bulle en aquellos ojos tan serenos.

Y entonces todo acaba, casi de improviso.

—Esto es lo que le sucederá a cualquiera de vosotros que intente oponerse a Dohor, nuestro soberano. ¿Ha quedado claro? No me obliguéis a daros más ejemplos.

Forra hace girar su caballo y se marcha con todos los suyos, incluido Learco.

Un silencio ensordecedor desciende sobre el llano, y entonces Dubhe cree haber entendido lo que en realidad es la muerte. La ha visto muchas veces, infligida por el Maestro a un montón de hombres, pero es en el llano donde la ve de verdad por primera vez en toda su trágica inexorabilidad.

Tras la Tierra del Fuego, le llega el turno a una fugaz estancia en la Tierra del Agua y, finalmente, a los doce años, Dubhe se encuentra de nuevo en la Tierra del Sol, su patria.

Cuando el Maestro le dice adónde se dirigirán, a Dubhe le da un vuelco el corazón, y sus emociones deben de traslucirse en su rostro, porque éste la mira intrigado.

—¿Qué pasa?

—Nada —le contesta ella, sonrojándose—, nada… es sólo… que vuelvo a casa.

—Ya —es la lacónica respuesta del Maestro.

Para Dubhe él es el centro de todo. El mundo empieza y acaba en él: es Maestro, y también padre, salvador. Lo adora. No importa que sea un asesino, que realice un trabajo despreciado por la gente. Y en cualquier caso, ¿no es ella también una asesina? El Maestro es perfecto, el Maestro es único, el Maestro es su horizonte. Adora sus anchos hombros tan masculinos, sus piernas ágiles, la perfección de sus movimientos. Adora sus obstinados silencios, incluso la frialdad con que suele tratarla. Depende en todo y para todo de él, y por eso no discute sus decisiones, ni mucho menos osa pedirle algo que sin embargo es muy importante para ella: pasar por Selva, ahora que ya todo está perdido, sólo para volver a encontrar sus raíces.

* * *

Se establecen en una casa en la periferia de Makrat, en la zona de las barracas de los pobres. Es un simple espacio con una chimenea. El Maestro ha echado al suelo dos jergones que harán las veces de camas, y duermen allí, frente al hogar. En una esquina, adosada a la pared, hay una pequeña mesa con dos sillas de paja medio podridas.

De la Tierra del Sol, Dubhe sólo ha visto Selva y, no obstante, en cuanto pisa su tierra natal siente que está en casa. No sabría decir por qué, tal vez hayan sido los olores, los colores… pero percibe que está regresando a los orígenes, y una extraña sensación de nostalgia le oprime la garganta.

—¿Qué tienes? —le pregunta el Maestro.

Aquella voz le infunde la fuerza suficiente para no llorar.

—Un poco de nostalgia… un poco de estúpida nostalgia.

El Maestro no dice nada, pero Dubhe capta que lo ha entendido y sonríe.

* * *

Ha anochecido, y Dubhe está sola. A partir de cierta hora, los suburbios de Makrat adquieren un aspecto siniestro, inquietante. El viento azota las calles y levanta una polvareda; no hay nadie en los alrededores, salvo algún que otro perro vagabundo. Sin embargo, ella no tiene miedo. Desde que el Maestro la envía a tratar con los clientes, se ha acostumbrado.

La chica espera. El hombre que está aguardándola es un viejo, así se lo dijo la persona que la abordó unos días atrás, mientras caminaba por el mercado. Es un anciano calvo y con barba blanca, lo reconocerá porque lleva una flor roja prendida en la capa negra. Ha pedido que se encuentren de noche, en una zona de la ciudad que Dubhe conoce poco. Es la primera vez que va allí, y ha seguido escrupulosamente las indicaciones que el Maestro le ha dado.

Va envuelta en su habitual —y a la sazón raída— capa negra. Empieza a quedarle pequeña, y el Maestro le ha prometido que si trabaja bien le pagará por este encargo, y así podrá comprarse una capa nueva. Lleva el rostro tapado, bien oculto bajo los pliegues de la capucha. Al igual que el Maestro, ella también ha empezado a cultivar la obsesión por el secretismo.

El viejo llega, por fin. Avanza cojeando, con la flor bien a la vista en el pecho.

Dubhe no se acerca. Espera a que sea él quien vaya hacia ella.

El viejo está realmente decrépito. Cuando se encuentra a un paso de ella, la observa atentamente con el único ojo que posee.

—¿Eres tú?

La voz suena cavernosa, lúgubre. Dubhe se sorprende a sí misma pensando que aquel hombre no vivirá mucho tiempo, la muerte ya le ha estampado su sello.

—Sí.

—Esperaba a alguien de más edad.

—No os dejéis engañar por mi escasa corpulencia.

Dubhe nunca hace saber su edad, y siempre tiende a hacerse pasar por una chica mayor. Espera crecer lo más rápido posible, convertirse en esa mujer que ya empieza a despuntar en ella.

—¿Tu jefe te ha mandado a ti a negociar?

—Exactamente. Decidme de qué se trata.

Una historia banal; el viejo, extenuado por la enfermedad, se halla próximo al fin de sus días, y quiere darse la satisfacción de hacer asesinar a alguien que, en su juventud, le arrancó un ojo y le robó a su amada. Dubhe empieza a mirar con una mezcla de piedad y desprecio a aquel individuo que, ante la inminencia de la muerte, no busca la paz, sino la venganza, hasta el último momento de su vida.

—Mi jefe no suele desplazarse por trabajos tan pequeños ni mezquinos.

Es una respuesta típica para un trabajo típico.

—¡Mi historia no tiene nada de mezquina! Lleva toda la vida atormentándome, estúpida jovenzuela.

Dubhe no se deja impresionar ni siquiera por aquel imprevisto acceso de ira.

—¿Tenéis dinero?

—¿Cuánto pedís?

—Este tipo de trabajo cuesta unas setecientas carolas.

Ha empezado con un precio desproporcionado para un trabajo de esa naturaleza. Pero siempre hay que comenzar así, para ganarse la estima del cliente y fijar un buen precio.

El viejo, como era de esperar, pone los ojos en blanco.

—Es un precio desorbitado…

—Ya os lo he dicho, mi patrón se dedica a trabajos de otro nivel y, por lo general, no actúa en litigios privados como el vuestro. Tenéis que pagar sus servicios. Por lo demás, contáis con la garantía de que el trabajo será excelente.

—Es demasiado. Doscientas ya es demasiado.

—Entonces, podéis ir buscando a otro. —Y hace ademán de marcharse.

El viejo la detiene sujetándole el brazo.

—¡Espera!… Doscientas cincuenta.

Empieza un tedioso regateo, que Dubhe acaba cerrando justo al precio que se había propuesto: cuatrocientas carolas.

—En cualquier caso, tendré que hablar con mi jefe, a ver si acepta el encargo, y encima por este precio.

—¿Y entonces?

—Entonces nos veremos dentro de dos noches, a la misma hora, si os parece bien.

El viejo parece pensarlo unos instantes, y al final asiente.

—Me parece bien.

Dubhe se va.

Está satisfecha del resultado. Ha negociado bien, y aunque es un trabajo de poca importancia, ciertamente, se trata de dinero seguro. Ya está pensando en su capa y en el mercado donde la comprará.

Está distraída, por un lado piensa en el negocio que acaba de cerrar y, por el otro, su mente se extravía en pos de otras vanas ensoñaciones. Olvida que se encuentra en una zona de la ciudad que no conoce bien, y va allí adonde la llevan sus piernas, sin pensar.

Al poco tiempo, sin embargo, se da cuenta de que no sabe dónde se encuentra.

Falta poco para que amanezca, bajo las casas comienza a intuirse una claridad extremadamente pálida.

Dubhe intenta orientarse y, para hacerlo, se vale de la propia albada. Una vez localizado el este, trata de dirigirse hacia al sur —donde se encuentra la casa del Maestro— siguiendo su instinto. No obstante, las callejuelas de Makrat conforman un intrincado laberinto, y de pronto el recorrido comienza a hacerse tortuoso. Dubhe está dando vueltas y empieza a preocuparse. Nunca hasta ahora se había perdido.

Ya lleva mucho rato caminando, por lugares cada vez más ignotos. Lentamente, la luz comienza a tomar posesión de la ciudad mientras ésta cobra vida. Los primeros mercaderes comienzan a llenar las calles, un lento vaivén acompaña aquel despertar.

Con el sol, Dubhe se siente casi segura, le fastidia tener que preguntar a alguien en la calle, ha sido una boba por no seguir las indicaciones del Maestro a la hora de emprender el camino de vuelta, y de algún modo tendrá que regresar a casa…

Entonces, la ciudad parece cambiar repentinamente de aspecto ante sus ojos, y el tiempo, a su vez, parece demorarse. Una mujer avanza hacia ella con un cesto repleto de telas sobre la cabeza, y otros dos igual de cargados bajo los brazos. Dubhe la reconoce de inmediato, aunque esté más vieja, más cansada y haya engordado. No puede dejar de reconocerla.

Su madre. En Makrat.

Sus pies dejan de avanzar. Dubhe se queda inmóvil en el centro de la calle, hasta que la mujer, que pasa por su lado, la golpea con uno de los cestos.

—Discúlpame —le dice su madre apresuradamente mientras se vuelve hacia ella.

Dubhe sigue paralizada, y la mira.

—¿Estás bien? —le pregunta la mujer.

Dubhe reacciona. No dice nada, da media vuelta y escapa, desaparece en los laberintos de la ciudad, tal como ha aprendido a hacer durante los últimos cuatro años. Cuatro años lejos de ella.

* * *

Cuando llega a casa ya es casi mediodía. Está confusa. Su madre. ¡Cuánto ha deseado volver a verla, cuánto…! Recuerda con el corazón en un puño todo el tiempo que pasó sumida en el dolor antes de encontrar al Maestro, cuánto había deseado que sus padres acudieran finalmente para llevársela con ellos, para salvarla. ¡Y si estaba su madre, seguro que también estaría su padre! Pero ¿por qué no la ha reconocido? ¿Por la capa? No obstante, estaban muy cerca, y era de día, por lo que las sombras ya no ocultaban su rostro.

—¿Dónde demonios te habías metido?

El Maestro la detiene en la puerta con estas palabras. Sin duda, Dubhe lleva el desconcierto escrito en la cara.

—¿Ha pasado algo? —le pregunta él, nervioso.

Dubhe sacude la cabeza.

—Me he perdido, eso es todo…

El Maestro se tranquiliza.

—Creía que te había explicado claramente el camino.

—Perdona, Maestro, me he olvidado de seguirlo a la vuelta.

Dubhe trata de esfumarse. No le apetece hablar, pero él vuelve a retenerla.

—¿Qué tal? ¿Qué te ha dicho?

La ansiedad, el miedo y la alegría se diluyen en el relato de aquella noche, y por fin todo encaja. La ciudad, la casa, cada cosa vuelve ser lo que era. Dubhe deja escapar un suspiro de alivio.

Por la noche, el vívido recuerdo de su madre vuelve a desatar su ansiedad. El Maestro respira ligero a un paso de ella; en el hogar, las brasas exhalan sus últimas ráfagas de humo, y Dubhe piensa de nuevo en aquel encuentro. Su mente compara el recuerdo que conserva de su madre con la imagen fugaz del mercado, constata hasta qué punto ha envejecido, cuántas arrugas nuevas hay en su rostro. Es incapaz de descifrar lo que siente en lo más íntimo de su ser. Cuatro años atrás, sólo habría sido alegría. En este momento, no. En ese momento no lo sabe. Está inquieta y confusa.

* * *

Durante los días sucesivos, Dubhe regresa a menudo a aquella zona de la ciudad. Tiene buena memoria, y tras la primera vez ya se ha aprendido el camino a la perfección. Le dice al Maestro que va a hacer la compra, y después vaga durante horas entre los puestos, buscando aquella imagen. Él apenas le pregunta, pero Dubhe sabe que se imagina la verdad, porque la mira de un modo extraño. Y, sin embargo, la deja hacer.

De pronto, Dubhe encuentra a su madre. Tiene un puesto de telas. Siempre se instala en el mismo lugar, y empieza a atraer a la clientela dando grandes voces. Los negocios parecen irle bien: a todas horas hay gente en su tenderete.

Dubhe la espía como suele hacer con el Maestro cuando hay una víctima en perspectiva. Averigua dónde reside, la sigue. Quiere ver cómo vive, y sobre todo quiere ver a su padre. Tiene muy claro que es a él a quien necesita realmente. Por eso siente como si la golpeasen cuando ve a otro hombre.

Su madre vive cerca del puesto donde vende su mercancía, en una casita insólitamente linda para el barrio en que está situada. Se encuentra encima de una tienda de telas que regenta un señor al que Dubhe no ha visto nunca, mayor que su padre, un hombre gordo, moreno, con cara de buena persona.

Los ve, a su madre y a él, saludándose con un beso en los labios cuando se encuentran al final de la jornada. También hay un niño muy pequeño, un bebé.

Dubhe mira pero no comprende. ¿Esa mujer es realmente su madre? ¿Dónde está su padre? Tiene la sensación de estar observando las cosas a través de un espejo deformante, de esos que ha visto en alguna feria de pueblo, que poseen la magia de reflejarte más delgado o más gordo según te apetezca. Todo se parece a sus recuerdos, pero, al mismo tiempo, se halla infinitamente distante. La vida plácida que ve transcurrir en aquella casa le resulta totalmente extraña, no la comprende.

Un día tras otro, acude a espiar a su madre; algunas veces incluso se salta las lecciones matutinas con el Maestro. Sigue experimentando emociones contradictorias: envidia, y también rencor, y afecto, una mezcla que la desquicia y la convierte en una extraña para sí misma.

Por la noche da vueltas en su jergón mientras piensa en el misterio de la nueva vida de su madre. Sin saber por qué, siente como las lágrimas afluyen a sus ojos, y entonces abre y cierra los párpados para disiparlas. En esos cuatro años ella también ha cambiado… ¿o acaso no lo sabía? ¿Por qué Selva, o sus padres, tendrían que haber permanecido igual? Por lo demás, en todo ese tiempo no la han buscado, no han acudido a salvarla. Ha sido el Maestro quien la ha salvado, no ellos, ha sido él quien le ha dado un objetivo, quien le ha enseñado un oficio. Pero, en cualquier caso, siente un vacío en lo más profundo del estómago, allí donde permanece inmaculado el recuerdo de su padre. ¿Dónde está él ahora?

Tras mucho cavilar, finalmente toma una decisión. Ha sopesado a fondo el asunto, sigue pareciéndole una estupidez, pero al mismo tiempo siente la necesidad de saber.

Llama a la puerta embozada en la capa; va tan bien cubierta que cuando el muchacho acude a abrirle no la reconoce.

—¿Quién es? —pregunta él, que ya se ha puesto a la defensiva.

—Soy yo —susurra Dubhe.

El chico se llama Jenna. Apenas habían hablado anteriormente. Además, no hace ni un año que él trabaja para el Maestro, y en cualquier caso no tiene nada que ver con ella. Simplemente se conocen de vista y, como a ambos los vincula su relación con el Maestro y tienen más o menos la misma edad, las pocas veces que han coincidiendo se han caído bien.

En cuanto ella empieza a hablar, él la reconoce. Suspira.

—Por poco no me da un infarto… entra.

La casa es una destartalada barraca donde impera el desorden: ropa por doquier, el botín del último hurto, fruta y otros alimentos esparcidos por todas partes. A eso se dedica Jenna cuando no trabaja para el Maestro: es un ladrón.

Dubhe se sienta en una silla junto a una rudimentaria mesa de madera y se retuerce las manos; no se atreve a mirar al chico a la cara.

—¿Te envía el Maestro?

Dubhe sacude la cabeza, y Jenna sonríe con sarcasmo.

—¡Vaya! Entonces ¡se trata de una visita de cortesía! Espera, te ofreceré alguna cosa…

Ella lo sujeta de la manga antes de que se levante, y se lo cuenta todo. Jenna la escucha, absorto.

—¿Estás segura de que es ella?

Dubhe asiente.

El silencio se adueña del ambiente por unos instantes.

—¿Quieres volver con ella? —pregunta él con voz vacilante, y Dubhe comprende. Comprende a qué obedecía aquella extraña y molesta sensación que tanto desasosiego le ha provocado los últimos días. ¿Volver con ella o quedarse con el Maestro? Ésa es la decisión que hay que tomar, la amenaza y la promesa que conlleva aquel encuentro fugaz en medio de la multitud.

—No es sólo eso… Mi padre no está.

Jenna se apoya en el respaldo de la silla.

—¿Qué quieres que te diga? Y, lo más importante, ¿qué pinto yo en todo esto?

Dubhe se lo explica; quiere que investigue, que se informe de lo sucedido desde que ella fue expulsada de Selva y de dónde está su padre.

—¿Y por qué no lo haces tú?

—No quiero que me vea…

—Es tu madre, ¿no quieres saludarla, cuando menos?

Dubhe no lo sabe.

—Aún no… primero quiero saber cómo ha ido la cosa.

Jenna lo piensa.

—¿Crees que podrías hacerme este favor? —le pregunta ella con voz insegura.

—¿Y yo qué saco de todo esto? ¿Tienes dinero?

Dubhe sacude la cabeza y piensa en la parte que le ha prometido el Maestro si el trabajo del viejo sale bien.

—¿No puedes hacerlo simplemente como un favor?

Jenna suspira.

—De acuerdo, de acuerdo. Resulta difícil resistirse a las dulces miradas de la chicas —dice—. Tú muéstrame a tu madre, y yo veré qué puedo hacer.

Dubhe sigue mirando al suelo con vergüenza, pese a que las cosas, después de todo, han ido bien.

—Yo estaré por allí fuera, escuchando.

—¿Tú también?

Dubhe no responde.

—Como quieras —conviene él con cierto recelo.

Acuerdan verse al día siguiente.

Dubhe se ha tomado su tiempo para planear bien las cosas. Le ha hablado de Selva, ha elegido a un pariente lejano de una mujer que conocía de aquella época y que ahora tendría la edad de Jenna, con la esperanza de que en todo este tiempo no le haya sucedido nada. Ha instruido al muchacho sobre su vida en la aldea, una vida que recuerda con extraordinaria lucidez.

—Le preguntarás cómo le va, qué está haciendo aquí, le hablarás de las viejas comadres del pueblo.

—Pero ¡soy un completo extraño para ella! ¿Crees realmente que me contará cosas tan privadas?

—Eso espero…

* * *

Cuando regresa a casa ya está anocheciendo. Ha comido con Jenna y se siente culpable. Seguro que el Maestro está preocupado, la habrá estado esperando. Probablemente le caerá una regañina, que aún le resultará más dura porque cree merecérsela.

Entreabre la puerta con cuidado, pero la luz se difunde de golpe con gran intensidad. La chimenea está encendida, el Maestro sentado a la mesa, impasible.

—¿Quién es esa mujer?

Dubhe encaja como una bofetada aquella pregunta tan cruelmente directa, y está a punto de echarse a llorar. Por fin comprende hasta qué punto su mundo está en vilo, y cuán importante es la decisión que lleva varios días demorando. Su madre y la vida de antes —Selva, tal vez—, o el Maestro, a quien se lo debe todo.

—Discúlpame por el retraso…

—Sé dónde has estado. Sólo quiero saber por qué. ¿No te parece que me lo debes?

Dubhe se desahoga, sus palabras son un torrente desbordado. El Maestro la escucha sin pestañear, deja que lo cuente todo, ni siquiera la reprende cuando empiezan a asomar las primeras lágrimas.

—¿Qué crees que sacarás con todo esto?

La voz del Maestro no sonaba irritada, al contrario, está llena de comprensión.

—Quiero saber de mi padre… dónde está… qué ha pasado durante todo este tiempo…

—No está, Dubhe. Ése es un hecho incuestionable que las palabras de tu madre no podrán mitigar en modo alguno. ¿No te basta?

Dubhe no sabe con claridad lo que quiere.

—Maestro… es mi vida de antes… es mi padre… mi padre… no sé cómo explicártelo, lo era todo, todo para mí. Si él está, si él me ha buscado…

—¿Te irías con él? —Otra pregunta brutal, que casi la hiere—. Porque es eso lo que está en juego, y tú lo sabes. Debes preguntarte si te irías. Y en eso no entra tu padre, ¿comprendes?

Es la primera vez que le habla así, no como un maestro le hablaría a su alumno, como un adulto a un niño, sino de tú a tú.

—La vida normal te atrae, y dudo que jamás hayas dejado de sentir esa atracción.

—¡Yo estoy bien contigo! Estoy bien así y nunca he querido otra cosa.

—Lo sé. Pero ¿estás dispuesta a llegar hasta el fondo? No existen medias tintas, Dubhe. Yo no puedo tenerte aquí a media jornada, con un pie en casa de tu madre y el otro en la mía. Siempre te he dicho cuán exigente es la vida del asesino. Ahora lo estás probando en tus propias carnes, y debes escoger.

—¿Me estás echando?

El Maestro hace un gesto de impaciencia con la mano.

—Te estoy diciendo que si te vas, será para siempre. Si mañana decidieras que quieres estar con tu madre, ya no habría retorno posible. Sin rencor. No te retendré, no trataré de convencerte. Y lo mismo vale en caso contrario. Si te quedas, será para siempre, y no quiero que vuelvas a ver a esa mujer. Será un adiós definitivo, así que piénsalo bien.

* * *

Al día siguiente Dubhe se aposta detrás del tenderete en cuanto su madre empieza a montarlo. Observar a quien se ama mientras no está con nosotros produce una extraña mezcla de placer y dolor. Dubhe ve a su madre colocando cuidadosamente las sedas, y recuerda cuántas veces la había visto limpiar las verduras, sentada a la mesa de la cocina. Piensa en sus reproches, evoca sus caricias. Pero sobre todo piensa en su padre. Sólo con saber que la buscó, años atrás, tendría bastante; si supiera que no la traicionó, que no la dejó sola, ya estaría contenta, podría seguir adelante.

Más tarde, ya al final de la jornada, cuando su madre está a punto de desmontar, llega Jenna. Tiene aspecto de buen chico, parece creíble, exactamente como le ha dicho que se presentara.

Pasa despreocupadamente por delante del puesto, se detiene a unos pasos de distancia con aire dubitativo y vuelve atrás. El hombre que vive con su madre también acaba de llegar, le da un discreto beso en la mejilla.

—¿Melna?

La mujer se vuelve, y también lo hace el hombre que está a su lado.

Jenna sigue representando su papel a la perfección.

—¡Pues claro que sois Melna, cómo no iba a conoceros! ¿Os acordáis de mí? ¡Septa, el sobrino de Lotti! Cuando me fui de Selva era así de alto.

Dubhe nota que su madre se altera, mira a su alrededor, confusa, su expresión ha cambiado de golpe en cuanto ha oído aquel nombre.

—Os equivocáis —responde el hombre con brusquedad—, no es la persona que buscáis.

Jenna no se deja pillar desprevenido.

—Pues claro que es ella, la recuerdo perfectamente.

Su madre empieza a balbucir.

—Yo… Selva…

Dubhe siente una opresión en el pecho. Parecía tan serena, tan feliz hacía sólo unos instantes, y ahora…

—¡Ya os he dicho que no es ella, maldita sea! Y tú, Melna, vete a casa.

—Selva… yo…

El hombre la coge del hombro con cariño y le dice al oído, cauteloso:

—Todo va bien, se ha confundido, ve para casa, que yo llegaré en seguida.

Dubhe tiene la sensación de que su madre está emprendiendo una huida en toda regla. Escapa hacia las callejuelas con unas pocas telas bajo el brazo, y desaparece rápidamente de su vista. El hombre permanece en pie frente a Jenna, en actitud amenazante.

—Pero sí es ella… la habéis llamado Melna…

—A ver si nos entendemos: ¿qué demonios quieres de mi mujer?

Dubhe siente un pinchazo en el corazón al oír aquellas palabras.

—Saludar a una amiga, pero vos no parecéis Garni…

El hombre suspira y se pasa una mano por la cara.

—Veo que ignoras muchas cosas.

Jenna finge una gran sorpresa, y Dubhe piensa que es bueno, muy bueno, casi desearía que no lo fuera tanto, porque ahora siente que, sinceramente, no quiere saber la verdad, siente que sería mejor alejarse, volver con el Maestro e ignorar el resto de la historia. Y, sin embargo, permanece clavada en su sitio.

—¿Qué pasó…?

—Hace cuatro años sucedió una tragedia. La hija de Melna mató a un niño.

Jenna desconoce ese hecho. Sólo el Maestro está al corriente de toda la historia; a él, simplemente, le contaron una mentira piadosa.

El joven no acaba de salir de su asombro; Dubhe, a su vez, se siente atenazada por un desolador sentimiento de vergüenza.

—La chiquilla fue expulsada de la aldea, y nunca más se supo de ella… está muerta, con toda seguridad. La mandaron a la Tierra del Mar, junto a la frontera con la Gran Tierra, y por entonces allí había una especie de guerra no declarada.

—Pero… ¿estáis hablando de Dubhe?

—Exacto. Y eso no es todo. Garni fue encarcelado, pero no quiso resignarse, se evadió y huyó en busca de su hija, abandonando a Melna a su suerte. Él también desapareció, y hará cosa de un año nos enteramos de que había muerto en la miseria, no lejos de aquí.

A Dubhe se le para el corazón, el mundo se congela a su alrededor. Sólo oye un profundo estruendo en los oídos, mientras la voz de aquel hombre se impone potente sobre cualquier otro ruido:

—Ella lo ha olvidado todo, ha tratado de olvidarlo todo a mi lado. Si le hablas, si le preguntas por Selva… es como si abrieras una herida apenas cicatrizada, ¿comprendes? La Melna de Selva ya no existe; si alguna vez sentiste aprecio por ella, no vuelvas a buscarla jamás.

Dubhe cierra los ojos con fuerza, pero esta vez no hay nada que pueda detener las lágrimas. Pierde el resuello tratando de ahogar los sollozos, su dolor estalla.

Escapa de la callejuela, y no quiere que la vean. Apenas le da tiempo de oír las últimas palabras, que se pierden bajo el ruido de sus pasos en el empedrado de las calles.

—Como… como queráis… —se aviene Jenna.

—Gracias —dice el hombre al borde de la emoción—, gra… pero ¿quién sois?

Y después, nada, sólo el rojo del crepúsculo y sus botas chocando contra las piedras. Pero Dubhe ya sabe que no hay lugar adonde escapar.

Vaga de manzana en manzana, desde las escuálidas construcciones de la periferia hasta los monumentos del centro, y mientras llora se siente vacía por dentro. Entonces, alguien se detiene a su vez y le pregunta cómo está.

—Niña, ¿qué te pasa?

Ella no contesta. No hay palabras que puedan explicarlo.

Desciende la noche, pero no importa. El Maestro tal vez esté esperando, o tal vez no.

El sonido de sus pasos resuena en las calles desiertas. No quiere regresar a casa ni tampoco pasar por delante de la tienda de su madre. No tiene una casa, ésa es la verdad. Alguien toca su hombro y ella se vuelve lentamente.

—Pero ¿cómo diablos puedes correr tanto?

Jenna jadea sin parar.

* * *

Se detienen en una plazoleta algo lúgubre, desierta. Se sientan al borde de la pila de una fuente rota, llena de agua cenagosa que desprende olor a podrido.

—¿Por qué nunca me contaste tu verdadera historia? —le pregunta Jenna.

Ella no sabe qué responder.

—Me da vergüenza.

—¿Cómo sucedió?

—Fue un accidente. Estábamos jugando y…

—No me digas más, así está bien. Lo… lo siento.

Dubhe no responde. No existen palabras para ese tipo de cosas.

Vuelve a casa al amanecer. El Maestro está sentado a la mesa, sobre la cual descansan dos escudillas llenas de leche. No sabe exactamente qué decirle, pero verlo la tranquiliza. El dolor aún le deja un resquicio para el consuelo.

—En su casa no hay lugar para mí —dice Dubhe de carrerilla.

El Maestro le brinda una mirada cálida.

—Mi padre murió buscándome, y ella ha rehecho su vida. Todo cuanto tenía hace tiempo ya no existe, y yo…

—No tienes que explicarme nada.

Se levanta y la abraza. Es un gesto tan insólito, tan inesperado, que Dubhe se queda atónita, embobada. Entonces ella también lo abraza con todas sus fuerzas y llora con lágrimas de chiquilla, el último llanto de su infancia.

* * *

Ese día no entrenan. Se dedican a estar juntos y a deambular por las tiendas más selectas de la ciudad vieja. El Maestro le ha dado el dinero que le había prometido, y eligen juntos una capa nueva.

—Lo hiciste muy bien la otra noche —proclama, y ella le sonríe con los ojos hinchados por el llanto.

Con la capa nueva ya encima y la capucha calada sobre los ojos, Dubhe vuelve a casa con el Maestro cuando ya está poniéndose el sol. Aún piensa en su padre, siempre pensará en él: aquel dolor, lo sabe bien, ya no la abandonará. Pero el Maestro está allí, a su lado. Si se pierden, se perderán juntos.

—Al final, tú ni siquiera has tenido elección —le dice él de pronto—, al igual que yo tampoco la tuve.

Dubhe siente un nudo de emoción en la garganta.

—Te equivocas, Maestro. Yo ya decidí hace tiempo.

Lenta, pudorosamente, le coge una mano, se la estrecha.

Él no se echa atrás, sino que retiene en su mano aquella mano tan suave.