24
El día a día de un postulante
CUANDO Lonerin se ofreció a Ido para la misión, estaba seguro de lo que estaba haciendo.
Ahora ya no lo veía tan claro. A veces le parecía que el deseo de venganza, que durante tantos años había controlado, emergía con fuerza y proyectaba una oscura sombra sobre su misión. En cambio, otras pensaba que ya nada sería como antes, porque habían pasado muchos años, porque había aprendido grandes cosas del maestro Folwar, porque ahora estaba Theana. Y, finalmente, sin previo aviso, a veces lo asaltaba la idea de que podía morir, algo que nunca había podido afrontar. De forma inexorable, siempre le venía a la mente la misma imagen de la muerte, aquel cuerpo destrozado, arrojado a una fosa junto con otros. ¿También sería así en su caso? ¿O quizá era precisamente eso lo que quería, lo que siempre había deseado inconscientemente, desde que su madre tomó la decisión que habría de cambiarle la vida?
* * *
Durante la travesía por la naturaleza adormecida de la Tierra del Agua y, más abajo, hacia el desierto de la Gran Tierra, y más allá, hasta la perpetua oscuridad de la Tierra de la Noche… a cada paso que daba, su viaje se fue transformando en un itinerario que le transportaba hacia atrás en el tiempo. Era como volverse niño y recordar cosas que creía olvidadas.
Cuando llegó a la Tierra de la Noche fue cuando todo se volvió más claro e insoportable. Era su patria, pero había estado ausente muchos años. Al poco de morir su madre lo enviaron a casa de unos parientes campesinos del norte, en la Tierra del Mar. Tenía ocho años, y desde entonces no había vuelto a pisar su tierra natal.
El crepúsculo le cayó encima de improviso: viajaba absorto en sus pensamientos y, cuando alzó la vista del camino, vio el sol descendiendo sobre la última franja de llanura.
* * *
Un hombre al que no ha visto nunca, que sólo dos días antes se ha presentado como su tío, ahora lo lleva en su carro. Lonerin no ha visto el sol en su vida o, si lo ha hecho, era demasiado pequeño para poder acordarse. Con los ojos velados de lágrimas, ve un disco de un rojo cegador elevándose no sin esfuerzo sobre un paisaje de desolación.
—Deja de gimotear; ¿en verdad añoras aquella maldita tierra oscura? Verás qué bonita es la Tierra del Mar. El mar es lo más hermoso del mundo.
Cómo explicarle que no es nostalgia. Es rabia y dolor por abandonar el lugar donde ha muerto su madre sin vengarla.
Y entretanto, el sol se alza implacable, y le hiere los ojos, tanto que tiene que cerrarlos. Esa luz invasiva también se filtra a través de los párpados, y todo se vuelve rojo sangre, y el calor le quema la piel de la cara.
* * *
Lonerin trató de no dejarse distraer por la nostalgia, sino que, por el contrario, procuró armarse de valor, mientras la oscuridad lo envolvía como una vieja manta. De alguna manera resultaba tranquilizador, como si por fin volviera de verdad a casa. Pero ya no existía una casa de verdad, Lonerin lo sabía: en su lugar había un poso de rabia que iba aflorando lentamente a su conciencia.
Se acordaba bien del camino al templo.
—¿Adónde vamos?
A su alrededor, ve matorrales, y los frutos luminiscentes de su tierra. Una mujer lo lleva de la mano, la mujer con quien su madre lo dejó, hace ya muchos días, sin ninguna explicación.
—Al templo del Dios Negro.
Lonerin ha oído hablar a sus compañeros de juegos. Es un nombre que, en sí mismo, tiene la capacidad de asustarlo.
—¿Y por qué?
La mujer vacila.
—Para demostrarle a tu madre que el sacrificio ya no es necesario.
Lonerin no lo entiende, pero deja de hacer preguntas.
—Si no es demasiado tarde —añade la mujer con voz trémula.
* * *
Mientras avanzaba, el chico pensaba en su madre; los años habían erosionado su figura, y las imágenes que conservaba eran contradictorias. Era una mujer hermosa, morena como él, pero carecía de otros recuerdos claros. Y eso le hacía sufrir. La había echado de menos, desde el primer día, incluido aquel en que, todavía enfermo, lo llevó a casa de su amiga. Siempre había constituido un vacío en su vida. Pero había seguido adelante, se había convertido en un buen mago, un conspirador, nada menos, una persona con grandiosas ideas de libertad y un coraje poco común. Así era como lo describía Theana, y así era como lo veían muchos. Una imagen en la que él era incapaz de reconocerse.
Lonerin se imaginó a aquella mujer cuyo rostro no recordaba recorriendo el mismo camino, impulsada por una determinación infinitamente más grande que la suya. Una mujer sola en medio de toda aquella oscuridad, caminando conscientemente hacia la muerte.
Durante un tiempo casi la odió. ¿Por qué se fue? ¿Por qué quiso hacerle aquel regalo desmesurado y terrible, su vida por la de él? ¿No habría obrado mejor quedándose, y tal vez viéndolo morir, pero sin abandonarlo nunca?
Fue un breve período. El odio que sentía por la Gilda era mucho mayor, y lo dominaba todo. Ahora seguía sintiendo cómo palpitaba.
Por fin, la mole del templo empezó a recortarse en el horizonte. Estaba emplazado en un lugar desolado y llano, y por eso resultaba fácil de divisar. Lonerin habría jurado que estaba hecho adrede. Tenía que verse desde lejos, y parecer totalmente inaccesible. El Postulante tenía que anhelar aquel lugar de muerte como si fuera un manantial, tenía que sentir un deseo vehemente de llegar y sufrir para conseguirlo. Así, una vez llegaba, hasta el mínimo residuo de resistencia, hasta la menor sombra de duda quedaban suprimidos.
* * *
—¿Dónde está mamá?
La mujer que está a su lado estira el cuello, mira a su alrededor. En el templo sólo hay dos personas que se balancean arrodilladas en unos bancos.
—¿Dónde está?
Tras aquel largo viaje, Lonerin quiere verla de inmediato. Además el lugar es oscuro, horrible, y la estatua que hay al fondo de la nave destila malignidad.
Se acercan a los bancos, la mujer mira los rostros de los hombres arrodillados. Lonerin la imita.
Están absortos, y sus caras le parecen terriblemente similares. Tienen los ojos cerrados, sus bocas musitan una monótona plegaria que él no comprende, las manos están unidas sosteniéndose la frente, ensangrentadas. Hay algo en ellos que escapa a su comprensión, que lo impresiona. No es sólo la sangre. Más bien es su actitud, sus rostros sin expresión. Le parecen fantasmas, y le dan miedo.
La mujer apoya su mano en el hombro de uno de ellos.
—¿Habéis visto a una mujer morena, más bien delgada, de estas tierras? Sus ojos son verdes, tiene veinticinco años, llevaba un vestido azul.
El hombre ni se digna mirarla, y aunque la mujer sigue sacudiéndolo, permanece impasible en su puesto, rezando, como si no existiera nada más allá de su oración.
La mujer lo intenta con el otro, empieza a gritar, pero por más alboroto que arma, nadie la escucha.
Al final llegan los hombres de negro.
—Aquí dentro se reza, mujer, vamos, márchate.
Ella repite la pregunta que ya ha formulado a los dos fantasmas. Se ríen en su cara.
—No hay ninguna mujer así.
—No puede ser, me dijo que venía aquí, y yo vi cómo tomaba el camino…
—Aquí se viene a rezar. Márchate.
La echan de malos modos, y Lonerin sigue llorando, y llama a su madre. A lo mejor está cerca, a lo mejor puede oírlo.
—¡Decidle que su hijo está bien! ¡Decidle que ya no es necesario que siga adelante con el sacrificio!
Las puertas se cierran implacables sobre aquellas palabras.
* * *
Lonerin se detuvo a cierta distancia de las puertas del templo. Se sentó en el suelo. Cerró los ojos, e instintivamente se llevó las manos a la bolsita con el mechón de Theana. Había pensado mucho en ella aquellos días. Nunca le había pasado. Habían estudiado juntos, habían sido muy amigos y siempre había sabido que la chica sentía debilidad por él. Nunca había pensado que la situación fuera a cambiar. Así de simple: estudiar, convertirse en un buen mago, luchar por el Consejo de las Aguas… le parecían cosas infinitamente más importantes que ella. Pero desde el beso algo había cambiado y, de pronto, Theana le parecía la única cosa concreta y palpable que le quedaba.
Apretó el saquito, notó la dureza de las piedras que usaría para hacer magia, pero sobre todo el suave volumen de su ca bello.
¿Estaba preparado?
Sí. No lo bastante, pero aquello era algo para lo que nunca estaría preparado del todo.
¿También estaba preparado para la muerte?
La imagen del cuerpo destrozado volvió a ocupar su mente.
Sí, maldita fuera, si llegara a ser necesario, también estaba preparado para eso.
¿Y para sobrevivir? ¿Estaba preparado para sobrevivir y volver con Theana?
Se puso en pie, se detuvo ante los batientes. Le pareció oír el eco de las palabras que la amiga de su madre lanzó contra aquella puerta cerrada. Allí delante halló la respuesta que buscaba. No profanaría el antiguo sacrificio de su madre. Haría lo que debía, y saldría de allí sano y salvo.
Abrió con esfuerzo uno de los batientes, y la oscuridad del interior, más profunda y densa que la noche que reinaba fuera, lo engulló. Todo era tal como lo recordaba. Los bancos polvorientos, la estatua, con su insoportable mueca maléfica en los labios, el resto de estatuas monstruosas en los nichos laterales.
Thenaar. Ahí estaba, el que había arrebatado la vida de su madre y, con ésta, la vida de miles de personas.
Avanzó decidido por la nave. El corazón le estallaba en el pecho.
Se acercó a una columna y le pasó una mano por encima. Las asperezas del cristal lo hirieron al instante. Estaban tan afiladas que al principio los cortes ni siquiera le dolieron. El dolor llegó un poco después, junto con la sangre.
Volvió a pasar la mano herida por la columna, con los dientes apretados. Luego la apartó y la cerró. Unas gotas de sangre cayeron al suelo.
Se sentó con toda la tranquilidad del mundo en uno de los bancos, justo bajo la estatua, de nuevo con la cabeza gacha.
Ordenó sus ideas. Ahora tocaba la parte más difícil. Permanecer allí dentro rezando, largo tiempo y sin comida, perdiéndose a sí mismo a través de la oración salmodiada. Debía convertirse en fantasma, como las imágenes que conservaba en sus recuerdos de los hombres del templo, pero, al mismo tiempo, tenía que seguir siendo él mismo a pesar de las privaciones, tener conciencia de su propia misión y de su objetivo.
Se arrodilló muy despacio. La tabla del reclinatorio, bajo el banco, estaba dura, y al cabo de un instante empezaron a dolerle las rodillas. No pensó en ello, sino que unió las manos ensangrentadas ante su rostro. El olor de la sangre le resultó repulsivo. Apoyó las manos en la frente y empezó a mascullar su súplica. Todo había empezado.
Fue una espera muy larga, más de lo que se había imaginado. El primer día no acudió nadie. En el templo sólo resonaba el ruido del viento. Los recuerdos afloraban a su mente, confusos, fragmentarios.
* * *
Sábanas blancas, tanto que deslumbraban. Una habitación que tenía una extraña y molesta tendencia a dar vueltas bajo sus ojos, revolviéndole el estómago. Una voz.
—Vamos, mi pequeño, vamos… no te preocupes… pasa, pasa…
* * *
La oscuridad, de nuevo la voz de su madre, preocupada, ansiosa, y la de otra mujer.
—¡No es posible, no puede ser!
—Se ha propagado entre los niños… ya lo sabes…
—Pero ¡mi hijo no!
* * *
Una nueva casa, más grande, y la simpática vecina que lo mira con preocupación. De nuevo la oscuridad, y de nuevo voces, en el delirio de la fiebre.
—¡Es una locura, se muere, Gadara!
—Se está muriendo, ¿lo entiendes? ¡Y yo no puedo soportarlo!
—Pero tal vez otro sacerdote, o un mago…
—No tiene cura, y tú lo sabes.
—Los hay que se curan… ten confianza…
—La confianza no basta. Entregaré mi vida, y el Dios Negro lo salvará.
* * *
Al segundo día, alguien pasó por el templo, por la mañana. Lonerin reconoció de inmediato que eran Asesinos. El corazón le dio un vuelco, y deseó que todo fuera sobre ruedas, que tras una espera tan corta ya lo hubieran elegido. Sin embargo, pasaron por delante de él sin detenerse.
Lonerin los observó de soslayo. Eran un hombre y una mujer joven. Él no se dignó mirarlo, pero ella era distinta. Lo miró un instante, y a Lonerin le sorprendió ver tanta piedad en aquellos ojos.
Tendría un par de años menos que él, pero su cara de mujer joven tenía una extraña expresión adulta. Era bonita, aunque estaba delgada y no era muy alta, y estaba triste. Lonerin lo notó en seguida.
No había visto muchos Asesinos en su vida, eran huidizos y camaleónicos, atacaban y desaparecían, pero por lo que había oído decir, se había hecho una idea más bien precisa de cómo debían de ser.
Así como el hombre respondía a aquellas imágenes mentales, ella no.
* * *
A partir del segundo día, la noción del tiempo empezó a hacérsele confusa. La sed lo quemaba, el hambre lo torturaba, tenía las rodillas entumecidas y llagadas. Dormía poco, sentado en el banco, y se despertaba a menudo, para volver a empezar su puesta en escena. Se sentía evanescente, como si se disolviera en el aire.
«Mamá resistió, y resistió por mí. Yo también debo resistir».
* * *
El hombre acudió, por fin. Vestido de negro, como todos. Se le acercó con cautela y lo miró despreciativo.
—Ponte en pie.
Le pareció que la orden llegaba de muy, muy lejos, pero Lonerin aún conservaba un atisbo de autoconciencia que le permitió discernir cuán delicado era aquel momento.
Se desplomó en el banco. Las rodillas parecían no querer relajarse.
—¿Por qué estás aquí?
Lonerin tuvo que hacer un par de intentos antes de lograr articular alguna palabra que pudiera entenderse y resultara audible.
—Para implorarle al Dios Negro.
—Se llama Thenaar, estúpido.
—Thenaar —repitió Lonerin.
—Hay una multitud de dioses, ¿por qué has venido aquí?
Lonerin parecía tener dificultades de comprensión, por eso se tomó su tiempo antes de contestar.
—Porque Thenaar es el más poderoso, sólo él puede… responder a mi… a la súplica.
—¿Y en qué consiste tu súplica?
—Mi hermana…
—¿Qué pasa con tu hermana?
—Está mal… muy mal…
Ésa era la patraña que había tramado.
—¿Qué enfermedad?
Lonerin tuvo que recapacitar. Eso no lo recordaba.
—Fiebre roja.
Un recuerdo irrumpió, poderoso.
* * *
Está en la cama, tendido. Respira con dificultad, pero está consciente y mira el techo. De vez en cuando una anciana entra en su campo visual. Cuando desaparece, empieza a hablar.
—Es fiebre roja.
—No puede ser…
Su madre.
—Se la habrá contagiado cualquier niño. Es grave, pierde sangre muy de prisa.
* * *
—¿Está muy grave?
—Se está muriendo.
* * *
—A este paso, en menos de un mes habrá muerto.
Un silencio atónito, el de su madre.
* * *
—Un caso desesperado…
—Thenaar puede… me consta… le he rezado… lo he invocado… él…
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Lágrimas por el pasado y por su madre. Sin duda ella había pronunciado las mismas palabras.
El hombre sacó un paño negro.
—Ahora debes consolarte, porque Thenaar te ha respondido. Vendrás a la Casa, y esperarás a que llegue el turno de tu sacrificio. Entonces Thenaar te concederá lo que quieres.
—Gracias… gracias… —murmuró Lonerin, mientras el hombre lo bendecía con gestos bruscos.
Como si estuviera soñando, notó que lo levantaban por las axilas. No se sostenía en pie, y el hombre tuvo que ayudarlo. Lo hizo volverse sobre sí mismo un par de veces y lo condujo a algún lugar, pero Lonerin se sentía demasiado agotado para discernir en qué dirección estaban caminando.
* * *
Al principio se guió por los olores y los sonidos. Humo, humedad, olor a comida que le producía mareos y náuseas, y finalmente ruido de cacerolas, murmullos y voces ininteligibles.
—Es nuevo. Ponlo al corriente, como de costumbre.
Siguieron manteniéndole los ojos vendados un poco más y lo condujeron a través de corredores oscuros y húmedos. Cuando le quitaron la venda, no era capaz de abrir los ojos. Alguien lo sostenía, pero no lograba verle el rostro.
—Ánimo, ya casi estamos.
Llegaron por fin a una amplia sala con muchos jergones en el suelo. Eran simples montones de paja con algunos harapos que hacían las veces de mantas. El acompañante lo llevó hasta un jergón vacío y lo acostó.
Lonerin suspiró de placer, y alzó la vista hacia su lazarillo. Era un viejo astroso y con una larga cicatriz en la cara. Le sonrió con tristeza.
A continuación le puso en la mano una fragante hogaza de pan caliente y un gran pedazo de queso. Lonerin dio cuenta de todo con voracidad, se lo acabó en unos pocos bocados. El anciano le alcanzó una jarra de agua y el chico se la bebió al instante.
—Ahora descansa. Tienes derecho a dos días de cama, después tendrás que trabajar.
—Lonerin asintió.
El ruido de los pasos del viejo alejándose aún no se había extinguido cuando él se quedó dormido.
* * *
Fue tal como se lo habían dicho. Descansó durante dos días en la habitación común, durmiendo y alimentándose. Las comidas eran más bien frugales, pero bastaban para reconfortarlo.
El viejo era quien le traía siempre los platos. Apenas habían cruzado unas palabras y alguna que otra sonrisa azorada, y, por lo general, los Postulantes no parecían hablar mucho entre sí. Salían de la gran estancia muy pronto y volvían bastante tarde, siempre acompañados por el mismo hombre que fue a buscarlo al templo.
Había otros Asesinos que lo ayudaban. Eran cinco jóvenes, todos vestidos de negro, y al parecer se encargaban de coordinar a los Postulantes. Uno de ellos solía presentarse para controlar qué hacía en el galpón cuando estaba solo. Evidentemente, los Postulantes estaban muy bien vigilados. No había problema, ya contaba con ello.
Sin embargo, el día que se encontró por primera vez cara a cara con uno de los Asesinos, no le resultó nada fácil. Calculó su edad, y se preguntó si podría haber sido el homicida de su madre, o si habría asistido a su agonía.
Tuvo que apretar los puños con fuerza, hasta que las uñas se le clavaron en la carne, y sólo cuando sintió dolor logró calmarse y mirar a esas personas sin el deseo irrefrenable de matarlas y, en consecuencia, desbaratar la misión.
La primera noche sacó las piedras del sortilegio con mucho disimulo. Lo hizo cuando ya era muy tarde, mientras todos dormían. Uno de los cinco vigilantes montaba guardia en la puerta, pero estaba adormilado. Recitó las palabras casi sin voz, amortiguando con las manos la débil luz que éstas desprendían cuando se recitaba la fórmula.
Su primer mensaje sobre la misión consistía en una sola palabra: «Dentro».
* * *
Al día siguiente, el último de reposo, el viejo de siempre se presentó ante él con un hatillo.
—Mañana tirarás todas tus ropas y te pondrás esto.
Era una especie de uniforme, idéntico al que llevaban el resto de los Postulantes. Consistía en una simple casaca bastante gastada y unos pantalones que, a primera vista, no eran exactamente de su talla.
Lonerin examinó aquella ropa unos instantes. La casaca tenía dos bolsillos. No era el lugar más seguro para guardar las piedras mágicas, pero no existía otra posibilidad.
—Mañana empezarás a trabajar, y conviene que antes sepas algunos detalles, o el Guardián se enfadará en seguida —le advirtió el anciano, y Lonerin se dispuso a escucharlo.
—Hasta que nos llegue el turno, debemos servir a los Victoriosos.
—¿Quiénes son los Victoriosos?
—Los que creen en el Dios Negro, los Asesinos.
A Lonerin le vino a la memoria.
—El Guardián te dirá lo que has de hacer, pero lo más probable es que te destine al comedor. No hables nunca, no te lamentes, y limítate a cumplir con tu deber, ¿de acuerdo?
Lonerin asintió.
—¿Y cuándo llegará mi turno?
El viejo se encogió de hombros, con expresión fatalista.
—No existe una regla para ello. Unos antes, otros, después. Yo… yo espero desde hace más de un año —concluyó, desconsolado.
Lonerin tragó saliva. Así pues, podía ser en cualquier momento, y no había modo de saberlo.
—Nunca le hables directamente a un Victorioso: si te pregunta, respóndele, pero nunca te dirijas a él, ni siquiera en actitud deferente. No somos dignos.
Lonerin asintió de nuevo.
—Eso es todo. Sólo te deseo que seas elegido pronto, y que veas cumplida tu súplica. El Dios Negro es terrible y despiadado, pero cumple sus promesas.
Lonerin no pudo reprimir una pequeña mueca. Él necesitaba tiempo, probablemente mucho.
* * *
Al día siguiente lo despertaron casi al alba. Los Asesinos pasaron entre las camas gritando y despojándolos violentamente de las mantas.
—¡Date prisa, holgazán! —le dijo uno de ellos.
Lonerin hizo lo que pudo. Quería ser diligente y no hacerse notar bajo ninguna circunstancia. Trató de ir lo más de prisa que pudo.
Los hicieron formar a todos en fila, y dos Asesinos, uno en cada extremo de la fila, empezaron a registrarlos.
Lonerin se sintió perdido. Llevaba las piedras en el bolsillo, con los símbolos mágicos grabados encima; las encontrarían, y sería el fin. Le entraron sudores fríos, mientras trataba de ordenar sus ideas y hallar una vía de escape. Entretanto, uno de ellos se aproximaba peligrosamente. Sólo se le ocurrió una solución. Sacó las piedras y las lanzó lejos, disimulando el repiqueteo con un ataque de tos.
—¡Tú!
Por un instante, su corazón se detuvo.
Oyó unos pasos pesados en el suelo y, de repente, un golpe fulminante en plena cara, con la mano abierta.
—¡Nunca, nunca rompas la fila!
Tenía al Asesino enfrente. Un joven apenas mayor que él. Sintió que lo odiaba, tuvo deseos de estrechar las manos alrededor de su garganta y estrangularlo… ver cómo cambiaba de color habría supuesto un placer supremo.
—Procura no volver a molestarme, ¿está claro?
Reanudaron el registro, y cuando le tocó a él, el Asesino fue especialmente rudo.
—Tú, al comedor, y recuerda que no te voy a perder de vista.
Cuando llegó allí, siguiendo a su grupo, Lonerin comprobó que se trataba de otro amplio salón excavado asimismo en la roca, pero con muchas aberturas hacia el exterior, para que el humo fluyese. Desde cada uno de aquellos pozos podía verse un fragmento de cielo negro como la pez, sin una sola estrella.
Y recordó. Había jugado bajo aquel cielo, aquél era el cielo que había visto el día que enfermó.
* * *
De pronto se cae al suelo, sin resuello. Las piernas no lo sostienen. Apenas hacía un instante, estaba corriendo por la hierba. Ahora está tendido en el suelo y siente que se ahoga. Encima de él, el habitual cielo negro, sin una sola estrella ni luna. Una oscuridad infinita. Se pregunta si está muriéndose.
—Lonerin, Lonerin, ¿qué te pasa?
Las voces angustiadas de sus amigos, y una sensación de calor que lo invade todo. Y entonces la oscuridad del cielo desciende hasta él y lo envuelve.
* * *
—¿Quieres hacer el favor de moverte?
Lonerin reaccionó de golpe. A su lado, una chica delgadísima le había dado un ligero codazo.
—Te han dicho que vayas a los bancos a cortar la fruta, espabila —le susurró con cara de pánico.
Lonerin salió disparado. Cocinaban los Asesinos, pero los trabajos más humildes corrían a cargo de los Postulantes. Eran exactamente como Lonerin los recordaba: ausentes. Delgados, con los ojos casi perdidos, ejecutaban mecánicamente los gestos propios de su condición de esclavos, sin protestar.
Era como si los castigos corporales, que de vez en cuando se aplicaban a quienes no actuaban con la suficiente diligencia, no causasen el menor dolor en sus cuerpos. Lonerin no pudo evitar pensar en su madre, que se había visto reducida a aquel estado. La recordaba como una mujer vital, de voz casi impetuosa, suave cuando acariciaba, segura y firme en sus reprimendas. Ella también acabó perdiendo el alma en aquel antro oscuro.
* * *
La jornada resultó interminable. No tenían un instante de descanso. La preparación de la comida les llevaba toda la mañana; la de la cena, toda la tarde y, una vez se acababa, había que deslomarse limpiándolo todo.
Eran esclavos, y los Asesinos los consideraban inferiores a los animales. Eran carne de matadero, Lonerin lo leía en la mirada despreciativa de los Victoriosos, eran sangre para Thenaar.
Ya bien entrada la noche, recibieron su ración de alimento, y cuando por fin se les permitió irse a la cama, escoltados de nuevo, Lonerin estaba exhausto. En toda su vida había trabajado tanto.
Se preguntaba si podría sobrevivir así, si muchos de aquellos hombres no estarían destinados a morir mucho antes del sacrificio, y en vano, sin poder albergar siquiera la esperanza de ver cumplidos los deseos que los habían conducido hasta allí.
Pero él tendría que resistir. Los primeros días se portaría bien, trabajaría y no saldría a explorar, pero después tendría que eludir la vigilancia de los Asesinos, tendría que investigar qué estaba gestándose en aquel lugar.
El galpón estaba saturado del calor y el olor de tantos cuerpos hacinados, y Lonerin casi sintió náuseas, pero estaba deshecho, y tenía que descansar. Apoyó la cabeza en la almohada, se envolvió en las mantas, pero por muy agotado que estuviera, no logró dormirse sin antes pensar que, por fin, el círculo se cerraba.
Habían transcurrido muchos años desde que su madre abandonó aquel lugar de cadáveres, y ahora él había regresado allí y pensaba dar un sentido a la vida que le había sido concedida.