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Homicidio en el bosque

El pasado VI

DUBHE y el Maestro se establecen cerca de las Montañas Negras. Repthá, la capital de la Tierra de las Rocas, no se halla muy lejos.

—Está en la cima de las montañas, la visitaremos pronto, el trabajo es allí.

El Maestro ya debe de haber estado en aquella zona, porque sabe cómo moverse exactamente y, en cuanto llegan, al instante hallan alojamiento.

Su nueva casa está excavada en la piedra, igual que las casas de Repthá, y es probable que lleve tiempo abandonada, pues en su interior sólo hay algunos muebles mohosos entre paredes descoloridas.

Dubhe lo mira todo atentamente. Este nuevo alojamiento no tiene nada que ver con la casa de Selva, y entonces se da cuenta de cuán lejos está ya de la aldea y de aquella vida.

—Espero que cuides de este lugar —le dice el Maestro con frialdad—. En cualquier caso, eres una mujer y estas cosas te corresponden a ti.

—No te preocupes, confía en mí —replica Dubhe, aunque en su fuero interno maldice no haberle hecho caso nunca a su madre cuando le decía que debía interesarse más por las labores domésticas. Pero aprenderá y se esforzará al máximo.

Al principio todo le resulta arduo y complicado, y a Dubhe le cuesta adaptarse al nuevo ritmo de vida.

Cuando acaba las tareas de la casa, se entrena hasta que oscurece. El Maestro ha empezado a ponerse duro, se muestra inflexible y severo, y no se deja conmover por nada.

—¡Esto no es un juego, tienes que esforzarte! —le dice a voz en cuello.

Siempre anda falta de sueño, y a la hora de despertarse se desencadena el drama. Dubhe intenta estar activa de inmediato lavándose con agua fría, tal como hacía cuando vivía en Selva. Pero ahí todo es distinto, incluido el clima. En la Tierra de las Rocas el verano es breve, y tras un par de violentos aguaceros, un frío punzante anuncia la llegada del otoño. Como era de esperar, Dubhe no tarda en caer enferma.

El Maestro la cuida con dedicación, pero sin excederse. Se limita a hacer lo estrictamente necesario para que sane, y nada más.

—¿Es que nunca has estado en la montaña? —le pregunta, mientras prepara uno de sus emplastos de hierbas.

Dubhe sacude la cabeza, y la sombra de una sonrisa cruza por el rostro del Maestro.

—Esto no es como tu aldea, aquí estamos más altos y el invierno llega antes. Debes aprender a abrigarte y a no coger frío. Sea como fuere, te acabarás acostumbrando.

En cuanto Dubhe es capaz de volver a ponerse en pie, el Maestro reanuda el entrenamiento y, al poco tiempo, decide trasladarse a Repthá, al corazón palpitante de la región, el mejor lugar, según él, para encontrar trabajo.

De un año a esta parte Dohor ha ido perdiendo su confianza en Gahar, el rey de la Tierra de las Rocas, y quiere apoderarse definitivamente de su reino. Por consiguiente, la capital se ha convertido en un lugar donde proliferan las intrigas y los asuntos turbios, y donde los asesinos disfrutan de una vida fácil.

La ciudad no está muy lejos de donde viven, media jornada de camino basta para llegar, y se abre a un valle angosto y escarpado, más allá de un desfiladero rocoso. Cuando llega, Dubhe observa que casi todas las casas están pintadas de un color rojo vivo, y que en las paredes de algunas se aprecian unas vetas de un cristal negro que sólo allí, y en ningún otro lugar del Mundo Emergido, aparece infiltrado en la roca. En efecto, no muy lejos del lugar existe una mina que prosperó durante los años del Tirano y que aún sigue estando activa. En los días de viento, del suelo se levanta un polvo negro que invade las calles de la ciudad y se cuela por debajo de la ropa. Cuando eso sucede, la gente se encierra en casa, porque la nube de polvo es nociva. La atmósfera se vuelve siniestra, todo el aire de los alrededores se oscurece y el polvo enturbia el crepúsculo.

Dubhe tarda un tiempo en habituarse a todos aquellos gnomos con los que va encontrándose; la primera vez que los ve siente pánico y se apretuja contra la capa del Maestro. Él la aparta con brusquedad.

—No seas niña. Lo que debes hacer es combatir tus miedos.

En Repthá también hay humanos, pero lo que más abunda por la calle son esos hombrecillos bajos, de andares saltarines, peludos y con una espesa barba. Las mujeres de los gnomos, en cambio, no resultan tan terribles. Ella aún no las ha visto, pero se dice que sus proporciones son insólitas, distintas de las de los machos, y que no son tan hurañas como sus compañeros. Al contrario, corre la voz de que algunas de ellas son realmente muy hermosas. A Dubhe, la primera impresión que le causa Repthá es la de una ciudad inmensa y extraña. Prácticamente no ha visto más que bosques y aldeas, y ahora dicha ciudad le parece una especie de bosque sin límites, con casas en lugar de árboles. Éstas son tan numerosas que se diría que están apiñadas las unas sobre las otras, y las calles se reducen a estrechos pasadizos tortuosos.

A Dubhe le asusta y le atrae al mismo tiempo. Percibe con claridad la atmósfera de complot y de intrigas que se insinúa en aquellas callejuelas y llega hasta palacio. Repthá es una ciudad tranquila y hacendosa sólo en apariencia, está segura de ello, y el hecho de que el Maestro le haya prohibido ir a palacio es señal de que existe una razón muy poderosa que justifica su actitud.

—Allí es donde la Gilda hace sus negocios. Debemos mantenernos alejados del palacio y contentarnos con trabajos menores.

Un día, Dubhe le pregunta el porqué de tanto misterio, y el Maestro le habla de la Gilda, no sin cierta renuencia. Dubhe nota que habla con un atisbo de temor, y eso la impresiona. La historia de esa secta es un complejo sistema de intrigas y rituales que disparan su imaginación, sobre todo cuando se entera de que la Gilda vive bajo tierra.

—Yo fui adiestrado allí —concluye el Maestro, casi con indiferencia.

Dubhe se lo queda mirando unos instantes, asustada.

—¿Y cómo lograste marcharte?

—Eso no es asunto tuyo —le espeta él. Guarda silencio, pero decide proseguir—: De la Gilda, cuanto menos se hable, mejor, y además es algo de lo que no guardo buenos recuerdos. Sus miembros no son hombres, son bestias. Si te lo he contado, es sólo porque debes tener cuidado con ellos. No ha sido fácil vivir fuera de la Gilda, los mejores trabajos son todos para ellos. Hay que aprender a buscar espacios donde hacerse un hueco. Por eso los sicarios autónomos somos tan pocos. Pero lo más importante es no entrometerse en sus asuntos, no cruzarse en su camino. Molestarlos significa morir, y de la peor forma.

Tras los primeros viajes a Repthá, comienza el trabajo propiamente dicho, y las cosas cambian para Dubhe.

—Mientras te adiestre, tú serás mi ayudante —le dice una noche el Maestro, y ella siente que el corazón no le cabe en el pecho—. Me seguirás durante la contratación del trabajo, me prepararás las armas y, cuando hayas adquirido más habilidad, me acompañarás. Serás mi sombra.

* * *

Las lecciones sobre armas comienzan apenas llega el invierno. Por el momento sólo son clases teóricas en su mayoría. Y a Dubhe le parecen casi aburridas. Cómo está hecho un puñal, cómo se repara, y lo mismo para el arco, las flechas, la cerbatana y los lazos. Sólo le resultan interesantes los venenos. Dubhe no sólo conoce la composición de muchas de las plantas que el Maestro cita en sus lecciones, sino que también sabe para qué sirven.

Le fascina la botánica, y le divierte destilar sustancias y mezclarlas.

—En cualquier caso, el veneno es una arma para principiantes, pero si tanto te gusta…

Dubhe se ruboriza.

—Es interesante…

—Pues entonces, estúdialo cuanto quieras, seguro que no te hará ningún daño.

Dubhe se muestra tan apasionada que el Maestro le regala un libro que ha conseguido en Repthá, y la niña lo devora noche tras noche, a la luz de una vela.

Tras las explicaciones sobre las armas, el Maestro empieza a enseñarle su mantenimiento, y desde entonces es Dubhe quien abrillanta los puñales, encuerda el arco e incluso prepara las flechas.

Lo absorbe todo como una esponja. Comprende cuán importante es la tranquilidad, la sangre fría, y, poco a poco, el doloroso nudo que le oprime las entrañas va relajándose. El tiempo de la peregrinación sin meta, del miedo, del abandono, quizá ha llegado a su fin. Ahora tiene una casa y, pronto, un trabajo.

Es pleno invierno cuando el Maestro le pide por primera vez que mate de verdad.

Cuando se lo dice, Dubhe se sobresalta. Se acuerda de los ojos en blanco de Gornar y descubre que está muerta de miedo. Pero en el fondo también se siente excitada. Quiere demostrarle al Maestro que ha aprendido todas las lecciones, y que estar con él no ha sido el fruto de un capricho; de algún modo quiere agradecerle aquella extraña y silenciosa dedicación que le brinda.

—No pongas esa cara —le reprende el Maestro, como si le hubiera leído el pensamiento—. No has de matar a nadie. Se trata de salir de caza, y de que aprendas que un hombre y un animal son muy similares cuando luchan por su supervivencia.

Así, Dubhe empieza a familiarizarse con la sangre. Es mitad del invierno, un manto de nieve emblanquece las montañas y el aire es gélido. Hay pocos animales rondando por allí, por eso la misión que le ha encomendado el Maestro aún resulta más complicada.

—Maestro, hay muy pocos animales…

—Si fuera tan fácil, ni siquiera te habría pedido que lo hicieras. Es un adiestramiento, Dubhe, es normal que sea difícil y agotador.

La primera presa de Dubhe es una liebre. La niña hace poco que ha empezado a familiarizarse con el arco y no tiene una gran puntería, pese a que el Maestro la ha obligado a practicar largas horas con una diana colgada detrás de la casa. El arco está duro y ella apenas logra tensarlo.

«Les sentará bien a tus músculos»: es el habitual comentario del Maestro.

Para que sus disparos resulten más letales y compensen su escasa puntería, Dubhe ha aprendido a impregnar las puntas con veneno.

—Te lo permito únicamente porque estás empezando, que te quede claro. El veneno es el arte de los principiantes y de los cobardes. Es un método al que sólo debe recurrirse cuando todos los demás han fallado o no pueden emplearse.

Dubhe se toma su tiempo para ponerse en posición, se hace un lío con las flechas y realiza dos intentos antes de poder encajar una en la cuerda. La liebre tensa las orejas, ha notado su presencia.

—Muévete, o se te escapará —le susurra el Maestro.

Dubhe se esfuerza, pero le tiembla la mano, no puede apuntar bien y el tiro, al final, resulta flojo. El animal sólo ha sufrido un rasguño.

—No te preocupes, un tiro como éste ya es suficiente —le dice él.

Va hasta el punto donde se encontraba la liebre, y Dubhe lo sigue. Está allí. Apenas ha recibido un corte que le tiñe de rojo el pelaje de la pata izquierda, pero salta a la vista que está sufriendo.

Por primera vez, Dubhe ve el efecto de sus propios venenos, y la imagen de la agonía de aquel animal siempre le quedará grabada.

—Si hubieras practicado más la puntería, no habrías necesitado veneno y este animal se habría muerto en seguida.

La liebre sólo es la primera de una larga serie de presas. El miedo inicial se va diluyendo en el placer del acecho y de la caza, el horror hacia la sangre se debilita y es reemplazado por la costumbre.

Hacia el final del invierno, el Maestro la lleva consigo a una reunión con unos clientes.

—Eres mi ayudante a todos los efectos, ¿está claro? Así pues, vendrás conmigo. El oficio de asesino no sólo consiste en matar, sino también en saber buscar trabajo y en saber tratar con quien lo encarga.

De ese modo, casi una vez a la semana, Dubhe se pone su capa y se dirige a Repthá junto al Maestro. Los clientes proceden casi siempre de la ciudad, y normalmente se trata de personas vinculadas de algún modo a Dohor y a su mundo.

Ante sus ojos desfilan figuras desesperadas o ambiciosas, asustadas o llenas de odio, y Dubhe toma conciencia de que durante muchos años no ha conocido otra cosa que la seguridad que le brindaba Selva. Ahora, en cambio, está en contacto con el lado oscuro del Mundo Emergido, un mundo que le parece caótico, traicionero e inseguro. Muchas de las certezas que tenía la han abandonado, el bien y el mal se confunden, y todo parece rodar vertiginosamente.

El único punto sólido es él, el Maestro.

—El nuestro no es un trabajo con una moral, Dubhe. Hay reglas, sin duda, pero no existen ni el bien ni el mal. Existe la supervivencia pura y dura, existe el puñal y un hombre al que hay que matar. O eso, o la miseria, nuestra muerte…

Dubhe escucha, se embebe.

—Segura, decidida, así debes mostrarte ante tu cliente. Nunca hay que exhibir el rostro. Un homicida es un ser que no existe, nadie debe ver su cara, ni siquiera la persona a la que ha de matar. Con el cliente no hay que titubear, ni aceptar un precio inferior al que has establecido. El precio es ése y no hay que transigir. Tu aspecto debe inspirar miedo, ¿comprendes? Sólo así el cliente puede confiar en ti.

El Maestro no sólo está enseñándole un oficio, está enseñándole a vivir.

No obstante, algunas veces, a Dubhe le cuesta reconocerse. Tiene la sensación de haberse muerto y haber resucitado a continuación, viviendo dos vidas distintas. Sólo un delgado hilo la une a su pasado: Gornar; él ha matado a la niña que había en ella y ha hecho nacer a la asesina.

Pero Dubhe sabe que su auténtica metamorfosis se producirá el día que el Maestro la lleve consigo por primera vez a hacer un trabajo.

Se lo dice una noche, de pronto:

—Mañana me acompañarás al trabajo. Ya es hora de que comiences a trabajar de ayudante.

Dubhe se queda con la cuchara suspendida en el aire. Es como si se le hubiera parado el corazón.

—¿Y bien? ¿Qué tienes?

Trata de recuperar la compostura.

—Nada, Maestro. Me parece perfecto. Mañana.

En realidad siente que el corazón le va a estallar en el pecho. Ha llegado el momento de ver cómo trabaja de verdad y, además, el Maestro la quiere de ayudante. Se debate entre el miedo y el orgullo.

* * *

No piensa en otra cosa durante toda la noche, y se pregunta qué tendrá que hacer, qué papel le tocará desempeñar.

Por la mañana está tensa, y limpia con diligencia las armas, encuerda el arco, incluso prepara los venenos.

La comida parece no llegar nunca, y cuando por fin es la hora, Dubhe tiene el estómago cerrado. Está emocionada.

—Come. Siempre hay que comer bien antes de un trabajo —le dice el Maestro, observándola.

Dubhe coge la cuchara y la levanta con un poco de sopa. Finalmente se decide a preguntar.

—¿Qué haremos hoy?

El Maestro sonríe con sarcasmo.

—¿Tantas ganas tienes de matar?

—No… es decir…

Dubhe se sonroja violentamente.

—Te limitarás a venir conmigo y a observarme. Creo que has alcanzado un buen nivel, tanto en los ejercicios de agilidad como en el aprendizaje de las distintas técnicas. Ya es hora de que empieces a ver cómo se trabaja en serio.

Dubhe asiente. Contrariada, se percata de que ha sentido cierto alivio: bien mirado, «habría sido demasiado pronto», se dice sin excesiva convicción.

—¿Cuál es el plan?

—Es una emboscada. Habrá una escolta de dos personas, se dirigen al sur. El camino que seguirán incluye un tramo que discurre por el bosque, y allí actuaremos. Es un punto del itinerario que queda bastante cubierto, lo cual se adecua a nuestras necesidades. Nos ocultaremos en los árboles y utilizaré el arco. Tú te limitarás a mirar. El hombre pasará por allí a primera hora de la tarde. Ya casi es la hora.

La niña ya siente la adrenalina.

* * *

El último paso consiste en revisar las flechas. Las ha preparado Dubhe, pero el Maestro las revisa. Las voltea entre las manos. Dubhe espera el dictamen. Finalmente las vuelve a colocar en el carcaj una por una.

—Has hecho un buen trabajo, buena chica.

Ella se llena de orgullo, tanto que casi se le olvida el miedo.

Cuando todo está listo y alineado sobre la mesa, el Maestro se sienta en el suelo y le ordena que haga lo mismo.

—Primero, hay que concentrarse. Hay que vaciar la mente de todo: piedad, miedo… todo pensamiento debe desaparecer y sólo ha de permanecer la determinación del asesino. Lo esencial es reducirse a ser una arma. Ser el arco y ser la flecha, y no pensar en nada más. El hombre al que hay que matar no es una persona, ¿me has comprendido? No es nada. Debes mirarlo como mirarías a un animal o, aún menos, un pedazo de madera, una piedra. No pensar en él, en sus familiares, en sus amigos… Ya está muerto.

Dubhe lo intenta. Conoce aquel ejercicio, lo ha practicado otras veces. Ve al Maestro sentado y trata de imitarlo. Pero su mente no se vacía, está demasiado emocionada.

El hombre abre por fin los ojos, la mira. Está tranquilo. Incluso le sonríe.

—No pasa nada si la primera vez no lo logras.

Se pone serio.

—Pero sólo esta vez.

Y ella asiente.

* * *

Se apostan en lo alto de un árbol. El Maestro está a su lado, silencioso. Apenas respira, se mueve poquísimo.

Extrae tres flechas del carcaj. Es una precaución, Dubhe lo sabe. En realidad sólo dispone de un solo tiro. Pero si se desviase mucho, aún tendría la posibilidad de un segundo. Dos las clava suavemente en el tronco, debajo de donde se encuentra, la otra la sostiene con la mano. Primero prueba la elasticidad del arco. Lo ha encordado bien. Dubhe se siente orgullosa de su trabajo.

Esperan. Ahora ella también respira despacio, pero su corazón palpita descontrolado. Puede que hasta el Maestro esté oyéndolo.

* * *

Entonces, inesperadamente, él le coge la mano y la lleva hasta su pecho. Dubhe se ruboriza al instante.

—¿Lo oyes? —le pregunta, como si no se hubiera dado cuenta de nada—. ¿Oyes mi corazón?

—Sí, Maestro.

—Está tranquilo. Cuando matas, no debes dejarte llevar por ninguna emoción. Es un trabajo. Y punto.

—Sí, Maestro.

Pero Dubhe no logra concentrarse del todo. Más bien está bajo el influjo de aquel contacto con su Maestro, uno de los pocos que han tenido desde que se conocen, pues es un tipo más bien esquivo. Cuando él le suelta la mano, Dubhe la aleja de su pecho casi de inmediato, azorada. Piensa en el latido reposado de aquel corazón, y lo compara con las anhelantes palpitaciones del suyo, un corazón al que es incapaz de poner freno.

—Concéntrate —le susurra el Maestro—. Limítate a escuchar el bosque, sus ruidos. Siéntelo.

Dubhe se concentra. Esta vez lo consigue. El corazón late más despacio, a su alrededor los sonidos emergen con nitidez.

Por eso oye las pisadas de los caballos cuando aún están lejos. Mesura sus pasos, siente el eco de unas voces que hablan distendidamente. Se sorprende pensando en esas personas. Esa gente no se imagina nada. Los últimos instantes de vida de un hombre, y él los pasa discutiendo inútilmente. Oye una risa, tal vez la risa final.

Dubhe arruga la frente y mira al Maestro. No parece que su determinación se haya visto comprometida por esa clase de pensamientos. Su mano está firme, su rostro expresa concentración. Encaja la flecha con elegancia y tensa la cuerda.

Ahora, los ruidos ya son intensos, rompen la quietud otoñal del bosque.

—Si al menos hubiera durado más…

—Mi señor, podéis volver cuando lo deseéis.

—La guerra va mal, Balak, está claro que ya no voy a poder permitirme estos lujos en el futuro.

—Pero al menos vendréis para el matrimonio de vuestra hija.

«Proyectos de futuro. Proyectos destinados a no realizarse jamás», piensa Dubhe.

Las voces siguen parloteando de fondo, pero a Dubhe le llegan más débiles, los oídos le silban.

El hombre aparece entre la vegetación, lejano. Apenas puede distinguir su rostro. Y entonces el tiempo se dilata infinitamente, y la percepción de un instante se expande hasta abarcar la eternidad. Los movimientos del desconocido parecen ralentizados, y Dubhe dispone de todo el tiempo para observar cuanto sucede. Los dedos de la mano derecha del Maestro se distienden de pronto.

El sortilegio se rompe con el chasquido de la cuerda que vuelve a su posición. El ruido seco del arco se funde con el gemido de dolor del hombre, un estertor que ya presagia la muerte.

Dubhe, atónita, ve como el herido se lleva una mano a la garganta; la sangre se escurre a toda prisa entre sus dedos, roja, viscosa. Se encoge hacia un lado, cae lentamente, y Dubhe no puede apartar la vista de la escena. Sigue la parábola de su caída, asiste a su breve agonía.

—¡Maldición! —grita uno de los soldados de la escolta, y al momento se oye el ruido estridente de la espada desenvainada.

Nota una mano en el hombro.

—Tenemos que huir, muévete.

Es el Maestro. Bajan del árbol de un solo salto, en un instante recuperan el equilibrio y escapan, corren por el bosque como hurones, sin que nada los detenga y sin que nadie los oiga.

Fuera del boque, cubiertos con las capas, caminan tranquilamente hacia casa. Ya no hay nada que temer.

Ya está. El Maestro guarda silencio, y Dubhe vuelve a notarse aturdida. Cree que debería sentir alguna cosa, pero no sabe qué. Sólo es capaz de recordar la voz del hombre, sus fútiles comentarios poco antes de morir.

Por la noche, en la cama, vuelve a evocar los hechos. Rememora los cumplidos del Maestro por el arco y las flechas, piensa una vez más en el hombre, en Gornar, en todos los muertos que ha visto, en cuán poco se necesita para matar a un hombre.

Da vueltas en la cama sin poder dormir. Se siente confusa, debatiéndose entre sentimientos y deseos opuestos que la atormentan.

Dubhe hunde el rostro en la almohada y estalla en un llanto incontenible.