20

El viejo sacerdote

LA nieve lo cubría todo, y el frío era penetrante, se insinuaba bajo la ropa, buscando la mínima porción de piel para atacarla ferozmente. La casaca que llevaba puesta apenas podía evitar que se congelase, y de no ser por la capa no habría logrado seguir adelante.

Toph y ella caminaron todo el día en silencio. Y no era porque él no intentase romper el hielo.

—No estamos muy locuaces que digamos, ¿no te parece? —dijo el hombre, volviendo a la carga por enésima vez a la hora del almuerzo.

—Nunca he hablado mucho, en toda mi vida —confesó Dubhe.

—Mal hecho. Te da un aspecto fúnebre que no le sienta nada bien a una jovencita, y mucho menos a una tan linda como tú.

—No cometas el error de subestimarme. No soy una jovencita.

Toph levantó las manos.

Para comer, se partieron un pequeño queso y una hogaza de pan. Dubhe tenía el estómago completamente cerrado, y comió poquísimo. Toph lo regó todo con abundantes dosis de vino. Por lo que ella sabía, abusar del alcohol no estaba bien visto en la Gilda, y así se lo hizo notar.

Él se encogió de hombros.

—Cometí mi primer homicidio borracho como una cuba. Mi maestro me echó tal bronca que desde entonces aprendí a moderarme, y cuando lo maté a él, puedo asegurarte que estaba del todo sobrio.

Se rió groseramente, y Dubhe clavó la vista en el suelo, asqueada. Había oído decir que los Victoriosos matan a sus propios maestros, cuando éstos ya están demasiado viejos y cansados, pero ni el Maestro ni Rekla le habían hablado abiertamente de ello.

—¿Y tú? —preguntó Toph, impertérrito—. Tú entraste porque mataste siendo una niña, ¿no? Eres una Niña de la Muerte… Cuéntame.

—No es algo de lo que me guste hablar.

El joven se puso extrañamente serio.

—¿Qué diablos estás diciendo? ¡Deberías estar orgullosa de ello, maldita sea! Es lo que hace de ti una Victoriosa, de no haber sido por eso serías una Perdedora toda tu vida, malviviendo como una raterilla.

Dubhe le lanzó una gélida mirada.

—¿Conoces a Amaranta?

—¿El que cayó en desgracia? ¿El viejo protegido de Dohor, de la Tierra del Sol?

Dubhe asintió.

—Yo fui quien lo despertó en su casa y después le tocó el turno a Thevorn, de quien sin duda habrás oído hablar. Ésos son mis trabajos de «raterilla» —dijo, encogiéndose de hombros despreocupadamente.

—Y entonces… ¿ese homicidio cuando eras una niña? —insistió Toph.

—Fue un accidente. Un amigo. Nos estábamos peleando y se dio un golpe en la cabeza.

—Así pues, era un niño.

Toph se rió de nuevo.

* * *

Se pusieron en marcha en seguida, y por la noche llegaron a un pueblo no muy alejado de Narbet, la capital de la Tierra del Norte. Allí encontraron una miserable posada casi vacía, y fue una suerte, porque el tiempo se había puesto muy feo y se había levantado un auténtico vendaval.

Mientras cenaban discutieron en voz baja sobre el trabajo que tenían pendiente y sobre su objetivo. Dubhe participó de mala gana. No veía la hora de que aquella maldita historia acabase. Toph se daba aires de conspirador, inclinándose sobre ella para que no lo oyese el posadero ni el resto de los clientes.

—¿A quién crees que obedece Nerla, el bobo del hijo del sacerdote?

Nerla era el actual regente de la Tierra del Norte. El verdadero rey, Rewar, había sido ajusticiado treinta y siete años atrás, al final de la guerra contra Dohor. Era un joven apocado, y era del dominio público que Dohor estaba detrás. Por lo demás, Dohor estaba detrás de todos los mandatarios actuales, a excepción de los de la Tierra del Mar y del Agua, aún libres. Dohor había resultado menos dramático que el Tirano: mientras que el primero había montado un gran estrépito y conquistado sin demasiados miramientos las Ocho Tierras una por una, Dohor había actuado elegantemente en defensa de la paz.

El primer paso fue casarse con Sulana, la reina de la Tierra del Sol. Después, Dohor pilló la ocasión al vuelo cuando Rewar invadió la Tierra de los Días. En cinco años hizo entrar al monarca en razón. La Tierra de la Noche se convirtió en el primer protectorado de la Tierra del Sol. A continuación, le llegó el turno a la Tierra de los Días, de donde Rewar había expulsado a sus pobladores, los fammin. La Tierra del Fuego constituyó el escollo más grande. Ido, su antiguo maestro, y la reina de la Tierra del Fuego, Aires, le habían acusado, con todo fundamento, de perseguir a los fammin. Sin embargo, Dohor, recurriendo a corruptelas y a amistades de toda clase, logró convencer al Consejo de que Aires e Ido conspiraban en su contra y en contra de todo el Mundo Emergido. La reina fue destronada y la regencia fue a parar a un típico rey complaciente, mientras que Ido fue expulsado de la Orden con deshonor y Dohor se convirtió en Supremo General. En aquel punto, la historia se volvería trágicamente previsible. Los tiempos eran duros y requerían que alguien tomara las riendas con fuerza; ¿y quién mejor para ello que Dohor, héroe, Supremo General, que salvó, asimismo, al Consejo de los maléficos planes de Ido? Tras cinco años de guerra, la Tierra de Fuego había caído bajo el protectorado compartido de la Tierra de las Rocas y la del Sol. Después se sucedieron cinco años de resistencia liderada por Ido, pero todo finalizó cuando Forra entró en juego. Se decía que la guerra acabaría en un insensato baño de sangre. El último acto había sido la guerra contra la Tierra de las Rocas, que concluyó con la muerte de Gahar, durante años fiel aliado de Dohor. Así, en cuarenta años, un ambicioso y jovencísimo Caballero del Dragón había logrado tener en sus manos casi todo el Mundo Emergido, aunque manteniendo una apariencia de libertad en cada una de las Tierras, mediante una administración independiente y un regente propio. Sus últimos dolores de cabeza eran las Tierras de la Alianza del Agua, que agrupaban los antiguos territorios de la Tierra del Agua y del Mar, que seguían siendo libres por completo.

—Es evidente que ambas pertenecen de facto a Dohor —respondió Dubhe.

—Y, en consecuencia, a nosotros.

La joven se quedó estupefacta. Era un rumor que circulaba ampliamente, pero todos lo consideraban eso, un mero rumor. Desde luego, Dohor no era una buena persona, pero aliarse nada menos que con la Gilda… era algo que ni siquiera el Maestro le había mencionado nunca, durante las aburridas lecciones que le impartía sobre las intrigas que habían alumbrado aquellos cuarenta años de luchas intestinas tras la Gran Guerra.

—¿Qué quieres decir?

—Le hemos hecho muchos favores a Su Majestad, y él los ha retribuido con generosidad.

—Pero ¿hasta qué punto?

Toph se encogió de hombros.

—Eso sólo lo sabe Yeshol con exactitud.

* * *

Abandonaron la posada muy temprano. Hacía mal tiempo, y el vendaval del día anterior había sido reemplazado por una aguanieve molesta y húmeda que les empapaba las capas.

Dubhe estaba absorta por completo en sus pensamientos. Iba a suceder esa noche, y ella tenía miedo. En verdad, nunca había matado a sangre fría. Le habían enseñado a hacerlo, recordaba una por una todas las palabras que el Maestro le había dicho durante el adiestramiento, pero jamás había puesto nada en práctica. Además, lo había jurado, y por lo que más había querido en este mundo. Todo aquello estaba a punto de disolverse como la nieve bajo el sol, y la tristeza, la angustia, la sobrepasaban.

Hacia mediodía, Toph la zarandeó.

—Ya estamos en casa, Dubhe, la gran Asteria.

Dubhe lo miró de reojo. Ya nadie la llamaba así. Fue el Tirano quien le impuso aquel nombre, pero tras su caída recuperó su antiguo apelativo: Narbet. Así era como ella la conocía.

Contempló los anchos muros resquebrajados, cubiertos de lactescentes flores trepadoras, a la sazón recubiertas por una fina capa de nieve. Año tras año la ciudad iba decayendo sin tregua.

Las brechas en el muro eran cada vez más numerosas, la espesura de las plantas parásitas que trepaban por los sillares iba en aumento, pero, sobre todo, el aspecto de los dos soldados que montaban guardia ante las puertas resultaba cada vez más descuidado y decadente.

—¿Quiénes sois? —preguntó uno de ellos, apuntándolos con su lanza.

—Dos mensajeros de la Tierra del Sol —respondió al instante Toph, y se apartó la capa para mostrar un pergamino que había llevado consigo a tal efecto.

—Sí, sí… está bien… pasad…

La ciudad se abrió ante ellos, silenciosa. Narbet siempre había sido así. Un lugar abarrotado de mendigos a los lados de las calles y sede de los trapicheos más improbables, con mercados desnudos y tristes, y tiendas desabastecidas de casi todo. Había pocos alimentos, ya fuera porque la Tierra de la Noche siempre había precisado de la magia para cultivar unos campos que nunca recibían el sol, o bien porque lo poco que cultivaba se desviaba al frente o a la nobleza de la Tierra del Sol, o incluso servía para saciar a la nobleza local. Las casas de los ricos brotaban como flores en el desierto de entre las casuchas que conformaban el paisaje típico de la ciudad. Eran mansiones rodeadas de grandes jardines, llenas de estatuas y de techos policromados. Cada ladrillo transpiraba riqueza. Al final de aquella orgía de ostentación se hallaba el majestuoso palacio de Nerla, el rey. Era el antiguo palacio real, pero con todos los lujos de los mejores tiempos. Éste había hecho construir una nueva ala y, lo más importante, una altísima torre, que nadie veía con buenos ojos porque se parecía demasiado a la Roca.

Dubhe observaba todos aquellos edificios, todo aquel lujo, con su habitual perspectiva desencantada. Para ella constituían un insulto a la pobreza de aquella tierra. Una vez se lo planteó al Maestro, rebelándose con vehemencia contra aquel estado de cosas:

—¿Por qué la gente no se subleva?

—El mundo se divide en fuertes y débiles. Y en cualquier caso, nosotros, que servimos a los ricos y que somos los ejecutores de los lados más oscuros del sistema, desde luego no los combatimos.

Desde los grandes y bellos edificios, Dubhe volvió la mirada hacia la ciudad de los pobres. Había construcciones imponentes que debieron de ser bastante hermosas en otros tiempos, y que ahora eran víctimas del tiempo y la desidia. Los viejos edificios señoriales y del poder se habían convertido en refugio para los pobres que llegaban del campo a probar fortuna en la ciudad, casi siempre sin éxito. Entre edificio y edificio, había chabolas de madera recién construidas, tabernas miserables y lazaretos donde se refugiaban los enfermos de desnutrición.

Toph y ella comieron en una posada no mucho mejor que las anteriores y, tras acabar, Dubhe le pidió que la dejara sola.

—¿Para qué? —le preguntó él con extrañeza.

—Cada cual tiene sus métodos. Necesito concentrarme antes de un trabajo.

Toph se encogió de hombros.

—Nos veremos aquí, a la hora de la cena.

Dubhe buscó un lugar muy concreto, un lugar donde había estado con su Maestro. También era una posada, ahora ya totalmente abandonada. Sí, era allí adonde quería ir. Entró y vagabundeó por las distintas salas, hasta que dio con la habitación, la que habían compartido unos años antes el Maestro y ella. Se sentó en el suelo y meditó, como hacía siempre. Pensó en las palabras que él le había dejado.

—Te lo dije años atrás, cuando nos encontramos. No es un trabajo para ti, Dubhe. Mira lo que me ha pasado a mí y toma otro camino. Olvídame a mí, olvida mis enseñanzas y vive de otro modo. Y si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mí y por mi sacrificio.

Cerró los ojos y volvió a ver su estructura de hombre fornido, sus hombros musculosos y su cuerpo adiestrado.

Dubhe se llevó las manos al rostro.

«¿Qué estoy haciendo?».

Pero no había elección. Probablemente ya estaba todo decidido desde hacía años, cuando agarró entre los dedos el pelo de Gornar y golpeó su cabeza contra las piedras. Su camino quedó marcado entonces, y no había nada que hacer.

* * *

—No te veo muy en forma —observó Toph durante la cena en la posada—. Tienes los ojos rojos.

Dubhe bajó rápidamente la mirada.

—Es por el frío. En cualquier caso, estaré sola, aquí, en mi habitación, hasta que nos encontremos delante del templo.

—Te aconsejo que tomes el antídoto un poco antes de entrar en acción. Rekla me dijo que sería mejor que lo bebieras antes, o no surtiría efecto.

—Me lo darás en cuanto hayamos acabado —dijo Dubhe con determinación.

* * *

Cuando la campana de la tristemente célebre torre de palacio dio el último toque, Dubhe estaba lista. Inspiró todo el aire que pudo y trató de vaciar la mente, pero no resultó fácil. Echó un último vistazo a sus armas. De pronto, el puñal ya no era un recuerdo del Maestro, sino una arma que al cabo de poco tendría que utilizar como correspondía.

Se envolvió en la capa y empezó a caminar por las calles de Narbet. Había dejado de nevar y un viento frío azotaba las callejuelas. Anduvo despacio, con pasos amortiguados sobre la nieve compacta y una determinación glacial en su pecho. Pero en cuanto el templo se recortó en el horizonte, el corazón se le desbocó por un instante.

En comparación con la habitual riqueza del clero de la Tierra del Norte, aquel santuario era de tercera categoría, pequeño y medio en ruinas. Dubhe sacudió la cabeza.

Toph la esperaba en un callejón.

—Muy puntual. Excelente.

Estaba excitado, se le notaba, pero sabía mantener los nervios a raya, como buen profesional que era.

—Tú lo harás todo, yo me limitaré a seguirte.

Entraron abriendo la puerta con sumo cuidado. El viento ululó a través de la sala unos instantes, pero en cuanto la cerraron de nuevo, todo se volvió silencioso.

El interior del templo estaba totalmente en consonancia con el exterior. Era una simple superficie rectangular de techo bajo, con una decena de bancos polvorientos aquí y allá y un altar medio resquebrajado pero muy reluciente. Estaba claro que Dunat llevaba a cabo los rituales aun sin contar con fieles.

La estatua que representaba a Raxa, tras el altar, era de factura muy tosca; estaba tallada en madera y representaba a un hombre que sostenía un bastón en una mano y una bolsa de monedas en la otra. Aquí y allá había algún toque de barniz descolorido.

Dubhe se dijo que probablemente el tal Dunat no sería más que un pobre diablo. Desde luego, no era alguien que mereciese morir.

—Vamos, ¿no decías que teníamos el tiempo justo? —la apremió Toph.

Dubhe se concentró, pero era como si estuviera desacelerada, se sentía pesada. No quería, no quería hacerlo y punto.

Estaba bastante oscuro, pero palpó hasta dar con la puerta que buscaba. Estaba muy mohosa e hinchada a causa de la humedad. Uso el cuchillo para abrirla con delicadeza, y logró hacer el menor ruido posible. Entró con cautela, empuñando el arma.

Allí dentro había un pequeño espacio iluminado únicamente por una vela, una diminuta alcoba con un tosco jergón y un modesto altar en un rincón. Había una versión en miniatura de la estatua de Raxa, y Dunat estaba arrodillado enfrente. Murmuraba anhelante una oración, sin parar. Llevaba puesta únicamente una camisa de dormir sobre cuya inmaculada blancura caían los ralos mechones de su pelo canoso, de hombre viejo y desaliñado.

Sentía miedo, miedo irracional. Dubhe lo percibía en toda su intensidad. Aquel hombre sabía lo que estaba a punto de suceder, se lo imaginaba, y trataba de confortarse con aquella plegaria que mascullaba a media voz.

«¡No puedo, maldita sea, no puedo!».

El puñal tembló entre sus manos y cayó.

—¿A qué esperas? —murmuró Toph, irritado.

El sacerdote debió de oír algo, porque se volvió de golpe, con ojos aterrorizados, y gritó un vibrante «¡No!» al tiempo que se incorporaba y trataba de huir.

Dubhe sintió que Toph actuaba a su espalda, y vio como el cuchillo de lanzar se clavaba en la pierna del anciano, que cayó al suelo entre lágrimas.

—¡Mátalo! —rugió el Victorioso.

Lejana, la voz de la Bestia respondió desde su corazón con un rugido idéntico, y eso fue lo que le insufló fuerzas. El cuerpo actuó por sí solo, respondiendo a aquella antigua llamada que llevaba sepultada en su corazón, y que la Bestia sacaba a la luz. Corrió tras Dunat, le sujetó la cabeza y se la retorció con un único movimiento. El hombre se calló de pronto, pero Dubhe no era capaz de soltar su presa. Sus ojos miraban fijamente el altar, y la estatua salpicada de la sangre que había proyectado el muslo del viejo.

«Lo he hecho. Se acabó».

Se sentía paralizada.

Cuando por fin logró soltar al viejo y alzar la mirada, vio algo que la dejó helada: en el umbral había una chica. Inmóvil, con las manos cerca del pálido rostro, la boca abierta, incapaz de articular ni una palabra. Iba en camisón. Tal vez fuera una acólita del templo a la que Toph había olvidado mencionar. Quién podía saberlo. Era joven como ella, y la miraba como se mira a los monstruos.

«No…».

Toph saltó como un rayo y la chica hizo lo mismo. Trató de alcanzar la puerta, trató de chillar. Toph la cogió del cabello, largo, suelto sobre los hombros, le dio un violento tirón que la hizo caer. Ella gritó.

Dubhe se puso en movimiento, intentó interponerse entre Toph y la chica, para impedir que… pero éste fue más rápido. Con un solo movimiento, sacó el puñal y lo descargó en la garganta de la joven.

—Noche infernal, nada sale del derecho…

Vio sus ojos blancos, abiertos. Ojos sin mirada. Ojos acusadores. Esta vez, Dubhe miró en el abismo. Su vida estaba allí, al fondo.

Ciñó la mano en torno al cuello de Toph, y lo empujó contra la pared.

—¿Por qué la has matado?

Estaba fuera de sí, enloquecida de rabia, tanto, que no se percataba de cuán estúpida era su pregunta.

—Aparta esta maldita mano o te mato.

Dubhe soltó la presa. Respiraba con dificultad. Toph le propinó una sonora bofetada.

Era como si su ira se hubiera desbravado, y ahora Dubhe se sentía como un recipiente vacío.

El chico volvió a serenarse, y una vez pasado el arrebato, la miró con ojos más comprensivos.

—Es más sangre para Thenaar, es lo correcto.

A ella empezaba a darle vueltas la cabeza.

—¿Se puede saber qué te pasa? Deberías estar contenta… y además ya has matado.

«Demasiadas veces, incluso. Pero ¡nunca de este modo, nunca de este modo!».

—Ahora hay que llevar a cabo los rituales, muévete —le ordenó Toph. Dubhe cerró los ojos. De pronto todo se había hecho demasiado real e insoportable.

Él se acercó al cadáver de la muchacha y extrajo una ampolla de cristal que contenía un líquido verde.

—Ahora voy a realizar el ritual destinado a ella, y tú lo repetirás con tu víctima.

Acto seguido sacó su puñal y atravesó con decisión el pecho de la chica.

—A continuación, introducirás la sangre en la ampolla… —y así lo hizo, cuidadosamente— y una vez la tengas, repetirás esta plegaria: «A Thenaar, Padre de los Victoriosos, en espera de su día». Cuando hayas concluido, bebe un poco.

Se llevó el vial a los labios y bebió, casi con avidez. Dubhe sintió que se le revolvía el estómago, pero al mismo tiempo, en el fondo de aquella náusea, había algo que se agitaba exultante, algo que se reconocía a sí mismo en aquel rito macabro.

«La Bestia».

Toph le pasó la ampolla.

—Ahora tú.

Le sonreía, y su sonrisa era monstruosa.

Dubhe lo cogió. Se acercó al cadáver del viejo. Sacó el puñal.

Recordaba las palabras del Maestro: «Acuchillar a los muertos, desangrar sus despojos es un acto de bestialismo, contrario a las reglas del homicidio. El homicida ataca, y cuando la víctima muere, se ha acabado. Agredir el cadáver significa dar rienda suelta a la rabia y al sadismo que cada uno acumula. Todo lo contrario de lo que hace un sicario».

Pero no podía evitarlo. A lo lejos, la Bestia alzaba su voz.

«Por lo demás, yo también soy una bestia».

Dubhe repitió todo cuanto había hecho Toph. Llenó la ampolla con la sangre del sacerdote.

—Bebe un sorbo y vuelve a llenarla —le indicó Toph.

Dubhe miró la ampolla.

«Es el alimento de la Bestia, sabes que lo quieres, porque la Bestia eres tú».

Acercó los labios al recipiente, y la Bestia lanzó un grito.

Dudó.

«No puedo».

Volvió a dudar un instante.

Y entonces, de golpe, sin beber, le pasó el vial a Toph.

—Vámonos.

Ni siquiera esperó a que le respondiera. Se envolvió en la capa y se dirigió a la puerta. Corrió por el templo, se abalanzó hacia el exterior y acogió el gélido vendaval que la embestía. Sus ojos y su mente estaban llenos de imágenes de aquella sala, el anciano que seguía arrodillado ante el altar y la joven en el suelo, ambos en un charco de sangre. Una chica apenas mayor que ella, una muchacha inocente. No veía otra cosa, mientras el viento la ensordecía y seguía caminando. Apenas oía la voz que la llamaba, primero furiosa y, a continuación, más bien inquieta.