19
Viaje de adiestramiento
El pasado VI
DE repente, a Dubhe se le complica la situación. Ahora que oficialmente se ha convertido en discípula del Maestro, de algún modo las cosas son distintas, lo nota. El hombre ha cambiado su actitud hacia ella, es menos protector que antes, o tal vez sólo está enfadado por haber tomado esa decisión, por haber sido tan vanidoso.
Antes, cuando viajaban, él la esperaba, le daba tiempo para que lo alcanzase, y, de algún modo, adecuaba su paso al de ella. Ahora ya no. Va a paso ligero, y Dubhe a duras penas logra seguirlo, hasta tal punto que a veces debe echar a correr.
Por la noche siempre está fatigada, y se deja caer exhausta junto al fuego. Él siempre parece estar fresco y descansado. Prepara la comida con los movimientos elegantes y precisos de siempre.
—Creía que estabas acostumbrada a las largas caminatas —le dice una noche al ver que se deja caer sobre una roca.
Dubhe esboza una tímida sonrisa.
—Sí, antes de encontrarte yo ya había caminado mucho, pero nunca a esta velocidad.
—Siempre debes tener las piernas en forma, es importantísimo para un asesino.
Dubhe aguza el oído: es la primera lección de su adiestramiento.
—Un asesino ha de ser silencioso, rápido, debe saber huir a toda prisa, pero al mismo tiempo sin que lo oigan.
Dubhe asiente con gesto grave.
—No quiero volver a oír que te lamentas de la velocidad de mi paso, ¿está claro? Debes seguirme, y basta, sin historias. Sólo es cuestión de entrenamiento.
—Sí, Maestro.
Sus discusiones giran únicamente en torno a ese tema, y siempre acaban así, con un sonoro «Sí, Maestro» por parte de Dubhe. La niña lo repite a menudo. Le gusta cómo suena esa palabra, «Maestro», pero sobre todo le gusta la idea de pertenecerle.
* * *
El Maestro no le enseña nada de particular en todo el viaje; no hacen más que caminar en silencio, todo el día. Cuando se detienen, con la puesta de sol, Dubhe cae rendida en el suelo y se duerme en un santiamén, con el zurrón y la ropa bajo la cabeza. Pero, al mismo tiempo, cada día resulta menos agotador que el anterior, y sus piernas están habituándose al ritmo de la marcha.
De hecho, Dubhe está recorriendo el mismo camino que ya había atravesado ella sola, durante los primeros días que pasó lejos de Selva. Pasan por zonas que aún están en guerra, lo cual los obliga a desplazarse sobre todo de noche.
Una tarde, ella se percata de que están atravesando la región donde debía de estar el campamento de Rin. Recuerda con todo detalle aquel lugar y la última noche que lo vio.
—Aquí cerca había un campamento —dice de pronto, y sigue hablando de Rin y de los suyos, del tiempo que pasó allí y de cómo murieron—. El cocinero ya no se presentó. Fue entonces cuando me encontraste, Maestro.
—Ya me imaginaba que la cosa iría por ahí —comentó lacónico.
Tal vez se deba a que se pierde tras los recuerdos; tal vez, porque las imágenes del presente se mezclan con las de la noche en que murieron todos; o puede que tal vez sea culpa del viento, que amortigua el ruido ahora ya casi imperceptible de los pasos del Maestro, pero el hecho es que, de pronto, Dubhe se siente sola. Se queda quieta y mira a su alrededor. La oscuridad sería casi completa si no fuera por la pálida luminiscencia del cielo estival. A su alrededor sólo percibe el rumor de las hojas y un fragmento celeste en lo alto. El Maestro no está.
—¿Maestro?
Todo es como aquella noche, De repente, todo acude a su memoria, vívido y terrible. Unas horas antes, al caer el sol, ha vuelto a ver columnas de humo alzándose lúgubres desde el llano. Campamentos, soldados, como los hombres que mataron a Rin, como los hombres de los que la salvó el Maestro.
—¿Maestro?
Y, en ese instante, le parece oír unos pasos, y ruido de cascos de caballos, como aquella noche, tintineo de espadas y armaduras, y, a lo lejos, gritos de muerte.
—Maestro, ¿dónde estás, dónde estás?
Corre como una loca entre los árboles, lastimándose con los arbustos y las ortigas que le fustigan los brazos, hasta que una mano la sujeta del brazo sin ningún miramiento y la saca de en medio.
—¿Qué diablos estás gritando?
Dubhe reconoce su olor antes que su voz. Se lanza contra su pecho, lo abraza, llora.
—¡Hay soldados, y te había perdido!
El Maestro no la abraza. No le acaricia la cabeza, ni tampoco la consuela.
—No hay soldados en los alrededores, los habría oído —se limita a decir finalmente, ahora que Dubhe sólo solloza.
Ella se pone en pie, se enjuga las lágrimas.
—Me había parecido… todo es como aquella noche…
El Maestro se pone muy serio.
—Has cometido una imprudencia gravísima: no puedes ponerte a chillar en un lugar como éste, en plena noche…
—Perdóname, pero la oscuridad…
—Hasta ahora me has seguido sin problemas. Has de mantener la concentración. Me has perdido únicamente porque te has puesto a perseguir inútiles quimeras.
Dubhe baja la vista, desmoralizada.
—Tu adiestramiento ya ha empezado, no lo olvides. La decisión que has tomado, seguirme, implica muchas cosas: ya no eres una niña y, sobre todo, el pasado, pasado está, ha quedado detrás de ti, y no debe tocarte. Sólo existe el presente, y tu presente soy yo. No quiero volver a verte llorar ni lamentarte inútilmente. Algún día serás una asesina, y los asesinos no se permiten tales debilidades.
Esta vez, el «Sí, Maestro» suena triste. Dubhe se sacude de la mente todos los recuerdos de aquel lugar, la imagen de Rin o la majestuosidad de Liwad, el dragón. Pero, para vencer el miedo, no trata de endurecer su corazón, como quisiera el Maestro, sino que, por el contrario, piensa en él.
«Aquel tiempo ya pasó, ahora no tengo nada que temer, con él a mi lado».
* * *
Dubhe mejora. Le resulta más fácil moverse en la oscuridad. El mundo está poblado de sonidos, y ella aprende a escucharlos: cada uno le lleva un mensaje. La noche ya no es oscura, sino que la recorren senderos hechos de olores y sonidos que se mezclan.
Ahora sus piernas ya se mueven con agilidad por el bosque, y apenas hacen ruido. Ya no siente el escozor provocado por las ortigas, no rompe las ramas dando pasos demasiado pesados. Se mueve con decisión, segura, con la espalda del Maestro siempre delante de ella, como un consejo que seguir, un objetivo por alcanzar.
Él habla poco. Casi siempre permanece callado, incluso en la cena, y nunca le explica nada. Ha aprendido por sí misma a no cansarse demasiado durante las caminatas, y también ha descubierto ella sola cómo orientarse de noche.
A decir verdad, no está realmente interesada en llegar a ser un sicario, pero cree que aprender es el único modo de no morir, de no estar sola, de poder seguir estando con el Maestro.
—¿Cuándo me enseñarás a usar las armas? —le pregunta un día.
Es una de sus últimas marchas nocturnas, porque ahora ya están bastante lejos de la zona de guerra.
El Maestro se permite algo parecido a una sonrisa, la primera desde que salieron de casa.
—La primera virtud del asesino es la paciencia. El asesino es un cazador. ¿Has cazado alguna vez?
Un cúmulo de recuerdos agradables la embarga.
—¡Ya lo creo! He cazado luciérnagas, y pájaros con la honda. Sé capturar sapos con las manos.
Él vuelve a sonreír.
—No es gran cosa, pero ya es algo. Cuando cazas, has de saber esperar el momento justo. Con el adiestramiento sucede lo mismo: te estás preparando, estás aprendiendo a usar la primera y más importante arma del asesino.
A Dubhe le brillan los ojos.
—¿Cuál?
—El cuerpo. Y sólo es el principio. Tendrás que llegar a ser realmente perfecta como una arma, implacable y dispuesta a atacar por sorpresa y con decisión.
Dubhe piensa en el puñal del Maestro, sujeto a su cinturón, en contacto con su vientre. Será una arma en sus manos, Un puñal sólo para su uso exclusivo.
* * *
Más adelante, los bosques clarean, y una inmensa llanura se abre ante su vista. Un desierto de tierra negra, salpicado por suaves colinas aplanadas por algún cataclismo, y la nada, hasta el horizonte.
—¿Qué lugar es éste?
La desolación es total, reina un silencio absoluto, sólo interrumpido por el graznido de algún cuervo en la lejanía.
—Es la Gran Tierra.
Dubhe recuerda. Tiene aquel nombre muy presente. Es un lugar marcado por la historia, citado innumerables veces en los relatos que oía contar a los adultos y a los ancianos, en Selva. Casi cien años atrás había acogido Enawar, una ciudad fabulosa y rica, asentada sobre dos fértiles colinas, y sumergida en el verdor infinito de sus prados y sus bosques. Allí tenía su sede el gobierno de la Edad de Oro, cuando la guerra no era más que un doloroso recuerdo.
Enawar fue arrasada, con su inmensa biblioteca, de la que aún se conservan fragmentos desperdigados, preservados como reliquias en otras bibliotecas o en las residencias de reyes y dignatarios. Con sus palacios gemelos, uno blanco y otro negro, uno para el Consejo de los Magos, el otro para el Consejo de los Reyes. Con sus exuberantes y magníficos jardines, con sus fuentes y sus cascadas ornamentales.
Se decía que así comenzaron los Años Oscuros del Tirano, con la destrucción de Enawar.
Durante los Años Oscuros, la Gran Tierra se convirtió en el legado por excelencia del Tirano, que hizo construir allí su inmenso palacio, la Roca, una altísima torre de cristal negro. Podía verse desde distintos puntos de todas las Tierras, pues era la construcción más elevada que se había edificado en el Mundo Inmerso, un arrogante desafío a los dioses. Además, de la Torre partían ocho brazos, cada uno de los cuales se proyectaba hacia una Tierra, como una réplica exacta de los dedos del Tirano extendiéndose para apoderarse de todo el Mundo Emergido. Como si de un cáncer se tratara, la Roca había succionado toda la savia vital de aquel lugar. Ya no hubo más bosques, ya no hubo más prados, ni siquiera sobrevivieron las colinas, allanadas para albergar la construcción. De la Gran Tierra sólo quedó un extenso llano vacío, destripado en medio de la mole de la Roca.
Después se desató la Gran Guerra, y Nihal y Sennar destruyeron al Tirano. La Roca se había desmoronado y sus ruinas se extendían por el llano, llevándose consigo cuarenta años de dominio despótico y terror.
Desde entonces, la Gran Tierra había sufrido distintas vicisitudes. Durante algún tiempo, justo después de la contienda, cuando Nihal y Sennar aún no habían abandonado el Mundo Emergido, se pensó dejarla como estaba, desolada y llena de escombros de la Roca, para que el mundo recordase lo que había sucedido. Después se pensó en construir una nueva Enawar, pero tal idea también fue abandonada. Por entonces, el territorio se había vuelto a dividir entre las distintas Tierras, y la única parte que siguió siendo libre fue la del centro; allí se reconstruyeron los palacios del Consejo de los Reyes y de los Magos. Las ruinas fueron retiradas de aquel lugar, y sólo quedó el trono, expuesto a la entrada del Palacio del Consejo de los Reyes, junto a dos gigantescas estatuas de Nihal y Sennar.
En cuanto a los territorios concedidos a las distintas Tierras, por lo general permanecieron yermos. Por muchos esfuerzos que se invirtieron, no hubo modo de hacer que creciera nada. Al parecer, habían quedado definitivamente estériles. La gente sigue llamándolos Gran Tierra, aunque formen parte de otros territorios. Su naturaleza es tan distinta de la de las otras Tierras que en todas partes se las percibe como lugares extraños, pertenecientes a otra época y a otro mundo.
El Maestro se agacha y coge un puñado de tierra. Está seca, se le escurre entre los dedos, como arena. Abre la mano y le muestra el contenido a Dubhe.
—¿Ves estas motas negras? Es lo que queda de la Roca.
Dubhe las mira, atemorizada y admirada a un tiempo. Ella también coge un puñado, y procura que sólo le queden los fragmentos de cristal negro en la mano. Los mete en una talega que cuelga a un lado de su cinturón, bajo la capa.
—¿Para qué los quieres? No son más que estúpidos restos. Tíralos.
El Maestro parece irritado.
—Son restos históricos… Me han contado tantas historias sobre el Tirano… me produce un extraño efecto poder tocar algo que también ha tocado él.
—¡No hay nada de admirable en el Tirano, nada! Se creía inmortal, y se figuraba que podía disponer a su antojo de todo cuanto existe en el mundo. Un pobre loco como él sólo merece el desprecio. Tíralos.
Dubhe no reacciona, y entonces el Maestro le coge la talega por la fuerza y la vacía con violencia.
—Perdóname, Maestro, no era consciente de que estaba haciendo algo malo…
Él no responde, se limita a seguir avanzando con paso firme.
Llevan días desplazándose por el llano desolado, y el calor resulta casi insoportable. Los labios de Dubhe se agrietan por efecto del viento y el sol, se cortan y sangran. Cuando por la noche arroja la capa frente a la hoguera, se pregunta cómo, el primer día, tuvo la ocurrencia de llevarse los fragmentos de cristal negro. Ahora los nota bajo la ropa, le arañan la piel y le provocan irritaciones.
—Y esto no es nada, comparado con el Gran Desierto, al este. Realmente eres una niña muy torpe —se burla el Maestro.
Dubhe se sonroja, pero no puede decir nada en su defensa.
Toda aquella desolación sólo logra iluminarse con el crepúsculo. A Dubhe, las puestas de sol no le traen buenos recuerdos. Todas le hacen recordar a Gornar. Pero en aquella grisura absoluta que están atravesando, el crepúsculo tiene otro sentido: es el único momento del día en que aparece el color, encendiendo el llano y confiriéndole extraños reflejos. Y entonces, de pronto, cuando el sol parece haber desaparecido realmente tras el llano horizonte, suele caer un relámpago solitario, un único y brevísimo relámpago de un verde luminoso, brillante. Por un instante es como si la Gran Tierra volviese a florecer, como si la hierba se expandiese por la planicie virulenta, para retirarse al momento, como un espejismo.
El Maestro la ve observando casi conmovida el cielo, que ahora ya ha emprendido irremediablemente su camino hacia la oscuridad.
—Has visto el rayo verde, ¿no es así?
Ella sale de su ensimismamiento.
—No han sido imaginaciones mías, ¿verdad?
Él sacude la cabeza.
—No. Dicen que sólo los niños pueden verlo, porque aún no están contaminados por las perversiones del mundo. Dicen que es portador de un mensaje de los elfos, su último mensaje al mundo, dirigido por el sol a aquellos que son puros y nunca se han manchado las manos de sangre.
Se ríe por lo bajo, irónico.
Dubhe se siente invadida por la tristeza.
—Y entonces, ¿cómo es que yo…?
—Yo también lo he visto —zanja el Maestro—. Lo he visto un montón de veces, aquí, en el desierto, y nunca me ha dicho nada. Y por mucha gente que haya masacrado, el rayo verde siempre está aquí, esperándome, cada vez que atravieso estas tierras. En una ocasión, un sabio me dijo que es a causa del aire tan limpio que hay aquí, por eso se ve. En otras zonas, el aire es pesado y tapa el rayo. Se trata de eso y de nada más.
* * *
En el desierto, el adiestramiento cambia. Esta vez el Maestro le impone extraños ejercicios.
—Quiero que montes guardia.
—¿Para qué? Si, a fin de cuentas, estamos solos…
—No discutas mis órdenes, hazlo y basta. Mantente despierta un par de horas, hasta que te avise, y escucha los sonidos, todos, y ay de ti si te duermes…
Así que la primera vez Dubhe se duerme, y la despierta una bofetada.
—Yo no quería, Maestro, perdóname…
—¡Concentración, Dubhe, concentración! Debes aprender a imponerte a ti misma, a hacer que prevalezca la mente sobre el cansancio, sobre el hambre, sobre cualquier mensaje que te envíe tu cuerpo, ¿está claro?
Meditación. Horas, durante la noche, a menudo en la más absoluta oscuridad, contemplando la nada, sin un punto donde los pensamientos puedan detenerse durante su recorrido, sin ningún asidero al que agarrarse para no caer presa del sueño.
—Eso te sucede porque no miras con atención. No existen dos instantes iguales, el mundo fluye continuamente, muda, cambia de forma, pero tú estás demasiado distraída para darte cuenta de ello. El ruido del viento, como un canto, ora sosegado, ora violento. Un trueno en la lejanía. Los pasos metálicos de los insectos en la tierra. Los fragmentos de cristal negro que se alejan rodando. Aprende a escuchar.
Y así una noche tras otra. Percibir hasta la mínima vibración. Oír el mundo, más que verlo, y formar una única entidad con él.
La concentración va íntimamente ligada a la paciencia, a la capacidad de esperar. Se trata de leer el mundo como si fuera un libro, de compenetrarse con él. Sentirlo en los huesos e interpretar sus señales, hasta dar con el instante, el único en que se puede atacar eficazmente. Ésa es la esencia del asesino.
Dubhe lo intenta, prueba, quiere mejorar. Pero, invariablemente, se duerme.
—¡He estado despierta durante más tiempo que otras veces, lo juro!
—Ya lo sé, pero hasta que no alcances el objetivo, no debes darte por satisfecha. Yo no lo haré.
En realidad, el Maestro nunca duerme. Ahora Dubhe ya lo sabe. Ha perfeccionado hasta tal punto ese ejercicio —el mismo que ella parece incapaz de superar—, que una buena parte de él se mantiene consciente mientras dormita. Incluso cuando se adormece unos minutos, sus sentidos siguen estando siempre alerta, preparados. Ella también puede conseguirlo, está segura de ello. Empieza a comprender la finalidad del adiestramiento de estos días.
* * *
Después, el llano también desaparece, y por primera vez en muchos días, la mirada se topa con un obstáculo mientras trata de descifrar el horizonte. A lo lejos se distingue el nítido perfil de unas altas montañas.
—Ya casi hemos llegado. Dentro de unos diez días podremos descansar.
Son los Darees, los Montes del Norte, le explica el Maestro. La Tierra de las Rocas.
—Hay muchísimos gnomos, el territorio está habitado casi exclusivamente por ellos.
Dubhe recuerda al individuo de reducida estatura y aspecto amenazador que llamó a su puerta tiempo atrás.
—¿Todos son como él? —quiere saber, con expresión preocupada.
—¿Y qué tienen de malo?
Dubhe agacha la cabeza. Le da vergüenza reconocer que le producen miedo.
* * *
Y por fin encuentran bosques, por todas partes. En el horizonte, montañas cubiertas de nieve, blancas y puntiagudas, con un manto de terciopelo verde a sus pies, en el que Dubhe se sumerge con placer.
Le gusta dormir a la sombra de los árboles, y en el bosque los ejercicios que le enseña el Maestro también le resultan más sencillos de realizar.
Un día logra mantenerse despierta dos horas tal como él le exigía. Y cuando éste despierta, ella casi se le echa encima.
—¡Lo he conseguido, lo he conseguido! ¿Lo ves?, ¡estoy despierta!
El Maestro no se deshace en elogios. Se limita a asentir.
Una mañana, Dubhe lo ve preparando el arco.
—Hoy iremos de caza.
A Dubhe le da un vuelco el corazón. Los recuerdos de Selva vuelven a comparecer, vívidos.
—Sígueme.
Vagan por el bosque, pero el Maestro tiene que repetirle:
—Haces demasiado ruido, y así los animales huyen.
Se apostan, esperan, se guían por ruidos que ella no es capaz de oír, observan detalles que a ella se le escapan.
Su padre nunca cazaba, la caza la compraba su madre o, a veces, se la regalaba algún amigo. Su familia era de campo, y Dubhe no tiene experiencia como cazadora, por eso no comprende.
—Mírame con atención —le dice el Maestro, y ella lo hace, y lo imita, pero no entiende por qué.
—¿Qué andamos siguiendo exactamente? —susurra.
—Huellas —se limita a decirle, y le señala algo en el suelo. Dubhe las reconoce. También las había cerca de los bosques de Selva. Las pisadas de un cervatillo. En una ocasión, incluso llegó a ver uno.
—No está lejos.
Se agazapan, se deslizan por el suelo.
—¿Lo oyes? —La voz del Maestro apenas es un suspiro.
—No…
—Concéntrate.
Dubhe cierra los ojos, tal como hace por la noche, cuando debe practicar los ejercicios. Entonces el silencio le habla y se hace evidente el crujido rítmico de sus patas en la espesura.
—¡Sí!
El Maestro le pone la mano en la boca con rudeza.
—¡No grites, estúpida!
Se deslizan hacia delante, y él se incorpora. Señala algo entre la vegetación.
Un cervatillo. Parece estar en guardia, y mira a su alrededor con las orejas tiesas. No recordaba que fuera tan hermoso y perfecto.
Su preceptor es tan silencioso que el animal ni siquiera lo oye: parece tranquilo, pues empieza a comer doblando el cuello. Dubhe se vuelve, y ve que el Maestro está preparado. Tiene la expresión absorta, concentrada, el arco tenso y la muesca de la flecha encajada. Mantiene los brazos inmóviles, la cuerda tensada al límite.
—Pero Maestro, vas a…
No le da tiempo a terminar. La flecha sale disparada del arco, la cuerda gime levemente. El ruido del cervatillo al caer suena violento en el silencio del bosque. Dubhe oye cómo se agita, cómo se lamenta, y se queda clavada donde está, horrorizada.
—¿A qué esperas? Muévete, es la cena.
El Maestro se adelanta, se agacha, pero Dubhe no lo sigue.
—¡Te he dicho que vengas! —le ordena, y Dubhe acelera el paso hasta alcanzarlo. Está inclinado sobre el animal, y ha sacado el puñal.
—Si aún no está muerto, debes rematarlo con el cuchillo. Apoya la hoja en el cuello y haz un corte limpio, ¿lo has entendido?
El Maestro acompaña su explicación con gestos, y Dubhe siente un sinfín de pequeños escalofríos recorriéndole la espalda. Asiente.
—Hazlo tú.
—¿Cómo?
El Maestro le pasa el arma.
—Mátalo tú.
El cervatillo se agita, mueve las patas, pero cada vez con menos energía. Respira con dificultad, sufre y está aterrorizado.
—Nunca he usado el puñal…
—Pero has matado, ¿no es así? Y no se trataba de un animal, sino de un chico.
Dubhe se sobresalta, como si acabara de recibir una bofetada.
—Sí, pero…
—Se trata de lo mismo. Y además, ¿no ves que está sufriendo? Morirá de todos modos.
—Yo…
—¡Hazlo!
La voz del Maestro suena como un rugido, y Dubhe se estremece. Las lágrimas le asoman a los ojos, pero su mano sujeta el puñal. El calor de la mano del Maestro aún sigue en la empuñadura.
—Deja de llorar y haz lo que debes hacer. Has dicho que querías ser mi discípula, ¿no es cierto? Pues bien, un sicario mata. ¡Matar o morir, Dubhe! Los que son como nosotros sólo tienen una elección. Y tú empezarás con este animal.
Dubhe se sorbe la nariz, trata de enjugarse las lágrimas, pero no puede hacer nada. La presa abatida la mira con los ojos saturados de dolor y de pánico, y se agita, intenta huir en vano. El puñal tiembla en las manos de la niña.
—Espabila o me voy, y te juro que no volverás a verme.
Ella solloza, pero se acerca. Las lágrimas le empañan la visión, de modo que no logra ver bien la cabeza del cervatillo. Sólo siente que se agita espasmódicamente bajo la presión de sus dedos. Apoya la hoja, temblorosa. Cierra los ojos.
—¡Abre esos malditos ojos y hunde el cuchillo!
—Maestro, te lo ruego…
—¡Obedece!
Como si profiriese un alarido, Dubhe hace lo que debe hacer, con los ojos cerrados, y en cuanto nota que la sangre le inunda la mano suelta la presa y escapa.
El hombre la intercepta y la estrecha contra sí, sin decir nada.
Aunque la ha obligado a hacer algo terrible, Dubhe no lo odia, pero hunde la cabeza en su pecho, y su calor, su respiración sosegada, la tranquilizan. Él sigue callado, pero está allí con ella.
Dubhe no ha querido mirarlo mientras preparaba la carne del cervatillo. Aunque tiene hambre, se ha quedado aparte, y eso que cuando comienza a oscurecer en el aire flota un delicioso olor.
—No hay otra cosa, deberías comer —dice el Maestro.
Dubhe mira horrorizada el pedazo de carne.
—Lo digo por tu bien…
El Maestro guarda silencio. Se diría que se siente aliviado.
—No tendrías que haber cerrado los ojos.
—Perdóname, Maestro, pero ha sido desagradable… me he acordado de Gornar… el chico… aquella vez… cuando sucedió el accidente… y entonces… él me miró, y sus ojos…
El Maestro suspira.
—No estás hecha para este trabajo. Éste no es tu camino.
Dubhe se levanta de golpe.
—¿Por qué dices eso? ¡No es verdad! Me estoy esforzando, he aprendido un montón de cosas, y… ¡me gustan muchísimo!
El Maestro la mira con tristeza.
—No es justo que un niño aprenda estas cosas, y el hecho de que tú no quisieras hacerlo, que no quisieras matar al cervatillo, es normal. No es normal que estés conmigo, que me sigas.
—¡Quiero ser un sicario! ¡Quiero ser como tú!
—Soy yo quien no quiere que seas como yo.
El Maestro mira las brasas, y Dubhe puede sentir su dolor, lo cual la asusta y la conmueve.
—Era para poder comer, ya lo sé. He visto matar cerdos, en mi aldea, y no era distinto de esto. Un día también lo habría hecho yo. He sido una estúpida.
Él sigue mirando el fuego, ausente, pero la niña sabe que la está escuchando.
—De ahora en adelante te prometo que seré más fuerte, y haré lo que me digas. No tendrás que volver a avergonzarte de mí.
El hombre sonrió.
—No estoy avergonzado en absoluto.
Dubhe se quita un peso de encima. Se siente aliviada. Coge con mano incierta el pedazo de carne que su preceptor le ha ofrecido antes. Decidida, se lo lleva a la boca y arranca un gran bocado. Está buena, aunque le disgusta comerla, pero se esfuerza en tragar, y mira al Maestro. No sabe descifrar su mirada, que la observa en profundidad, atravesándola.