18
Un trabajo para un victorioso
PASARON las semanas, y Dubhe trató de olvidar, o, cuando menos, de ignorar lo que le había dicho Rekla. Mientras no hallara un modo de salvarse y poder salir de allí, tendría que ponerle al mal tiempo buena cara.
Trataba de decirse a sí misma que lograría escapar, que hallaría el modo de salvarse, a lo mejor incluso antes de verse obligada a trabajar para aquella gente. Entretanto, hacía lo posible por no doblegarse a su fe. Cuando los rezos saturaban el refectorio, ella simulaba recitarlos, pero estaba pensando en otra cosa. Cuando Rekla se arrodillaba en el templo, Dubhe maldecía mentalmente a aquel dios y a su maléfica gregaria.
Empezó a hacer algunas indagaciones. Se dedicó a explorar la Casa escamoteando tiempo a las termas y a las comidas. Resultaba imprescindible hallar el laboratorio de la Guardiana; ése era el primer paso. O bien tratar de entrar en su cuarto.
Pero ésta se le pegaba como un parásito, e incluso cuando no estaba al lado de Dubhe podía sentir su mirada, como si la espiase a todas horas. Y probablemente así era; Rekla no era estúpida, seguro que ya se había olido que Dubhe tramaba algo.
Mientras tanto, para no despertar ulteriores sospechas, trataba de mostrarse condescendiente, y de hacer solícitamente todo cuanto la Guardiana de los Venenos le ordenaba. Le resultaba muy difícil obedecer a alguien a quien consideraba su enemiga personal a todos los efectos.
«Yo soy distinta, y siempre lo seré».
* * *
Durante mucho tiempo no tuvo ningún tipo de relación con los demás. Los años de soledad la habían vuelto esquiva, y en cualquier caso no sentía interés por nadie con quien pudiera toparse en los corredores. Eran colegas, y punto, y la fuerza de la costumbre la llevaba a tomarlos casi por adversarios.
El único a quien miraba con cierto interés era a Sherva. No era que hablaran mucho durante el entrenamiento, pero a Dubhe le parecía que era distinto de todos los demás. Muy pocas veces salía de su boca el nombre de Thenaar.
El adiestramiento iba bastante bien. Dubhe empezaba a ver los primeros indicios de mejora en sus movimientos. Notaba que se había vuelto más ágil, e incluso más silenciosa, aunque sus capacidades no pudieran siquiera compararse con las del Guardián. Aprendió técnicas de estrangulamiento que no conocía, y también mejoró la esgrima, que tan mal llevaba. Por lo demás, la teoría resultaba divertida, y esperaba tener que aplicar todas aquellas enseñanzas cuanto más tarde, mejor; a ser posible, nunca. Sabía que era una esperanza absurda, pero mantener la esperanza era un modo de no ceder a la Gilda.
Al mismo tiempo, se sentía en continua tensión. El encargo podría llegar en cualquier momento, y aquella espera la dejaba exhausta.
—¿Por qué no me han ofrecido ningún encargo todavía? —le preguntó un día a Sherva.
—Para ellos aún no eres una Victoriosa, y hasta que no sientan que eres una de ellos, no te permitirán matar. No sólo te han traído aquí porque crean que eres buena, lo han hecho porque están convencidos de que eres una Niña de la Muerte.
—¿Por qué dices «ellos»? —preguntó Dubhe a traición—. Eres un miembro de alta graduación en la Casa y, sin embargo, hablas de ellos como si tú no fueras también un Victorioso.
—Ya te dije que cada uno sirve a Thenaar a su manera. Yo no soy uno de ellos en todos los sentidos, porque mi modo de glorificar el homicidio es éste, tan especial.
—No creo que a Yeshol le gustase mucho oírte hablar así…
Sherva sonrió.
—Y, aun así, aquí me tienes. Mis servicios son más valiosos que mi fe.
Dubhe se armó de valor e insistió:
—El motivo de que yo esté aquí está clarísimo. En cambio, no entiendo por qué sigues tú en este lugar…
Sherva volvió a sonreír.
—Porque la cima del homicidio está aquí, y yo aspiro a ella. Y si para alcanzarla tengo que adorar a un dios y al cadáver de un niño de cuarenta años, lo hago. Yeshol te diría que Thenaar obra así en mí, aunque yo no sea consciente de ello. Yo te digo que sólo aquí puedo perfeccionar mis capacidades, y por eso aquí estoy.
Entonces cambió de tema, casi arrepentido de aquel improvisado arranque de sinceridad.
—En cualquier caso, no creo que hayas de esperar mucho. Últimamente, Rekla no tiene nada de que quejarse, y precisamente por eso creo que pronto llegará tu encargo.
No lo había entendido. No había entendido que Dubhe no estaba en absoluto impaciente. Con todo, la conversación había resultado bastante útil. Sherva era como ella, ciego a aquel fanatismo que impregnaba la Casa, lúcido y calculador, un ser solitario que sólo miraba por su propio interés, y por eso su amistad podría resultar útil en el futuro.
* * *
Desgraciadamente fue tal como dijo Sherva, y el encargo no se hizo esperar.
Una noche, durante la cena, Yeshol añadió algunas palabras de más a su habitual discurso.
—Mañana es la Primera Noche de la Carencia; oficiaremos el culto toda la noche reunidos en el templo. Rezaremos en especial por los próximos encargos, que incluirán a nuevos discípulos.
Dubhe comprendió de inmediato que se refería a ella. Se mordió los labios. Por lo demás, estaba allí para eso, siempre lo había sabido.
Después de cenar, Rekla le dijo que se esperase.
—Su Excelencia quiere que vayas a verlo más tarde.
Cuando Dubhe entró en el estudio, se percató de que el Supremo Guardián no estaba solo. Apoyado en la pared, en una pose más bien arrogante, había un hombre.
La chica dedujo de inmediato que era paisano suyo; tenía la piel ambarina de los hombres de su tierra. Su pelo era negro azabache, propio de la estirpe más antigua de la Tierra del Sol. Lucía un bigote corto y su aspecto era más bien atractivo. No la miraba a los ojos, cuando entró no se movió de su sitio, y exhibía una irritante sonrisa.
Dubhe analizó su vestimenta: era un asesino común, como ella.
La sonrisa que le brindó Yeshol parecía casi amable, pero a Dubhe le provocaba desconfianza.
—Me imagino que ya debes de saber por qué estás aquí.
—Habéis decidido valeros de mis dotes como asesina.
Intentó mantener a raya la tensión, y debió de lograrlo, porque Yeshol sonrió complacido.
—Efectivamente. Pasado mañana por la noche, bajo los auspicios de la renovada Rubira, recibirás el encargo de matar a un hombre de estas tierras. Se trata de un sacerdote aborrecido por Dohor, que durante largo tiempo fingió ser su espía y acabó traicionándolo a sus espaldas. Tienes una semana de tiempo, tras la cual deberás presentarte aquí con la cabeza de ese hombre, para que yo pueda mostrársela a quien ha hecho el encargo. Se llama Dunat, vive en Narbet y oficia en el templo de Raxa.
Dubhe había oído hablar. Raxa era un dios menor, protector de los comercios y de los ladrones. Jenna tenía una medalla votiva de él, robada en las calles de Makrat; siempre la llevaba escondida bajo la casaca. Una vez también le regaló una a ella, pero acabó cubierta de polvo en un rincón cualquiera.
«Un sacerdote…».
Cerró los puños, No le gustaba en absoluto.
—Se hará según vuestra voluntad —dijo.
Ya estaba a punto de retirarse, cuando Yeshol volvió a tomar la palabra.
—Este encargo no lo realizarás sola.
Dubhe se quedó helada, inmóvil.
Yeshol señaló al hombre que, por fin, levantó la cabeza.
Tenía los ojos azules. Intensos ojos azules que la miraban con ironía. No tenía la menor pinta de pertenecer a la Gilda.
—Toph te ayudará en la misión. Es un asesino muy preparado y podrá indicarte el mejor modo de actuar.
El hombre le hizo el saludo de los Asesinos a toda velocidad, pero Dubhe no le respondió.
—Ya he sido adiestrada para saber cómo actuar.
—La teoría es una cosa, la práctica, otra. En consecuencia, no podemos olvidar que, de hecho, es tu primer asesinato.
—Se hará según vuestra voluntad —repitió, reprimiendo su ira.
Se despidió rápidamente y enfiló la salida. Se percató de que Toph la seguía.
—Deberías ser más silencioso cuando te mueves —le espetó.
Él respondió con una sonrisita sumisa.
—No suelo desperdiciar mis dotes con los de mi mismo rango.
Dubhe siguió su camino, pero Toph la siguió impertérrito.
—¿No crees que deberíamos ponernos de acuerdo en la táctica? —le preguntó mientras le cerraba el paso, cansado de seguirla por los corredores.
—Todo a su tiempo.
—Que será mañana.
—Pues entonces será mañana.
Él se encogió de hombros.
—Como quieras —convino, y le franqueó el paso.
Se marchó agitando la mano.
* * *
Toph fue a molestarla mientras se entrenaba. Ella estaba en pleno asalto, enfrentándose a Sherva, cuando vio el perfil del hombre recortándose en la puerta. Se limitaba a mirarla, pero lo hacía con tal irritante insistencia que Dubhe perdió la concentración y fue desarmada.
—Ve con él, Yeshol ya me ha avisado —le indicó Sherva.
Entraron en una dependencia vacía del gimnasio, se sentaron en el suelo y Toph extendió unos pergaminos con los planos y las anotaciones sobre horarios y hábitos de Dunat y del templo. Había estudiado bien el tema, realmente lo sabía todo. Hasta podría decirse que la había privado del placer de investigar, tal vez la única actividad vagamente agradable de aquella horrible misión.
—Veo que lo has examinado todo hasta en los más mínimos detalles.
Toph sonrió con un aire estúpidamente orgulloso.
—Me esfuerzo en servir bien a Thenaar.
—Y según tú, ¿cuál sería mi papel en todo esto? ¿Me dejarás alguna parte o quieres todos los honores para ti?
Lo decía con ironía, pero hasta cierto punto sería un alivio que al final lo hiciera todo él.
Toph se apoyó en los brazos.
—El Supremo Guardián dice que debes matarlo tú. Yo me limitaré a seguirte y a indicarte cómo hacerlo.
Una niñera.
—Un papel muy poco noble, el tuyo…
Él volvió a reírse. Lo hacía continuamente.
—Si no te hubieras hecho la chula con Rekla, ahora no me tendrías pegado a ti.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo sé todo. Tú estás ciega cuando miras la Casa, pero la Casa te mira a ti. Todos sabemos de ti, y te observamos, te escrutamos para saber si eres de los nuestros o no.
—¿Y lo soy?
Toph se encogió de hombros.
—Lo veremos cuando mates. A mí no me interesa. Sólo me importa Thenaar y demostrar que soy un gran asesino.
Acto seguido, recogió todos sus apuntes y se puso en pie.
—Partiremos al amanecer. Iré a tu habitación. Disfruta de la ceremonia esta noche.
* * *
Y así llegó la Noche de la Carencia. Era el primer ritual de masas propiamente dicho de la Casa en el que Dubhe participaba. Le entregaron una capa negra y un puñal. Rekla le había explicado que durante las Noches de la Carencia, los nuevos Asesinos recibían su arma. Dubhe se lo metió en la bota, pero ya sabía que no iba a utilizarlo. No podía separarse del puñal que le había dado el Maestro: no deseaba usar otra arma que no fuera ésa.
Se congregaron todos en el templo poco antes de medianoche. La parte superior del pináculo, a la izquierda, había sido retirada, y a esa hora Rubira era visible. En unos instantes el templo se llenó de cuerpos, y Yeshol, erguido en el altar, guiaba la oración. El aire estaba saturado de incienso, y casi de inmediato Dubhe sintió una quemazón en los ojos, y la cabeza empezó a darle vueltas. La letanía que recitaban los Victoriosos era lenta e hipnótica, y al poco ella también se encontró repitiéndola con los demás, agitando las palmas de las manos y alzándolas ligeramente al cielo.
El Supremo Guardián gritó con fuerza, y todos a una alzaron los ojos hacia la abertura del techo. Acompañada de aquellos gritos, Rubira fue desapareciendo lentamente de su vista y dejó el cielo negro.
Entonces dio comienzo la parte central de la ceremonia. Cada Asesino iba hasta el altar, con el puñal desenvainado en la mano, y se hacía un corte en el brazo para dejar caer unas gotas de sangre en una jofaina llena de un líquido verdusco y denso. Yeshol procedía a mezclar el fluido mediante unos pocos gestos hieráticos.
Llegó su turno. Aturdida, Dubhe se dirigió al altar, sosteniendo en la mano el puñal que les había dado Rekla. Llegó ante Yeshol, alzó el arma y la dirigió hacia su brazo. De repente, su mano se detuvo a poca distancia de la piel. Tenía casi la sensación de que alguien estaba frenándola. Trató de hacer fuerza, mientras la letanía continuaba con su lacerante insistencia. No hubo nada que hacer. Algo le impedía herirse, algo que le resultaba imposible vencer, y cuanto más se esforzaba en que el cuchillo bajase, más se difundía por su vientre un sutil y vago malestar. Le tembló la mano y, finalmente, el puñal se le escurrió entre los dedos.
Yeshol respondió a su mirada interrogativa con una sonrisa. Se agachó y recogió el arma. Él mismo le practicó el corte en el brazo e hizo brotar la sangre de la herida para que gotease sobre la jofaina.
—La maldición no te permite lesionarte, ni suicidarte. Quiere sangre, pero que no sea la tuya —le dijo.
Le devolvió el puñal y la invitó a volver a su sitio.
Dubhe sonrió con amargura. No había escapatoria posible. Su única posibilidad era hallar el modo de elaborar la poción.
* * *
Cuando a la mañana siguiente Toph llamó a su puerta, Dubhe ya estaba preparada. Con el hatillo a la espalda y la capa cubriéndole el rostro, era otra figura negra en la noche. No había dormido, pensando angustiada en el día siguiente, cuando todos sus esfuerzos de los dos últimos años iban a resultar en vano. Durante los pocos momentos en que logró adormecerse, soñó con el Maestro. No le decía nada, se limitaba a mirarla, y aquella mirada doliente valía más que mil palabras.
—Antes de partir, hay que llevar a cabo el ritual —le informó Toph mientras subían hacia el templo.
La absurda oración. Dubhe asintió de mala gana. El santuario estaba vacío, como siempre; la estatua de Thenaar, más imponente que nunca. Toph se arrodilló a sus pies, resuelto. Dubhe rezó con él, pero todos sus pensamientos estaban centrados en la puerta, la gran puerta de ébano, a sus espaldas. Cada vez que iba allí —ya hacía más de un mes que estaba en la Casa—, la miraba como si fuera la única, frágil e inviolable barrera que la separaba de la libertad.
Abrevió las últimas palabras.
—Vámonos —propuso, levantándose de golpe.
—Una auténtica Asesina —constató Toph, sonriendo irónicamente—. Estás ansiosa por matar… Veremos si mantienes tus promesas.
Dubhe ni siquiera oyó lo que estaba parloteando. Mientras cruzaba la nave vacía del templo, sus pasos reverberaban marciales en las paredes.
Apoyó la mano en la puerta, empujó y salió. Hacía viento. Una explosión de olores la embistió en plena oscuridad nocturna. Hielo, olor a leña, a frío. Musgo, y hojas maceradas bajo la nieve. La fragancia extraña y misteriosa de las plantas luminiscentes, que eran capaces de florecer también en invierno.
«Vida, al fin».
Toph la adelantó, haciendo crujir sus botas de cuero sobre la nieve.
—¿Sabes el camino? —le preguntó mientras se volvía.
Dubhe no respondió. Se puso en marcha.