17

El profeta niño

DUBHE no lograba adaptarse fácilmente a su nueva vida. Era más fuerte que ella; le repugnaba todo de la Gilda. No soportaba el olor a sangre que impregnaba toda la Casa, no toleraba a los Victoriosos, tan iguales los unos a los otros, con sus ojos apagados que sólo se encendían en el furor del rezo, odiaba el rezo en sí mismo, monótono y repetitivo hasta el aturdimiento. Era la negación de todo aquello que el Maestro le había enseñado, y ahora empezaba a comprender por qué había tratado de mantenerla alejada de aquel lugar con tanta tenacidad.

Pensaba en él, de noche, en su habitación, en aquellas pocas horas de soledad total que le concedían. Él también había vivido en aquel lugar, y había tenido que soportar todo lo que ella estaba soportando. Pero él había nacido allí, y había hecho todo lo posible por huir. ¿Y ella, en cambio? Se había vendido para vivir, había dado su cuerpo a aquella gente, junto con sus armas y sus habilidades.

El aire de la Casa la ahogaba, y entonces soñaba con una posible fuga.

«Trataré de averiguar cómo se hace la poción y me escaparé».

Pero Rekla era un hueso mucho más duro de roer de lo que pensaba.

Sucedió justo la primera semana, cuando Dubhe aún estaba entrando en contacto con aquel lugar húmedo y oscuro, y se sentía desplazada, rodeada de miradas curiosas.

Todo empezó de forma casi imperceptible. Se había levantado embargada por una especie de vago malestar, pero no le dio importancia. En cuanto salió de su habitación sufrió un violento mareo. El olor a sangre le pareció más penetrante de lo habitual. Se apoyó en la jamba de la puerta y el mareo pasó.

En el templo, durante la mañana las cosas parecían ir mejor, y Dubhe escuchó los delirios de Rekla con el escaso interés de siempre. La mujer, sin embargo, esbozaba una mal disimulada sonrisa y, de vez en cuando, la miraba de soslayo.

Por la noche las cosas empezaron a ir peor. Había logrado entrenar con Sherva y se dirigía, aún dolorida, hacia las termas, para darse un baño reconfortante.

Lo sintió cuando ya estaba en el agua. Un repentino estado de opresión en el pecho. Se quedó paralizada, presa del pánico. Era una sensación vaga, lejana, pero Dubhe la conocía demasiado bien. Le trajo rápidamente a la memoria las imágenes, todavía muy vívidas, de la iniciación.

Pasó la noche atormentada. Aunque la ventana estaba abierta, Dubhe se sentía perseguida por el olor de la sangre. Lo notaba por doquier, le cosquilleaba la nariz con más intensidad que nunca.

Se revolvió en la cama, pero no había nada que hacer. El miedo la iba estrechando lentamente.

La Bestia regresaba, la maldición no se había aplacado, los efectos de la poción estaban disipándose.

Se levantó de la cama con paso vacilante, llegó hasta la puerta, la abrió y salió al exterior. El silencio era absoluto, y en los corredores sólo resonaba su respiración ahogada.

Rekla. Ella lo sabía. Además, era muy probable que fuera culpa suya. Dubhe recordó confusamente su risa contenida, sus ojos escrutadores.

«Maldita bruja».

Su mente vacilaba, la Bestia le susurraba al oído palabras de muerte y, de pronto, Dubhe se sintió perdida en aquel dédalo de galerías y pasillos que era la Casa. La enfermería. ¿Dónde estaba? ¿Y la habitación de Rekla? Nunca había habido manera de ir allí.

Empezó a recorrer los pasadizos apresuradamente, sintiéndose cada vez más acechada por la Bestia. Tenía la sensación de que estaba persiguiéndola, con pasos rápidos y pesados al mismo tiempo.

«No como aquella noche, no como aquella noche».

El símbolo del brazo se había hecho más ostensible que nunca, y palpitaba dolorosamente.

Dubhe seguía vagando, pero no lograba recordar el camino, avanzaba por inercia, corría, tropezaba. Y, entretanto, el olor a sangre se hacía más intenso y penetrante, insoportable, un reclamo salvaje al que le parecía imposible resistirse.

Se abalanzó sin control sobre la primera puerta que halló y golpeó con los puños. Casi no lograba distinguir a la persona que había salido. Simplemente le cayó encima, mientras sentía que las fuerzas la abandonaban.

—Ayúdame… —murmuró Dubhe con una voz ronca que no parecía la suya.

No oyó lo que dijo aquel hombre o aquella mujer, sólo sintió que la arrastraban a alguna parte, acompañada de un sostenido murmullo.

La apoyaron sobre algo blando, y por lo poco que logró ver en su delirio, comprendió que estaba en la enfermería.

De repente, la imagen de Rekla ocupó todo su campo visual.

—¿Qué diablos me has hecho, maldita? —le preguntó con la voz ahogada por el sufrimiento.

La Guardiana la tenía al alcance de su espada, y sonreía tranquila.

—Realmente eres una estúpida. Si hasta has llegado a compararte conmigo… me dan ganas de reír.

Reprimió una sonrisa irónica.

—¿No has contado los días? Han transcurrido ocho desde la iniciación… y yo ya te lo dije bien claro…

Dubhe empezaba a intuir. La poción.

Rekla se la puso ante las narices: se agitaba dentro de la ampolla, azulada y límpida, como un espejismo. Dubhe avanzó instintivamente las manos, pero Rekla levantó el vial, dejándolo fuera de su alcance.

—Dámela.

—Me has faltado el respeto demasiadas veces, y sigues haciéndolo… Te lo dije, ¿no es así? Los niños malos que no hacen sus deberes han de ser castigados…

—¡Dámela! —repitió Dubhe a gritos—. ¡Me siento mal, maldita sea, y si no me la das, esto acabará en una matanza, ya lo sabes!

Rekla sacudió la cabeza.

—No me creo nada.

Dubhe se agitó en el camastro, cayó al suelo dolorosamente y se retorció. Rekla la inmovilizó con un solo pie. Poseía una fuerza sobrenatural para alguien de su complexión.

—Sé buena chica.

Llamó a los mismos gigantes de la noche de la iniciación, y ellos se encargaron de llevarla afuera.

Dubhe gritaba, el dolor era más violento por momentos; le desgarraba el pecho, y a medida que cruzaba los pasadizos de la Casa, cada vez más alejada de su palpitante corazón, los adormilados Asesinos se asomaban a las puertas de sus habitaciones. Dubhe recorrió aquellas caras con ojos suplicantes, pero no halló el menor gesto de piedad al que aferrarse en su caída, sólo fría curiosidad.

La celda también era la misma, Dubhe la reconoció. Reinaba un silencio absoluto que su respiración rompía violentamente.

La arrojaron al interior, la encadenaron al suelo y cerraron la puerta. Y ella se quedó sola con sus demonios.

* * *

Visto en su conjunto, a toro pasado, Dubhe se dijo que Rekla casi había sido piadosa. Sólo la dejó allí un día, pudriéndose y cargada de cadenas, pero fue un día infernal. La Bestia pataleaba, y durante unos instantes que se le hicieron infinitos, casi tomó posesión de su cuerpo. Unos rostros de pesadilla poblaban la cerrada oscuridad de la estancia, y Dubhe casi imploraba que aquello acabase del modo que fuera, para poder librarse de aquel tormento.

Más tarde entró Rekla. Se detuvo junto a ella, que estaba tendida en el suelo, y se irguió, imponente, con las piernas abiertas.

—¿Has aprendido la lección, sí o no?

Dubhe, extenuada, la miró con odio.

—¿Cómo puedes castigarme de este modo?

Rekla frunció sus labios perfectos y compuso una sonrisa.

—No soy yo, sino Thenaar.

Volvió a ponerse seria.

—De ahora en adelante responderás a las invocaciones durante las comidas, y rezarás conmigo en el templo todas las mañanas. Pero sobre todo, nunca osarás faltarme el respeto.

«Di “Sí, mi Guardiana”, y este tormento acabará en un segundo».

Dubhe siguió mirándola con desprecio. Se sentía humillada y, aún en mayor grado, vencida por el cansancio y el terror. La habían empujado hasta un punto donde no había defensa posible, un punto donde se sentía desnuda, indefensa y en manos del terror.

Cerró los ojos y dijo:

—Sí, mi Guardiana…

En cuanto se recuperó, Dubhe trató de pedir explicaciones a Yeshol. Solicitó audiencia a través de Sherva, que hasta el momento era el único con quien había podido establecer algún tipo de relación durante las largas y silenciosas horas de adiestramiento.

Para su sorpresa, Yeshol no le dio largas, sino que la recibió relativamente pronto.

El Supremo Guardián estaba en su mesa, inclinado sobre sus libros, con unos anteojos delicadamente perfilados de oro sobre la nariz. Dubhe le hizo una reverencia llevándose la mano al pecho, tal como saludaban los Asesinos, y lo miró a los ojos.

Yeshol alzó lentamente la vista del ejemplar que estaba examinando.

—¿Y bien?

—Todo esto no entraba en lo pactado.

—¿A qué te refieres con «todo esto»?

Fingía, y lo hacía adrede. Le tomaba el pelo.

—La Guardiana de los Venenos se ha negado a darme la poción y me ha dejado encerrada un día entero en una celda.

Yeshol asintió.

—Lo sé.

—Yo os he dado mi cuerpo, y a cambio dijisteis que me curaríais. No creo que sea eso lo que estáis haciendo.

Yeshol sacudió la cabeza.

—Tú perteneces a la Casa, Dubhe. Por entero. Ya no eres la persona que existía fuera de aquí, una ladronzuela, adiestrada por un traidor.

Aquellas palabras la sobresaltaron, pero no dijo nada. No estaba en condiciones de discutir.

—Te equivocas si crees que aún estás fuera de aquí, y que puedes seguir las leyes del mundo. Has elegido el camino de los Victoriosos, y ello comporta una serie de cosas, como la obediencia a los Guardianes y el oficio del culto. Y a cambio, vivirás.

—Eso se llama tortura —murmuró Dubhe.

Yeshol hizo un gesto de contrariedad con la mano.

—Pues vete, como hizo Sarnek. Allí fuera sólo durarás unos meses, al cabo de los cuales te espera la muerte que ya sabes.

—¿Por qué no os contentáis simplemente con mis servicios?

—Porque nosotros matamos por Thenaar, y tú harás todo cuanto digamos sin rechistar, y si no lo haces pasarás muchas noches en la celda, cara a cara con la Bestia.

Dubhe guardó silencio, llena de ira. Volvía a ser una esclava.

* * *

Una mañana, algún tiempo después, Rekla la convocó.

La Guardiana de los Venenos parecía extrañamente tensa, y algo excitada. Para Dubhe, aquélla era una aburrida mañana como cualquier otra en compañía de alguien a quien despreciaba.

—Hoy participarás en uno de los más profundos e importantes misterios de nuestra fe. Son pocos los que conocen los detalles de nuestro culto, y la mayoría de la gente ignora quién es Thenaar y qué significa servirlo y adorarlo, pero lo que estoy a punto de decirte constituye una verdad que solemos ocultar escrupulosamente, uno de los pilares de nuestro credo.

Dubhe escuchó con atención. No era que le interesase penetrar en los misterios de la secta, pero cuantos más detalles conociera, más armas tendría para combatir la influencia que la Gilda pudiera ejercer en ella.

Rekla empezó remontándose a la antigüedad, y le habló de Rubira, la Estrella de Sangre. Dubhe no tuvo dificultad en identificarla con la estrella que la había acompañado durante los días de purificación.

—La estrella roja se eclipsa siete veces al año, siete como las siete armas de Thenaar. Son las Noches de la Carencia, el recuerdo de los siete días durante los cuales los dioses pusieron los cimientos del mundo de los Perdedores, ensuciando la obra perfecta de Thenaar. Al principio, él creó a los Victoriosos, de los cuales somos descendientes, en un mundo poblado sólo por ellos. Los otros dioses, esos farsantes que veneran los Perdedores, sentían envidia de la perfección de aquella obra, y trataron de corromperla por todos los medios. Entonces encadenaron a Thenaar durante siete días, y alumbraron a los Perdedores. Cuando éste logró liberarse, empezó una larga guerra contra los otros dioses, en la época conocida como del Caos, pero no logró imponerse porque los otros eran mucho más numerosos. Entonces volvió a ser encadenado en las entrañas de la tierra, aquí, a millas y millas por debajo de nuestra antigua Casa, aquella a la que al fin volveremos, en la Gran Tierra. Pero Thenaar sembró una semilla de violencia en el corazón de los Victoriosos, y les encomendó la misión de preparar su venida, limpiando el mundo de aquellos frutos impuros que habían creado los otros dioses. Como señal de su benevolencia, enviaría, generación tras generación, a los Niños de la Muerte (tú eres uno de ellos), para que la estirpe de los Victoriosos creciese sana, y dejó a Rubira en el cielo, a fin de mantener entre los Victoriosos el recuerdo de la esperanza que sustenta su fe. El ofuscamiento de Rubira constituye un momento de dolor, por eso pasamos la noche rezando, para propiciar el renacimiento de Thenaar, y con éste, el de Rubira. El renacimiento de Rubira permitirá otros cincuenta y dos días de abundancia, a la espera del próximo ocultamiento.

Rekla miró intensamente a Dubhe e hizo una pausa. Al cabo de unos instantes retomó la palabra:

—Pero toda esa herencia sería muy poca cosa si se limitara a Rubira, si su promesa se redujera a una simple estrella. No, la promesa de Thenaar es mucho más alta, mucho más grande. Ha mandado siete hombres, uno por cada una de las siete Tierras Emergidas, siete como los eclipses de Rubira. Ellos han surcado la historia para llevar a la tierra el mensaje de Thenaar.

Rekla trazó rápidamente un retrato de cada uno de ellos.

—Los encontrarás en el libro que te di, y quiero que estudies a fondo su biografía.

Dubhe asintió sin demasiado convencimiento. Para ser un gran secreto de la Gilda, resultaba más bien decepcionante…

—Pero el más importante de todos es el último, el octavo.

Dubhe se despabiló y volvió a escuchar con atención.

—Ha llegado el último, para cerrar el círculo. No se corresponde con ningún eclipse de Rubira, pero proviene de la tierra donde todo empezó, la Tierra de la Noche. Y existe un motivo para que no esté asociado a ningún eclipse: él no viene a ocultarse, él representa el triunfo de Thenaar, de su renacimiento y de Rubira, que brillará eternamente, sin ocultamientos, en el mundo de los Victoriosos.

Dubhe pensó en la misteriosa estatua del niño. ¿A cuál de los ocho grandes hombres correspondía aquel niño? ¿O se trataba de algo distinto?

—Él es el abanderado de Thenaar, su mensajero predilecto, el Invitado. Su nombre es Aster.

Aquel nombre le sonaba amenazador, pero Dubhe no sabría decir en qué sentido.

—¿Es el niño? —preguntó con un hilo de voz.

Rekla asintió.

—Y si eres una persona despierta, tal vez ya habrás comprendido de quién estamos hablando.

Dubhe estaba confusa.

—Aster no sólo ha difundido el verbo de Thenaar; Aster, único entre las grandes personalidades de nuestro culto, trató de instaurar realmente el reino de los Victoriosos, pero no como hacemos nosotros, mediante un sinfín de homicidios individuales, sino a través de un gran holocausto liberador. Él fue nuestro guía durante cuarenta años, el mayor propagador de nuestro Dios en la tierra. Durante mucho tiempo creímos que los tiempos ya estaban cerca, que Thenaar se había mantenido fiel a su promesa.

A Dubhe se le heló la sangre.

Rekla exhibió una sonrisa feroz.

—No lo entiendes, ¿verdad? Eso demuestra cuán lejos te hallas del camino de los Victoriosos. Pero, en cualquier caso, no puedes dejar de sentir el poder que emana de su figura, aunque ésta sólo sea evocada a través de las palabras, como estoy haciendo yo. Lo estoy sintiendo, tienes miedo, siento que percibes toda su grandeza.

Dubhe apenas podía hablar.

—¿Quién es?

—El Tirano.

La palabra cayó sobre el templo como una gran roca. No había nadie en el Mundo Emergido que no temiera aquel nombre más que a cualquier otra cosa. Habían pasado cuarenta años desde que cayó, cuarenta, como los años que duró su reinado de terror. La guerra que lo destronó, la Gran Guerra, era recordada como un de los períodos más oscuros de la historia del Mundo Emergido. Nihal y Sennar, los artífices de su derrota, se habían convertido en mitos, sus estatuas se encontraban en las esquinas de las calles y en las plazas.

—O mejor dicho, aquel a quien la gente inculta calificaba como Tirano, con tal insistencia que, finalmente, hasta él mismo ocultó bajo aquel epíteto su verdadero nombre, un nombre que ahora sólo quienes son como nosotros, los Victoriosos, se atreven a pronunciar.

—No puedes estar hablando en serio…

—Sí, se llamaba Aster, y era un niño, tal como has visto en las estatuas. Uno de sus necios enemigos le impuso aquella maldición, la de permanecer para siempre en un cuerpo infantil. Un niño de la Muerte. ¿Comprendes, Dubhe? ¿Comprendes?

Los ojos de Rekla brillaban como nunca, inflamados de furor.

—Durante años combatió, mató, perpetró masacres y se anexionó un reino tras otro, con la intención de volver a crear el reino de Thenaar en la tierra. La Gilda crecía y prosperaba en las entrañas de su palacio. Yeshol era su brazo derecho.

—El Tirano ha sido lo peor que jamás le ha sucedido a la Tierra Emergida —aseveró Dubhe.

—¡Cállate! —chilló Rekla, con las facciones contraídas por la rabia—. ¿Y tú qué sabes? ¡Eso es lo que dice el vulgo incapaz de comprender, ésas son las habladurías propagadas por Nihal y Sennar, sus verdugos, malditos sean! La verdad es otra.

Dubhe permanecía clavada en el banco, con los nudillos blancos de tanto apretarlos contra su canto.

—No… todos sabemos lo que hizo… y cómo redujo el Mundo Emergido…

Rekla le propinó una bofetada.

—¡Pide perdón! ¡Pide perdón a Thenaar por esta horrible blasfemia! Aster fue el Santo de aquella era.

Dubhe se sobresaltó, pero en seguida volvió a recuperar la compostura.

—Desgraciadamente, Aster no logró culminar los planes de Thenaar. Yeshol estaba allí cuando cayó, cuando Nihal venció, cuando la Roca se desintegró entre nuestras manos.

Rekla estaba conmocionada. Tuvo que enjugarse una lágrima que asomaba en el extremo de uno de sus ojos.

—Pero él volverá —dijo, retomando el tema con voz firme—. Su paso por esta tierra sólo ha sido el preludio de lo que acontecerá. Regresará, junto con los otros Siete Grandes, y Thenaar se alzará entre ellos. Entonces todo será como al principio.

Rekla se detuvo para recuperar el aliento.

Dubhe estaba paralizada.

—Y éste es el gran secreto de nuestra fe. Ahora debemos ocultárselo a los necios. Pero ya está llegando el momento, nuestro poder, nuestra fuerza, se van haciendo mayores cada día.

Dicho esto, regresó a donde se encontraba inicialmente, se sentó, y volvió a ser de nuevo la mujer fría y cruel que Dubhe conocía.

—Quiero que lo aprendas todo acerca de la vida de los Siete Grandes, y también de la de Aster. Después de comer te daré un libro escrito de puño y letra de Su Excelencia Yeshol. Se acerca la Noche de la Carencia, uno de los ocultamientos de Rubira, y para entonces quiero que te lo hayas estudiado.

Se levantó e hizo el ademán de marcharse, pero Dubhe se quedó clavada en su sitio. Rekla se le acercó, inclinó su cabeza de niña impertinente hasta la altura de su oído y le susurró:

—Ahora eres nuestra, Dubhe, sin posibilidad de escape. Cuando uno de nosotros accede a esta verdad, ya no puede marcharse de aquí…