16

¡Sí, maestro!

El pasado V

LA casa del hombre es pequeña, como todas las casas que Dubhe ha visto hasta el momento. Apenas dos habitaciones, suspendidas en el límite del rompiente. En la primera hay una chimenea y una mesa; la segunda, la niña sólo la ha entrevisto tras la puerta. Es la habitación donde duerme el hombre, y para Dubhe es un poco como la habitación de sus padres en Selva, un lugar extraño y misterioso donde no se puede entrar.

El hombre ha puesto un poco de paja en el suelo, le ha dado sábanas. Dubhe no se acuesta en seguida. Se queda un rato sentada a la mesa, a oscuras. De la habitación de al lado no sale ningún ruido. Es como si él no estuviera, pero sus palabras han quedado suspendidas encima de la mesa, dando vueltas a su alrededor.

«Quien, como tú, mata de joven es un predestinado, un predestinado al homicidio».

Es verano, pero hace frío. Fuera, el ruido es ensordecedor. El viento hace crujir las tablas del techo, y parece querer arrancarlas, pero lo que sobre todo inquieta a Dubhe es el estruendo incesante del mar.

Empieza a temblar, y querría llorar. En momentos como ése era cuando iba a buscar a su padre, y él, medio adormilado, siempre hallaba el modo de consolarla. Con cualquier cosa que le dijera, ella siempre acababa volviendo a la cama más tranquila.

Finalmente se levanta de la silla.

«Voy a su cuarto, lo despierto, y él me dice que todo va bien. Sólo un instante, y estaré tranquila».

Pero no va a su cuarto. Automáticamente, coge la capa, se la echa por encima y se dirige a la puerta. Le cuesta un poco abrirla, porque en el exterior el viento ha arreciado, y empuja en contra. Dubhe se las apaña ella sola, no sin dificultad.

En cuanto está fuera, la arena la embiste y le quema los ojos. Durante unos segundos de pánico se siente totalmente ciega, entre la oscuridad y la arena que se le clava en la cara. Después se acostumbra.

Todo está muy oscuro, pero sobre su cabeza aún está la luna, menguante, circundada por una corte de nubes que corren veloces. Camina en medio del viento, hundiendo fatigosamente los pies en la arena, y va hacia el océano que tanto miedo le da.

Siente que está escapando muy, muy lejos, de sí misma; de Gornar, sobre todo. Está cansada de hacerlo. Por eso va hasta el rompiente, y se detiene allí donde se detuvo unas horas antes, cuando llegó. Las olas son altas y se hacen añicos violentamente contra la arena. El agua extiende sus dedos, devorando amplios tramos de playa, y cuando se retira, parece la mano de un moribundo que se agarra incluso a las piedrecillas del camino, para seguir viviendo. Es agua negra, oscura, y se dice que parece sangre. Se maravilla del esplendor de la espuma sobre toda aquella tinta. Parece animada por una especie de magia, pues brilla, aun cuando la oscuridad es tan densa. Se queda encantada mirándola.

«El mar ruge, es fuerte, pero lleva consigo una cosa delicada como la espuma…».

Se sienta en la playa y ya no tiene miedo.

* * *

El hombre se despierta, y de pronto siente que alguna cosa no está como antes.

«La mocosa…».

Han sido los años de adiestramiento en el vientre de la tierra los que lo han vuelto tan agudo con respecto al mundo, los que le han hecho expandir sus sentidos hacia él. Basta un pequeño detalle, y de pronto sabe que algo no funciona. Esa percepción le ha salvado la vida innumerables veces. Y es algo que, sin embargo, no le gusta. Lo traslada a la Gilda, a unos años que quisiera borrar de su memoria.

Se levanta, y encuentra el jergón vacío. Casi espera que se haya marchado. Por lo demás, no estuvo nada afectuoso con ella la noche anterior. También es cierto que sólo le dijo la verdad. En la época que les ha tocado vivir, los niños ya no pueden permitirse ser inconscientes durante mucho tiempo. Se dice a sí mismo que, a fin de cuentas, le ha hecho un favor. Cuanto antes entre en contacto con la realidad, mejor.

Aunque quiera creer que está contento de no haberla encontrado en el jergón, busca su rastro, sin ser apenas consciente de ello. La capa no está; en la puerta hay restos de arena.

«¿Qué diablos estoy buscando? Se ha quitado de en medio, y es lo mejor que podía hacer. Un estorbo menos».

Sale. Se dice que quiere tomar un poco el fresco, pero en el fondo sabe que no es así.

Se despereza en la puerta y aspira el aire cargado de yodo. Hace un bonito día, limpio por el fuerte viento de la noche anterior. El cielo está claro y el sol calienta. Es pleno verano, pero sin el característico bochorno. Por eso tiene una casa a la orilla del mar.

Mira alrededor, distraídamente, y la ve. Es un punto en la arena.

Se acerca lentamente. Está envuelta en la capa, con la capucha calada, cubriéndole la cara casi por entero; se abraza las piernas. Cuando llega a su lado, ve que está dormida. Se pregunta qué debe de estar haciendo allí, y por qué habrá pasado la noche a la intemperie, y además con aquel terrible viento y a un paso de las olas, que aún siguen impetuosas a pesar del sol. Aquella niña se le parece más de lo que él cree.

Tiene la tentación de despertarla de una patada, pero, por algún motivo que se le escapa, prefiere agacharse hasta su altura. Tiene la frente arrugada, y una expresión seria y absorta.

Le sacude un hombro sin demasiados miramientos y ella se despierta, sobresaltada. Apenas se ha despabilado, pero ya sostiene el puñal entre las manos.

«Una asesina nata», piensa el hombre.

Sus ojos, inicialmente atemorizados, de inmediato se llenan de alivio.

—¿Has pasado la noche aquí fuera?

Se ruboriza.

—Quería ver el océano, y después me he quedado dormida.

El hombre se pone en pie.

—Si quieres, estoy preparando el desayuno.

Se vuelve y no la espera. De pronto lo asalta una extraña melancolía, mientras oye las anárquicas pisadas de la niña sobre la arena. Algo empezó aquella noche, algo que no les llevará nada bueno ni a él ni a ella. Por una vez, está tentado de creer en el destino.

* * *

Él es un hombre de palabra, le dijo que le daría de tiempo hasta que se restableciese, y así es. No le mete prisas. La deja estar en la casa. De vez en cuando le mira la herida, ahora casi del todo cicatrizada, y le prepara las comidas. Sería casi como estar en Selva si no fuera por el ensordecedor silencio que reina entre ambos.

El hombre no habla casi nunca. Desde hace unos días, parece más sombrío. Ya no tiene la expresión firme de cuando viajaban. Parece marchitarse con el ocio, y pasa largas horas tendido en la cama fumando su pipa. También ha interrumpido sus ejercicios, y eso deja a Dubhe confundida. Siempre le había parecido que era importante para él, y además le gustaba observar la elegancia de sus movimientos. Hay algo en la danza de un puñal que la atrae. Le gustaría aprender, se dice.

—¿No te entrenas? —le pregunta un día, tras haber reunido el valor suficiente para intercambiar unas palabras con él.

Está sentado a la mesa, con la pipa en la boca.

—¿Y tú qué sabes?

—Cuando viajábamos lo hacías.

—Espero.

Ya. Ella también espera, aunque no sabe exactamente qué. A su padre no, como tiempo atrás, es algo distinto que no sabe definir.

—¿Y qué esperas?

—Trabajo. Y mientras tanto descanso y, en ambos casos, a ti no te importa.

Dubhe se queda callada. Llevan poco tiempo conviviendo, pero ya empieza a conocer sus reacciones. Cuando se pone tan huraño prefiere callar, retirarse a un rincón y estudiarlo.

* * *

Un día llaman a la puerta. Dubhe se sobresalta. Empezaba a creer que vivirían para siempre en soledad, en los confines del mundo, tal como a veces especulaba con sus amigos.

—El Mundo Emergido descansa sobre una especie de tabla, y todo cuanto hay alrededor de las Ocho Tierras es el límite —decía Gornar.

—Eso es un cuento para niños —replicaba Pat—. Mi madre me ha dicho que al oeste hay un gran río, y al este, un desierto.

Gornar sacudía la cabeza.

—Te lo dice para que no tengas miedo. En realidad, alrededor no hay nada, son sólo los límites, y allí viven los eremitas y los magos, tal como suena, suspendidos en el vacío.

—Y entonces, ¿qué fue de Nihal y de Sennar, que volaron más allá del Saar?

—Fueron hacia la nada, al lugar adonde van los héroes cansados.

Dubhe no podía asegurar que lo creyera realmente, pero aquel lugar le parecía el mismo al que se refería Gornar. A veces acababa imaginándose que la otra gente no existía siquiera, que en ese lugar sólo vivían ella y aquel hombre de quien ni tan sólo sabía el nombre.

En cuanto oye que llaman, el hombre se pone la capa, y Dubhe aprovecha para ir a abrir. Él la aparta con malos modos.

—Este asunto no es de tu incumbencia —le espeta.

Abre, y en la puerta aparece un rostro que al instante le inspira temor a Dubhe. Tiene la cara achatada, su nariz es desproporcionadamente grande, y sus labios son gruesos y están agrietados a causa del calor. Tiene el pelo muy negro y lo lleva largo, así como la barba y el bigote. Su frente amplia y llena de arrugas y sus ojos pequeños lo asemejan a un cerdo. Aquella cabeza horrible está plantada sobre un cuerpo igual de grotesco: es más o menos la mitad de alto que el hombre que la hospeda, tiene el tronco muy largo y las piernecillas macizas y cortas. Dubhe se oculta instintivamente detrás del hombre. Y él la estrecha aún con más fuerza contra su cuerpo.

—¿Quién eres?

—¿Tú eres el asesino?

La voz del visitante es ronca y profunda, tenebrosa. Dubhe aferra la capa del hombre entre los dedos.

—Entra.

El hombre se vuelve y empuja a Dubhe hacia afuera, entorna la puerta y le dice:

—No puedes escuchar.

—Pero ese hombre…

—No es un hombre, es un gnomo.

Dubhe ha oído hablar de ellos. Sólo sabe que están al sur, entre montañas muy negras y volcanes. Sobre todo tiene referencias de Ido, el traidor, el terrible gnomo que ha tratado de matar una y otra vez a su buen rey. Aún sigue atemorizada.

—Ve al mar —le dice él—, y no vuelvas hasta que te llame.

Dicho lo cual, se vuelve, cierra y la deja fuera de la casa.

Dubhe está sola de nuevo, frente a la puerta. A su pesar, y con lágrimas en los ojos, obedece, y vuelve a sentarse a la orilla del mar. Se siente excluida, y teme por el hombre.

* * *

Cuando llega la noche, el hombre vuelve a estar activo. Después de cenar, coge todas sus armas y empieza a sacarles brillo. Dubhe está sentada, mirándolo. Siempre le ha gustado mirar cómo se fabrican las flechas. Sobre todo por las plumas. Y ahora, hay muchas encima de la mesa, que el hombre corta a la medida precisa con un cuchillo afilado.

—¿Puedo coger una?

Él le permite hacerlo.

—¿Quién era el gnomo?

—Lo estaba esperando.

—¿Qué quieres decir?

—Trabajo, Dubhe. El gnomo vive en Randar, no muy lejos de aquí, y su hija ha sido asesinada. Quiere que mate a quien lo ha hecho.

Dubhe calla unos instantes. Y finalmente se decide.

—¿Es lo que haces para vivir? ¿Matar?

El hombre asiente sin dejar lo que está haciendo.

—Un poco como un soldado.

—Un soldado mata en la guerra. Y se encuentra en medio de muchos otros hombres que también matan. ¿Comprendes cuál es la diferencia?

Dubhe dice que sí con la cabeza.

—Yo ataco a la gente por la espalda en sus casas, en su lecho, cuando está segura de que nada puede sucederle.

Dubhe se estremece.

—Me han dicho que matar es una cosa mala. Por eso me desterraron.

—Lo es, realmente.

—Y entonces, ¿por qué lo haces?

El hombre sonríe sarcástico.

—Es mi trabajo. No sé hacer otra cosa. Me lo enseñaron desde que era más pequeño que tú. Nací entre asesinos.

Dubhe juguetea con una pluma entre los dedos.

—¿Cuánto te va a pagar el gnomo esta vez?

El hombre se queda inmóvil, la mira.

—¿Por qué quieres saberlo?

Dubhe baja la mirada y se sonroja.

—¿Cuánto…?

—Doscientos nautilos.

Es una moneda desconocida para ella.

—¿Es mucho?

El hombre resopla.

—El equivalente a trescientas carolas.

Dubhe se queda pasmada.

—¿Tanto… de verdad?

Sigue volteando la pluma entre los dedos.

—¿Cuándo lo matarás?

El hombre arroja el puñal contra la mesa con gran violencia, a tal punto que Dubhe se estremece.

—Deja de fastidiar con tanta pregunta. Mi trabajo no te importa para nada. Métetelo bien en la cabeza: estarás aquí hasta que te hayas recuperado por completo. El día que me encarguen un trabajo serio y me tenga que ir, tú también te irás.

Le arranca la pluma de la mano y empieza a reseguirla. No se hablan, pero Dubhe continúa mirando al hombre de soslayo, espiando sus movimientos.

«Un día seré como él».

Él se marcha. Dice que estará fuera dos o tres días.

—Quiero ir contigo.

—Voy a trabajar, no es un viaje de placer.

—Ya he estado contigo antes mientras trabajabas, incluso te he ayudado.

—Te quedas aquí, y punto.

Dubhe se enfurruña. No tiene ningunas ganas de quedarse sola. Ya lo ha estado demasiado tiempo, y ahora que ha encontrado a alguien no quiere dejarlo escapar por nada del mundo. Sin embargo, el hombre se muestra inflexible.

—Uno de estos días será mi cumpleaños.

Es cierto, el primer cumpleaños de su nueva vida.

—¿Y a mí qué me cuentas?

El hombre se marcha al anochecer, y Dubhe se queda en la vivienda. Él le ha dejado todo cuanto necesita. Para comer, tiene pan y queso, y también un poco de carne seca y fruta, nada que precise ser cocinado, pues no se fía de dejarle utilizar la chimenea. También tiene la pomada para la herida, que ahora apenas ya es una marca roja en el hombro.

Realmente tiene todo cuanto necesita para vivir. Pero en la casa está el vacío que él ocupaba. Sin la pipa que fuma el hombre, sin sus armas, sin sus ejercicios nocturnos, está muerta, abandonada.

Durante tres días lo espera angustiada, mientras los viejos temores afloran de nuevo. Por las noches vuelve a tener pesadillas, y la cara de Gornar, sus ojos, han vuelto a encarnarse en el rostro de muchos de los muertos que ha visto en los últimos tiempos.

De día baja hasta el mar, lo contempla, y se baña un par de veces. El agua la atrae terriblemente, y le encanta dejarse arrastrar de aquí para allá por las olas. Le gustaría que él estuviera allí, mirándola.

Pero cuando más pesa la soledad es al caer el sol. Una vez más, el silencio es el eterno compañero a lo largo de unas jornadas que se dilatan lentas y tediosas. De nuevo todo carece de sentido, y queda reducido al mínimo, como en el bosque.

Dubhe lo sabe, aun sin acabar de comprenderlo. Es una certeza que la ilumina como un relámpago. Su hogar es aquel hombre, su camino, cualquier camino que aquel hombre emprenda. Ella le pertenece, y nunca le permitirá que la abandone. Está bien, ahora lo sabe, y cuando él vuelva, si es que vuelve, probablemente le dirá que se vaya. Ella no lo hará. Y si la echa, lo seguirá.

Después de tanto tiempo, tiene un lugar donde permanecer.

* * *

Regresa de noche y abre la puerta lentamente, pero Dubhe lo oye de inmediato, y sabe en seguida que sólo puede ser él.

Se levanta del jergón y se planta ante la puerta.

Él se detiene en el umbral. No es más que una figura negra recortada por la escasa luz de la luna, pero para Dubhe esa figura resulta inconfundible.

—Es tarde, acuéstate.

—No vuelvas a dejarme sola.

Le ha costado mucho decirlo, y la frase exige una respuesta. Que no llega. El hombre entra y ajusta la puerta, se dirige a su habitación y se encierra en ella. Dubhe está contenta igualmente. Él ha vuelto, y ahora ella también sabe lo que debe hacer.

* * *

Durante unos días las cosas van como de costumbre. El hombre parece más tranquilo que antes, pero está antipático y silencioso, incluso podría parecer que intenta evitarla. Dubhe trata de ser útil, aunque no sabe cómo. Cuando estaba en Selva, su madre siempre la regañaba porque nunca contribuía a las tareas domésticas.

Recompone el jergón, barre un poco la estancia y trata de ayudar al hombre cuando prepara la comida. Pero él no parece percatarse de su esfuerzo, y sigue con su vida de siempre.

Algunas veces desaparece, y no le dice adónde va, pero vuelve durante el día con algo de comer. Cada vez que lo ve salir, Dubhe teme que ya no vuelva.

El drama estalla por la noche. En cualquier caso, es el único momento de la jornada durante el cual resulta casi imposible no hablarse. El hombre tiene la pipa en la boca y se sienta junto a la mesa, pensativo. Dubhe acaba de fregar y vuelve a guardar diligentemente los platos que han utilizado; ahora ella también está sentada, y mira afuera, el mar en calma.

—Creo que ya te encuentras mejor…

Dubhe sabe al instante adónde quiere ir a parar con aquellas palabras.

—No sé, a veces aún me duele.

El hombre vacía la pipa. No parece enfadado, como en otras ocasiones, sino más bien cansado.

—Te he tenido aquí conmigo para que te curases, y te he ayudado, aquella noche y después, porque me salvaste la vida. Lo sabes, ¿verdad?

Dubhe dice que sí, y siente que esta vez no será capaz de evitar el llanto.

—El trabajo ha ido bien, pero no puedo quedarme aquí quieto mucho tiempo. Además, la Tierra de las Rocas ya no es un buen lugar. Hay muchas intrigas, el viento está cambiando.

Dubhe no entiende lo que le está diciendo el hombre, no quiere saber nada de guerras ni de otras idioteces propias de los poderosos. Pero sí comprende que le está comunicando que se ha acabado.

—Ahora, la Tierra de las Rocas es un lugar peligroso. No puedes venir conmigo.

Dubhe resigue con un dedo las vetas de la madera de la mesa. El silencio pesa como la campana de un herrero.

—Mañana recogeré mis cosas y nos separaremos.

—No tengo adónde ir.

—Has sobrevivido sola en el bosque. Encontrarás un lugar adonde ir, ya lo verás, o tal vez seré yo quien encuentre un sitio para ti. Pero debes olvidarme, como si jamás nos hubiéramos conocido. Nadie que aún siga vivo, salvo tú, me ha visto la cara. Tú eres la única, y debería matarte por ello. Pero no puedo… Olvídate de mí y de nuestro encuentro. También será mejor para ti.

—¡No es mejor! ¿Cómo puedes decir que es mejor? ¡Me han echado de mi casa, he visto la guerra y he matado! ¡Nunca tendré un lugar al que ir!

Dubhe se ha puesto en pie, y grita con lágrimas en los ojos. El hombre no busca su mirada, la tiene clavada en el suelo.

—Un asesino no puede relacionarse con nadie. No tiene sentimientos ni amigos; a lo sumo, aliados y discípulos, pero no en mi caso. Tú estás de más.

—Puedo echarte una mano, como he hecho estos días. ¿No te has dado cuenta de lo buena que soy? Puedo aprender todo cuanto pueda resultarte de ayuda, ser útil de mil maneras…

El hombre sacude la cabeza.

—No quiero cargar con nadie, y menos con una niña.

—Yo ya no soy una niña…

Dubhe suplica. Ha llegado la hora de demostrar cuán fuerte es su determinación, cuán profundos son realmente el apego y el afecto que siente por aquel hombre.

—Conmigo sólo hay muerte, ¿por qué no quieres entenderlo? ¿No has visto cómo me gano la vida? Y siempre será así; si sigues conmigo, acabarás matando tú también, y no es justo.

—Pero yo ya he matado, y tú has dicho que mis padres también me odian. En realidad me han dejado aquí, mi padre no ha venido a buscarme. Eres todo cuanto tengo; si me abandonas, moriré, estoy segura.

El hombre se pone en pie. Sigue sin mirarla.

—¿Por qué no me miras? ¿Por qué? ¡No te molestaré, te lo juro! ¡Seré buena y valiente, y nunca tendrás que avergonzarte de mí!

Él da media vuelta y se dirige a su habitación.

—Mañana nos despediremos, no hay nada más que añadir.

* * *

El hombre no logra dormir. Ya ha preparado las pocas cosas que llevará consigo durante el viaje y, además, se siente cansado, falto de sueño. Pero el sueño no llega. Oye a la mocosa al otro lado, a través de la puerta, y maldice tener los sentidos tan desarrollados. Está sollozando. Sin embargo, no es el llanto de un niño, no es un capricho. Llora con rabia, reprimiendo los sollozos, como los adultos.

Da vueltas en la cama, furioso. Quería ser capaz de no pensar en ello, pero no puede. La oye, como una espina que se le clava en las sienes, y siente su miedo, tan presente y tan real, miedo a perderlo todo, y ese todo la incluye a ella misma. Tiene muy claro que ha sido él quien le ha devuelto la voz, quien la ha salvado no sólo de aquel hombre y de la muerte, sino también de la locura. Por eso ya no puede dejarlo. Y es posible que él incluso pudiera tolerar su presencia, sí, tal vez incluso se sintiese contento de verla siempre a su alrededor, saltarina y feliz. Pero es una alegría que no puede permitirse. Y además, sólo puede seguir matando si nadie más lo ve, si no hay a nadie con quien compartir el peso de sus culpas. Tenerla allí delante significa tener siempre ante sus ojos la vida que tan a menudo ha destruido y, peor aún, los años pasados en la Gilda, y a ella, a ella, a quien tuvo que abandonar y que ahora está muerta.

No puede, no puede, y mientras cavila, se vuelve de nuevo con violencia, y el chirrido de la cama cubre por un instante el llanto de Dubhe.

* * *

Dubhe ya ha preparado el desayuno. Leche caliente y pan negro. Como todas las mañanas. Pero cuando él sale de la habitación ya está vestido para partir. Se ha puesto la vieja capa de siempre, la misma que llevaba la primera vez que lo vio; ha cogido la cesta de madera y el zurrón de viaje. Vuelve a llevar el rostro encapuchado.

—No comeré. Me voy en seguida.

—Entonces yo tampoco como.

Dubhe coge la capa de la silla y se la echa por encima, tapándose el rostro con la capucha.

—Ya hemos hablado del tema.

—Tú has dicho que un asesino no tiene amigos. Yo no soy tu amiga y nunca lo seré, y también sé que, como soy tan pequeña, no puedo convertirme en tu aliada. Pues entonces seré tu discípula.

El hombre sacude la cabeza.

—No quiero enseñar a nadie.

—Yo, en cambio, quiero aprender. El día que hablé contigo por primera vez, me explicaste la historia de los niños que matan. Yo te pregunté si te lo creías y tú me dijiste que no creías en nada. Yo, por el contrario, sí creo en ello. Y quiero que me enseñes a convertirme en una asesina.

El hombre se sienta, se descubre el rostro, y ella casi se asusta. Está pálido. Apoya la frente en la mesa. No hay en él nada del hombre fuerte y seguro que Dubhe ha aprendido a conocer. Levanta la cabeza, la mira, y en sus ojos hay un velo de profunda tristeza; la niña no sabe si arrepentirse de todo cuanto ha dicho.

—No te dejo aquí porque no te quiera, te dejo para evitarte un camino terrible. ¿Por qué no quieres entenderlo?

Dubhe se le acerca. Por primera vez desde que lo conoce, lo toca. Le pone una mano debajo del brazo y lo mira, seria.

—Me has salvado la vida y te pertenezco. Sin ti no puedo ir a ninguna parte. Quiero seguirte y aprender de ti. Para mí no hay nada peor que estar sola. La soledad es peor que ser un asesino.

—Dices eso porque no sabes.

Dubhe une las manos sobre la mesa y apoya la cabeza en ellas.

—Te lo ruego, Maestro, acéptame como tu discípula.

El hombre la mira largamente, y por fin apoya una mano en su cabeza. Cuando habla, su voz suena baja y ronca, llena de tristeza.

—Coge tu ropa, nos vamos.

Dubhe alza la cabeza y sonríe feliz. Por un instante, su expresión parece tan alegre e inocente como antaño.

—¡Sí, Maestro!