15
Bajo el ojo de Thenaar
DUBHE se despertó sobresaltada. Alguien golpeaba la puerta con violencia. Le costó un poco situarse en la densa oscuridad de su cuarto. Alzó la vista, vio el pozo y se acordó. La Gilda. También recordó quién estaba llamando: Rekla, que iba a buscarla para la clase matutina.
«Allá vamos», rezongó, y salió de la cama.
Cogió su ropa y abrió la puerta. Un filo de luz cortó la oscuridad, arañándole el pecho. Dubhe fue rápida sacando el puñal.
—¡¿Estás loca o qué?! —gritó.
La otra apuntó el arma hacia su garganta. Una espada.
—Tienes que ser puntual. Te dije que te castigaría si no hacías todo lo que te dijera.
Dubhe permaneció unos instantes en guardia, con el cuchillo desenfundado.
—Guárdalo —masculló la Guardiana de los Venenos.
Dubhe obedeció.
La otra la miró con desdén.
—Debes lavarte. Sígueme.
Recorrieron el habitual camino tortuoso, pero en esa ocasión Dubhe sabía adónde se dirigía. El estudio nocturno le había cundido, y ahora reconocía las galerías, aunque nunca hubiera estado en ellas. Se puso al lado de Rekla, desafiante. La mujer gruñó:
—No has hecho más que cumplir con tu deber.
La condujo a las termas; Dubhe las había visto dibujadas en el mapa. Estaban al lado de los gimnasios y las alimentaba un manantial subterráneo de agua caliente; en efecto, aquella zona no estaba demasiado alejada de la Tierra del Fuego, caracterizada por su gran número de volcanes; estaba claro que el Thal, el volcán más grande de aquella tierra, insuflaba su aliento de fuego hasta allí y calentaba sus manantiales.
El espacio donde se ubicaban las termas era circular, como todas las estancias de aquel lugar horadado toscamente en la roca. Una gran estatua de cristal negro de Thenaar descollaba en un rincón.
De nuevo, como en la Sala Grande donde se había llevado a cabo la iniciación, a sus pies había otra figura, más pequeña. Esta vez Dubhe pudo distinguirla con mayor claridad. Efectivamente, era un niño, pero su rostro expresaba una seriedad velada de tristeza que le hacía parecer un adulto en miniatura. Aquel rostro era de una belleza inquietante, los rizos de su cabello estaban esculpidos con tal maestría que parecían suaves y lustrosos. A ambos lados de la cabeza, bajo el cabello, sobresalía algo puntiagudo que Dubhe no supo identificar. Vestía una túnica con un amplio cuello que le llegaba hasta los pies, y tenía los brazos abiertos, como si abrazara toda la sala.
Dubhe se quedó asombrada al examinarla, y se preguntó quién debía de ser aquella figura.
Casi toda la estancia estaba ocupada por una gran piscina de agua caliente, y los vapores que desprendía llenaban todo el espacio. Unas bocas monstruosas distribuidas a lo largo de las paredes vertían pequeños chorros de agua. Había mucha gente, tanto hombres como mujeres.
—Esta vez te he acompañado yo, pero de ahora en adelante, antes de presentarte ante mí, vendrás aquí a lavarte. Nos veremos en el refectorio al primer toque de campana —dijo Rekla mientras se alejaba.
Dubhe miró la piscina atestada de cuerpos, y le parecieron larvas que se nutrían de oscuridad. Todos estaban pálidos, tenían un físico vigoroso por el ejercicio, y parecían idénticos entre sí.
Dubhe se desnudó a toda prisa, dejó su ropa en uno de los nichos de la pared creados a tal fin, se zambulló y permaneció bastante tiempo bajo el agua. El calor la entumecía. Recordó, de improviso, las mañanas en la Tierra del Sol, cuando iba a lavarse a la Fuente Oscura. Allí, el agua estaba helada y era vivificante, y el mismo frío ya hacía que se sintiera limpia.
Nadó un poco, aunque le resultaba difícil con todo aquel calor absurdo, y se puso bajo el chorro de una de las bocas. A su lado había un hombre. La miró, pero ella notó que no lo hacía con malicia. La miraba como si mirase a otro hombre, y en sus ojos sólo había curiosidad por la recién llegada. Pese a ello, Dubhe se sintió incómoda. Recorrió la piscina en sentido inverso, salió y se secó. Cuando estaba abrochándose el último botón del chaleco, sonó la campana por primera vez.
Aunque no hubiese estudiado con atención el mapa, no le habría resultado difícil encontrar el camino del refectorio. Todos iban en aquella dirección, y le bastó con seguir aquella riada humana para llegar a la amplia sala.
En esa ocasión ya estaba todo lo necesario sobre la mesa: un pedazo de pan negro y una escudilla de leche.
Cada uno ocupó su puesto, y se hizo el silencio de rigor. Dubhe se imaginó lo que iba a suceder: la religiosidad se alimenta de los rituales. Y, efectivamente, Yeshol apareció en el púlpito.
—Recemos a Thenaar para que nos conceda una larga jornada de trabajo, al término de la cual podamos disfrutar del don de estas tinieblas propicias para el crimen y tan queridas por Sus Hijos.
Repitió la invocación de la noche anterior, y una vez más el auditorio respondió unánime:
—Sangre a la sangre, carne a la carne, sea glorificado el nombre de Thenaar.
Yeshol parecía satisfecho.
—Comed, comed, pues, y reconfortaos.
Todos atacaron lo que tenían delante. Dubhe se bebió la leche en un momento y dio cuenta del pan en unos pocos mordiscos.
—¿Y ahora qué? —preguntó en cuanto hubo acabado.
Rekla aún tenía la mitad de su leche.
—Ahora no pareces una asesina. ¿Nadie te ha enseñado a ser paciente?
—Tienes razón, soy una ladrona.
Rekla sonrió con sarcasmo.
—Eres una Niña de la Muerte, ése es tu destino. —Guardó silencio, se tomó su tiempo sólo para irritar a Dubhe—. Aprende a distinguir entre el momento de la espera y el momento de la acción.
Terminado el desayuno, fueron al templo. Estaba silencioso y oscuro, como siempre. En su interior resonaba el ruido del viento y de la lluvia: fuera debía de estar descargando una gran tormenta. Dubhe se dedicó a escuchar aquellos ruidos. Hacía poco más de una semana que vivía en las entrañas de la tierra, pero ya echaba de menos todo cuanto había en el exterior. Estuvo tentada de salir, sólo un momento, para disfrutar de la lluvia y del viento azotándole el rostro, pero al instante apartó su mente de aquel pensamiento. Rekla, delante del altar, ya se había arrodillado.
—Arrodíllate.
—Yo no creo en Thenaar.
No entendía por qué lo hacía. Yeshol había sido claro: vivir en la Gilda significaba someterse al Culto. Y vivir en la Gilda era el único modo de escapar a una muerte horrenda. Y, pese a todo, no quería. De algún modo, el Maestro se lo prohibía.
Rekla se volvió lentamente.
—Cada uno de tus inútiles actos de rebelión, cada una de tus palabras de más, significa sufrimiento. Ahora no te das cuenta, porque estás saciada de poción, pero recuerda la noche que fuiste iniciada, recuerda tus gritos inhumanos. Si no te arrodillas, volverás a vivirlo.
Dubhe cerró los puños, pero se arrodilló. El recuerdo de la Bestia la atormentaba, le impedía ser firme a la hora de sostener sus negaciones.
—No tengo ningún interés en que estés aquí con nosotros. Para mí eres y seguirás siendo una Perdedora, porque te comportas como tal. Pero Su Excelencia cree en ti, y él es la imagen de Thenaar en la tierra, al menos hasta que el Hijo Predilecto regrese. Si no te corto la garganta aquí y ahora es sólo por mi fe, para que lo sepas.
«Y si no te mato yo a ti es sólo por la poción», remató Dubhe en silencio.
Rekla sonrió furtivamente.
Le enseñó una oración.
—Poderoso Thenaar, dios del rayo y de la hoja de acero, señor de la sangre, ilumina mi camino para que llegue a consumar el homicidio y pueda ofrecerte la sangre del Perdedor.
Rekla le explicó que eso era lo que recitaba un Asesino antes de la misión y la invitó a repetirla.
Dubhe tenía que tomar aire. Algo en su interior le impedía repetir aquella estúpida cantinela. Se forzó y logró hacerlo, pero recitó la plegaria con tanta irritación y odio en la voz que el rostro de Rekla se demudó de inmediato. A diferencia de Yeshol, aquella mujer era más sensible a la blasfemia, pero, pese al fuego que desprendían sus ojos, no hizo nada.
Dubhe empezaba a comprender hasta dónde podía llegar. Sólo había una persona que podía matarla, y era Yeshol, que había intrigado para tenerla entre sus filas. Con Rekla aún podía permitirse alguna pequeña satisfacción.
En cuanto hubieron acabado, se pusieron en pie y se sentaron en uno de los bancos. Rekla comenzó a instruirla. Había muchas cosas que Dubhe ya sabía; algunas las recordaba porque Ghaan le había hablado de ellas durante los largos días de la purificación, otras las conocía porque circulaban entre la gente, y otras se las había contado el Maestro. Rekla se remontó en el tiempo, hablándole de los niños. Thenaar es un dios cruel que adora la muerte, pero sobre todo es un dios que escoge: por una parte a los elegidos, los Victoriosos, y por la otra, a los Perdedores. Los Perdedores son los hombres comunes, los que nunca han matado, o que lo han hecho en la guerra, por el designio de otros, y son seres indignos de Thenaar. Él los odia, y quiere aplastarlos, porque son fruto de la abominación creadora de otros dioses de corazón demasiado blando. Los Victoriosos son los homicidas, los Asesinos de la Gilda.
—Nosotros no somos como los soldados, que matan porque odian al prójimo, ni siquiera como el vulgar sicario que mata por dinero y vende el noble arte del homicidio a cambio de un pedazo de pan —expuso Rekla con los ojos brillantes—. Nosotros matamos por la gloria de Thenaar, liberamos el mundo de Perdedores para que un día advenga su Tiempo: un mundo en el que sólo vivan las criaturas que lo adoran, nosotros, los Victoriosos, un mundo mejor.
Dubhe reprimió una mueca. La Gilda, matando por un mundo mejor… Pero Yeshol aceptaba dinero por instigar a sus Victoriosos, ¡la Gilda manejaba cantidades extraordinarias de dinero!
Lo cierto era que en aquel mundo la vida no valía nada, y Dubhe lo comprendió desde el momento en que fue expulsada de su casa y su padre no la salvó.
Rekla siguió con su explicación:
—Los Victoriosos están marcados por el destino. Son los que matan a una edad temprana. Niños que nacen de mujeres que mueren de parto, o gente como tú, que mata a un amigo mientras juegan, o niños que matan conscientemente, así, sin un motivo.
Dubhe sacudió ligeramente la cabeza. No había sido por Thenaar. Eso lo tenía muy claro. Gornar no había muerto por Thenaar. Había sucedido porque era su destino, y nada más. Escuchó la historia en silencio, pero no se la creyó. Podría escuchar todos los días venideros, pero seguiría sin creer en nada, como siempre había sido.
«No soy como ellos, y nunca lo seré».
* * *
Después de comer, tuvo una hora libre.
—Iremos al gimnasio, y uno no puede ejercitarse bien con el estómago lleno.
Rekla le dio un grueso volumen de piel negra, con pesados bullones oxidados.
—Mañana quiero que te hayas leído la mitad —le informó, y se marchó desapareciendo en la oscuridad de los corredores.
Dubhe no tenía ningunas ganas de ponerse a dar vueltas por la Casa. Acabó encerrándose en su habitación y pasó una hora aburrida, leyendo algunos pasajes del libro. Era un texto secreto para iniciados, que disertaba acerca de la organización social de la Casa. Nunca se habría imaginado que la Gilda pudiera tener una organización tan compleja: suponía que habría alguna subdivisión de tareas, pero no tenía ni idea de cuántas castas y clases eran necesarias para trabajar y vivir en una secta como aquélla, que contaba apenas con unos cientos de miembros.
Descubrió que había muchos Guardianes con la graduación de Rekla, el encargado de la cocina, el encargado de los sacrificios, el que se ocupaba de los novicios, de los gimnasios, de la limpieza del templo… Un sinfín de cargos.
Y descubrió que la Gilda también tenía ramificaciones fuera de la Casa, a través de hombres que no eran propiamente iniciados, pero que de algún modo permitían que la Gilda extendiera sus tentáculos por todo el Mundo Emergido. En su mayor parte se trataba de sacerdotes que oficiaban el culto en secreto, y muchos magos. También había una lista. Dubhe conocía a bastantes, y nunca habría sospechado de ninguno de ellos. Muchos trabajaban como consejeros de reyes y condes. Sabía que la Gilda era poderosa, pero nunca hasta ese punto.
La clepsidra le indicó que ya había transcurrido una hora. Le pareció casi una liberación, y sintió alivio al poder ir por fin al gimnasio.
Cuando entró en la amplia sala, casi le costó reconocerla. Las estancias, que la noche anterior estaban vacías y en penumbra, ahora se hallaban iluminadas casi como si fuera pleno día por gruesos pebeteros de bronce que despedían un suave perfume afrutado. En cualquier caso, el tufo a sudor era bastante fuerte, y se mezclaba con el olor a sangre. Dubhe sintió un ligero mareo, pero se recuperó en seguida. Fue al encuentro de Rekla, que la esperaba.
Las salas estaban llenas de gente. En su mayoría se trataba de niños, algunos de ellos muy pequeños, y de jóvenes de ambos sexos. Todos andaban absortos en los más variados ejercicios, desde tonificar y estirar los músculos hasta ejercitar el equilibrio e incluso la capacidad de concentración. Algunos se entrenaban con las armas, otros luchaban con las manos desnudas, ensayando distintas llaves y aprendiendo los puntos más vulnerables del cuerpo humano. Otros practicaban con muñecos de paja. Ninguno de ellos parecía un niño de verdad. Tenían los rostros concentrados en el esfuerzo, y carecían por completo de aquella vivacidad que Dubhe sabía reconocer en la infancia. Eran adultos encerrados en cuerpos infantiles. Recordó de pronto la estatua que había junto a la de Thenaar, el extraño niño con cara de adulto.
Acompañada por Rekla, pasaron por varias salas llenas de niños y adolescentes.
—Si de mí dependiera, te habría dejado aquí, con los jovencitos de tu edad, pero Su Excelencia está convencido de que tú vales más.
Llegaron por fin a las estancias donde se ejercitaban los adultos. Todos realizaban movimientos sinuosos y se entrenaban en solitario. Dubhe se dijo que no tenía nada que ver con la Fuente Oscura, donde resultaba tan agradable entrenarse, pero al menos podría tratar de concentrarse y regresar un poco a ella misma, hallar un poco de soledad.
Sin embargo, Rekla se dirigió resuelta hacia un hombre que se encontraba aparte. Estaba apoyado en la pared, con una especie de fusta en la mano. Era alto y enjuto, estaba delgado en exceso. Su cabeza rapada resplandecía bajo la intensa luz de los pebeteros. Tenía la cara aplastada, la nariz aguileña, la boca ancha y fina, y el mentón afilado.
En cuanto Rekla se le acercó, el hombre abandonó la posición en que se encontraba, ostensiblemente chulesca, y puso los brazos pegados a los costados. Eran mucho más largos de lo normal. No miró a las dos mujeres a los ojos, sino que mantuvo la cabeza gacha mientras las observaba de reojo. Su voz se correspondía a la perfección con su aspecto: servil y aguda, casi chillona.
—Salve, Rekla. La nueva adquisición, supongo. —Miró a Dubhe. Sus ojos eran muy, muy negros, dos pozos de oscuridad móviles y huidizos.
Rekla se limitó a asentir. Parecía tratarlo con cierta suficiencia y una mal disimulada animosidad.
—Su Excelencia quiere que hoy pruebes sus capacidades y le informes.
—Como Su Excelencia desee —respondió el hombre con una reverencia que tenía algo de mordaz. No parecía fervoroso como Rekla. A él lo movía otra cosa, no el fanatismo, como a todos los demás.
La Guardiana de los Venenos se volvió sobre sus talones y se fue. Dubhe se quedó sola frente al hombre. Éste se la quedó mirando bastante tiempo. Ella se dejó inspeccionar con renuencia y echó de menos su capa. No estaba acostumbrada a ir por ahí sin ella, con el cuerpo y el rostro al descubierto.
—Soy Sherva, el Guardián del Gimnasio. Y tú, ¿cómo te llamas?
—¿No lo sabes? —le preguntó Dubhe.
El hombre esbozó una sonrisa torcida.
—Quiero oírlo de tus labios.
Dubhe lo contentó.
—El cuerpo de un asesino dice mucho de él, y el tuyo está bien adiestrado en las técnicas que requieren agilidad y ocultamiento. Una buena cosa. Pero no tienes práctica en el homicidio con las manos desnudas, y casi desconoces la espada. Tiras bien con arco, pero con una sola mano, y prefieres los puñales. Eso también está bien, porque los Victoriosos quieren sangre, y el puñal es el arma predilecta de Thenaar.
—No me has impresionado.
—No era mi intención hacerlo. ¿Cuánto tiempo hace que no practicas?
La pesadilla adquiría una nueva consistencia.
—No he practicado nunca. Sólo he sido adiestrada.
Sherva se acarició la barbilla, observándola con ojo crítico.
—Exacto… tú eres una ladrona, ¿a que sí?
Dubhe asintió casi con alivio.
—¿Cuánto tiempo hace que acabaste tu adiestramiento?
—Dos años.
—Y hasta entonces habías sido la ayudante de Sarnek, ¿no es así? Pero no sólo eso. Durante estos dos años has seguido entrenándote como él te enseñó. Un homicida sin sangre, un sicario sin víctimas.
Dubhe no supo qué decir. Tras la rigidez de Rekla, la conversación con aquel hombre resultaba bastante más interesante. Había algo enfermizo en él, como en todos los que estaban allí, pero al mismo tiempo resultaba sugestivo.
—En cualquier caso —dijo—, desde luego no basta con mirar tu cuerpo para saber realmente qué cosas sabes hacer. Es necesario pasar a la práctica.
Empezó a caminar, y Dubhe lo siguió. Sus pasos no producían ruido alguno. Sus movimientos tenían una fluidez que ella no había visto en nadie, ni siquiera en un animal. Parecía que el aire se abriese a su paso y se quedase encerrado e inmóvil tras él. Ni siquiera los avezados sentidos de Dubhe sabían percibir el menor indicio de su avance.
—No te sorprendas —la advirtió Sherva sin volverse, casi leyéndole el pensamiento—. Mi agilidad es fruto de años y años de adiestramiento, y ahora ya se ha convertido en mi especialidad.
Dubhe empezaba a sentir una extraña simpatía por él.
Acabaron en una estancia polvorienta y más oscura, lejos del bullicio del gimnasio. Era un espacio más bien pequeño, pero no faltaba de nada: había muñecos de paja y armas de todos los tipos. Sherva puso aceite en una lámpara y la encendió con un tizón.
—Suelo ocuparme de los niños, como ya te habrás imaginado, pero Yeshol quiere que hoy me dedique a ti, y también el resto de los días.
Dubhe se sorprendió de la simplicidad con que el hombre había pronunciado el nombre del Supremo Guardián.
—El adiestramiento aquí es de por vida y, además, hay técnicas que no dominas: las trabajaremos.
Al oír algunas de aquellas palabras, Dubhe sintió que volvía a la infancia. Adiestrarse, aprender nuevas técnicas, era algo que siempre le había gustado mucho.
—¿Nunca has matado por encargo? —preguntó a traición.
—No —respondió Dubhe con sequedad. Su mente voló hasta su primer homicidio.
Sherva la miró de soslayo, sonriente. Su sonrisa siempre era viscosa y maligna.
—O tal vez sí. En cualquier caso, no me interesa. Si lo has hecho, lo has hecho por dinero, y no se mata por dinero, no se mata por otra cosa que no sea el homicidio en sí.
—Rekla no piensa lo mismo. Y Yeshol, aún menos. Se mata por Thenaar, dicen ellos.
La discusión había dado un giro interesante, y Dubhe quería indagar.
—Yo aspiro a la perfección de la técnica. Tal vez ése sea mi modo de servir a Thenaar. Y ahora, dejémonos de chácharas, enséñame qué sabes hacer.
Fue como volver a la infancia. Tuvo que demostrar lo buena que era utilizando distintas armas, simulando emboscadas, exhibiendo su agilidad con ejercicios y acrobacias. Sherva fue parco en comentarios, y se mantuvo callado durante toda la prueba, pero a Dubhe le pareció que le había causado buena impresión tanto en la prueba con arco como en la del puñal. También parecía satisfecho de su agilidad. Las cosas empezaron a ir mal con la espada. Dubhe sabía que el hombre se había dado cuenta, cuando ella le había estado hablando de sus habilidades, simplemente con mirarla. Por lo demás, la constitución de sus músculos hablaba por sí misma, siempre lo había sabido.
Cuando llegó el momento de mostrar su destreza en el asesinato con las manos desnudas, Sherva la sorprendió.
—Esta vez, nada de muñecos, prueba conmigo.
Ella se quedó pasmada unos instantes.
—Puedo hacerte mucho daño. El Maestro me enseñó muy bien.
—¡Haz lo que te he dicho y basta!
Dubhe suspiró, y decidió emplearse a fondo.
Lo intentó todo: romperle el hueso del cuello, estrangularlo con las manos y las piernas… incluso probó con los puños. Aquel ser era sobrehumanamente ágil. Parecía escurrirse de entre sus manos como una anguila. En cuanto estaba segura de que lo tenía inmovilizado, él se liberaba. Era como si tuviera todas las articulaciones del cuerpo dislocadas, pues lograba desarticular brazos y piernas, y doblarlos formando ángulos imposibles. Dubhe no consiguió ponerlo en apuros ni una sola vez, y ni siquiera le hizo un cardenal. Al final de la prueba ella acabó jadeando, mientras él seguía respirando como si nada.
—Esto es cosa de magia —murmuró Dubhe.
Sherva sonrió, maligno.
—También, pero no sólo es eso. Esto es medicina prohibida, esto es ejercicio, esto es dolor, y tú también podrías ser así, con los años. ¿Quieres?
Dubhe no lo sabía. No había entrado allí para progresar, para convertirse en una asesina perfecta. Prefería no tener siquiera que pensar en que tendría que matar y que debería hacerlo como profesión. Sólo estaba allí para sobrevivir, había vendido su cuerpo para no ser presa de la Bestia.
—Tú eres el maestro —respondió.
Sherva reflexionó unos instantes, y dijo:
—Confirmo todo cuanto te he dicho antes. Debes aprender espada, y tu agilidad, aun siendo excelente, todavía puede mejorarse. Debes aprender las técnicas de ataque sin armas. Y, naturalmente, aquello que Yeshol más desea: ¡los rituales del homicidio de la Gilda!
* * *
Permanecieron allí una hora más. Sherva no paró de imponerle dolorosos ejercicios para desentumecer las articulaciones. El Maestro también se los había prescrito, y Dubhe se preguntó si no debió de ser el propio Sherva quien se los enseñó a él, y estuvo casi tentada de preguntárselo. Sin embargo, los ejercicios del Maestro no eran tan extremos ni lacerantes. Sherva la llevaba al límite, la conducía al borde de la fractura y, después la hacía retroceder. En cualquier caso, resultó agradable. El cuerpo actuaba, los músculos se tensaban, las articulaciones crujían. En la fatiga del cuerpo, en el sudor, se desvanecía la angustia, desaparecía el sentimiento de opresión, y Dubhe volvía a ser libre. Cuando acabaron, aunque cada uno de sus músculos le doliera hasta hacerla enloquecer, tenía la sensación de haber recuperado un poco de serenidad.